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—«Por ahora será mejor que me haga el impávido y procure seguirle la corriente.» ... —Tengo que avisar al portero para q
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Título

EL NOMBRE DE TUS SUEÑOS

Autor

Jose Docavo Alberti

A mi padre, in memoriam

Sueña el rico en su riqueza, que más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece su miseria y su pobreza; sueña el que a medrar empieza, sueña el que afana y pretende, sueña el que agravia y ofende, y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende. La vida es sueño D. Pedro Calderón de la Barca

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«Todo comenzó el día en que comprendí que bajarle la bragueta a un hombre y proceder a hacerle una felación era algo contra lo que ninguno poseía un antídoto. Se trataba del profesor de ciencias; al parecer pretendía suspenderme porque en el examen había sacado sólo un cuatro con cinco. Aquella mañana de finales de junio, nada más ver la nota publicada en el tablón, desconsolada por la triste perspectiva de un verano dedicado al estudio, me dirigí hacia su despacho con la vaga intención de hablar con él. Al principio no fui capaz de balbucir ni una mísera queja, pero luego, espoleada por lo que percibí como una repentina llamarada de clarividencia, toda mi frustración se transformó en certeza. El tipo cambió de decisión tan pronto como osé acercarme hasta su mesa. Mi cara a escasos tres centímetros. Mis labios carnosos rozando el hueco de su boca. Mi mirada fijada en sus pupilas, contraídas al máximo por el efecto del terremoto que intuía estaba a punto de materializarse. Abrir la cremallera, notar como su bulto crecía entre mis manos, agacharme, restregarle la lengua y lamerle la verga hasta sucumbió por entero a mis sueños. No dejes que se corran de forma prematura. Apriétalos con fuerza. Hazlos gritar hasta que su actitud de machos solitarios claudique para siempre. Y luego no lo repitas nunca. Que tengan la falsa sensación de que no ha sucedido. Trátalos con una actitud jovial que los haga dudar, que les impida saber cuándo podría volver a producirse, que les haga 1

conservar la esperanza sin darles esperanzas. Si lo haces de esta forma, habrás creado un hombre a tu justa medida. Un esclavo moderno. Sin embargo, aunque éste es el principio, no es ni mucho menos la razón de esta historia. Esto es sólo para sentar las bases, para que no digáis después que no os lo había advertido. Soy despiadada, pero a la vez soy la persona más limpia que hay sobre la Tierra. Tengo cientos de esclavos y ninguno de ellos ha querido vengarse. Yo satisfice brevemente sus sueños y ellos ahora quieren colmar los míos, sin límites, sin poner condiciones, para siempre, “in aeternum”, pues tal fue el paraíso que vivieron que nada les importa. Mujeres, haced como yo; convirtámonos en un ejército que salve la civilización. No tengáis miedo. No permitáis que los sacerdotes ni nadie os acusen de ser unas arpías, unas putas, hablando llanamente. Es sólo por el temor que les causamos. El futuro del mundo depende de que tú también te convenzas de ello. Que cada hombre que camine por la calle no sepa a qué atenerse. Exprímeles el semen y déjalos en paz. La violencia desaparecerá, volverá el edén a estar en esta tierra, volverá la serpiente a ofrecer su manzana y el hombre no tendrá necesidad de mentir a su dios, de decir que fue Eva la que cayó primero, de ocultar su pecado, porque ya estará ahíto de los frutos a los que siempre pensó que tenía derecho.»

—¿Acostumbra usted a transcribir sus sueños? —Por favor, no me trates de usted, debemos de tener la misma edad —dice la mujer observando con detenimiento la cara del siquiatra y confirmando así lo acertado que resulta su apodo. —Perdona, es la falta de costumbre —contesta el rata con esa voz tan grave que lo caracteriza—. ¿Y bien?

