Perdona si no te llamo, amor... - Amazon Simple Storage Service (S3)

de frases célebres, como «Siento más con un Tampax que contigo». Al final las cosas se calmaron, Dios sabe cómo, y las a
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© Membrillo Producciones. 1ª edición ISBN: 978-1-291-66409-6 Impreso en Francia / Printed in France Editado por Lulú

La vida es una puta sidosa...

...y yo me la he follado a pelo.

Índice Prólogo ........................................................................................................................11 Una historia de amor ..................................................................................................16 Habbo Hotel ..............................................................................................................18 Pagafantas 1.1. ............................................................................................................22 Animal de costumbres (1)...........................................................................................27 Clara............................................................................................................................28 Atracción culpable ......................................................................................................32 Leonardo Dantesco ....................................................................................................34 Atraco jodido ..............................................................................................................35 Alba.............................................................................................................................38 Animal de costumbres (2) ..........................................................................................41 Punto de no retorno ...................................................................................................42 «Eres gilipollas»..........................................................................................................45 Discreción...................................................................................................................49 Día 2............................................................................................................................51 La Crisis Carnívora .....................................................................................................54 Animal de costumbres (3) ..........................................................................................58 Piropos faltones ..........................................................................................................59 Dementor....................................................................................................................61 Animal de costumbres (4) ..........................................................................................66

Papelón .......................................................................................................................68 Condenados a fugarse.................................................................................................71 Animal de costumbres (5) ..........................................................................................74 Efecto Mariposa..........................................................................................................75 El Juego de los Idiotas................................................................................................79 I’ve made a huge mistake...........................................................................................83 Cruje mi rutina............................................................................................................84 Parque de cabrones ....................................................................................................86 «¿Y esto qué?».............................................................................................................91 404 ...............................................................................................................................94 «Lo importante...» ......................................................................................................98 The Lion Sleeps Tonight...........................................................................................104 Si tú me dices ‘ven’, ir yo voy, pero a otro puto sitio ................................................113 No tengo ganas de ti .................................................................................................117 Esta noche dime que me quieres (dejar) ..................................................................121 El Abismo de Helm ..................................................................................................126 Mená Chatruá............................................................................................................133 Soy un truhán, soy un señor......................................................................................139 Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fueras... En fin. Tan puta. ............140 Isla Esme...................................................................................................................143 I’ve made a huge mistake (2)....................................................................................155 Pd: Te odio ................................................................................................................160 Agradecimientos .......................................................................................................168

Prólogo por Randy Meeks

Todos los hombres del mundo tenemos una ex novia loca. No es una conjetura ni es una frase machista de esas que se dicen entre cervezas, camisetas quitadas y el «Asturias, patria querida» sonando de fondo: es una realidad. Si has salido con cinco mujeres, al menos una de ellas tiene que ser una loca de campeonato. Es imposible que afirmes guardar un grato recuerdo de todas tus relaciones, a no ser que seas un eterno bienqueda odiable, de esos a los que todo le parece bien y quiere a todo el mundo o, en un hollywoodiense giro de los acontecimientos, todas tus ex novias se hayan reunido en el mismo sitio a la misma hora para preguntarte qué es lo que falló entre vosotros (próximamente: Todas Mis Ex Novias, protagonizada por Robin Williams. ¡Lo veo! ¡Exitazo!). No es tan fácil detectar a un espécimen como este (más que nada porque huiríamos corriendo al verle, por si acaso clava su mirada en nosotros). Las ‘novias locas’ no lo parecen en su día a día.

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Es decir, no van con un cartel colgado al cuello en el que ponga: «Si me metes la lengua hasta la tráquea en una noche de locura, lo siguiente que sabrás es que sacaré el vestido de boda que tengo guardado en el armario y tú estarás vestido de esmoquin encima de un altar, posiblemente presa del miedo (y los narcóticos) y esperando a que mi padre caníbal nos case». Es más: incluso, cual camaleones de la maldad, pueden parecer personas normales, agradables y hasta simpáticas. De hecho, qué demonios, posiblemente lo sean hasta que vuestra relación dé comienzo, y con ella, el descenso hacia el infierno. Una relación es un camino que a veces se hace difícil por los avatares del destino y de la vida (esto no es mío, claro, se lo he copiado a Paulo Coelho o algún pesado de esos), pero si sales con una novia loca, lo raro será que el camino no tenga a cada paso piedras puntiagudas, charcos de lava ardiente o lluvia radiactiva. Dicho de otra forma: celos por las nimiedades más absurdas («¡Has mirado a la chica de ese anuncio!»), lloreras por las tonterías más incomprensibles («¡Has roto un pelo de mi peluche de la suerte!») o momentos sexuales de lo más absurdos («¿Qué te parecería la idea de un cuarteto con otros hombres? Yo sólo miro, vosotros hacéis») te esperan. En el fondo, merece la pena tener una novia loca. Ni que sea para después contarlo. En mi caso, claro está, también tengo una ex loca. De hecho, cuando Juanki me propuso hacer este prólogo, dijo: «He pensado en ti porque me acuerdo de tu ex novia loca».

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No porque escriba bien o porque llevemos años conociéndonos por los extraños parajes del ciberespacio, sino porque nos unía un vínculo de loquización más fuerte que muchas amistades forjadas a través de los años. Os contaré mi caso brevemente para que podáis pasar la página y leer lo que habéis comprado: las divagaciones adolescentes de un chaval desesperado por follar contadas con nostalgia por un adolescente desesperado por follar. En serio, deberíais plantearos qué estáis haciendo con vuestra vida. Mi ex novia se llamaba Juliana (nombre tan puesto para proteger su identidad como gracioso), y vivía a una hora y pico de mi casa. Yo tenía 21 años y llevaba casi un año sin haber estado con nadie (entiéndase como «sin haber besado a una mujer», no como «me encerraron un año en un búnker donde sólo me daban sesos de mono como desayuno»), por lo que, como espero que comprendáis, lo que pedía en una mujer había bajado de una relación con la mujer ideal a con que pueda mantenerse de pie, ya me vale. Ahí es donde conocí a Juliana, que confesó que le gustaba y me besó ese mismo día, ante mi sorpresa y mi consecuente subida de ego. No, en serio, vamos a ir leyendo entre líneas, ¿eh? Ahí es donde empezó un año y medio de locuras (no en el sentido «fuimos juntos de mochileros por Europa durante cuatro meses, ¡qué locura!» sino en el sentido «se desnudó en el más terrible e incómodo de los silencios para tratar de impedir que fuera a ver una peli con mis amigos» o «posteó un anuncio en Internet para hacer un trío sin mi permiso ni haberlo hablado en ningún momento»), frases inolvidables 13

(desde «¡Penétrame con tu potente barra de acero!» que resonará por siempre en mi cabeza, hasta «¡Me automutilo por ti!», dicho mientras se quitaba un padrastro) que culminaron en cuernos (por su parte, ojo). ¿Sabéis que dicen que una infidelidad es lo peor que puede pasar en una pareja? En mi caso, los cuernos fueron el detonante de que bailara el baile de la alegría mental durante varias horas, hasta acabar completamente derrotado, mientras intentaba mantener la compostura y decir «¡No puedo tolerar esto! ¡Lo dejamos!». Los cuernos eran el final del camino, los cuernos eran lo que me iba a librar de encontrarme a los cuarenta años con esta mujer y aún preguntándome qué error cometí para acabar aquí. Supongo que mi caso, como el de Juanki, es no saber decir ‘no’ a las cosas por no hacer daño a la otra persona. Si en el fondo somos unos buenazos. Con una novia loca, un final nunca es un final: suele ser un desvío por la autopista del dolor, y en mi caso no fue una excepción: abrió un foro para que habláramos los dos, intentó volver conmigo en numerosas ocasiones e incluso me propuso estar con ella y su novio al mismo tiempo, en una relación liberal, lirili lerele. El mes del aftermath de la ruptura fue el desate final de la locura, con intentos de denuncia (una verdadera ex novia loca SIEMPRE intentará tirar por ahí para meter miedo), comentarios en mi blog hablando de mi micropene (para micropene el que tengo aquí colg... ¡Eh, un momento!) y frases que podrían permanecer eternamente en un Olimpo

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de frases célebres, como «Siento más con un Tampax que contigo». Al final las cosas se calmaron, Dios sabe cómo, y las aguas volvieron a su cauce. De tanto en cuando me contaban locuras de ella con su nuevo novio, y entonces yo respiraba tremendamente tranquilo y relajado desde mi estatus de soltero de oro. De oro, porque si he pasado por esto puedo pasar por cualquier cosa. Las mujeres lo huelen. Realmente podría escribir un libro como éste contando mis desventuras con Juliana, pero no sería tan adolescente y divertido como el que tenéis entre manos: sería más bien un relato de terror en el más puro estilo Stephen King español (¿Estéfano Rey?). Preparaos para un relato repleto de malas decisiones, pelos en los pezones, conversaciones en portales, sexo, gritos, dolores de cabeza y Mateu haciendo cosas de fondo. Yo me lo he pasado pipa disfrutando con las desgracias de Juanki y pensando no sólo que me podría haber pasado a mí, sino que, qué demonios, me pasó a mí. Y posiblemente a muchos de vosotros (o muchas de vosotras, vaya, que los machotes tampoco se quedan cortos). Ahora girad la página (o dadle al botón de leer página siguiente si sois más modernillos) y comenzad este relato. Os reto a no tener pesadillas esta noche.

Randy Meeks. (www.normasdeequivocacion.com)

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Una historia de amor

Buenas. Antes que nada, permitan que me presente: me llamo Juan Carlos, y soy un muchacho barcelonés de diecinueve años algo cínico, friki e introvertido que no lo ha pasado demasiado bien en la vida. ¿Quiere decir eso que he vivido en la pobreza? ¿Acaso he pasado hambre alguna vez? ¿He dormido en la calle? ¿Soy huérfano? ¿Tengo cáncer? ¿Me han amputado algún miembro? ¿He sido víctima de algún infame atentado? No. Pero las he pasado putas con las mujeres. Problemas del primer mundo, que lo llaman. Este libro, en concreto, se centra en una de ellas. La primera. La primera de verdad, sin contar las típicas mamarrachadas que se suelen cometer cuando tienes menos de doce años. Mi primera relación formal. Todo lo formal que puede ser una relación con una compañera de clase en 2º de la ESO, vaya. La historia que voy a relatar en las siguientes páginas no es una historia para todo el mundo. Es una historia dura, cruda, desagradable, densa, tensa y jodida de cojones. Y lo peor de todo: es cierta. 16

No os dejéis engañar por la sarta de hipérboles y el tono jocoso que impregnará todo este relato. Por mucho que el objetivo primordial de este libro sea el de hacer reír, todas y cada una de las anécdotas aquí expuestas son completamente verídicas. Lo que viví fue un auténtico infierno. Naturalmente, la mayoría de los nombres reales han sido sustituidos por otros por aquello de guardar los anonimatos, y algunos detalles en las descripciones físicas han tenido que ser necesariamente obviados, puesto que no es mi intención la de perjudicar a nadie y supongo que muchos de los implicados en esta jodienda prefieren que no se les relacione en absoluto con ella. Tampoco he tenido cojones de preguntárselo a ninguno. Aquí hay que aclarar que resulta extremadamente improbable que cualquiera de ellos vaya a leerse este libro, puesto que la mayoría a día de hoy no quiere saber nada de mí, o en el mejor de los casos ni siquiera me recuerda. Lo que está claro es que los que peor parados pueden salir de mi cínica narrativa jamás se acercarían a un libro escrito por mí ni aunque les fuera la vida en ello. No tienen tanto estómago. Y además, qué coño, hasta la fecha ninguno de mis libros anteriores ha llegado a ser precisamente un éxito de ventas, así que éste no tiene por qué ser la excepción. Pero vosotros no digáis nada. Por si acaso. En las próximas páginas vais a ser testigos de cuán bajo puede llegar a caer un ser humano con tal de arrimar cebolleta. No me lo tengáis en cuenta. Era joven. Pasadlo bien. 17

Habbo Hotel

Verano de 2006. Faltaban apenas un par de meses para que empezase el nuevo curso. Yo era un chaval de doce años que estaba tirando a fanegas y que disfrutaba más de cascarse una buena pajorra delante del ordenador que de salir a la calle a relacionarse con otros chavales. Tampoco es que apeteciera salir, pues aquel año mi familia y yo nos habíamos mudado a Cubelles, un pueblo a una hora de Barcelona, y si quería pisar la ciudad debía tirar de RENFE. Eso no significaba que no tuviera buenos amigos, pero la realidad es que durante la mayoría de mi educación primaria fui tratado como el típico marginado cliché del que la gente podía reírse impíamente. No es que me hicieran bullying ni nada parecido, pero un poco la mascota de la clase sí que era. Las cosas estaban a punto de cambiar, la cuenta atrás hasta 1º de la ESO había empezado. En mi instituto, al empezar la ESO, nos separarían de algunos de los que fueron compañeros nuestros los seis años anteriores y nos juntarían con chavales de la clase de al lado y un montón de niños nuevos procedentes de otro colegio. 18

Era la oportunidad de hacer nuevos amigos, conocer a otras chicas. Dejar de ser el friki de turno. Poder permitirme el lujo de destacar para bien por una vez en la vida. Dije que ser el marginado oficial no me privó del hecho de tener buenos amigos, y no mentía. Os voy a hablar de Mateu. Mateu no es un buen amigo. Entendemos por amigo a alguien que se preocupa por ti, que siempre está ahí cuando lo necesitas, alguien que procura animarte en los malos momentos y que sabes que jamás, bajo ningún concepto, sería capaz de traicionarte y/o de causarte cualquier mal. Mateu no encaja en esa descripción en absoluto. Egoísta, faltón, molesto. Son las tres primeras palabras que me vendrían a la cabeza si tuviera que describirle. No se preocupa por mí, jamás lo ha hecho y jamás sentirá la necesidad de ello. Nunca está cuando lo necesitas. Es más, se trata de una persona que suele acompañarme en los momentos más inoportunos, y con el único objetivo de importunarme más. En los malos momentos procura hacérmelo pasar lo peor posible, recordándome cada cinco minutos el motivo por el cual estoy sufriendo, evitando así que pueda tener un mínimo momento de evasión, y riéndose mucho durante el proceso. Lo quiero con toda mi puta alma. Nos pasamos la mayor parte de ese verano de 2006 en Habbo Hotel. Para los que tengan vida social, os comento que Habbo Hotel es una especie de chat cuya particularidad es que consta de un hotel virtual de dibujos animados, sus salas son habitaciones y puedes crear tu propio personaje. 19

Una especie de Second Life a lo low-cost y levemente menos gitano que éste. Pese a todo, no perdían oportunidad alguna de intentar sonsacarte la pasta de donde fuera. La triquiñuela es que si querías decorar tu sala de chat tenías que gastarte dinero, dinero que podías canjear por créditos que, finalmente, canjeabas por muebles u objetos con los cuales personalizar tu habitación. Y lo peor de todo es que la gente picaba. No, os prohibo que me leáis con esa cara. A día de hoy, hay gente gastando parte de su sueldo en vestir a su puto Pou. Como éramos dos críos de doce años totalmente insolventes y, por qué no decirlo, poco dispuestos a gastar un sólo centavo en un mueble pixelado, exploramos varias vías alternativas (e ilícitas) de conseguirlos. Nos pasamos el verano timando a incautos, prometiendo créditos gratis y mariconadas varias a cambio de que nos cedieran temporalmente sus contraseñas. Y la gente, de nuevo, picaba. Llegamos a conseguir tal cantidad de muebles que nos vimos obligados a crear varias salas más a modo de trastero. Probablemente se tratase de la forma más bajuna y triste de delinquir, pero nos sentíamos como unos auténticos chicos malos. Pero hasta el más rebelde tiene su corazoncito, y un día no tuve más remedio que apiadarme de una pobre alma incauta. Se trataba de Lucía. Una chica de nuestra edad que al parecer vivía en Jerez de la Frontera. Mientras Mateu y yo intentábamos engañarla, terminé arrepintiéndome de mis actos. Me pareció tan buena chica que no tuve más remedio que confesarle cuáles eran nuestras intenciones y preguntarle si aun así quería ser amiga nuestra. Nos dijo que sí. La 20

agregamos a Messenger. Estaba muy buena. Todo lo buena que puede estar una niña de doce años, claro, pero para nuestros estándares aquella chica era un must fuck en toda regla. Mi amistad con ella fue creciendo con el paso de los meses. Probablemente se tratase de una de mis primeras amistades sinceras por Internet. Solía pasarse los días invitándome a conversaciones múltiples con gente a la que yo no conocía de nada, y que me saturaban el Messenger de pura basura. Pero yo no se lo tenía en cuenta. Claro, que igual en esa decisión de no tenérselo en cuenta influyó un poco el hecho de que me ponía la polla tan dura que podía tallar diamante con ella. Nunca intenté acercamiento alguno con ella. Quizá porque la veía como a alguien totalmente inaccesible para mí en aquel momento (cosa que seguramente fuera cierta), pero la verdad es que no llegó a interesarme de ningún modo que no fuera estrictamente amistoso. No llegué a ser su pagafantas, para que nos entendamos. Pese a que mi aspecto físico (bajito, medio gordo, con gafas) sugiera todo lo contrario, pocas veces en mi vida me he visto en la situación de tener que pagafantear a alguien. Es más, me aventuraría a decir que sólo he pagafanteado a una persona en toda mi vida. Y, a decir verdad, los resultados de aquello fueron desastrosos. Ah, por cierto: ésta es, en esencia, la historia de ese pagafanteo en cuestión.

