La pasión y la furia de un erudito

de Dante alighieri, sor Beatrice, monja de clausura en el monasterio de Santo Stefano degli Ulivi, en Rávena. Descubrió
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OPINIÓN | 17

| Lunes 24 de febrero de 2014

boccaccio. Amante de los clásicos y teólogo, el autor del Decamerón tenía 35 años

cuando la irrupción de la peste lo alejó de las elites; cerca del pueblo, retrató la lujuria exacerbada por la sensación de fin del mundo que arreciaba en Europa

La pasión y la furia de un erudito Mario Vargas Llosa —PaRa La NaCION—

E

CERTaLDO, ITaLIa

l pueblecito toscano de Certaldo conserva sus murallas medievales, pero la casa donde hace siete siglos nació Giovanni Boccaccio fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Ha sido reconstruida con esmero y desde su elevada terraza se divisa un paisaje de suaves colinas con olivares, cipreses y pinos, que remata, en una cumbre lejana, con las danzarinas torres de San Gimignano. Lo único que queda del ilustre polígrafo es una zapatilla de madera y piel carcomida por el tiempo; apareció enterrada en un muro y acaso no la calzó él sino su padre o alguno de los sirvientes de la casa. Hay una biblioteca donde se amontonan los centenares de traducciones del Decamerón a todas las lenguas del mundo y vitrinas repletas con los estudios que se le dedican. El pueblecito es una joya de viviendas de ladrillos, tejas y vigas centenarias, pero minúsculo, y uno se pregunta cómo se las arregló el señor Boccaccio papá para, en lugar tan pequeño, convertirse en un mercader tan próspero. Giovanni era hijo natural, reconocido más tarde por su progenitor, y se ignora quién fue su madre, una mujer sin duda muy humilde. De Certaldo salió el joven Giovanni a Nápoles, a estudiar banca y derecho para incrementar el negocio familiar, pero allí descubrió que su vocación eran las letras y se dedicó a ellas con pasión y furia erudita. Eso hubiera sido sin la peste negra que devastó Florencia en 1348: un intelectual de la elite, amante de los clásicos, latinista, helenista, enciclopédico y teólogo. Tenía unos 35 años cuando las ratas que traían el virus desde los barcos que acarreaban especias del Oriente llegaron a Florencia e infectaron la ciudad con la pestilencia que exterminó a 40.000 florentinos, la tercera parte de sus habitantes. La experiencia de la peste alejó a Boccaccio de los infolios conventuales, de la teología y los clásicos griegos y latinos (volvería años más tarde a todo ello) y lo acercó al pueblo llano, a las tabernas y a los dormideros de mendigos, a los dichos de la chusma, a su verba deslenguada y a la lujuria y bellaquerías exacerbadas por la sensación de cataclismo, de fin del mundo, que la epidemia desencadenó en todos los sectores, de la nobleza al populacho. Gracias a esta inmersión en el mundanal ruido y la canalla con la que compartió aquellos meses de horror, pudo escribir el Decamerón, inventar la prosa narrativa italiana e inaugurar la riquísima tradición del cuento en Occidente, que prolongarían Chaucer, Rabelais, Poe, Chéjov, Conrad, Maupassant, Chesterton, Kipling, Borges y tantos otros hasta nuestros días.