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—Sólo estos. Por alguna razón, a la mañana siguiente soy capaz de recordarlos como si alguien me los estuviera dictando —replica ella mientras cierra con suavidad la libreta que ha estado leyéndole. —Curioso. ¿Y con qué frecuencia los tienes? —Una vez al mes y siempre en la misma fecha, el día 11. Empezaron el septiembre pasado. —¿Así que se trata de eso? —Sí, ¿comprendes por qué no quise adelantarte nada? No me hubieras creído. —¿Y por qué imaginas que ahora sí voy a hacerlo? —pregunta el forense pensando que en esta ocasión su mentor le ha enviado a una loca de atar. —Porque ahora me conoces y lo veo en tus ojos —responde ella al tiempo que sostiene con una dulzura calculada la mirada del hombre.

A Rómulo Méndez no le apetece nada tener que atender a esa señora que viene de parte del profesor Urbiza, pero por supuesto no ha podido negarse. Al fin y al cabo, si el rata, pues es así como a Rómulo lo apodan en sus círculos, ha llegado a ser alguien o cumplido al menos parte de sus aspiraciones, es sin duda gracias al apoyo que el catedrático y su encantadora esposa le dieron en su día. Escucha los pasos al otro lado de la puerta mientras mordisquea los últimos bocados de un sándwich vegetal. Rómulo, aunque entre semana no dispone de tiempo para cocinar el tipo de comida que le agrada, sí que trata de esmerarse con las cosas que se prepara a modo de merienda. Sus jornadas de trabajo son largas y en la medida de lo posible procura alimentarse bien. A mediodía toma un menú casero en un restaurante en el 3

que conocen ya de sobra sus gustos. Nada de fritos ni grasas saturadas. De primero un guiso o una sopa y de segundo algo a la plancha acompañado de una ensalada verde. La fruta la toma a media mañana, y por la tarde se apaña con sus famosos sándwiches, lo que sea con tal de no tener que salir e interrumpir las horas de trabajo en las que mejor rinde. Cuando oye los golpes en la puerta, guarda en un cajón el platito en el que ha recogido todas y cada una de las migas, se pasa una servilleta de tela por los labios, se estira la corbata y se alisa el chaleco. Es consciente de que su pinta de roedor le suele chocar a todo el mundo en su primer encuentro, pero como lleva viviendo esa experiencia de repudio desde que era un niño, casi ha logrado acostumbrarse a ella. Como el especialista que es, Rómulo sabe que ése es sólo uno más del buen número de complejos infantiles que su mente grabó y que no tendría por qué seguir afectando al adulto en el que se ha convertido; sin embargo, a sus cincuenta años aún no ha podido superarlo del todo. Después de decirle a la señora que tuviera la amabilidad de pasar y de que ésta haya abierto la puerta y avanzado hasta la silla que Rómulo le ofrece, se levanta cuan alto es y le tiende la mano. La mujer debe rondar también la cincuentena. Viste de forma elegante y sus ojos marrones, sin que al parecer hayan detectado la fealdad notoria de su interlocutor, le devuelven una mirada franca y a todas luces exenta de cualquier matiz de menoscabo. Ella sonríe y le agradece que haya podido hacerle un hueco en su apretada agenda. Está al tanto de la cantidad de casos que tiene que seguir y no es su intención robarle más tiempo del que sea necesario para explicar su historia. Ha estado siete meses callada, pero

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ya no hay opción, ahora tiene que contársela a alguien, alguien que la pueda ayudar a evitar esas muertes. Hace pocas semanas, una empleada suya con la que mantiene una estrecha amistad, se ofreció a acompañarla a la comisaria; «a ver a esos buitres yo no voy ni borracha», replicó, acordándose de todas las veces que había acudido en vano al cuartel de la guardia civil. Es verdad que hace treinta años era todo distinto, pero ella no olvida, y precisamente porque no olvida era por lo que había removido Roma con Santiago hasta lograr que una amiga de una amiga suya le hablara de su caso al profesor y éste moviera los resortes necesarios para que el Dr. Méndez, el rata, un siquiatra forense que trabaja como consultor para la policía, aceptara recibirla en su despacho de la Gran Vía madrileña. Así que, sin dudarlo un instante, Judith Torres hizo la maleta, se despidió momentáneamente de su adorado pueblo de Castro Urdiales y se fue a la capital a pasar unos días.