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Pagafantas 1.1.

Empecé la educación secundaria y, como vaticiné, mi grupo de clase era completamente distinto del de años anteriores. Pocos compañeros de mi clase anterior, algunos alumnos del otro grupo a los que sólo conocía de vista y, sobre todo, un montón de chavales nuevos. Chavales nuevos que significaban para mí una buena oportunidad de renovar mis amistades. Y, entre un mar de chonis y canis preadolescentes sobrehormonados, tuve la gran suerte de conocer a Guillem. Guillem sí es un buen amigo. Siendo honestos, en aquel momento me tocaba bastante los cojones. Él era guapo y yo me parecía a Pepón Nieto. Él era bueno en los deportes y yo me asfixiaba a los diez segundos en carrera. Él mojaba y yo sólo podía soñar con ello. Él caía bien a todo el mundo y a mí todavía me costaba un poco quitarme el sambenito marginal. Pero es un buen amigo. Gracias a Guillem también tuve la suerte de conocer a Lolo, y éste se llevaba bastante bien con Mateu, así que logramos improvisar un nuevo grupo de amistades que, hasta la fecha, hemos logrado mantener con relativo éxito. 22

Pero no sólo de colegas vive el preadolescente. También conocí a una chica. Y qué chica. Mónica era su nombre. Era una chica de pelo castaño, tez pálida, grandes ojos marrones, delicioso cuerpo de treceañera, algo introvertida pero extremadamente preciosa. Me pillé por ella al instante. Evidentemente, no era amor ni nada por el estilo, pero en aquel momento estaba casi seguro de que era la chica más mona que había visto en toda mi vida. Y probablemente no me equivocase. Sólo tenía que ser un poco simpática conmigo para que cayera rendido a sus pies. Y lo fue. Al escribir las palabras «delicioso cuerpo de treceañera» me he dado cuenta de por qué la publicación de este libro vendrá acompañada de mi ingreso en prisión. Agregarla a Messenger fue la mejor y peor idea que pude tener. Por una parte, eso me daba acceso a una vía de comunicación más íntima con ella, lo cual se traducía en recibir un montón de fotos de ella en sujetador. Así, sin más, de manera gratuita. En estos momentos me conozco perfectamente la clásica rutina de «en esta foto salgo mal», pero en aquel momento eso era algo totalmente nuevo para mí. Y una fuente inagotable de pajas, todo sea dicho. Pero, por otra parte, eso daba también pie a que tuviera que soportar densos e interminables monólogos de ella hablándome de cuánto le gustaba RBD (no sé si os acordáis, aquel grupo musical tan jodido que surgió de aquella serie de televisión tan chunga, que a su vez era un remake de otra telenovela bastante cutre) y por qué motivo. El motivo, por cierto, no estaba en la calidad musical de dicho grupo, ni en la de los guiones de la serie, no. Le gustaba RBD simple y llanamente por lo mucho que se quería zumbar a uno de los 23

miembros. Christopher Uckermann. Lo he escrito así, de cabeza, sin tener que buscarlo en Wikipedia ni nada. No sabéis lo que jode tener eso tan bien interiorizado. Así os hacéis a la idea del calvario al que me sometía. Pese a que nunca llegué a pagarle ninguna Fanta (entre otras cosas porque tampoco llegamos a quedar), sí que llegué a cometer ciertos actos igual de lamentables. Recuerdo que me compré una webcam apenas unas horas después de que ella me preguntara si tenía una, porque dejó caer la posibilidad de que tuviéramos una videoconferencia algún día de aquellos. Ese encuentro online, al menos, llegó a materializarse. Coincidió más o menos con los días en los que empecé a familiarizarme con el software de captura instantánea de pantalla. Durante buena parte del curso, mi habitación se asemejaba bastante a la fábrica de Central Lechera Asturiana. También tenía que soportar larguísimas conversaciones en las que ella me hablaba de sus múltiples novios. Y digo múltiples porque se los iba echando a una sorprendente media de dos o tres por semana. Luego se fue estabilizando hasta reducirlos a uno. Pero eso fue, si cabe, más dramático. Os cuento: yo me moría de ganas de pedirle que saliera conmigo, aun a sabiendas de que estaba muy ocupada catando ciruelos de chavales de dieciséis/diecisiete años. El problema es que jamás llegué a hablar con ella mientras estaba soltera. Así de jodidas estaban las cosas, no bromeo. Durante toda la semana lectiva, de lunes a viernes, se pasaba las horas hablándome de lo capullo que era su novio y de las ganas que tenía de dejarlo. Por supuesto, yo me mantenía a la expectativa y deseoso de que llegara ese momento para poder lanzarme yo. ¿El problema? La cabrona siempre se lo 24

montaba lo suficientemente bien como para dejar a los chicos en sábado/domingo para, de cara al lunes, tener ya otro chico nuevo preparado. Era una especie de bucle sin fin. Yo ya sabía que hacerme ilusiones con ella era perder el tiempo, pero, honestamente, tampoco tenía nada mejor que hacer. No me di cuenta del patetismo en el que me encontraba totalmente sumido hasta que pude verlo con mis propios ojos reflejado en una fotografía. En una de esas excursiones que se hacen más o menos a principios de curso para que los alumnos estrechen lazos entre ellos, nos hicieron una foto de grupo en la cual estábamos todos sentados en unas escaleras de Montjuic. Recuerdo perfectamente que cuando nuestra profesora tomó dicha fotografía, yo me encontraba rebosante de felicidad porque estaba justo al lado de Mónica y además arrimando el hombro. O eso creía hasta que vi la foto. Efectivamente, yo estaba en posición de arrimar hombro, pero no en el ángulo más preciso y, definitivamente, a bastantes centímetros de distancia como para siquiera plantearme rozar levemente su brazo. Prueba de ello es que justo detrás de nosotros estaba sentada una alumna filipina y del espacio que había entre Mónica y yo, mi cuerpo no llegó a solapar el suyo en ningún momento. La chica podía verse con total claridad. Esa era la distancia que nos separaba. Llegados a este punto, siempre me he preguntado qué era exactamente lo que estaba pasando en aquel momento. Guardo un recuerdo ligeramente borroso de aquello y la imagen en sí es bastante ambigua. Por tanto, no sé discernir muy bien si es que la pobre Mónica estaba acojonada al ver que su repugnante pagafantas estaba intentando un 25

acercamiento bastante poco sutil y por ello se echó hacia un lado, o si yo estaba totalmente cegado por mi miedo al rechazo y no me atrevía a acercarme a ella a menos de una alumna filipina de distancia. Supongo que nunca lo sabremos.

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Animal de costumbres (1)

Cada mediodía y cada tarde, al terminar las clases, tenía la deliciosa costumbre de acompañar a Mateu hasta su casa. No me venía de camino en absoluto. Para que lo entendáis, mi instituto se encontraba en un punto equidistante entre mi casa y la de Mateu, estando ambas en direcciones opuestas. Sin embargo, me encantaba acompañarle a su casa, puesto que al no ir ya en el mismo grupo, era la única oportunidad que teníamos de pasar un rato charlando de nuestras confidencias. También teníamos la hora del recreo, pero esa la solíamos compartir con Guillem y Lolo. No era tan íntimo. Soy heterosexual. Pero lo mejor de todo era el hecho de volver luego a mi casa, disfrutando de mi soledad momentánea y escuchando la música de mi MP3. Era mi cuarto de hora de evasión diaria. Unos minutos de paz y tranquilidad. No tenía prisa alguna. Lo tenía bien calculado, en realidad. Cuando llegase a casa, la comida ya estaría lista. Si no daba ese paseíto, al llegar a casa tendría que esperar veinte minutos para comer. Todo formaba parte del plan. 27

Clara

Sobre el papel, era la típica Betty la fea. Reunía todos y cada uno de los clichés: era fea, llevaba gafas, coleta, pelo churretoso y aparatos en los dientes. Su olor corporal recordaba al de un perro abandonado al que acaban de sacar de una bañera llena de whisky. Poca gente tomaba la iniciativa de hablar con ella, o de dirigirle la palabra para algo que no estuviera relacionado con insultarla, o vejarla de algún modo. No me parecía nada bien. Me gustaría decir que yo era la excepción, pero sólo lo fui a medias. Hablaba con ella una o dos veces al mes, única y exclusivamente porque compartíamos mesa con otros tres compañeros más en el aula de Plástica. Bastaba hablar unos minutos con ella para darse cuenta de que, si bien resultaba una chica un poco complicada de tratar, un poquito excesiva en algunos aspectos y muy dada a tomarse más confianzas de las debidas en un ínfimo espacio de tiempo, en el fondo tenía buen corazón y sólo reclamaba un poco de atención y cariño. No se puede decir que yo le diera mucha conversación, la verdad. Las pocas veces que nos hablábamos era para discutir sobre lo mala que me parecía la segunda temporada de Prison Break 28

mientras que ella la defendía a capa y espada. Posteriormente llegué a la conclusión de que era un poco estúpido el hecho de discutir con ella sobre esos asuntos, puesto que el único motivo que la llevaba a ver la serie no era la calidad de sus tramas o guiones sino, una vez más, la presencia de un macizorro en el reparto. En este caso, le tocó al bueno de Wentworth Miller. Pero yo con Clara tenía menos aguante. Sin embargo, era cuestión de tiempo que Mónica y Clara terminasen haciéndose amigas íntimas. Después de todo, tenían algo en común: eran igual de petardas. Y toda chica mona precisa de una amiga fea. Esto es así aquí y en la China popular. Muy a mi pesar, el hecho de que Mónica y Clara empezasen a ir en pack significaba que por cada acercamiento que intentase con Mónica, me vería forzado necesariamente a tener que tratar con Clara. Aunque fuera de rebote. Ella estaba ahí. No podía obviarse. Llegó un momento en el cual era imposible concebir a una sin estar pegada a la otra. Con lo que eventualmente, para no quedar mal de cara a Mónica, acabé por agregar a Clara también a Messenger. Y a llevar nuestras estúpidas discusiones sobre series también al terreno cibernético. Especialmente dramático fue cuando comencé a percatarme de que hablaba muchísimo más con Clara que con Mónica. Eso era un problema bastante gordo, y se alejaba completamente de mi propósito inicial de conquistar a mi pagafanteada. Por una parte, era un obstáculo muy claro entre nosotros dos. Por otra, tampoco era como si sin la presencia de Clara hubiera tenido muchas más posibilidades con Mónica ‘o algo’. 29

Además, poco a poco fui encontrándole nuevas cualidades a Clara. Ya no era sólo esa chica introvertida que se cogía confianzas fácilmente, a la mínima de cambio, no. Fui descubriendo su faceta más inquietantemente neurótica, su facilidad para cambiar de humor de un segundo para otro, lo extremadamente susceptible que era ante las bromas más inocentes. Y yo no era de hacer bromas inocentes. Debía ir con pies de plomo, pues tenía que darle suficiente palique para quedar bien delante de Mónica, pero a su vez mantener cierto equilibrio y no seguirle demasiado la corriente, no fuera que se acabara pegando a mí más de lo deseable. Además, por si fuera poco, tenía que medir cuidadosamente mis palabras, ya que a la mínima salida de tono podía ofenderse y pasarse la tarde llorando fuertemente por mi culpa. La cosa no pintaba bien. Para nada bien. Pero, por suerte, estadísticamente hablando, estas amistades no suelen durar demasiado. Y yo, claro, mantenía la esperanza de que empezaran a odiarse de un momento a otro. Lo más divertido de las amistades entre féminas durante la ESO es lo rápido que pasan de ser mejores amigas a darse de hostias y tirarse de los pelos durante el recreo. Está científicamente demostrado que cuanto más imantadas están la una a la otra cuando son amigas del alma, menos tardan en vomitar mierda la una sobre la otra en cuanto deciden traicionarse entre sí. Siempre me he preguntado el motivo por el cual son tan frágiles estas relaciones, a mí nunca me ha pasado nada semejante.

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Es decir, ya os he comentado anteriormente que Mateu es un hijo de la grandísima puta, pero nunca en la vida nos hemos peleado y/o enemistado por cualquier chorrada. Tenemos una amistad de mierda, pero sólida y consolidada de cojones. La de Mónica y Clara no lo era. Por lo tanto, sólo tenía que esperar. Ellas dos juntas no eran más que una bomba de relojería que estallaría de un momento a otro. No podía hacer más que fantasear con la idea de que se llevasen como el culo y me tocase escoger bando. Me ponía muy cachondo la idea de criticar fuertemente lo zorra y traidora que era Clara mientras, a la vez, intentaba hincar porra con Mónica. Pero eso no pasó. Al menos no cuando tocaba. No cuando yo más lo necesitaba. Siguieron siendo amigas. Y yo estaba jodido. Muy jodido.

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Atracción culpable

2º de la ESO. Me he saltado un año así, sin más, porque me salía buenamente de los cojones. En mi defensa, decir que pocas cosas habían cambiado: me compré unas gafas nuevas, mis padres se separaron, nos volvimos a Barcelona mudándonos a casa de mis abuelos maternos (mal por la separación, bien porque estaba hasta los huevos de madrugar para coger un tren) y adelgacé lo suficiente para dejar de parecerme a Pepón Nieto. Por lo demás, todo igual. ¿Todo? No. A Clara le salieron tetas. Pero no estamos hablando de las clásicas tetas de teenager, no, hablamos de un buen par de pechotes del tamaño de dos sandías. La que durante varios años no fue más que la feúcha rara y marginada, de repente se convirtió en la chica más dotada de nuestro curso. Por lo que a mí respecta, me importaba tres cojones; seguía siendo una loca neurótica con cierto exceso de verborrea. Y unas tetas no iban a cambiar eso. Poco a poco, fue desprendiéndose también de su coleta, dejó de llevar gafas y le quitaron los aparatos. Al principio aplaudí su decisión de quitarse la coleta, pero optó por 32

dejarse el peor peinado posible, haciéndose el típico moño hortera que dejaba ver su frente prominente en todo su esplendor, y que gracias a su pelo rizado (ahora suelto), la constante expresión deprimida de su rostro y un llamativo collar que empezó a llevar, pasó de ser Betty la fea a convertirse en algo mucho más parecido a un cocker americano. Mientras que, insisto, a mí estos cambios no me hicieron verla con otros ojos, el resto de mis compañeros tenían sentimientos encontrados al respecto. Seguía siendo esa niñata nerdy infumable sacada de una película de Todd Solondz a la que absolutamente nadie soportaba, sí, pero ahora tenía tetas. Y menudas tetas. Despertaron en mis compañeros una especie de insana atracción culpable generalizada, por lo que con el paso de los meses fueron acercándose más a ella. Al principio siempre con prudencia y tal, pero al final sucumbiendo ante el poder cegador de sus pechotes. Llegando algunos a entablar cierta amistad con ella. Todo esto provocó que Clara fuera convirtiéndose en una persona bastante más extrovertida y social de lo que era. Perdió de golpe buena parte de su timidez, que a su vez era lo único que impedía que desplegara por completo sus excesos. Lo único que la frenaba de ser completamente insoportable. Esas tetas abrieron la Caja de Pandora.