No se sabe dónde escribió Boccaccio el centenar de historias del Decamerón entre 1348 y 1351 –bien pudo ser aquí, en su casa de Certaldo, donde vendría a refugiarse cuando las cosas le iban mal–, pero sí sabemos que, gracias a esos cuentos licenciosos, irreverentes y geniales, dejó de ser un intelectual de biblioteca y se convirtió en un escritor inmensamente popular. La primera edición del libro salió en Venecia, en 1492. Hasta entonces se leyó en copias manuscritas que se reprodujeron por millares. Esa multiplicación debió de ser una de las razones por las que desistió de intentar quemarlas cuando, en su cincuentena, por un recrudecimiento de su religiosidad y la influencia de un fraile cartujo, se arrepintió de haberlo escrito debido al desenfado sexual y los ataques feroces contra el clero que contiene el Decamerón. Su amigo Petrarca, gran poeta que veía con desdén la prosa plebeya de aquellos relatos, también le aconsejó que no lo hiciera. En todo caso, era tarde para dar marcha atrás; esos cuentos se leían, se contaban y se imitaban ya por media Europa. Siete siglos más tarde, se siguen leyendo con el impagable placer que deparan las obras maestras absolutas. En la veintena de casitas que forman el Certaldo histórico –un palacio entre ellas– hay una pequeña trattoria que ofrece, todas las primaveras, “El suntuoso banquete medieval de Boccaccio”, pero, como es invierno, debo contentarme con la modesta ribollita toscana, una sopa de migas y verdura, y un vinito de la región que rastrilla el paladar. En los carteles que cuelgan de las paredes de su casa natal, uno de ellos recuerda que, en la década de 1350 a 1360, entre los mandados diplomáticos y administrativos que Boccaccio hizo para la Señoría florentina, figuró el que debió conmoverlo más: llevar de regalo diez florines de oro a la hija de Dante alighieri, sor Beatrice, monja de clausura en el monasterio de Santo Stefano degli Ulivi, en Rávena. Descubrió a Dante en Nápoles, de joven, y desde entonces le profesó una admiración sin reservas por el resto de la vida. En la magnífica exposición que se exhibe en estos días en la Biblioteca Medicea Laurenziana de Florencia –“Boccaccio: autore e copista”–, hay manuscritos suyos, de caligrafía pequeñita y pareja, copiando textos clásicos o reescribiendo en 1370, de principio a fin, veinte años después de haberlas escrito, las mil y pico de páginas del Decamerón que poco antes había que-

El Decamerón se sigue leyendo con el impagable placer que deparan las obras maestras absolutas Se arrepintió de haberlo escrito por el desenfado sexual y los ataques contra el clero que contiene

rido destruir (era un hombre contradictorio, como buen escritor). allí se ve a qué extremos llegó su pasión dantesca: copió tres veces en su vida la Comedia y una vez la Vita Nuova, para difundir su lectura, además de escribir la primera biografía del gran poeta y, por encargo de la Señoría, dictar 59 charlas en la iglesia de Santo Stefano di Badia explicando al gran público la riqueza literaria, filosófica y teológica del poema al que, gracias a él, comenzó a llamarse desde entonces “divino”. En Certaldo se construyó hace años un jardín que quería imitar aquel en el que las siete muchachas y los tres jovencitos del

Decamerón se refugian a contarse cuentos. Pero el verdadero jardín está en San Domenico, una aldea en las colinas que trepan a Fiesole, en una casa, Villa Palmieri, que todavía existe. De ese enorme terreno se ha segregado la Villa Schifanoia, donde ahora funciona el Instituto Universitario Europeo. aquí vivió en el siglo XIX el gran alejandro Dumas, que ha dejado una preciosa descripción del lugar. Nada queda, por cierto, de los jardines míticos, con lagos y arroyos murmurantes, cervatillos, liebres, conejos, garzas, y del soberbio palacio donde los diez jóvenes se contaban los picantes relatos que tanto los hacían gozar, descriptos (o más bien inventados) por Boccaccio, pero el lugar tiene siempre mucho encanto, con sus parques con estatuas devoradas por la hiedra y sus laberintos dieciochescos, así como la soberbia visión que se tiene aquí de toda Florencia. De regreso a la ciudad vale la pena hacer un desvío a la diminuta aldea medieval de Corbignano, donde todavía sobrevive una de las casas que habitó Boccaccio y en la que, al parecer, escribió el Ninfale fiesolano; en todo caso, muy cerca de ese pueblecito están los dos riachuelos en que se convierten africo y Mensola, sus personajes centrales. Todo este recorrido tras sus huellas es muy bello, pero nada me emocionó tanto como seguir los pasos de Boccaccio en Certaldo y recordar que, en este reconstruido local, pasó la última etapa de su vida, pobre, aislado, asistido sólo por su vieja criada Bruna y muy enfermo con la hidropesía, que lo había hinchado monstruosamente al extremo de no poder moverse. Me llena de tristeza y de admiración imaginar esos últimos meses de su vida, inmovilizado por la obesidad, dedicando sus días y noches a revisar la traducción al latín de la Odisea –Homero fue otro de sus venerados modelos– hecha por su amigo el monje Leoncio Pilato. Murió aquí, en 1375, y lo enterraron en la iglesita vecina de los Santos Jacobo y Felipe, que se conserva casi intacta. Como en el Certaldo histórico no hay florerías, me robé una hoja de laurel del pequeño altar y la deposité en su tumba, donde deben quedar nada más que algunos polvillos del que fue, y le hice el más rápido homenaje que me vino a la boca: “Gracias, maestro”. © LA NACION