—¿Qué opinas de lo que te he leído? Imagino que hace poco que estáis al corriente de los hechos —dice ella esforzándose todavía en descifrar su rostro. Más que a una rata, le recuerda a un conejo al que una colegiala hubiera primero teñido de naranja y luego tratado de lavar. —Desde hace casi tres meses —admite Rómulo de forma áspera a la vez que fija su atención en un rodal de humedad que hasta ahora no había detectado—, desde que la Europol comenzó a atar cabos y se dio cuenta de que se trataba de la misma asesina. —«Por ahora será mejor que me haga el impávido y procure seguirle la corriente.» 5

—Creía que lo sabíais desde hace menos tiempo. —Ya ves que no —contesta él mientras se levanta de la silla para comprobar si la mancha de la pared todavía está fresca—. ¿Y dices que antes de enterarte de los asesinatos, tus sueños no sólo no te perturbaban sino que incluso disfrutabas con ellos? —inquiere a continuación con el ánimo de que siga explayándose. —Sí, ella hace todas las cosas que a mí me hubiera gustado hacer y de las que no fui capaz. Es, digámoslo así, mi yo ideal, la persona que desearía ser pero en la que no he logrado convertirme —le explica la mujer concentrada ya en la conversación y observando por primera vez la minuciosa pulcritud con que el siquiatra tiene organizada su oficina. —¿Tu yo ideal desea matar? —pregunta el rata sorprendido. —Me temo que sí. —¿A algún hombre en concreto? Me parece que tenemos goteras. —¿Cómo…? —Perdone, acabo de darme cuenta de que la pared está húmeda, nada grave. Me decía que ha tenido deseos de matar a un hombre, ¿puedo saber por qué? —¿Otra vez de usted? A uno no, a varios —puntualiza ella estirando los labios. —Al oír su respuesta, Rómulo se gira y mira con perplejidad a la mujer. Su ademán deja claro que desea conocer más detalles. —A mi hermano por abusar de mí. A mi profesor de lengua por sobarme cuando tenía diez años. A mi marido por pegarme una paliza cada vez que le daba la gana… —Ya veo. Sin embargo…, no lo hiciste. 6

—No, no lo hice, pero dentro de mis posibilidades me he asegurado de que mi hermano lleve una vida que podría calificarse como de miserable. —¿Crees que el dinero puede lograr cualquier cosa? —dice él tratando de quitarse el yeso que se le ha quedado adherido a los dedos. Sigue sin creerse ni una palabra, pero la mujer ha conseguido atraer su atención. —En efecto. Puede aniquilar a una persona sin tener que recurrir a la violencia, y lo mejor es que nunca te enviarán a la cárcel por ello. —Judith mira a Rómulo y se pregunta si la estará escuchando. Lo ve enfrascado en la tarea de limpiarse las manos y no le parece que haya entendido sus palabras. —Tengo que avisar al portero para que vengan los de la compañía de seguros, pero dime, ¿cómo te pudiste librar de los abusos sin hacer lo mismo que hace la mujer de tus sueños? —añade con su voz de contrabajo y haciendo así que las dudas de Judith se disipen. —Esa mujer se llama Paula. El profesor se murió de viejo, a mi hermano le hundí el negocio y ahora vive en un hostal mugriento, y mi marido se mató en un accidente de tráfico. Después del infortunio, fui lista y supe utilizar el dinero que había heredado de su madre. —Vaya, por lo que veo, aunque estén muertos o fuera de la circulación, no los has perdonado. —¿Y por qué habría de hacerlo? —Buena pregunta, pero… dejemos el rencor para más adelante —dice el siquiatra, que está empezando a sentir una genuina curiosidad por la mujer—.

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Supongo que ser dueña de más de cien perfumerías equivale a decir que eres muy inteligente. ¿Así que se llama Paula?, bonito nombre para una asesina. —No son perfumerías, son establecimientos de belleza y cosmética —objeta con suavidad Judith mientras juega con los bajos de su falda plisada—. Y sí, es un bonito nombre. —Disculpa el lapsus. Estar aquí encerrado tantas horas me hace muchas veces simplificar el mundo. No vives con ningún hombre, pero, y perdona que sea tan directo, ¿te camelas a alguno? —le suelta Rómulo de improviso tratando así de ahondar en las verdaderas razones por las que ha ido a verlo. —Desde hace siete meses me conformo con los que mi alter ego se trajina en mis sueños —responde tranquilamente ella con una sonrisa que deja desarmado a su interlocutor.