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Leonardo Dantesco

Lucía me invitó a otra conversación múltiple por Messenger. Como en todas las anteriores ocasiones, mi ordenador estaba ligeramente colapsado al recibir un montón de mensajes instantáneos de golpe. Normalmente cerraba al instante la ventana y no le daba más vueltas al asunto hasta que, días (o en el peor de los casos, horas) más tarde volvía a introducirme a traición en una de ellas. Pero ese día no tenía nada mejor que hacer. Me pasé la tarde en esa conversación, contando chistes de pollas y enviando varios mensajes de voz en los que cantaba la canción Tiene nombres mil de Leonardo Dantés. Por si no la conocéis, es una canción que se limita a enumerar una veintena de sinónimos de la palabra ‘pene’. En otras palabras, no es algo que suelas cantar en tu primera cita. Al menos no si tienes cierto uso de razón. Contra todo pronóstico, atraje la atención de una simpática chica. Por algún motivo que no alcanzo a entender, logré caerle bastante simpático y se rió con la mayoría de mis chistes y referencias fálicas. Cometió la imprudencia de agregarme a Messenger. Yo no desaproveché la oportunidad. Mar se llamaba, por cierto. Y vivía en Madrid. 34

Atraco jodido

Volví a mi casa un mediodía, después de acompañar a Mateu a la suya, en uno de mis deliciosos paseos rutinarios. Estaba escuchando música con mi reproductor de MP3 cuando me di cuenta de que tenía justo a mi lado a un tipo de unos doce años al que no conocía de nada caminando pegadito a mí y siguiendo exactamente mi ritmo. Me miró. Le miré. Mantuvimos esa mirada unos segundos mientras seguíamos caminando de frente. Soy heterosexual, os juro que esta historia no acaba conmigo dándole por culo en un callejón. Decidí ignorarle y seguí mi camino confiando en que se cansaría de seguirme. La verdad, no tenía un aspecto particularmente amenazador, era más bajito que yo (que mido 1.65, para que os hagáis a la idea), también rubio y de ojos claros, delgadito, muy normal. Y honestamente, en aquel momento simplemente creí que era subnormal. Pero no. El chico, de repente, me empujó contra la pared más cercana. Os juro que no me acaba dando por culo. 35

—¡Dame la música! —dijo, intentando parecer amenazador —. ¡Ahora! Me encantó el hecho de que emplease el término ‘la música’ para referirse a mi reproductor de MP3. Es una idea, en el fondo, bonita. Como si pudiera simplemente coger la música, lograr abstraerla de alguna manera y dársela sin más. La idea de que me esté pidiendo ‘la música’ en sí misma. Como concepto. Es un poco como cuando ahora, cutres de mierda, decís eso de «luego te mando ‘un WhatsApp’» en lugar de «luego te mando un mensaje por WhatsApp». Como si cogiéseis la aplicación WhatsApp misma y la enviaseis. Como si WhatsApp fuese el mensaje y no la vía. Como si dijeseis «te mando un Hotmail», ‘o algo’. —No, no te voy a dar nada —dije, con pasmosa tranquilidad, a sabiendas de que mi indiferencia iba a tocarle mucho los cojones. —¡Que me des la música, joder! —insistió —. O te parto la cara. —Haz lo que te dé la gana. Pero no te voy a dar nada. Lo siento. Me voy a ir. Y con mis huevazos toreros, me fui. Porque, qué coño, yo me crezco ante el peligro. Al minuto y medio de seguir caminando, noté una sensación punzante en mi espalda. Como si estuvieran amenazándome con algún objeto metálico puntiagudo. El muy capullo estaba amenazándome con una llave. —¿Se puede saber qué coño haces? —pregunté muy incrédulo. 36

—O me das la música y todo lo que llevas, o te rajo. Observé que lo único que llevaba en la mano era un llavero, la mar de molón, por cierto, con una letra ‘A’ que, intuyo, debía de ser la inicial de su nombre. —¿Y con qué me vas a rajar? ¿Con la ‘A’? —No, con la ‘A’ no... —Oye, que me voy ya... —dije, ya cansado, viéndome sin más argumentos por los cuales negarme a sucumbir ante su atraco. —Como te vuelva a ver te parto la cara. —Como quieras. Volví a dar media vuelta y reemprendí mi viaje hasta casa. Pasaron varios minutos y me giré de nuevo sólo por mera curiosidad. El pésimo atracador doceañero, aunque a un par de metros de distancia, seguía detrás de mí. Y yo, un pelín molesto por la situación, le grité: —Bueno, ¿qué? ¿Vas a seguir? —dije, ya sin poder ocultar mi mosqueo. —No, joder, es que voy para mi casa. Preferí ignorar esa última frase y no volver a mediar palabra con él. Más que nada porque lo veía bastante capaz de pasarme una fotocopia de su D.N.I.

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Alba

Clara, definitivamente, había entrado en mi vida. Se aferró a mí como una sanguijuela y no tenía intención alguna de despegarse de mi persona. Por tanto, de algún modo, acabamos creando ciertos vínculos que iban más allá de escuchar cuánto chorreaban sus bragas por Wentworth Miller. Día tras día empezaba a contarme su vida, a hablarme de lo hilarante que resultaba su familia e intentando convencerme de que todos y cada uno de los miembros de ésta eran personas absolutamente elocuentes, divertidas y mordaces. «Es como una familia de Houses», solía decirme siempre, haciendo referencia al célebre personaje interpretado por Hugh Laurie en esa serie tan sobrevalorada. No me miréis así, quitando algunos diálogos era morralla pura. En algún momento empezó a hablarme de su hermana, Alba, a la que por algún motivo intentó venderme como una chica de lo más sexy e inaccesible, pero necesitada totalmente de novio ya que acababa de dejarlo con el suyo. Y pensó en mí como candidato.

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Jamás entendí qué la llevó a ello, pero durante varias semanas estuvo intentando por todos los medios que tratase de conquistar a su hermana. Y yo no estaba muy por la labor. No me malinterpretéis, no es que no me gustara la chica en cuestión. Es más, era como treinta veces más mona que Clara y a priori estaba mucho menos loca que ella. Parecía buena persona, pero la verdad es que no quería tener trato alguno con ella porque eso implicaría tener que aguantar a Clara el triple de lo que ya lo hacía. Pero ella insistió. Acabé agregando a Alba a Messenger. Insisto, parecía una chica normal y de lo más agradable, pero la sombra de su hermana era demasiado larga. No había forma alguna de pasar ese detalle por alto. Recuerdo que Clara, incluso, me daba diversos consejos para intentar seducirla. Solía decirme que tenía que ser un buen chico pero tener un punto canalla, que tomara como ejemplo a Gorka, personaje de Física o Química. Entendéis por qué no quería verme en esa situación, ¿verdad? Supongo que cuando le dije a Clara que, sintiéndolo mucho, su hermana no me gustaba, habría sido demasiado pedir que no se lo comunicase a ella. Alba estuvo odiándome en secreto durante bastante tiempo por el hecho de haberla rechazado sin haberle dado siquiera una oportunidad. Supongo que le debí de parecer una especie de chuloputas subido de humos, ‘o algo’. No empezamos con muy buen pie. 39

Pero lo importante no es que en aquel momento no quisiera saber nada de Clara, que Alba tampoco es que me llegase a dar muy buena espina o que siguiera encaprichado por Mónica, no (aunque también). Lo importante es que creía que la que me empezaba a llamar la atención de verdad era Mar. Pero no le di mucha importancia.

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Animal de costumbres (2)

Mis amigos son tremendamente graciosos. Y lo digo completamente en serio. No me refiero a que sean graciosos en contexto, saliendo de fiesta con cuatro copas de más o muy graciosos para tener trece años, no. Estoy hablando de que son graciosos al nivel de que cada uno de ellos podría escribir e interpretar tranquilamente un show de stand-up comedy y habría cientos de personas dispuestas a pagar por ello. Y es por eso por lo que disfruto mucho escuchándolos. Me gustaba mucho pasar los recreos en clase con ellos, hablando de nuestras cosas y compartiendo ciertas anécdotas entre nosotros. Siempre teníamos algo divertido que contar. No importaba que la vivencia no fuera graciosa per se, ellos siempre sabían sacarle cierta sustancia y convertirlo en algo descojonante. Luego entre nosotros íbamos aliñando la anécdota, haciendo coñas espontáneas o soltándonos alguna que otra pulla. Era un a ver quién la dice más gorda de lo más sano e hilarante.

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Punto de no retorno

La relación entre Clara y yo estaba acercándose peligrosamente a un punto de no retorno. La mayor parte de la culpa, reconozco, era mía, ya que cada vez que se deprimía en cuestiones relacionadas con su autoestima y demás, yo reaccionaba intentando animarla con falsos halagos. Algo que, supongo, interpretó como un interés amoroso/sexual por mi parte hacia ella. Aunque también es verdad que frases como «pues yo a ti te ponía fina filipina» quizá no poseían ambigüedad suficiente como para incitar a ser leídas entre líneas. Ya os dije que Clara pasó de engendro infollable a placer culpable. Del «no la tocaría ni con un palo» al «me la follaría con mucho desprecio», del «esto no hay por dónde cogerlo» al «bueno, si la lavas...»; pero eso no justificaba nada. No tenía interés real en ella, aunque tampoco quería que se deprimiese por cosas así y se me fue un poco de las manos el asunto. Estábamos en una excursión del colegio, no recuerdo exactamente dónde, sólo que nos hicieron caminar durante horas por el campo en algún pueblucho de mala muerte. Creo que teníamos que rellenar un dossier, para hacer un 42

trabajo de Naturales, recogiendo diversa información sobre algunas plantas, o alguna mariconada por el estilo. No lo recuerdo con exactitud, pero me juego los cojones a que terminamos copiándonos el dossier entre nosotros. Cuando por fin llegó el momento del descanso y almuerzo, mientras esperábamos el autocar que nos llevaría de vuelta a Barcelona, mis amigos y yo nos pusimos a jamar mientras el resto de nuestros compañeros se entretenían mojándose entre ellos con el agua de sus cantimploras. ¿Lo sentís? Ese ambiente decadente de 2º de la ESO. Seguro que os he retrotraído a la preadolescencia. Y lo que os está jodiendo, ¿eh? Mientras Mateu, Guillem y yo estábamos hablando de nuestras (deliciosas) chorradas habituales, inmersos en la más absoluta tranquilidad y cargados hasta las cejas de buen rollo, Clara y Mónica estaban jugando con las cantimploras como si siguieran ancladas en 4º de Primaria. O como si no fueran unos viejos prematuros con horchata en las venas como nosotros, lo que prefiráis. Como es natural, con su jueguecito absurdo acabaron salpicándome a mí. Clara prácticamente vació su cantimplora sobre mi camiseta, y yo no sé si fue por el sobresalto del momento o por la poca gracia que me hacía el hecho de tener que pasar las dos horas que me quedaban de viaje hasta casa siendo partícipe de un improvisado concurso de camisetas mojadas en contra de mi voluntad, pero no me sentó demasiado bien y quizá no supe medir bien mis palabras cuando grité... —¡Pero serás puta cría de mierda! 43

No, no supe medirlas bien, definitivamente no. Clara borró la sonrisa desencajada de su cara y su expresión comenzó a asemejarse a la de un pobre corderito degollado. No me dirigió la palabra en todo el viaje de vuelta, que fue considerablemente tenso e incómodo para mí. Más teniendo en cuenta que el mosqueo me duró menos de treinta segundos, ya que no me caracterizo por ser una persona especialmente irascible sino todo lo contrario. Mientras que ella se pasó las dos horas de autocar con los ojos a punto de estallar en lágrimas. Supe por su cambio de estado en Messenger, que decía algo así como «soy una cría, lo sé» pero mucho peor escrito, alternando minúsculas con mayúsculas y con cientos de emoticonos, que se sentía profundamente arrepentida de algo que tampoco era para tanto. Dio igual que le dijera unas treinta veces que sólo me puse así por el sobresalto del momento, que en realidad no pensaba aquello que le dije y que la apreciaba, ella seguía sumida en un estado de depresión permanente. Por lo tanto, mis palabras de consuelo cada vez iban más y más edulcoradas hasta que, de nuevo, se me fueron de las manos y daban pie a equívocos sobre mis sentimientos reales hacia su persona. Aunque reconozco que «eres una chica estupenda, me gusta mucho estar contigo y no quiero que desaparezcas de mi vida bajo ningún concepto» no era una declaración que diera pie a dobles interpretaciones. Ya había metido la pata, pero tranquilos, que en el siguiente capítulo es cuando me lleno, de verdad, de mierda hasta el cuello. 44

«Eres gilipollas»

Clara y Mónica tenían la especialmente irritante costumbre de ir siempre cogidas del brazo durante los recreos, acercarse a mí, cogerme de la mano y alejarme de la conversación que estuviera teniendo con cualquiera de mis amigos. Todo eso con el único objetivo de explicarme algún cotilleo, hacerme cualquier pregunta relacionada con los gustos y/o formas de pensar de los hombres, o simplemente criticar a la novia que Guillem se acababa de echar. La verdad es que a mí tampoco me caía muy bien. Menuda zorra estaba hecha. Pero aquel día no me separaron de Mateu para ninguno de estos tres menesteres. Aquel día me separaron de Mateu para prepararme la peor encerrona del mundo. Y yo no lo sabía. Accedí rutinariamente a ir con ellas, mientras que la posición de Mateu en el patio no varió durante toda mi ausencia, manteniéndose estático durante los cinco o seis minutos que estuvo esperándome. Como algún NPC de Los Sims al introducirlo en algún lugar físicamente descabellado e incómodo para él mediante el comando «moveobjects on».

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Mónica nos llevó hacia un lugar más íntimo, donde tuvo lugar un extraño e inesperado diálogo: —Clara, ¿te gusta Juanca? —preguntó Mónica, con total normalidad. Tócate los cojones. La muy perra ejerció de casamentera improvisada, sin previo aviso y a traición. Bueno, sospecho que se trataba de un plan trazado entre ambas previamente, pero a mí me pillaron de sorpresa y sin saber muy bien cómo reaccionar. —Sí —contestó Clara. Tragué saliva. —Juanca, ¿te gusta Clara? —preguntó Mónica sin cambiar un ápice su entonación cargada de indiferencia. A partir de ahí supe que de nada me servía intentar quedar bien ya con Mónica, ya que mi relación con ella era oficialmente imposible. Las amigas tienen esa absurda creencia de que se trata de una traición absoluta el hecho de enrollarse con el chico que le gusta a la otra, así que podía dar por destruida la más mínima oportunidad que tuviera con Mónica. Inútiles serían mis intentos por parecer un chico majo delante de ella, ya no me iban a servir para el propósito que yo quería. No tenía por qué seguir con esa absurda farsa. No tenía por qué seguir dándole falsas esperanzas a una pobre chica que sólo era culpable de no haber recibido suficiente cariño en su vida. Tonto, y ligeramente despreciable, sería yo si hubiera alimentado aún más sus ilusiones conmigo. Lo más inteligente, sensato y piadoso que podía hacer era decirle que no, que no tenía ningún interés real en ella aunque eso no significase necesariamente que me cayese mal. El único problema es 46

que, cuando tienes trece años, resulta altamente improbable que seas inteligente, sensato y piadoso. Los treceañeros, por naturaleza, son mucho más identificables en general con los términos ‘tonto’ y ‘ligeramente despreciable’. Y yo, por mucho que procure maquillarlo, no era la excepción. Ni muchísimo menos. —Sí —contesté, notando cómo tiraba mi vida por el retrete apenas décimas de segundo después de pronunciar ese monosílabo. —Pues venga, ¡estáis saliendo! —dijo Mónica. Intentando asimilar lo que me acababa de pasar, entre balbuceos, procuré concienciar a Clara de que lo mejor para los dos sería que no fuésemos aireándolo por ahí y que llevásemos nuestro noviazgo con discreción. Primero, porque no soy muy partidario de que terceras personas se metan en mis relaciones sentimentales, y un instituto es el contexto ideal para que eso ocurra. Segundo, porque si ya éramos un perfecto blanco para las bromas por separado, lo último que necesitábamos era llamar aún más la atención, propiciando así que se descojonasen de nosotros ya no sólo por ser como somos, sino por serlo en pareja. No se trataba de que me avergonzase salir con ella ni nada por el estilo, sino más bien de lo poco que me gusta ser el centro de atención. Por avergonzarme de salir con ella, un poco, también era. Pero eso no se lo dije. Ella pareció comprender mis palabras a la perfección y me dio a entender que compartía mi forma de ver las cosas en ese aspecto. Por lo tanto, llegamos al acuerdo de

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mantener nuestra relación en relativo secreto, algo que tiene su puntito romántico de novela cutre. Me dirigí de nuevo hacia Mateu, que seguía en el mismo lugar y en la misma posición que cuando le abandoné, manteniéndose en stand-by hasta que volví a posarme frente a él, dispuesto a contarle la buena nueva. —Estoy saliendo con Clara —le dije, a la expectativa de su reacción. —Eres gilipollas —contestó. Esas dos palabras, hasta la fecha, siguen siendo las más sabias, oportunas y certeras que han salido de su boca en los trece años de vida que he compartido con él. Ahí es nada.

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Discreción

Después del recreo, pude pasar las dos horas siguientes con relativa calma, pese a que en el ambiente se respiraba un aura muy poco halagüeña. La gente me dirigía más miradas de lo normal, no me decían nada, pero cuchicheaban entre ellos y se reían. A lo mejor era paranoia. Probablemente fuera paranoia. Si realmente supieran algo no habrían reaccionado con tanta cautela, más bien actuarían como hienas hambrientas de morbo y se lanzarían hacia mí cual paparazzi en el portal de Belén Esteban. ¿O quizá estaban reservándose? Nada, no podía ser. Especifiqué muy claramente ante Clara y Mónica que dicha información no podía filtrarse, que teníamos que mantener nuestro amorío en secreto ante las masas para evitar momentos incómodos. Dos treceañeras guardando un secreto, ¿qué podía salir mal? No era momento de perder la calma. Era preciso guardar las apariencias y seguir actuando con normalidad. Sudores fríos.