LÍNEa DiREcTa

Tropezar con la misma piedra

Ay, lo que hay detrás de las palabras

Daniel Muchnik

S

e reiteran los errores. Hay empecinamiento y manía en tropezar con la misma piedra varias veces. Cada uno que llega al poder se considera dueño de la verdad y actúa como si la historia no tuviera nada que enseñar. Este año pagaremos las consecuencias de yerros que se vienen cometiendo desde hace siete años, y cada vez con mayor intensidad. Los economistas pronostican una inflación más alta que la conocida, que bordearía el 40% anual, pero los funcionarios siguen sin atacarla a fondo. No ponen los dos ojos en el déficit fiscal y no detienen el manejo demagógico de los fondos públicos. Más: consideran que a través de los acuerdos, el escrache de empresarios, el miedo y los afiches dignos de los totalitarismos lograrán vencer el aumento de los precios, para después poder redistribuir los subsidios. Ponen el carro delante de los caballos. Y esperan que los caballos cumplan con su función. La amenaza contra los comerciantes y los empresarios, acusados de gestar la inflación, fue una estrategia del segundo peronismo hace 60 años. La “batalla contra el agio y la especulación” llevó a esos intermediarios, que no eran culpables, a la cárcel. La inflación crecía a partir de mantener una estructura populista y festiva cuando ya se habían esfumado las reservas externas por la apuesta de Perón a una tercera guerra mundial y por malas decisiones de administración. El primer peronismo no adhirió al Fondo Monetario Internacional ni al Banco Mundial, y tomó distancia de los Estados Unidos para luego, en medio de estrangulamientos financieros, reclamar un crédito del Eximbank y poder conseguir artículos indispensables para la marcha de la producción. aquella frágil industria sustitutiva de importaciones, hipertrofiada, comenzó a pedalear en el aire por la falta de divisas a partir de 1949/1950. En ese contexto, el gobierno descuidó los incentivos a la producción

—PaRa La NaCION—

agrícola y una sequía devastadora arrasó con la posibilidad de cosechar millones de toneladas de granos. Los logros que crearon el optimismo de la población entre 1946 y 1950 (salario familiar, aguinaldo, vacaciones pagas, descanso semanal obligatorio, la construcción de viviendas populares) se derrumbaron con una durísima crisis externa. El repunte del agro en 1953 mejoró las condiciones de la economía, pero no los ingresos de los asalariados, devorados por una inflación que nadie pudo detener. Los poderosos sindicatos, que contaban con dos millones y medio de afiliados, reaccionaron cuando la inflación avanzó, pese a Perón. Lanzaron huelgas y protestas cada vez más duras. Entre 1954 y 1955, la escasez de divisas sólo fue superada por la falta de combustibles: la producción de YPF no alcan-

El dólar quieto es sólo temporario, porque las presiones inflacionarias subsisten zaba a cubrir las elementales necesidades energéticas. Perón inició negociaciones con petroleras extranjeras para la exploración y explotación de la Patagonia. Los militares nacionalistas se pusieron nerviosos. Desde entonces, la inflación se convirtió en un fenómeno estructural, un potro indomable, salvo en ocasiones muy especiales. Y junto con ella, el problema del estrechamiento de las reservas externas y el fantasma de la cesación de pagos. Con el ministro José Gelbard, en el regreso de Perón a la argentina, se lanzó una serie de medidas en 1973. Guardaban coherencia con las decisiones adoptadas entre 1946-1949. El alza de precios fue imparable y los hombres que rodeaban a Gelbard pusieron en funcionamiento el plan Inflación Cero. Perón avaló