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A la salida de clase, le dije a Mateu que me esperara cinco minutos para que pudiera reunirme un rato a solas con Clara. En cuanto me junté con ella y empezamos a caminar, pude observar cómo medio instituto nos estaba siguiendo. Literalmente, alumnos de 1º, 2º, 3º y 4º de la ESO estaban justo detrás de nosotros a la expectativa de ver si nos dábamos algún beso. Me cagué en mi puta vida. Mientras proseguíamos nuestro camino, e intentando ignorar a la multitud que nos seguía, le pregunté a Clara si por casualidad le había dado por comentar a alguien lo de nuestro noviazgo. Sí, ya. Posiblemente fuese la pregunta más tonta jamás formulada. —¿Estás con Clara? ¡Qué puto asco! —soltó algún cani entre la multitud. No fue el único. Nos recluimos en un portal, mientras ella se disculpaba entre risas por habérselo contado a alguien. En el momento de máxima audiencia, cuando todas las miradas de una muchedumbre tan numerosa que impedía incluso que el tráfico fluyera con normalidad estaban puestas en nosotros, Clara miró hacia los lados y me dio un pico segundos antes de salir corriendo y dejándome a mí completamente solo e indefenso ante la presencia de esas hienas teenagers. Como pude, me abrí paso entre todas ellas y me junté de nuevo con Mateu. Durante el trayecto hasta su casa, comentó y matizó un par de veces más cuán gilipollas le parecía que era. Ese mismo día, por la tarde, fui al cine a ver Iron Man. 50

Día 2

Qué cojones, el daño ya estaba hecho. Llegué a clase al día siguiente, totalmente predispuesto a sufrir cualquier vejación por parte de mis compañeros. Ya no me importaba absolutamente nada. Tampoco me quedaba más remedio que dar la cara, asumí que tarde o temprano se cansarían de tocarme la lomera de los huevos. Clara se sentó a mi lado. —Oye, que Mónica ha dicho que quiere ver cómo nos besamos —dijo Clara tímidamente. —¿Perdón? —Mónica, que quiere que nos besemos delante de ella. —¿No lo hicimos ya ayer? Bueno, delante de ella y de cincuenta personas más, pero creo que... —No, no, pero eso sólo fue un pico. No cuenta. Ella quiere ver cómo nos besamos de verdad, con lengua. Quiere ver nuestro primer beso. —Entiendo —dije con suma resignación. La parte más optimista de mí sólo era capaz de pensar que, al menos, tal y como siempre había soñado, mi primer 51

beso sería con Mónica. Con Mónica presenciándolo, pero con Mónica al fin y al cabo. Al salir de clase, Mateu, Mónica, Clara y yo nos escondimos detrás de la esquina más cercana. Mateu no podía parar de reírse, mientras preparaba sigilosamente el móvil para hacernos una foto en cuanto nos empezáramos a besar. Por si eso no fuera suficiente presión, por supuesto teníamos a Mónica a dos centímetros de nosotros observando muy atentamente mientras esbozaba una sonrisilla entre tierna y profundamente cínica. Clara y yo nos besamos. Según el posterior testimonio de Mateu, pasé por varias fases: primero me puse rojo, luego azul y finalmente acabé en un tono entre verdoso y morado. Debido a la tensión del momento, ya que Mateu nos estaba acribillando a fotos y Mónica estaba casi rozando mi mejilla, y la incomodidad que me producía que toda esa escena estuviera desarrollándose en plena calle, no pude evitar abrir los ojos en varias ocasiones para mirar a mi alrededor. Romántico no fue, la verdad. Y encima no soy precisamente fotogénico. Clara, después de besarme, salió corriendo. Y Mónica se rió nerviosamente y dio un par de saltitos de alegría al ver lo buena celestina que era. En el camino de vuelta a casa, una sensación extraña e incómoda se apoderó de todo mi ser. No sabía si acababa de vivir una buena o una mala experiencia. Había sido mi primer beso, y eso no podía ser algo malo. Pero había sido 52

con Clara, y eso ya era un poco más jodido. Tampoco estaba muy seguro de si el acto en sí me había gustado o me había repugnado. Lo que sé es que en cuanto llegué a casa, me bebí media botella de agua para que se me quitara el extraño, espeso y ácido sabor de boca que me acompañó durante todo el camino. Después de comer, de vuelta al instituto (éramos de los que pringábamos también por la tarde), Clara me comentó un pelín molesta que Mónica le había dicho que le había gustado nuestro beso, pero que le extrañó muchísimo que yo no hubiera cerrado los ojos mientras nos lo dábamos. Existe esa absurda creencia entre los adolescentes más peliculeros y pastelosos de que si no cierras los ojos cuando estás dándote un beso con alguien, significa que no amas realmente a esa persona. Ese argumento se desmonta desde el primer momento en el que te paras a pensar que no hay persona lo suficientemente subnormal como para besar a alguien con los ojos abiertos deliberadamente. El único motivo para abrir los ojos mientras besas a alguien, independientemente del amor que sientas por esa persona, es el de las distracciones ajenas a las que te veas expuesto. Que era básicamente el caso. Tened los huevos de explicárselo vosotros.

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La Crisis Carnívora

Al día siguiente, con Clara todavía ligeramente mosqueada por el tema del beso, las cosas empezaron a estabilizarse un poco. Quitando el hecho de que cada vez tenía a la chica más encima de mí mientras que yo cada vez gozaba menos de mi tan buscada, ansiada y disfrutada independencia, por fin podía dejar pasar las horas sin preocuparme tanto. Clara y yo estuvimos hablando de lo poco que queríamos que nuestras respectivas familias supieran de lo nuestro. En su caso, porque su madre pensaría que yo sería una distracción para ella y que por mi culpa no se centraría en los estudios (creyendo que, en el caso de que yo no estuviera con ella, su hija sería absolutamente modélica). Por mi parte, y asumiendo que mis padres darían por hecho que independientemente de con quién estuviera saliendo me iba a seguir pasando los estudios por el forro de los cojones, el único motivo por el cual no quería que supieran nada de mi relación con Clara era el mismo por el cual no quería que se enterara todo el instituto, no llamar la atención ni que me hicieran preguntas embarazosas constantemente.

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El hecho de que me avergonzara un poquito de ella, quizá, también influía en mi decisión. Pero muy de pasada. Ese mismo día, viernes por la tarde, mis amigos y yo estábamos mareando un rato la perdiz en el patio del instituto justo antes de pirarnos de ahí para disfrutar del fin de semana. Clara se nos junta, con claras intenciones de despedirse de mí con un beso. Es entonces cuando me percato rápidamente de la presencia de mi padre, que también estaba en el patio ya que le tocaba ir a buscar a mi hermana. Igual no lo he mencionado, tengo una hermana, Silvia. En aquel momento ella tendría unos 6-7 años. Mi padre se acercó a mí para saludarme, darme dos besos y preguntarme si había visto a la niña por alguna parte. Pude divisarla a lo lejos jugando con sus amigas. La señalé, mi padre se despidió de mí y se dirigió hacia ella. Fue entonces cuando, sin ningún tipo de aviso, delante de mi padre y mis amigos en fila india, Clara me besó muy apasionadamente. Como es natural, me acojonaba súbitamente la idea de ser visto por mi padre, así que no pude evitar volver a abrir los ojos durante el beso para ver si mi padre estaba mirándonos o no. Por suerte, éste estaba de espaldas y ya a punto de salir por la puerta del instituto con mi hermana. Además, podía permitirme el lujo de abrir los ojos porque Mónica no estaba ahí para presenciarlo y chivarse de nuevo. —¡Pero tío, cierra los ojos por lo menos! —gritó Lolo. Valiente hijo de la gran puta.

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Clara, inmediatamente, dio el beso por finalizado y volvió a salir corriendo de ahí. Empezáis a detectar el patrón, ¿verdad? Ya en casa, tumbado en la cama, comiéndome unas barritas de pescado que había rapiñado de la nevera y hypeándome viendo en Youtube varios tráilers de la película La Crisis Carnívora (que al final, por cierto, resultó ser un tordazo, lo digo más que nada por si teníais intenciones de verla), pude tener unos cuantos minutos de tranquilidad de los que empezaba a estar urgentemente necesitado debido a la escasez de éstos en lo que llevaba de semana. Pero la verdad es que no me duró mucho. Escucho el tono de llamada de mi móvil y veo que me están llamando desde un número muy extraño que más tarde descubrí que era el de una cabina telefónica. Al cogerlo, reconozco de inmediato la voz de Daniel, un compañero de clase que era un poco cani pero de buen rollo, con el que siempre he tenido una relación generalmente amistosa pese a que en el fondo nunca llegásemos a dirigirnos la palabra más de una vez por trimestre. Me pregunté qué coño hacía llamándome, pero pronto él mismo se encargó de resolverme la duda. —Oye, mira, que estoy aquí con Clara... —dijo, con el tono desgarbado que le caracterizaba. —¿Ah sí? ¿Y eso? —No, que me la he encontrado y hemos pasado la tarde juntos, estamos aquí en un banco comiendo pipas, hablando, y tal. Y bueno, que me ha dicho que se ve que está un poco mal contigo. 56

—¿Sí? No me ha dicho nada a mí. ¿Qué le pasa? —Pues que se ve que no cierras los ojos cuando la besas... Contuve, como buenamente pude, mis ganas de cagarme en toda la corte celestial, y con la mayor calma del mundo, intentando quitarle hierro al asunto, le dije: —No, hombre, lo que pasa es que me besó cuando estaba mi padre delante, me daba corte, y abrí los ojos un par de veces para ver si estaba mirando, pero nada más. Era sólo por la situación, hombre. —A ver, si ya me imagino, pero también dice que no le haces mucho caso, que no la quieres... —Pero sí que la quiero —mentí bellacamente. —Bueno, ya. Pues quiérela más, tío, yo qué sé. A esas alturas, por lo menos, me di cuenta de que él tenía las mismas pocas ganas de estar hablando conmigo de semejante idiotez que yo. Cualquiera de los dos habríamos preferido aprovechar esa llamada para, qué sé yo, intercambiar un par de chistes de pollas y con ello afianzar más nuestra relación de conocidos. Pero Clara estaba con él, y esas opciones no se contemplaban. Fue un episodio lamentable. Para ambos. Pero daba igual. Era viernes por la tarde y tenía por delante 48 deliciosas horas de soledad.

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Animal de costumbres (3)

El almuerzo a la hora del recreo es sagrado. Soy una persona que, cuando se acaba de levantar, lo último que quiere es llevarse algo a la boca. A duras penas soy capaz de beberme un trago de café, así que suelo pasarme en ayunas media mañana, hasta que sobre las once, durante la hora del recreo, me bajo a la cafetería a por un bocata enorme para zampármelo alegremente mientras hablo con mis colegas. Llamar ‘cafetería’ al lugar donde compraba el bocadillo es, cuanto menos, un halago de tres pares de cojones. Lo cierto es que se trataba de un zulo diminuto donde una pobre señora mayor se las apañaba como podía. Manolita, se llamaba, un amor de mujer. Siempre me fiaba. Sus bocadillos, además, tenían la virtud de no saber a nada. Daba igual de qué te lo compraras, estaría igual de insípido independientemente del embutido que llevara dentro. Dijeran lo que dijeran, eso era un arte. Naturalmente, al no haber desayunado, los devoraba con un ansia más propia de un depredador de la sabana africana que de un ser humano civilizado. Y me sabían a gloria. A insípida gloria. 58

Piropos faltones

Al lunes siguiente, cuando ya se había pasado la novedad de que Clara y yo estuviéramos saliendo, la euforia inicial de nuestros compañeros fue tornándose en una curiosidad cada vez más embarazosa e incómoda. Me pasé las seis horas lectivas del día respondiendo una y otra vez a la misma pregunta: —Oye, pero tú estás saliendo con el bicharraco de Clara sólo por las pedazo de tetas que tiene, ¿no? Y lo jodido es que no. Es decir, ojalá fuera eso. Ojalá sus enormes y desorbitados pechos lograsen distraer mi atención del lamentable error que había cometido al empezar a salir con ella. Ojalá ese par de melones representaran para mí recompensa suficiente como para obviar todo lo demás. Ojalá esas tetazas me sirvieran como justificación. Pero no. La profunda indiferencia que me causaba el tamaño de sus pechos se acrecentaba aún más cuando me paraba a pensar que, en realidad, ni siquiera podría catarlos a cortomedio plazo. 59

Por una parte, me parecía fatal saber que mis compañeros me tomaban por una persona tan superficial y mezquina como para salir con una chica sólo por el tamaño de sus ubres. Por otra, eso habría tenido mucho más sentido que salir con ella sólo por quedar bien. Cuando por fin (es un decir) Clara y yo coincidimos en una clase, me enseñó, entre risas, su agenda. Clara es de esas chicas que se pasan las clases haciendo dibujos y escribiendo frases ñoñas con subrayador fluorescente en su agenda. En esa última semana, su agenda era un pelín monotemática: lunes, martes y miércoles trataban íntegramente sobre mí, con frases, corazoncitos y poesías empalagosas por todas partes, en cambio ya el jueves y el viernes estaban llenos de referencias al hecho de que le había dado un beso sin cerrar los ojos. «¿Me querrá de verdad?», «¿Será todo un espejismo?», etc... Incluso había una poesía muy forzada que, si bien no recuerdo cómo empezaba, recuerdo que terminaba con un «...porque si no cierras los ojos, no es un beso». Conmovedor, ‘o algo’. Más tarde, me confesó que estaba teniendo un día horrible porque se lo había pasado respondiendo una y otra vez la misma pregunta a todo aquel que se la formulaba: —Oye, pero tú sales con el puto friki de Juanca sólo por el pedazo de polla que tiene, ¿no? La verdad es que durante unos segundos quise hacerme un poco el digno tomándomelo a mal, pero no me habría salido natural. Después de todo, aquello era lo más bonito que mis compañeros habían dicho de mí en todo lo que llevaba de ESO. 60

Dementor

Yo, por la mañana, no soy persona. Sí, ya sé que es un tópico, y que lo dice todo el mundo, pero yo lo digo completamente en serio. Cuando llego a clase a las ocho en punto, con mis ojeras de vampiro, mis andares de zombie y mi cara de perro, lo último que quiero es entablar conversación con alguien. Sólo quiero sentarme en mi mesa y dejar que pasen las dos primeras horas lo más rápido posible. Tampoco tolero ningún tipo de contacto físico, la más mínima rozadura de mi compañero de al lado puede desestabilizarme por completo en cuestión de segundos. Prefiero fingir que no existo. Moverme lo menos posible. No interactuar con nada ni con nadie. Mantenerme contenido en mi burbujita imaginaria hasta que me vea lo suficientemente capacitado como para afrontar la realidad. Por eso, cuando cada mañana entraba Clara por la puerta de nuestra aula, contaminándola acústicamente con sus carcajadas injustificadas y sus revoloteos entre varias mesas (lo del revoloteo es literal, también daba muchas vueltas 61

sobre sí misma mientras se reía ella sola, era lo más parecido que he visto en un ser humano al demonio de Tazmania) hasta llegar a la mía, sobre la cual aterrizaba furtivamente al posar en ella sus zarpas, sólo para hablarme de sus mierdas con una felicidad completamente impropia de alguien que está despierto a esas horas, yo sentía poco a poco cómo ella iba sorbiéndome el alma a cada palabra que salía por su boca, cual dementor torturando a un triste prisionero en una celda de Azkaban. Pero yo soy una persona paciente, y estaría más que dispuesto a pasar por eso si fuera un hecho aislado. Pero no. Más tarde, a la hora del recreo, podía ir olvidándome de esas divertidas charlas con mis amigos. Y no porque no me dejara estar con ellos, ni mucho menos, sino porque se unía al grupo. Día tras día se daba la misma situación. Uno de nosotros estaba contando una anécdota con la que los demás nos estábamos partiendo el pecho hasta que Clara la interrumpía, pasándose por el chumino los turnos de palabra, para contar ella una anécdota suya al nivel: —¿Sí? Pues el otro día una amiga y yo estábamos en los probadores del Bershka, y va la tía y me toca una teta —para después estallar en carcajadas ella sola, mientras volvía a ponerse roja y a dar vueltas sobre sí misma, volviendo a parecer un miembro de los Looney Tunes puesto hasta las cejas de farlopa. Todo esto, contando con el agravante de que en muchas ocasiones tampoco me dejaba tiempo para comer. La gran putada era que Clara, durante los recreos, se moría de ganas de besarme delante de todo el mundo. Lo cual no sólo me mataba de vergüenza, sino que me daba muy poco margen para darle un muerdo a mi bocata. 62

Pero profundicemos un poco en nuestros besos. Absolutamente todos y cada uno de los besos que me daba con Clara eran extremadamente espesos. No sé qué clase de reacción química demoníaca provocaba su saliva al tener contacto con la mía, pero el caso es que terminábamos formando una pasta extremadamente densa. Pasa algunas veces eso de besarte con una persona y que después, durante el proceso de separar vuestros labios el uno del otro, se forme un hilillo de baba muy cerdo. Eso, normalmente, pasa en momentos muy puntuales. Con Clara era nuestro pan de cada día. Pero profundicemos un poco en ese hilo. No era el clásico hilillo de baba. No era saliva fina. Era un hilo consistente, muy denso. Era un hilo que las Moiras no podrían cortar ni con unas tijeras de podar. Era un hilo con el que, fácilmente, podríamos estrangular a un enano. De hecho, a ese hilo le veía un potencial claramente cinematográfico. Imaginad esto en una peli de los X-Men: una pareja de novios que matan a la gente con el hilillo de baba de después de besarse. Dos mutantes muy implacables. Asesinos a sueldo muy bien pagados. De hecho, podrían ser unos villanos con bastante entidad. Tú dales un toque así rollo Tim Burton, que protagonicen escenas muy aisladas durante la película en la que matan a gente en plan susto. Exterior. Noche. La lluvia cae sobre la ciudad mientras un pobre diablo huye de unas sombras que le persiguen. Se encuentra con un callejón sin salida y ya no tiene oportunidad alguna de escapar. Aparecemos Clara y yo en plan susto, y nos acercamos a cámara con el hilillo desplegado, dando a entender que matamos a ese señor. 63

A los niños igual les daría un poco de miedo, pero luego lo compensan en una batalla final con Lobezno pasándolas putas para cortar el hilo con sus garras de Adamantium, entre múltiples chascarrillos que harán reír a la muchachada. Por si los besos, de por sí, no fueran ya lo suficientemente desagradables, a veces le gustaba aliñarlos con más cerdadas. ¿Sabéis ese acto tan guay y sensual que a veces hacen las parejas de pasarse de boca a boca, qué sé yo, un caramelo de menta o algo por el estilo? Ella, una vez, hizo exactamente lo mismo. Pero con una pipa. Aunque yo fui masoca y me la comí. Lo que pasa es que, cuando tomé la decisión de comérmela, no caí en la cuenta de que cuando mantienes un fruto seco en tu boca durante mucho tiempo, acaba por llenarse de saliva por dentro, y al reventar la cáscara es como si estallara una pequeña burbujita de saliva. Normalmente, esa sensación mola mucha menos que la de comérselo en seco. Imaginad si la saliva de la burbujita no es vuestra. Además, algo que tampoco ayudaba, es que la mayoría de nuestros besos siempre eran en público. Sé que insisto demasiado con el tema, y que puedo parecer un reprimido, pero tiene una justificación muy clara: el público ante el cual nos besábamos acababa formando parte activa de todo el proceso. A veces estábamos besándonos y nos rodeaba un grupo de chicas de nuestra clase para darnos consejos y hacer críticas constructivas. —Pero métele más lengua, hombre... —dijo una, mientras su amiga cogía mis manos que estaban posadas en la cintura de Clara y me las incrustaban en su culo. Y todo eso, encima, con hambre. 64

Un día no pude aguantarlo más. Sonó el timbre del recreo, y yo tenía el plan perfecto. Bajé las escaleras corriendo hasta llegar a la cafetería, no había absolutamente nadie en la cola aún, y la despensa estaba rebosante de bocadillos de todo tipo. —Manolita, por favor, dame un bocata de chorizo —me apresuré a decirle. —¡Qué pronto vienes! —dijo alegrándose de mi presencia, mientras me servía el bocadillo de marras. Después de pagárselo, le pegué dos mordiscos enormes, con toda el ansia del mundo, como si llevase dos semanas sin comer, y esperé a que bajaran el resto de mis compañeros. Entonces llegó Clara, dispuesta a besarme. —Hostia, perdona, no creo que te pueda besar ahora, ¿eh? —dije, fingiendo que me sabía mal ‘o algo’. —¿Por qué? ¿Qué pasa? —No, nada, que he llegado un poco tarde a la cafetería y sólo le quedaban bocatas de chorizo. Y claro, no sé yo si es plan ahora de besarte mucho —dije, en la que fue una de las mejores interpretaciones de toda mi vida. —Bueno, tranquilo, no pasa nada, tonto —dijo, entre risas. Mi plan había funcionado a las mil maravillas. —Va, corre, vete a beber agua —mientras señalaba la fuente—. Y así ya me puedes besar tranquilo.

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Animal de costumbres (4)

Los domingos son mi día de desconexión total con el universo. Notaréis que la mayoría de mis costumbres siempre están relacionadas con momentos de calma, soledad y/o evasión de la realidad, así de puta misántropa soy. Y la mejor forma que tenía de pasar mis domingos era, primero, yendo a almorzar por la mañana con mi tía en el Dino Pan más cercano. Comentábamos entre sorbos de café el episodio de Lost de la semana y nos soltábamos divertidas pullas. No os imaginéis a mi tía como a una señora de 45 años, apenas se acerca a la treintena y compartimos bastantes gustos e inquietudes. Entre otras cosas, nos gusta el café y ver películas de humor negro salpicadas de gore. Por eso, después del almuerzo de rigor, nos íbamos al videoclub (nótese que, pese a estar esta historia ambientada en 2008, lo de ir al videoclub ya era un anacronismo por aquel entonces) a alquilar alguna de esas películas. Me gustaba especialmente ir a ese videoclub, porque la dependienta era una chica argentina que no sólo me 66

conquistaba por su acento y por estar más buena que el pan, sino porque el día que fuimos a alquilar Hot Fuzz (Arma Fatal), me dijo muy entusiasmada que me iba a gustar porque era del director de Shaun of the dead (Zombies Party). Lo que ella no sabía es que esas dos cintas eran mis dos comedias favoritas de todos los tiempos. También me ponía palote cada vez que me hablaba de Kusturica y demás. Era un amor de chica. Después, mi tía y yo pasábamos la tarde viéndonos la película alquilada mientras comíamos palomitas como un par de gorrinos. La vida era eso.

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Papelón

Cuando, en el instituto, no estás en absoluto por la labor de atender a las explicaciones del profesor sino más bien por mantener una charla discreta con tu compañero de al lado, si tienes un mínimo de decencia procurarás mantener contacto visual con el profesor, un tono de voz muy bajo, una cara de póquer y unos movimientos labiales muy finos y discretos, dignos del mejor ventrílocuo. Yo era uno de esos. Pero Clara no. Cuando Clara se sentaba a mi lado en clase, yo tenía que soportar las varias horas de morralla que su boca vomitaba incesantemente hasta que sonaba el timbre. Y, para mí, que me considero un experto en estos temas de fingir prestar atención, sin duda esa situación representaba un gran reto. No sólo tenía que fingir estar atendiendo al profesor, o tomar apuntes de vez en cuando con la esperanza de que colase, sino que además tenía que fingir estar escuchando lo que decía Clara. Que me solía importar menos aún que lo que dijera el profesor. Tenía que jugar a dos bandas. Y era algo extremadamente complicado. 68

Pero Clara no se tomaba el tema de la discreción tan en serio como yo, por lo que sus berreos eran rápidamente percibidos auditivamente por el profesor, y el 80% de las veces, por muy convincente que fuera mi actuación, el que acababa pringando era yo. Y, veréis, nunca he sido un buen estudiante, más bien todo lo contrario, pero siempre he sabido ganarme el respeto (o la simpatía) de mis profesores. Acercándose como se estaban acercando los últimos días de clase, lo último que necesitaba era que mi imagen ante el personal docente se viese perjudicada por culpa de la majadera de mi novia. Cosa que, desgraciadamente, ocurrió con algunos de éstos. Era el caso de MJ, nuestra profesora de Tecnología. Siendo realistas, tampoco es que la mujer me tuviera mucho aprecio ya de por sí, generalmente era la que menos me tragaba y la que más broncas me solía echar. En cierto modo siempre me cayó bien, pero era muy propensa a comportarse como una auténtica puerca. No la culpo, aguantarme es complicado. Pero más complicado es aguantar a Clara. Mucho más complicado es aguantarla a la par que resistir las ganas de rebanarle el cuello. Ergo, muy osado fue por su parte el abrazarme por la espalda y darme besos por el cuello mientras yo me hallaba en el taller de Tecnología, con un serrucho en la mano, intentando terminar un trabajo a última hora. No es sólo que, distrayéndome con sus sobeteos y besuqueos varios, pusiera en peligro mi integridad física (pues estuve a punto de llevarme un par de dedos en alguna ocasión, tratando de

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serrar madera), sino que además no hacíamos más que ganarnos el odio de MJ. Si a mí MJ ya me tenía cierta tirria, no os podéis hacer a la idea de cuán profundamente detestaba a Clara. Probablemente no fuera más de lo que la empezaba a detestar yo, que una de las cosas que más odio es llamar la atención (por lo menos en el ámbito escolar, sobre todo si es en el mal sentido), cosa que estábamos haciendo gracias a su empeño por hacerle el amor a mi espalda mientras yo procuraba serrar cilindros de madera. Clara también estaba en el taller para terminar su trabajo, pero dejó abandonada a su compañera para sobarme a mí. No muy discretamente, como os imaginaréis. Eso no le hizo especial gracia a MJ. —¡¿Podéis dejar de hacer manitas?!— exclamó, regurgitando bilis a cada palabra. Intenté hacerle ver a Clara que, quizá, y tan sólo quizá, debería dejar de toquetearme. Como siempre, tenía que interpretar el papel de novio atento, por lo que me veía obligado a fingir que no se lo decía de buena gana, haciéndole ver que disfrutaba plenamente de su tórrida compañía, cuando lo que más me apetecía era seccionarle la aorta. Sin embargo, a ella no parecía importarle que la profesora nos acabara de llamar la atención delante de toda la clase, amenazando con echarnos si seguíamos en ese plan. Nos echaron de clase. No terminé el trabajo. Tuve que presentarme a la recuperación de Tecnología.

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Condenados a fugarse

No estaba psicológicamente preparado para decir adiós a mis deliciosos paseos a solas con Mateu, pero aun así me vi forzado a ello. Ahora me acabo de percatar de lo extremadamente gay que ha sonado eso. La intimidad no existía con Clara, mis momentos en soledad brillaban por su ausencia, y los que pasaba con mis amigos se veían mancillados por la presencia de mi novia. Los otrora divertidos a la par que liberadores paseos hacia casa de Mateu se convirtieron en unos horribles y tediosos paseos hacia casa de Mateu teniendo a Clara de acompañante. Y eso significaba varias cosas: 1º- La opción de desahogarme contándole mis penas a Mateu no se contemplaba. Teniendo a Clara delante, ponerla a parir no era precisamente viable. 2º- Que nos viéramos coartados por su presencia y tuviéramos que auto-censurar algunos de nuestros comentarios carecía de toda relevancia desde el primer momento en el que Clara decidía focalizar todas las conversaciones hacia sí misma, convirtiéndolas en largos monólogos ante un público no demasiado entregado. 71

3º- El viaje de vuelta ya no podía ser un tranquilo y relajante paseo escuchando música, sino que se convertía en una extensión del monólogo anterior pero sin tener a Mateu delante y viéndome obligado de pasar más tiempo con ella, mareando la perdiz en el portal de mi casa. A ella le venía de camino, vivía en la calle de al lado, así que tampoco tenía prisa alguna. 4º- Ya que el tiempo que tardaba en volver a casa aumentaba considerablemente con respecto a los paseos estándar, no sólo me encontraba con un plato de comida frío al llegar, sino que por si fuera poco carecía de mucho tiempo para comérmelo, ya que en breves tenía que volver a clase. En otras palabras: arruinaba mi plan por completo. A Mateu tampoco le hacía especial ilusión tener que soportar a Clara un cuarto de hora más del habitual, por lo que sólo contábamos con dos soluciones posibles. La primera y más obvia, dejar de acompañarle y volver directamente a casa. Sí, yo tendría que aguantar a Clara de todos modos, pero durante menos rato y sin caminar de más. La otra opción, que por otra parte era por la que más solíamos optar, consistía en huir del instituto antes de que a ella le diera tiempo a alcanzarnos. Sonaba el último timbre y yo, sin correr pero manteniendo un paso inusualmente acelerado, bajaba las escaleras, me encontraba con Mateu en el patio y salíamos por patas del lugar, con la esperanza de que Clara tardase mucho más. Luego, a la vuelta, procuraba evitar las calles que sabía que ella solía frecuentar. Durante un tiempo tuve que aprenderme sus horarios, trazar en mi mente los lugares 72

recurrentes que ella solía visitar para evitar pasar por ahí a toda costa, no fuera que me pillara in fraganti. —¿Dónde estabas al mediodía? —solía preguntarme siempre al iniciar las clases por la tarde. —¡¿Yo?! Buscándote, ¿dónde estabas tú? Te he estado esperando en la puerta pero no aparecías, y al final me he tenido que ir... —solía ser mi excusa favorita. Aunque pocas veces (o ninguna) colase.

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Animal de costumbres (5)

Siempre he sido una persona que ha sufrido de cierto insomnio. Soy totalmente incapaz de quedarme dormido si es eso lo que pretendo. No puedo ponerme a dormir, o tengo sueño o no lo tengo, pero no soy de esos que se quedan dormidos con cerrar los ojos. No es algo de ahora, me ha pasado desde que soy un crío. Lo que pasa es que antes daba vueltas sobre mí mismo en la cama, me estresaba, sudaba y me ponía a llorar; y ahora tengo televisión y un ordenador portátil para sobrellevarlo mejor. Es un avance, ‘o algo’. Y aunque el hecho de dormir poco no suele afectarme demasiado, ni tengo sueño durante el día, sí que estuve una época quedándome medio dormido por las tardes, justo cuando volvía a casa, de cinco a seis. No me atrevería a llamarlo siesta, porque en ningún momento llegaba a quedarme dormido, pero sí que me gustaba cerrar los ojos y descansar la vista durante una hora aproximadamente. Es innegable que me sentaba bastante bien. 74

Efecto Mariposa

Durante uno de esos días en los que más me habría valido la pena no haberme levantado de la cama, creí que no sería mala idea mandarle por Messenger a Clara un enlace del que por aquel entonces era mi webcómic favorito ¿Sabéis cuando sois muy fans de algo pero, al compartir dicho fanatismo con otra persona, ésta decide tomarse muy en serio el objetivo de procurar demostrar constantemente que en menos tiempo que tú se ha convertido en alguien cien veces más fan que tú de la misma cosa? Esa era Clara. Y cómo me jodía. Yo llevaba leyendo ese webcómic desde aquel mítico verano de 2006, ella apenas llevaba 24 horas sabiendo de su existencia y ya, por narices, se veía obligada a hacerme ver lo extremadamente fanática de él que era. Lo cual nos llevaba, de nuevo, a soporíferos monólogos en los que detallaba con pelos y señales por qué le parecía tan bueno, logrando así que, momentáneamente, llegase a cogerle un asco y un desprecio infinito a algo que había llegado a amar con todas mis fuerzas. Sólo Clara era capaz de lograr algo así en tan poco tiempo. Lo cual, reconozcámoselo, se trata de un arte.

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Salón del Cómic de Barcelona, 2008. Llega a mis oídos la fantástica noticia de que el autor de dicho webcómic hará acto de presencia en él. Mi vena más quinceañera sobrehormonada se despertó. Rápidamente le comuniqué dicha noticia a Mateu y nos pusimos de acuerdo para asistir juntos a tan prometedor acontecimiento. Cuando fuimos, se trató de una de las experiencias más alucinantes de nuestras vidas. Era la primera vez que desvirtualizábamos a gente a la que habíamos llegado a idolatrar, pero eso no era lo mejor, lo mejor era que nos habían tratado bien. Incluso llegamos a cruzarnos con el señor que años más tarde terminaría prologando este libro. Cuando todavía trabajaba en El Jueves. Cuando molaba. Por desgracia, nos dio tanta vergüenza que no nos atrevimos a dirigirle la palabra. Los autores de nuestros webcómics preferidos se hincharon a hacernos dibujos, a firmarnos ejemplares de sus fanzines, a intercambiar chistes con nosotros, regalarnos chapas, nos pidieron que les dibujáramos cosas (ya que por aquel entonces, Mateu y yo teníamos un webcómic muy indigno) y los del stand de al lado, muertos de envidia, nos ofrecieron droga. Todo completamente idílico. Especialmente bien nos trató el autor del webcómic que más me gustaba. Un tipo sencillo pero carismático, prudente pero gracioso, corriente pero admirable. Se nos olvidó hacernos una foto con él, pero poco o nada nos importaba teniendo en cuenta lo bien que nos lo habíamos pasado. En aquel momento estábamos alucinando, apenas nos creíamos lo que acabábamos de vivir. 76

No contábamos con que Clara debía superar nuestra experiencia a toda costa. Al día siguiente, Clara se pasó varias horas hablándome de lo bien que se lo había pasado con el autor, restregándome las múltiples fotos que se hizo con él y diciéndome que hasta le regaló el fanzine a cambio de un bote de Lacasitos. No hacía falta ser un lince para deducir por sus palabras que Clara había montado un espectáculo lamentable delante de él, y que el demonio de Tazmania que lleva dentro afloró en su máximo esplendor en aquellos momentos. Pero, por si acaso, las fotos que me enseñó lo confirmaban. La cara roja descompuesta de Clara, en contraste con la cara de circunstancias del autor, lo decía todo. Pero eso no fue lo peor. Días después de que finalizara el Salón del Cómic, el autor decidió que sería buena idea plasmar las mejores anécdotas de su estancia en Barcelona en una de sus tiras cómicas. Me arrepiento de no haber fotografiado la expresión de mi cara cuando descubrí que la anécdota de Clara y los Lacasitos había sido dibujada en mi webcómic favorito. Yo, y sólo yo, gracias a haber hecho una estúpida recomendación a la persona equivocada, logré cambiar el curso de los acontecimientos. Por mi maldita culpa, la lunática de mi novia forma parte de la historia de uno de los mejores webcómics en español que corren por la red. Sigo lamentándome fuertemente por ello. Y aunque, claramente, el objetivo de dicha tira no era más que cachondearse un poco, hipérboles mediante, de la 77

incómoda efusividad de la que Clara solía hacer gala, ella se lo tomó extremadamente bien. Imprimió la viñeta en la que salía, la enganchó con pegamento en su agenda y me lo restregó con todas sus fuerzas durante el resto del curso. Mientras me cagaba, por dentro, en su puta madre, claro.