el congelamiento y un rígido control de precios y salarios. Con el congelamiento de los precios se logró achicar la inflación, pero los hidrocarburos importados y carísimos consumieron dos tercios de las reservas en divisas. Hubo desabastecimiento, alta evasión impositiva y desconcierto, lo que llevó a un freno de la producción, con los sindicatos exigiendo mejoras salariales inmediatas. Los autos se vendían con dos puertas y no se conseguía azúcar ni papel higiénico. En 1983, el presidente Raúl alfonsín debió cargar con la pesada herencia que le dejó la dictadura militar. Soportó de entrada un producto del sector industrial inferior al de 1975, donde era evidente el crecimiento del sector servicios. La fuerza laboral industrial era un 30% menor que en 1975, un año antes del golpe de Estado. El gasto público insumía el 50% del Producto Bruto Interno, con una inflación incontrolada de 400% y una deuda externa de 33.000 millones de dólares ( entre otras razones, por la anterior compra de armamento de guerra). acuerdos posteriores con empresarios y la puesta en marcha del Plan austral y luego el Plan Primavera, con la meta de incrementar la inversión y las exportaciones, no tuvieron la larga vida que el país requería. Hoy, en 2014, ya se presencia el consumo frenado y el silencio productivo. El caprichoso control de importaciones agrava la realidad, la vuelve recesiva. El dólar quieto es sólo temporario, porque las presiones inflacionarias subsisten. El Gobierno espera que la liquidación de granos aporte los miles de millones de dólares que necesita, pero se sabe que los valores de los granos y la soja han caído y no se vislumbran mejoras. Esperar, además, que la inflación cese en momentos en que se anticipan nuevos aumentos en los servicios, mayor presión fiscal y nuevos gastos escolares a partir de marzo y abril, sólo puede alimentar una nueva frustración. Y volveremos a tropezar con la misma piedra. © LA NACION

Graciela Melgarejo —La NaCION—

A

lgunos lectores se han quejado, amargamente, de las nuevas incorporaciones al léxico del español que la RaE viene anunciando para la edición 23ª del Diccionario. Por ejemplo, la palabra “wifi” es muy resistida, y algunos preferirían mantenerla como en su origen: el nombre de un dispositivo inalámbrico, en inglés; es decir, escribir Wi-Fi y dejar todo como está. Hoy, quizá muchos se asombrarían de enterarse de que “aspirina” fue alguna vez el nombre de un producto, y que el uso, y nada más que el uso, le dio la entidad suficiente como para pasar a formar parte de las palabras con las que nos manejamos diariamente los hispanohablantes. ¿Qué haremos entonces con el WhatsApp, tan de moda y tan útil y tan buen negocio, como evidentemente parece creer Facebook? Fundéu, modestamente, acerca una sugerencia muy válida y atendible. En su “Recomendación urgente del día”, el 20/2, con el título “Un wasap y wasapear, adaptaciones adecuadas al español”, se explica que “el sustantivo wasap (‘mensaje gratuito enviado por la aplicación de mensajería instantánea Whatsapp’), así como su verbo derivado wasapear (‘intercambiar mensajes por Whatsapp’), son adaptaciones adecuadas al español, de acuerdo con los criterios de la Ortografía de la lengua española”. Nos ahorra Fundéu la corrida para consultar la Ortografía, porque agrega: “Esta obra señala que la letra w es apropiada para representar la secuencia / gu/, entre otras, en palabras extranjeras adaptadas al español (waterpolo, web, por ejemplo)”, y pide respetar la denominación comercial en frases como: “Fa-

cebook compra Whatsapp por más de 13.800 millones de euros”. Todavía Fundéu (www.fundeu.es) trae dos últimas observaciones: “El plural de wasap es wasaps, sin tilde, pese a terminar en s, dado que se trata de una palabra aguda terminada en grupo consonántico”, y “aunque también pueden resultar admisibles las adaptaciones guasap, plural, guasaps, y guasapear, al perderse la referencia a la marca original y percibirse como más coloquiales, se prefieren las formas en w”. Nosotros, argentinos y caóticos, ya hemos adherido naturalmente a la última forma, la coloquial, la que mejor se adapta al irónico espíritu lingüístico que nos caracteriza. La moda nos rige a todos más que las normas de convivencia o las de la RaE. Los españoles están contentos como niños con su nueva palabra, escrache. Sin embargo, una escritora, la española Rosa Montero, nos enseña a ver el valor de las otras palabras, las de siempre, detrás de los modernismos. En su artículo “Esa pena” (http://bit.ly/1fq4GYd), del 4/2, en el diario El País de España, escribe sobre lo que nosotros habitualmente llamamos desalojos: “Lo de que los desahucios se aceleraron durante la primera mitad de 2013 es una de esas noticias reveladoras, un dato obsceno que te hace ver la realidad (…) Qué insidiosos, qué pertinaces son los valores convencionales, los sonoros discursos de los poderosos. En los últimos meses cada vez hemos hablado menos de desahucios y más de los escraches; de los supuestos excesos de los que hacen escraches para protestar contra los desahucios”. © LA NACION [email protected] Twitter: @gramelgar