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El Juego de los Idiotas

Armado de valor, accedí a una propuesta de Clara que consistía en acompañarla una tarde al videoclub a alquilar una película para después ir a verla juntos a su casa. El típico plan de enamorados. ¿Qué era lo peor que podía pasar? De camino, Clara tomó la decisión de que deberíamos ir cogidos, ya no de la mano, de la cintura. Y no es que el videoclub nos pillara precisamente lejos, pero un trayecto que resulta verdaderamente corto se nos hizo bastante más largo de lo deseable, debido a la forzada sincronía que tenían que tener nuestros pasos. Yo soy de los que caminan deprisa, ella no. Un viaje de cinco minutos dilatado hasta los veinticinco. En verano. En Barcelona. Cogidos de la cintura. Calor infernal, sudor pegajoso, cejas goteantes. Cómo no, Clara frecuentaba el mismo videoclub al que solíamos ir mi tía y yo. Ergo, aquel día me encontré de nuevo con la dependienta argentina a la que quería calzarme desesperadamente. Por supuesto, cualquier posibilidad por mínima que fuera que pudiera tener un chaval inadaptado de catorce años como yo de zumbarse a la atractiva y elocuente dependienta veinteañera de un videoclub, se esfumaba por 79

completo al haberme presentado allí chorreante de sudor y con mi efusiva novia de acompañante. Lo triste es que seguramente esa fuese una de las últimas veces que vería a esa chica, puesto que el videoclub en cuestión tardaría pocas semanas en echar el cierre. Clara alquiló El Juego de los Idiotas. Durante el camino de vuelta hacia su casa, en el cual tampoco me pude librar de tener que ir agarrado a su cintura, ya subiendo por su calle advertí la presencia del mismo doceañero que apenas un par de meses antes había intentado robar mi música bajo amenaza de apuñalarme con una llave. No obstante, su presencia resultó algo más amenazante que la de la última vez, no tanto por él sino por su compañía: un grupo de cinco o seis muchachos inmigrantes de origen paquistaní con el cual estaba jugando a golpear piedras con palos de críquet, aprovechando que la calle estaba en obras. El escroto se me encogió, como una pasa, en menos de lo que se tarda en decir «incontinencia». Intenté hacerme el loco fingiendo no haberme percatado de su presencia, y me concentré en acelerar mis pasos intentando arrastrar a Clara sutilmente y sin mediar palabra. Pero él ya me había visto. Su séquito de nuevos catalanes, bajo sus órdenes, trató de intimidarnos lanzándonos una pelota de baloncesto varias veces a la altura de nuestros tobillos. Yo seguía haciéndome el loco, rezando por que Clara reaccionara de la misma forma y se limitara a seguir avanzando hasta llegar al portal de su casa. 80

Pero eso habría sido lo sensato. —¡Eh! ¡Pijo de mierda! —me gritó el muchacho en reiteradas ocasiones. Dichos gritos fueron, para Clara, motivo suficiente para girarse a exclamar un par de insultos dirigidos al doceañero y a sus colegas. A lo que estos respondieron lanzándonos piedras. Huelga decir que ninguna de éstas me acertó a mí, pero ella se llevó un par de pedradas muy finas. Sé que se supone que en estos casos un novio tendría que lanzarse a la acción y proteger a su chica ante el peligro. Pero que la jodan, por la parte de los cojones iba yo a interponerme entre una sola piedra y ella. Puede sonar desconsiderado, y probablemente lo fuera; pero con lo fácil que habría sido ignorarles, acelerar el paso y entrar en el portal de casa, ella escogió la opción de girarse y provocarles más, hecho que hizo que perdiera por completo cualquier derecho a protección que pudiera tener por mi parte. Si tratan de intimidarte, no les provoques más. Y menos si llevan palos de críquet, pedazo de necia. Pero las pedradas que recibió no le hicieron perder la libido, y en cuanto conseguimos entrar en su casa comenzó a besarme apasionadamente, mientras yo todavía seguía con el ojete torcido. Hicimos varios preparativos para ponernos la película que finalmente no veríamos debido a problemas técnicos con su reproductor de DVD. ¿Sabéis la mierda ésta tan de erotismo softcore de comer fresas con tu pareja? La treta ésta tan típica de jugar al 81

despiste, aproximar una fresa a la boca de tu chico y apartarla para besarle en el último momento. Ella me hizo exactamente lo mismo. Con palomitas de maíz. Más tarde, después de pasarse una eternidad probándose vestidos para enseñarme cómo le quedaban (pero cambiándose fuera de mi vista, claro, no fuera que disfrutase ni un solo instante de esa situación), volvimos a besarnos, esta vez sobre su cama. En un momento dado, yo me senté y ella apoyó su cabeza sobre mis rodillas, quedándose en silencio, y con la mirada perdida apuntando hacia algún punto muerto. Yo me quedé mirándola, también guardando silencio. Fue la primera vez en toda su vida que logró inspirarme algo de ternura. No duró demasiado, pero en aquel instante podría decirse que casi la quise. Casi.

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I’ve made a huge mistake

Todas estas historias (ya sabéis: besos incómodos con críticos delante, hilos de saliva, presencia non grata de pipas y/o palomitas de maíz, lapidaciones, broncas en clase, etc...) se las contaba siempre a Mar. Por lo general, y sobre todo al principio, solía obviar la parte en la que debería mencionar las pocas ganas que tenía de seguir aguantándola. De todos modos, ya me iría sincerando conforme fuera pasando el tiempo. Todo llegaría. Mar interpretaba que el hecho de que yo le contara todas estas cosas sobre Clara se debía a que tenía un nivel de complicidad muy grande, bonito y sincero con mi chica. Y que por eso no me importaba contar y reírme de estas cosas. No, yo tampoco acabo de ver una lógica muy clara en su razonamiento, pero no era plan de contradecir así como así a la pobre chica. La curiosidad e insistencia de Mar me llevó a dejar que Clara y ella intercambiaran direcciones de Hotmail, para que pudieran hablar por Messenger. Tampoco iba a pasar nada por que se hablaran. ¿No? 83

Cruje mi rutina

Maldito sea el día en el que Clara y Mónica decidieron apuntarse a clases de hip-hop. Cada tarde, las dos amigas del alma salían del instituto a la misma hora que yo, a las cinco. Las clases de hip-hop a las que se acababan de apuntar empezaban sobre las seis y media. Eso significaba que tenían hora y media que perder y un candidato perfecto para tocarle las pelotas durante ese intervalo de tiempo muerto. Me habría molestado menos si no coincidiera con mi hora de la siesta. Bastaba con que me dejase caer sobre mi cama, apoyando mi cara contra la almohada para oír el horripilante timbre de mi interfono y verlas ahí a las dos, sonrientes y con unas ganas enormes de agotar mi paciencia a la par que de aumentar mis ansias de suicidio. Nunca las dejaba entrar en mi casa, pero no captaban la indirecta. Solíamos sentarnos en los escalones del portal de mi edificio, creando incómodas situaciones en las que me presionaban sutilmente para que me liase con Clara, lo que provocaba que nos interrumpieran mis vecinos entrando y saliendo del ascensor cada cinco minutos. 84

Era gracioso, porque intentaban por todos los medios hacer ver que sólo estaban ahí porque tenían ganas de verme, pese a que fuera evidente que no tenían otra cosa mejor que hacer. Especialmente horrible fue aquel día en el que se trajeron hasta la merienda. No bromeo. Clara apareció con un paquete doble de natillas Danet y se las comió delante de mí, sin cuchara, con los dedos. Besándome después, por supuesto. No tardamos en llamar, para mal, la atención de mis vecinos, a los cuales no les hacía excesiva gracia que utilizase el portal de picadero. Quejas llegaron a mis familiares. No era para menos. Mónica solía comportarse, pero ya os he comentado que la discreción no es una de las cualidades con las que podríamos definir a Clara. Y ya no es que se pusiera a reír (con sus propias anécdotas) a carcajadas que resonaban por toda la escalera mientras se tiraba al suelo, daba vueltas sobre sí misma, se ponía roja y pataleaba; es que cada vez que algún vecino salía a regañarnos por el (lamentable) escándalo que estábamos montando, en lugar de disculparse se le encaraba cargada de arrogancia. No podía esperar para casarme con ella. Me jodió las horas del recreo, me jodió las salidas del instituto con Mateu, me jodió las pseudo-siestas de la tarde, y por si fuera poco también solía forzar encuentros los domingos por la mañana, entrando junto a Mónica en el mismo Dino Pan que mi tía y yo solíamos frecuentar, sentándose en mesas cercanas y saludando desde lejos cada diez segundos. Pese a todo, seguía sin suicidarme. 85

Parque de cabrones

Mi instituto tiene la costumbre de organizar cada año a final de curso una excursión a Port Aventura para todos los cursos de la ESO. Por suerte, pese a estar saliendo con Clara aquel año, el asunto pintaba considerablemente bien y todas las señales indicaban que iba a tratarse de un día tranquilo y sin percances. Días antes de la excursión Clara me dijo muy apenada que no podría estar ese día conmigo, los profesores nos obligaban a formar grupos de 5-6 personas y ella ya había hecho uno con sus amigas, así que nos veíamos obligados a tomar caminos separados. No está de más decir que, en cuanto lo supe, estuve festejándolo eufóricamente durante unas cuantas horas. Clara iba a pasarse el día con sus amigas, y eso no sólo significaba que yo podría estar un rato a solas con mis amigos disfrutando de nuestra estancia allí, sino que ella no nos iba a estar tocando los cojones durante el proceso. Y, contra todo pronóstico, mis expectativas se cumplieron sobradamente durante la mayor parte del día: no me la crucé 86

en ningún momento, pude subirme a las atracciones con total tranquilidad, reírme con mis amigos, rajar sobre el calvario que esta mujer me estaba haciendo pasar, etc... No obstante, durante la última hora que nos quedaba antes de irnos, irrelevante información sobre ella llegó hacia mí a través de terceras personas. Por lo visto, Clara y sus amigas se habían pasado todo el día hablando y flirteando con unos chavales extranjeros, los típicos fuckers guiris cachas de manual. Y a todos mis compañeros les pareció oportuno que yo lo supiera. Y yo reaccioné como cualquier persona con dos dedos de frente que se precie debería reaccionar en estos casos: con total indiferencia. Pero eso era ya imparable. Lo que al principio no eran más que un par de personas aisladas, se convirtió en un auténtico rebaño de cabrones que se lanzaron sobre mí para contarme la noticia. No exagero, prácticamente todas las personas de mi curso acudieron a mí para darme la buena nueva. Mi indiferencia fue dando paso, poco a poco, a la mala hostia. Evidentemente, no por la noticia en sí sino por la impotencia que me provocaba ver que había tanto cabrón con ansias de romper una pareja exagerando unos hechos sin importancia. Entre el tumulto, se escabullía Clara con los ojos rojos y la cara envuelta en lágrimas, que me vio sentado en un banco con cara de pocos amigos mientras la multitud seguía, entre risas, soltando su mierda. —Juanca, que te lo puedo explicar —me dijo entre llantos.

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—Oye, tranquila, que no me tienes que dar ninguna explicación —dije, con un tono quizá demasiado seco. No tenía que darme explicaciones principalmente porque las terceras personas, y más si éstas tienen catorce años, son muy propensas a meter mierda y a distorsionar levemente la realidad con ánimo de tocar las narices. Así que, dependiendo de la gravedad de lo que me suelan contar, puedo pasar de no darles importancia alguna a esperar a hablar con mi pareja antes de sacar conclusiones precipitadas, o mucho menos cabrearme. Nunca desconfiaría de mi pareja en primera instancia, eso es algo muy feo. Por otra parte, el hecho de que mi chica se haya pasado la tarde con sus amigas y un grupo de chicos, por muy macizos que estén, tampoco tiene por qué importarme siempre y cuando no le haya dado por fornicar con alguno de ellos. No soy una persona precisamente celosa o posesiva, más bien todo lo contrario. Confío siempre en mi pareja y, por supuesto, le doy una libertad total. Esperando que dicho trato sea recíproco. Por último, también está el hecho de que estamos hablando de Clara, y que si les hubiera mamado la polla a todos y cada uno de ellos, en corralito, delante del Tren de la Bruja, me habría importado exactamente lo mismo que si no: una mierda. —Déjalo ya, en serio, que no me tienes que justificar nada, no estoy enfadado contigo, pero estoy cansado de esto y no quiero hablar más de ello ya —dije, cargado de mala leche. Sin que sirviera de precedente, la mala leche no iba, en principio, dirigida hacia ella, sino hacia el montón de hijos de 88

perra que llevaban ya casi una hora incordiándome con la misma chorrada. Pero ella no supo captar la diferencia, por mucho que intentase explicárselo. Así que mi mosqueo comenzó a extenderse también hacia ella, por culpa de su insistencia en que no había hecho nada con los guiris. Como si en realidad me importara un carajo, insisto. Después de un tenso viaje en el autocar de vuelta a Barcelona (empiezo a ver un patrón aquí también), conseguí convencerla finalmente de que no estaba enfadado con ella y de que no me sabía en absoluto mal que hubiera pasado la tarde con esos señores, porque yo confiaba plenamente en ella. Además de que, joder, estaban buenos. Los vi de refilón y Clara no tenía ninguna posibilidad. Me acompañó hasta el portal de mi casa, donde me retuvo durante media hora para enrollarse conmigo, de nuevo, siendo interrumpidos en innumerables ocasiones por mis molestos (y molestados) vecinos. Después del día que me habían dado yo no estaba muy por la labor, y mi libido estaba completamente ausente durante aquel encuentro moderadamente tórrido. Apenada por no haberme podido enseñar el bikini que llevaba luciendo durante todo el día, se subió la camiseta en algún momento, pegando sus turgentes pechos a mí. Pero, hecho polvo como estaba, yo sólo podía pensar en las ganas que tenía de tumbarme en la cama de una maldita vez. Y claro, se lo tomó como algo personal. Para variar. 89

—Es que no te pongo —repetía, incansablemente, una y otra vez. Convirtió esa frase en su nueva cantinela durante toda la semana. Y la verdad es que tampoco estaba TAN aburrido y/o tenía tan pocas cosas que hacer o en las que pensar como para intentar convencerla de lo contrario. No le daba mucha importancia, más allá de las ganas que tenía de que cerrara el pico al respecto. Y menos a sabiendas de que, en cuanto dejara de quejarse por eso, no tardaría en encontrar otra cosa con la que darme por culo. Además, tampoco se me ocurría ninguna forma de demostrarle que sí me ponía. Hasta que, un día...

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«¿Y esto qué?»

Había quedado con Mateu para ir al cine. Iba de camino a su casa, con los auriculares a todo volumen escuchando música plácidamente y disfrutando del repugnante y pegajoso calor veraniego de Barcelona. De repente, noto que alguien me hace un placaje muy duro por la espalda, un golpe agresivo y cargado de violencia que me hizo quedar completamente aturdido, a la par que alterado y con una taquicardia enorme provocada por el susto del momento. Clara me había visto atravesar un cruce exactamente situado a tres calles de la plaza donde estaba pasando la tarde con sus amigas y salió corriendo disparada hacia mí. Según su testimonio, llevaba gritándome desde lejos durante un buen rato, pero yo no la oía porque llevaba puestos los auriculares. No es mal momento para recordar que, justo al comienzo de nuestra relación, lo único que le pedí fue algo de discreción. Lanzarse sobre mí, con todas sus fuerzas, le pareció una excelente idea. Superado el susto, le conté cuáles eran mis planes y por qué no podía pasar la tarde con ella y sus amigas en la plaza.

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De algún modo accedí a que me acompañara hasta el portal de Mateu. Cuando llamé al timbre del mastuerzo de mi compañero, éste me dijo que le esperara diez minutos porque todavía no se había arreglado. No había problema alguno. Contaba con una compañía muy grata. Compañía que no tardó ni medio segundo en empezar a comerme la boca. —Te lías conmigo por compromiso, porque en verdad no te pongo —me dijo cuando cayó en la cuenta de que llevaba más de cinco minutos sin repetirlo. El portal de Mateu, si bien más pequeño y a priori menos acogedor que el mío, resulta mucho más óptimo para enrollarse con Clara. Quizá porque entra y sale menos gente de su edificio, quizá porque el hecho de no conocer a nadie de los allí presentes me tranquilizaba más, quizá porque al ser un espacio más reducido resultaba más íntimo. De ahí, quizá, que me soltara un poquito más de lo normal y dejara brotar de mi entrepierna una vigorosa erección digna de contemplar. Entre lo pronunciada que era dicha erección y lo pegadiza y movediza que era Clara, mi miembro de algún modo logró desplazarse, poco a poco, trepando, desde mi pantalón hacia el interior de mi chaqueta, justo debajo de mi bolsillo derecho. No quise desperdiciar la ocasión de presumir, y de paso sumar argumentos para contradecir su afirmación de que no me excitaba. —¿Que no me pones? ¿Y esto qué? —dije, señalando mi erección bolsillera mientras caía en la cuenta de que mis palabras sonaban mucho mejor en mi cabeza. Clara, sin ser muy consciente de la situación, se lo tomó a cachondeo. 92

—¡Venga ya! ¡¿Qué es esto?! —exclamó entre sonoras carcajadas. Así que ella, sin pensárselo dos veces, cogió ‘esto’, presionó ‘esto’, zarandeó y golpeó ‘esto’ con toda la mala fe y falta de tacto del mundo. Para cuando se dio cuenta de su error fatal ya era tarde. El daño ya estaba más que hecho. Y qué daño, me gustaría enfatizar. Dicen que cuando estás a punto de morir ves toda tu vida pasar por delante de tus ojos. Puede ser. Pero cuando te estrangulan la chorra también pasa lo mismo, y eso no lo van diciendo por ahí. Las lágrimas que se me habían saltado habían llegado ya al final de mi mejilla, y no tardarían en gotear desde mi barbilla. Clara, muerta de vergüenza, se puso roja inmediatamente y pronto comenzó a desatar su risa nerviosa. Sin mediar palabra, segundos más tarde, me dio un beso en la mejilla y salió corriendo de allí. Mateu aún no había bajado y mi polla estaba hecha unos ciscos. No tardé en recibir un SMS de Clara en el que me pedía disculpas. Contesté con otro mensaje, en tono jocoso para que no se preocupara, en el que me dirigía hacia ella con el improvisado mote de ‘estrangula-pollas’. Se lo tomó a mal. Encima.

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Último día de curso. Terminan las clases y se agota el presupuesto del instituto. ¿Qué mejor forma de aprovechar estos dos conceptos que organizando otra estúpida excursión? Esta vez, eso sí, tampoco es que se comieran mucho el tarro. Fuimos a unos parques situados a menos de cinco minutos del instituto, y los profesores nos dejaron campar a nuestras anchas durante toda la mañana mientras ellos se tomaban un café en un chiringuito convenientemente situado. No hace falta que lo diga, porque os lo estaréis imaginando de sobra, pero Clara no se despegó de mí en todo ese rato. Es más, estaba un poco más cariñosa y dependiente de lo normal, puesto que era el último día (pese a que, en fin, viviéramos a una calle de distancia y no hubiera ningún motivo de peso para no seguir viéndonos). Cualquier excusa era buena para enrollarnos sentados en un banco, delante de alumnos y profesores (que, a todo esto, se partían el culo mirándonos desde lejos), protagonizando como siempre un espectáculo al que todo el mundo quería asistir en primera fila.

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A Clara, además, le pareció buena idea hacernos unas cuantas fotografías con el móvil. Lo cierto es que no teníamos muchas fotos en las que saliéramos juntos, por lo que accedí a hacérnoslas, pero me apresuré a sacar rápidamente mi móvil para ser yo mismo el que las tomara y así tener todo el control sobre ellas. Quería asegurarme de que no se filtraran por ahí. Por descontado, no tenía intención alguna de enviárselas, pero lo que me interesaba es que creyera que sí. Las fotos que nos sacamos eran pura carne de fotolog choni: mucho beso, mucha lengua tocándose, mucho petardeo del que no me siento para nada orgulloso. Creo que aquélla fue la primera y única vez en toda mi vida hasta la fecha que cometí semejante atrocidad, pero por más que me duche sigo sintiéndome sucio desde entonces. Y os lo está diciendo alguien que se ha masturbado viendo A Serbian Film. Pero todo sacrificio tiene su recompensa. Unas horas más tarde, de nuevo en mi portal, Clara y yo estábamos despidiéndonos. Ahí fue cuando ella tomó la decisión de hacer una pequeña concesión hacia mí y me alentó a que le tocara las tetas. Se las toqué. Se fue. No debía de ser ni la una del mediodía, y ya no tenía que volver al instituto por la tarde, más allá de pasarme a las cinco de la tarde para ir a recoger a mi hermana. Llegué a casa. Comí. Hice planes. Como tenía unas cuatro horas libres, me fui a casa de Mateu para jugar a la consola y gañanear un rato, 95

procurando que no se me pasara la hora de ir a buscar a mi hermana. Tampoco es que fuera un drama si me retrasaba un poco, la casa de Mateu está cerquísima del instituto, que a su vez está cerquísima de mi casa. No corría ninguna prisa, podía permitirme el lujo de tardar cinco o seis minutos de más. La puntualidad no urgía. Vamos, que me lo tomé con cierta pachorra. Cuando llegué al patio del instituto la mitad de críos se habían ido ya, algo que normalmente prefiero ya que no tengo precisamente una vista de halcón y así me cuesta menos encontrarla. Pero no la encontré. Pregunto al portero si alguien la ha venido a buscar. No me sabe responder. No me preocupo demasiado. Llamo por teléfono a mi abuela para hacerle la misma pregunta, no fuera que por despiste la hubieran ido a buscar ellos, o que mi padre se la hubiera llevado de imprevisto. Pero no. Nadie más había ido a buscarla, la niña no estaba en casa y en el instituto estaba claro que tampoco. Naturalmente, se me vino todo el mundo encima. Los nervios a flor de piel, sudores fríos varios, acojone supino y preocupación enorme. Temiéndome lo peor. Totalmente cargado de ira por la incompetencia que demostraba el personal del centro al haber dejado salir a una niña. Después de unos minutos en los que casi rompo a llorar de pura rabia, recibo una llamada de mi abuela. —Dime, yaya —respondo apresuradamente.

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—Oye, que a Silvia la acaban de traer a casa un par de niñas que dicen que son amigas tuyas —dijo mientras yo ataba cabos—. Una tal Clara o algo así. Una tremenda sensación de alivio se apoderó de mi ser. Alivio que, progresivamente, fue tornándose de nuevo en ira. Y no sé qué me cabreaba más, si que en el instituto hubieran permitido que a mi hermana se la llevaran dos personas no autorizadas, o que Clara y Mónica tomaran la más que imprudente decisión de secuestrar a mi hermana al ver que yo tardaba más de cuatro minutos en ir a recogerla. Ha quedado relativamente demostrado que soy una persona paciente, que no tiende a perder los nervios y/o a enfadarse con facilidad. Sin embargo, no pude evitar que «subnormal de los cojones» y «estúpida de mierda» fueran los primeros improperios que me vi obligado a dirigirle, desgarradores gritos mediante, a Clara en plena calle cuando me la crucé yendo de camino a casa. Ella, por aquello de variar, comenzó a llorar sin consuelo alguno y a pedir perdón una y otra vez. Mi paciencia se estaba agotando. Ligeramente.

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«Lo importante...»

No tardó mucho en pasárseme el mosqueo, en primer lugar porque soy un blando, y porque después de todo mi hermana seguía viva. Imprudencia perdonada y a otra cosa. Jueves. Faltaban exactamente dos días para que tuvieran lugar dos eventos que carecían de total importancia para mí. El primero, la fiesta de fin de curso que organizan cada año en mi instituto. Una fiesta más que nada dirigida a los críos de párvulos y primaria, donde ponen música de Santa Justa Klan, castillos hinchables y diversas cutradas a un precio que por muy módico que fuera no estaba dispuesto a pagar. El segundo, Clara y yo cumplíamos nuestro primer mes de relación. Qué bien, ¿eh? Pero por si eso fuera poco, al estar ya de vacaciones, mi padre tuvo la maravillosa idea de proponerme ir ese fin de semana con mi hermana y él al piso de Cubelles, donde él llevaba viviendo todo ese año con su pareja. Apetecer, lo que se dice apetecer, no me apetecía. Y lo cierto es que no era aquélla la primera vez que intentaba que 98

yo accediera a ir con él a Cubelles, pero sí la vez en la que menos excusas tenía para negarme a ir. Pero aquel fin de semana ya tenía otro compromiso ineludible que, curiosamente, también quería eludir a toda costa: mi cumplemés con Clara. El cual, cómo no, ella quería celebrar por todo lo alto en la fiesta del instituto. Muchas mierdas hacía mi instituto por el fin de curso de los cojones, también os lo digo. Mi padre me llamó por teléfono para preguntarme si al final me animaba a ir con él. Y fue en aquel momento cuando se me iluminó la bombilla: —Oye, que al final este fin de semana no voy a poder ir, ¿eh? —¿Por qué? —Es que coincide con la fiesta del instituto, acuérdate, que es este sábado. —Ah, es verdad. ¿Y vas a ir? Si tú nunca ibas, ¿no? —Ya, ya, pero yo qué sé. Este año vamos a ir todos los colegas, para reírnos y eso. Yo ya ni me acordaba, ¿eh? No te creas. Pero vamos, que si llega a ser otro día me voy a Cubelles fijo. —Bueno, no pasa nada, ya te vendrás otro día. —Sí, si total, queda todo el verano por delante. Ya iré. En un estúpido arrebato de rebeldía, también decidí mentir fríamente a Clara, por lo que no tardé en llamarla al móvil para darle malas noticias: —Clara, oye... —dije fingiendo tristeza. —Dime, ¿qué pasa? —contestó preocupada. 99

—Que al final no voy a poder ir a la fiesta del instituto, ¿eh? —¿Por qué? ¿Qué pasa? —Mi padre. ¿Te acuerdas que llevaba todo el año diciéndome que me fuera con él a Cubelles algún día? —Sí. —Pues me ha dicho de ir este fin de semana, y cuando le he dicho que no podía se me ha puesto hecho una fiera y prácticamente me ha obligado a ir con él. —¿Y eso? —Pues súper cabreado que estaría ya de que le diera tantas largas. Me ha echado una bronca para enmarcar: «¡Que te vienes conmigo y punto!». No había quien discutiera con él, no he podido hacer nada. —Joder. Qué cabrón. Va, ¿quieres que hable con él? —¿Eh? No, no. Déjate. A ver si se va a cabrear más. —No, de verdad, que yo se lo pido bien. Dame su teléfono. —No, en serio, si lo mejor es dejarlo estar. Además, la culpa es mía por no haber ido antes. Si es que en el fondo tiene razón el hombre, he sido un poco rancio con él. Me toca cumplir mis responsabilidades como hijo. —Pero vaya mierda, era nuestro aniversario. —Bueno, ‘aniversario’ igual tampoco. Es un mes, ¿eh? —¿Y qué pasa? ¿Que no te importa? —Claro que sí, si me parece una putada como una catedral, pero qué le voy a hacer... Ya nos veremos otro día. 100

Mi coartada era perfecta. Mi padre iba a estar con mi hermana en Cubelles, por lo que no iba a aparecer por Barcelona durante todo el fin de semana. Yo lo único que tenía que hacer era no dejarme ver mucho por la calle en esos tres días. Sin problema: no salir de casa es mi especialidad. Aquel sábado tomé la sabia decisión de tumbarme en la cama a recuperar todas las pseudo-siestas de las seis de la tarde que había perdido por culpa de Clara. Me dejé caer sobre el colchón, apoyé el jeto de nuevo fuertemente contra la almohada y, mano en huevos, me dispuse a echar un sueñecillo tranquilo. Suena mi móvil. Me cago en mi puta vida. Estaba llamándome mi padre. Supongo que querría preguntarme qué tal me lo estaba pasando en la fiesta. Como el ruido de fondo me delataría, tuve que ser ágil en buscarme una excusa. —Dime, papá. —¿Por dónde andas? Te estamos buscando. —¿Eh? —dije, con el escroto encogido. —Estamos Silvia y yo en la fiesta del cole, ¿aún no has venido o qué? —Sí, si ya hemos ido, hemos estado un rato pero al final nos hemos aburrido. Estamos en casa de Mateu ahora, ¿vosotros qué hacéis ahí? —Es que se ve que tu hermana quería ir también, le hacía ilusión.

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—Ah, bueno. Nada, pues nosotros nos hemos ido hace rato, ¿eh? —No, si yo te lo decía porque hace un rato unas niñas han preguntado por ti. —¿Unas niñas? ¿Cómo se llamaban? —pregunté, mientras mi ano serpenteaba. —No sé, no me acuerdo de qué nombre me han dicho. Pero una tenía las tetas muy grandes y el pelo rizado. Al minuto de colgar con mi padre me di cuenta de que tenía unas cinco llamadas perdidas de Clara. Y volvió a llamar inmediatamente. No tuve mucho tiempo para reaccionar. —¿No decías que estabas en Cubelles? —preguntó Clara con una mezcla entre retintín y mala hostia. —Sí, si ahí estaba. Pero nos hemos vuelto hoy porque mi hermana quería ir a la fiesta. —¿Y por qué no estás aquí? —¿Perdón? —Que por qué no estás aquí. —Es que no te oigo muy bien, con toda la música y eso —cosa que era, en parte, verdad. La música estaba muy alta, pero se la entendía perfectamente. —Sí, claro. Vaya excusa de mierda. —¿Qué dices? Que no te oigo nada, en serio, Clara. Llámame luego. En ese escaso tiempo que gané, por lo menos pude relegar la conversación oral al medio escrito, intercambiando varios SMS en los que tuve mayor margen de maniobra a la 102

hora de inventarme una excusa. Opté por un clásico, y le dije que me encontraba fatal, que me había sentado mal el viaje en tren y que llevaba toda la tarde vomitando. Que no podía salir de casa. Finalmente, por pura insistencia, se lo acabó medio-creyendo. Pero seguía deprimida. —Es que quería que pasáramos juntos este día, porque era una fecha especial —rezaba uno de sus SMS. —Tranquila, que no hayamos podido estar juntos este día no es nada grave. Lo importante no es celebrar una cifra simbólica tonta, sino pensar en el resto de días que sí hemos pasado juntos hasta ahora, y en los muchos que nos quedan por pasar. Después de revelarme como la persona más cínica y despreciable del universo, viendo que mi razonamiento demagógico había cuajado de lo lindo y que a esas alturas ya no podría volver a dormir, llamé a Mateu y me pasé la tarde jugando al FIFA en su casa. Con los cojones un poco hinchados ya.

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The Lion Sleeps Tonight

Se aproximaba el día de mi cumpleaños. Veréis, yo con el tema de los regalos soy muy especial. No me gusta nada que mis amigos me regalen cosas materiales, por el sencillo motivo de que sé que yo difícilmente podría devolverles el detalle haciéndoles un regalo equivalente. Por aquella época, además, esta sensación se potenciaba teniendo en cuenta que realmente disponía de un presupuesto bastante limitado: en mi casa no me daban paga, y la única vez que tenía acceso a un billete era cuando alguno de mis abuelos se enrollaba y me daba algo. Suelo preferir, en estos casos, que el regalo sea algo más bien simbólico. Si fuera una niña de cinco años, diría que un dibujo; si fuera una treceañera, diría que un collage. Pero ya me entendéis, cualquier chuminada me vale. Pero, por el contrario, el hecho de que alguna persona (ajena a mi familia, curiosamente) se gaste dinero en mí me incomoda. Por eso tuve que jurarle y perjurarle a Clara un millón y medio de veces que cuando le decía que no quería que me comprara ningún regalo no se lo estaba diciendo con segundas. Fui, en realidad, bastante insistente con el tema 104

porque la conocía a la perfección y temía que tuviera un arrebato jodido de los suyos y se gastara un pastizal en mí: —Clara. Escúchame. Esto que te voy a decir va cargado de sinceridad y está totalmente desprovisto del más mínimo atisbo de doble sentido o intención oculta. Si digo ‘blanco’, es ‘blanco’. No leas entre líneas. Voy a ser claro y conciso: no quiero que me hagas ningún regalo por mi cumpleaños. Y te lo digo en serio. No soy de esas personas que primero te dicen que no hace falta que les regales algo y que luego se enfadan si no lo haces. Todo lo contrario, me enfadaré si me compras algo. No te estoy poniendo a prueba, sé que me quieres y no es necesario que me lo demuestres gastando parte de tu capital. Quedemos. Demos un paseo, vayamos al cine, enrollémonos tórridamente en tu casa. Cualquiera de esas opciones me vale como regalo, pero por favor, nada material. Te lo estoy diciendo completamente en serio. No te gastes ni un solo céntimo en mí, no me lo merezco, jamás podré devolverte el detalle, no te molestes. No sólo no me alegraré por ello sino que me lo tomaré incluso a mal. Si lo haces me ofenderé. De verdad. No lo hagas. ¿Lo has entendido? ¿Ha quedado claro? —Sí. —Entonces no me regalarás nada, ¿no? —No. —¿Me lo juras? —Te lo juro —me dijo. Y yo la creí. Supongo que porque soy gilipollas, ya que en caso contrario no tendría explicación.

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Tuve que hacer una pequeña concesión con respecto al tema del dinero porque quiso que fuéramos al cine para celebrar mi cumpleaños. Yo en aquel momento no tenía dinero, así que accedí a que me pagase la entrada siempre y cuando me dejase devolverle el importe en cuanto pudiera. No me sentía demasiado cómodo con ello, pero al menos sólo se trataba de un simple préstamo. Pero no iba a ser esa la única concesión que me viera obligado a hacer aquel día. Al ir por primera vez con Clara al cine, estaba claro que nos íbamos a acabar enrollando en la sala. Y no es una práctica que me guste demasiado. Supongo que soy una de esas personas que tienen la extraña manía de querer ver una película por cuya entrada ha pagado más de 8€. Llamadme clásico. Y no es que tuviera demasiado interés por seguir la trama de Algo pasa en Las Vegas, pero la pela sigue siendo la pela. Y, qué coño, para liarnos ya están los créditos finales. Pero como pagó ella, al menos en principio, no me dolía tanto la idea de gastar dinero para no ver una película. Pero eso no era todo. En realidad aquel encuentro se trataba nada más y nada menos que de una cita doble. Clara tenía muy claras intenciones de emparejar a su hermana, Alba, con mi amigo Guillem. Y por eso ellos nos acompañarían en aquella calurosa tarde de verano. Lo que pasa es que Guillem por aquel entonces tenía dos cosas: la primera, novia —valiente zorra—; la segunda, interés nulo en Alba. Por lo que el único motivo real que le empujaba a venir era única y exclusivamente el de reírse de mí. Y eso era ya lo que me faltaba. 106

Guillem y yo, que ya habíamos quedado con antelación, nos dirigíamos al cine donde las dos hermanas nos estarían esperando. Yo no tenía mucha prisa por llegar, pero cuanto antes me lo quitase de encima mejor. Guillem en cambio estaba de lo más feliz, predispuesto a saborear cada segundo de mi sufrimiento. Una vez llegamos al cine, nos encontramos a Clara y Alba en la taquilla. Clara se dirige a mí a toda velocidad para besarme, fue rápido y apenas tuve tiempo para reaccionar, pero sí pude avistar desde lejos una bolsa enorme que sujetaba Alba. Mis peores sospechas se confirmaron inmediatamente. Aquélla era, en realidad, la bolsa donde portaban mis regalos: 1º- El CD La Revolución Sexual de La Casa Azul. 18€ en Fnac. 2º- El CD De cantautor a pornoautor de Chivi. 15€ en Fnac. 3º- Un oso de peluche de corte más bien realista, con pelo de muy buena calidad y un tamaño de 1,60m. 65€ en Fnac. Aún a día de hoy sigue sorprendiéndome sobremanera que su respuesta a «por favor, no me compres nada por mi cumpleaños» sea pulirse casi 100 pavos del tirón en una tarde en Fnac. La expresión de mi cara cambió en cuestión de apenas unos segundos, pero intentaba que no se me notara demasiado para no quedar excesivamente mal delante de Alba, la cual se percató rápidamente de que los regalos que me había comprado su hermana no me habían hecho mucha gracia. 107

—Pero vamos a ver. ¿No te dije que no me compraras nada? —dije, intentando ocultar mi cabreo al ver lo ilusionada que estaba. —Es que pensé que eso me lo decías sólo para que te comprase algo. ¿Y por qué piensas? Cuando entramos en el cine nuestra sala estaba vacía, cosa que se agradecía puesto que ya sabéis lo poco cómodo que me siento cuando tengo que liarme con Clara en público. Y el caso es que Clara estaba particularmente horny aquel día, y sus besos iban acompañados de ciertas caricias bastante inusuales por aquel entonces. El problema era que mientras Clara me sobaba por todas partes, Guillem de vez en cuando aprovechaba el descuido y, con ánimo de sabotear el encuentro, procedía a acariciarme la rodilla y a meterme mano bajo la camiseta, mientras yo aguantaba como podía la risa. Y habría conseguido que no se notara. De verdad. Lo hubiera conseguido si no le hubiera dado por susurrarme al oído el coro de The Lion Sleeps Tonight, canción de la banda sonora de El Rey León. —O-wimoweh, o-wimoweh, o-wimoweh, o-wimoweh, o-wimoweh, owimoweh, o-wimoweh, o-wimoweh... —me cantaba suavemente al oído el muy hijo de la grandísima puta mientras yo no podía hacer otra cosa que encogerme en la butaca e intentar mantener la compostura mientras me besaba con Clara. Pero no pude contenerme más y terminé estallando en carcajadas. A su hermana mucha gracia no le hizo. 108

Al salir del cine, cargando yo con la bolsa que llevaba el gigantesco oso de peluche, Clara, Alba, Guillem y yo pasamos por un parque con césped donde había lugar también para unas cuantas flores. Flores que tampoco es que fueran demasiado bonitas, pero que a Clara le hicieron gracia, y tomó la decisión espontánea de arrancar una para ponérmela en la oreja. En el trayecto de la flor siendo arrancada de la tierra y yendo directa a enredarse en mi pelo, pude ver cómo dicha flor estaba plagada de hormigas. Y como no soy muy fan de los insectos, y mucho menos de que estos correteen por mi cara, del puro asco que me entró tuve el reflejo de golpear la flor y tirarla al suelo con sumo desprecio, al grito de «Joder, ¡qué asco!». Clara no supo cómo reaccionar al ver que acababa de golpear su mano y tirar la flor al suelo. Alba, en cambio, sí tenía más claro cómo reaccionar. Después de ver cómo había despreciado los regalos que su hermana me había comprado con tanto cariño (por los cuales ni siquiera le había dado las gracias), cómo me había estado riendo de ella mientras intentaba besarme apasionadamente en la sala de cine, el hecho de que la golpeara cuando tuvo el encantador y romántico gesto de ponerme una flor en la cara fue la gota que colmó el vaso y que la hizo explotar definitivamente. Se dirigió a mí y me propinó una hostia muy contundente, con la mano abierta, hostia que me tiró las gafas al suelo, rompiéndome una de las dos plaquetas en el proceso y clavándome el hierrecillo en la nariz, produciéndome así un corte por el que estuve sangrando un rato. 109

Para cuando me dio tiempo a explicarle a Alba que no había tirado la flor como muestra de desprecio hacia su hermana sino por mi profunda aversión a los insectos que habitaban en ella y me pidió perdón por haberlo malinterpretado ya era tarde. La hostia ya me la había llevado. Y ya estaba sangrando. Con todo, sigue siendo uno de mis mejores cumpleaños. En el camino de vuelta a casa, recibí una llamada de Mateu preguntándome si quería quedar con él. Le dije que sí, no sólo porque me apetecía contarle todo lo que me acababa de pasar sino porque también me iba a servir como coartada para acelerar el paso y salir cuanto antes de esa incómoda situación. —Oye, Clara. Que me tengo que ir ya —dije, intentando escaquearme. —¿A dónde? —preguntó sorprendida. —Es que he quedado con Mateu, bueno, habíamos acordado quedar hoy ya desde ayer, que se ve que me quiere hacer algo especial por mi cumpleaños o algo así. Porque si le decía que acababa de quedar con él, igual me partía la cara otra vez. —¿Y dónde habéis quedado? —Bueno, en su portal, como siempre. —Ah, entonces te acompaño hasta ahí. Alba, Guillem, os quedáis solos. Me voy con el Juanca —dijo, convencida y enérgica. Quedar con Mateu me sirvió para escapar temporalmente de una situación incómoda para meterme de lleno en otra.

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Yo tenía cierta prisa por llegar a casa de Mateu, pero Clara y yo parecíamos tener cierto conflicto de intereses, ella estaba más interesada en pararse cada cinco segundos para besarme contra la pared que tuviéramos más cerca en aquel momento. Avanzar se hacía particularmente difícil, por cada calle que atravesábamos nos teníamos que detener para besarnos porque a la chica le apetecía. Pero profundicemos un poco en esos besos. Barcelona, en pleno junio y a las seis y media de la tarde. Calor sofocante y ambiente pegajoso. Lo último que me puede apetecer en esos momentos es besar a otra persona, y menos si ésta no se preocupa demasiado por encontrar alguna sombra ya que parece no molestarle el sol abrasador que nos estaba, directamente, violando. Por lo tanto, aquel día no sólo tuve que probar la saliva pastosa de Clara, sino que esta vez venía con un extra de sudor. Sudor abundante, que podía sentir cómo caía desde su frente y goteaba desde sus labios hasta los míos. Y si tenemos en cuenta que el sudor y la orina tienen una composición semejante, a efectos prácticos aquel día me sentí como si hubiese ingerido seis galones de la orina de Clara. Afortunadamente, después de mi sobredosis de ácido úrico, terminamos llegando casi de milagro a casa de Mateu. No sin darnos un último beso pegajoso de rigor de despedida, pude finalmente librarme de la presencia de Clara. Para cuando entré en el piso de Mateu, éste ya estaba medio descojonado al ver el gigantesco oso de peluche que me habían regalado. Fue en aquel momento cuando me 111

planteé que ese oso no podía entrar en mi casa. No sólo porque era casi tan gigante como espantoso, sino porque además me vería obligado a dar ciertas explicaciones sobre su procedencia que no me apetecía demasiado dar. Tenía que deshacerme de ese hijo de puta. Mateu y yo tomamos la sabia decisión de tirar el oso al contenedor más cercano. En algún momento se me pasó por la cabeza la idea de que a Clara le diera por mirar en ese contenedor, quién sabe, cosas más raras habrá hecho y a esas alturas un Síndrome de Diógenes tampoco sería el comportamiento más inquietante del que habría hecho gala. Pronto me tranquilizó pensar que la casa de Mateu estaba lo suficientemente alejada de la de Clara como para que le diera por mirar. En el fondo estaba todo pensado. Aquella tarde nos la pasamos Mateu y yo jugando a la consola y escuchando de fondo el disco de La Casa Azul. Fue bonito, la verdad.

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Si tú me dices ‘ven’, ir yo voy, pero a otro puto sitio

Después de mi cumpleaños pude pasar dos semanas veraneando en Cubelles, en casa de mi padre. La verdad es que lo único que me alejaba de ir hasta ahí era la pereza que me producía el simple hecho de tener que ir. Pero teniendo en cuenta que la alternativa para pasar el verano era estar mucho más tiempo con Clara, no lo dudé demasiado cuando mi padre me propuso de nuevo pasar unos días con él. Y lo cierto es que me lo pasé de putísima madre. Fueron dos semanas que me las pasé en gayumbos por la casa, rascándome los cojones a dos manos y bebiendo gazpacho. No necesariamente en ese orden. Para evitar interferencias externas, me pasé todos esos días fingiendo que no tenía cobertura 3G en mi módem USB y que apenas podía conectarme a Internet. Vamos, que le di caña al modo ‘Invisible’ del Messenger para hablar sólo con mis amigos y saber lo menos posible de Clara durante mis vacaciones. Por desgracia no tardó demasiado en buscar vías alternativas para comunicarse conmigo. Viendo que 113

Messenger no me funcionaba, optó por llenarme el correo de mails para que se los respondiera cuando pudiera. En dichos mails no hacía más que preguntarme una y otra vez que qué estaba haciendo y si la echaba de menos. Como tampoco me hacía especial ilusión tener que estar respondiendo constantemente a sus mails, intuí que lo que le pasaba es que se aburría. Y como soy muy buena persona, para tenerla entretenida le recomendé tres o cuatro series con el único objetivo de que empleara más tiempo en verlas que en tocarme las narices a mí. Funcionó a medias. Los primeros días bien, pero luego empezó a contarme su opinión sobre las series. Y si ya me la traía al pairo que sus amigas le tocaran una teta en los probadores del Bershka, os podéis imaginar lo mucho que me importaban sus reflexiones acerca de la relación entre Jim y Pam de The Office. Que, por cierto, era lo único le gustaba de esa serie. También me gustaría puntualizar que yo le recomendé la original británica, insistiendo mucho en ello, pero ella se lo pasó por el mismísimo chumino y se vio el remake norteamericano. Supongo que porque costaba menos de encontrar. Lo cual fastidiaba a medias mi plan, porque lo que yo quería era que se entretuviera buscándola. Aunque, bueno, como la americana tenía más temporadas compensaba de todas maneras. Lo que viene siendo una de cal y otra de arena. El problema es que, como era de esperar, no tardé mucho en cansarme de tener que aguantarla también por mail, así que marqué todos sus correos como SPAM y fingí una desconexión total. 114

Ahora tendría que ser más prudente: no podía actualizar mi blog ni twittear nada, pero merecería la pena si podía pasar al menos unos pocos días sin ser del todo consciente de su existencia. Y la verdad es que lo logré. Parecía mentira, pero lo logré. A medias. Cuando vio que ya no respondía a sus mails asumió que me había quedado sin conexión definitivamente. Así que optó por el SMS como nueva vía de comunicación. Con eso no tenía ni que fingir, no tenía saldo. Así que aunque no me librase de sus mensajes, por lo menos no me tenía que ver obligado a contestarlos. Durante esos días reinó la calma, hasta que... —Estoy en Vilanova —rezaba uno de sus SMS. Me cago en mi puta vida. Vilanova i la Geltrú, ciudad y municipio de la provincia de Barcelona. Situada a escasos 4 kilómetros de Cubelles. A una parada en Cercanías y menos de 15 minutos caminando. La única excusa que me separaba de quedar con Clara eran los 46 kilómetros de distancia, que ahora se habían reducido a un ridículo paseíto entre estaciones. Así que, adelantándome a su predecible propuesta de quedar conmigo, la llamé por teléfono desde el móvil de mi padre. —Estoy en Barcelona. —¿Qué? —Sí, hoy mismo. Acabo de llegar. Sólo voy a estar un día, es que tenemos una cena familiar. Joder, supongo que no tenemos mucha suerte, ¿eh? —Ya —dijo, muy apenada. 115

—Pero bueno. Ya queda poco para que vuelva oficialmente. —Con las ganas que tenía de verte... —Ya lo sé, si yo también a ti. Si me da una rabia impresionante. Es como si el destino no nos quisiera juntos, ¿eh? —Ya te digo. A decir verdad, me resulta muy difícil de creer que se tragase el cuento que le solté. Pero más cierto es que a esas alturas ya me importaba una mierda. Esto tenía que acabar.

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No tengo ganas de ti

Clara había destruido por completo toda mi vida. No me dejaba espacio, no me dejaba intimidad, no tenía ni un solo minuto de descanso de ella; no sólo no respetó mis costumbres y manías sino que las destruyó por completo besándome en público, no dejándome dormir ni comer, arruinando todos los buenos momentos con mis amigos; prácticamente me obligaba a estar estresado todo el día. Y por si fuera poco, recordemos que secuestró a mi hermana, mancilló mi webcómic favorito, dilapidó las pocas oportunidades que habría tenido de enrollarme con Mónica y me estranguló la polla. Mi indiferencia inicial hacia ella se había convertido poco a poco en odio. No podía soportar ni siquiera la idea de oír su nombre. Cuando estaba con ella fantaseaba con romperle una silla en la cabeza, y cuando me quedaba a solas me llamaba por teléfono o me enviaba algún mensaje por Messenger. No es que no contestara, es que normalmente ni siquiera me tomaba la molestia de leerlos: encendía el programa y antes de que mi lista de contactos se hubiera cargado ya se me abría instantáneamente su ventana de conversación, no perdía ni un solo segundo en saludarme. Al 117

igual que yo no perdía ni un solo segundo en cerrar la ventana. Realmente no la soportaba. Era algo serio. Su presencia en mi vida me provocaba, directamente, ansiedad. Y el caso es que no podía negar que la culpa de todo era mía. Yo fui el que la cagué diciendo que sí en primera instancia. Así que, como yo empecé con esto, resultaba apropiado ser el que lo acabase. Decidí que era hora de coger el toro por los cuernos y terminar de una vez por todas con esa farsa de relación. La ruptura tenía que llegar, y tenía que hacerlo cuanto antes. Así que tomé la decisión más sensata de todas. Eximirme de toda responsabilidad. Os explico, Clara es una persona que tan pronto es tu perrito faldero como te desprecia incondicionalmente y no hace más que ponerte malas caras cada vez que se te cruza por los pasillos. Alguien que, en definitiva, adora hacerte sentir mal y estropear cada momento de tu vida en el que ella haga acto de presencia. Yo no podía cortar. Tenía que hacerlo ella. Si yo rompía con ella, iba a convertirme en el malo de la película y no estaba dispuesto a eso. Tener que aguantar malas caras por su parte y la de sus amigas durante los próximos años no entraba dentro de mis planes. Por lo tanto, tenía que conseguir que fuera ella la que se hartase de mí y me diera boleto. Esa era la única manera de conseguir cesar nuestra relación sin tener que sufrir efectos secundarios. Ella no podría enfadarse conmigo ni guardarme rencor, puesto que sería ella la que tomaría la decisión de dejarlo. 118

Así que había llegado el momento de volverse destroyer. Me costó bastante, pero al final supe cómo agotar su paciencia. Durante una semana me dediqué a quedar con ella, en sitios muy alejados de nuestras respectivas casas y a unas horas muy concretas. Quedando directamente en el lugar, sin ir juntos de camino. Y ya cuando quedaban apenas unos dos o tres minutos para la hora acordada — asegurándome de que más o menos le hubiera dado tiempo para estar, al menos a medio camino de ahí— le mandaba un mensaje al móvil para decirle que al final me había surgido un imprevisto y que no podía quedar. La planté de la misma forma unas dos o tres veces. Y el resto del tiempo estaba completamente ausente, sin apenas mediar palabra con ella más allá que para concertar citas que posteriormente serían canceladas en un escueto SMS. Eso dio pie a varias interminables charlas en las que ella me pedía en reiteradas ocasiones que cambiara mi forma de ser y que le prestara más atención. Parecía que por fin mis esfuerzos estaban comenzando a dar ciertos frutos, y que progresivamente iba perdiendo su entusiasmo por mí. De todos modos siempre trataba de obrar de un modo lo suficientemente sutil y natural para que no se diera cuenta de que se trataba de un abandono voluntario. Lo cierto es que tampoco me comportaba de un modo muy distinto al habitual, puesto que mis maneras ya se habían ido enfriando muchísimo con el paso del tiempo. Así que sólo tuve que forzar un poco la maquinaria para empezar a colmar poco a poco su paciencia sin que percibiera que mi comportamiento había sufrido un cambio demasiado brusco. Y entonces me borró del nick. 119

Esta noche dime que me quieres (dejar)

En una de mis múltiples argucias para no quedar con Clara fingí, de nuevo, estar en Cubelles un fin de semana. Claro, que tuve la (previsible, por otra parte) mala pata de cruzarme con Clara y Mónica por la calle mientras iba de camino a casa de Mateu. Y como aquel día no estaba precisamente inspirado para inventarme alguna excusa sobre la marcha, opté por mantener mi actitud fría y distante con Clara y procuré no establecer siquiera contacto visual con ella. En su lugar, saludé a Mónica, hablamos brevemente sobre alguna trivialidad y le solté dos o tres chascarrillos, dando a entender que tenía mucha prisa por irme, como si tuviera algo importante entre manos y no pudiera pararme a hablar mucho rato. Cuando me fui, eché una rápida mirada hacia atrás para contemplar la cara que se le había quedado a Clara después de eso. Su expresión daba a entender que su estado de ánimo se dividía entre la tristeza y la más dura impotencia. Parecía que por fin había conseguido romperla. 121

Clara era una de esas personas tan repugnantes que ponían el nombre de su pareja junto al suyo propio acompañado de la fecha del día en el que empezaron a salir en su nick del Messenger. Conmigo no podía ser menos, claro está. Por aquellas fechas, la sobriedad de mi «Juan Carlos» contrastaba sobremanera con su notablemente más pomposo « C l a a a R a a a