Mientras se dirige a pie desde su oficina del centro de Madrid hasta su piso situado en la calle Amaniel, Rómulo Méndez no deja de pensar en la señora que acaba de visitarlo en su despacho. Él es siquiatra sí, pero no tiene propiamente una consulta. Carece de pacientes y rara vez se entrevista con los sujetos sobre los que realiza sus investigaciones. Lo prefiere así y no desea cambiarlo. No está completamente seguro del porqué, pero por alguna razón siempre ha sabido cómo funcionan las mentes criminales. Quizá fuera debido a que su padre había sido un homicida y a que de niño tuvo que vivir con muchos potenciales delincuentes. En cualquier caso no es eso en lo que piensa ahora. Ahora sólo piensa en la mujer. Ha sido una cita inesperada, de ésas que sólo acepta porque no le queda más remedio que aceptarlas, 8

porque vienen a través de compromisos adquiridos en los tiempos en que ciertas personas lo ayudaron, cuando sólo era un chico que se había pasado veinte años estudiando de manera incansable, sin ningún otro mérito que unas notas que se salían de la escala normal. Alumno brillante pero sin dotes de comunicación, se pasó desde los ocho hasta los dieciocho en hospicios y casas de acogida. En aquellos años, lo único que lo salvó de perderse en el triste abismo de su melancolía fueron el colegio y su amor por los libros. Más adelante, al alcanzar la mayoría de edad, pudo por fin ver cumplido su sueño de estudiar medicina, carrera que cursó con distinción para después especializarse en siquiatría forense, una rama de la profesión que, según reconoce ahora, no hubiera podido ejercer sin el apoyo del catedrático que dirigió su tesis y el de su rica y extravagante esposa. Lo invitaban a las reuniones que Federica solía organizar en su lujosa villa, y allí, entre las elegantes paredes de sus salas, escuchando siempre alguna ópera de fondo, argumentaba con otros estudiantes sobre todo tipo de crímenes y asesinos reales. Y fue de esa manera, enunciando con apasionamiento sus propias conjeturas, como llegó a darse cuenta de que dentro de ese carácter apocado anidaba también una gran elocuencia. Así que ahora, consciente de que de no ser por ellos no habría podido descubrir esa parte oculta de su naturaleza, el rata paga su inmensa deuda con pequeños favores que le disgustan pero con los que cumple con toda la vehemencia de la que es capaz.

«Interesante —piensa Rómulo mientras camina inmerso en el borroso tumulto de las calles—. Una mujer que en apariencia sueña con la asesina que media Europa 9

anda como loca buscando.» Hace menos de un mes casi nadie estaba al corriente del asunto, pero ahora, después de que la Europol decidiera informar a la prensa, se ha convertido en la comidilla de todas las tertulias. Era imposible mantenerlo en secreto por más tiempo. Demasiadas personas fallecidas. Un reguero de cadáveres que no podía continuar impune, a pesar de que en el fondo todo el mundo aprobaba esas muertes. Hombres con abultados historiales de violencia de género, reincidentes y en libertad en la mayoría de los casos debido a la falta de cargos por parte de sus víctimas. Ahora que la conoce, todas sus reticencias a recibirla han desaparecido. Tanto es así que ha adelantado su cita de la siguiente tarde para bien temprano en la mañana. Desea cuanto antes escuchar el resto de sus sueños. No ha podido determinar aún si se trata de una esquizofrénica genial o si ha de creerla. Sin embargo, lo que sí sospecha, o mejor dicho, lo que se teme, es que haya sucumbido él también al influjo de esa dulzura distante con la que habla y que le recuerdan a las grabaciones que hace algunos años escuchó de la Monroe. Ésas en las que Marilyn se sinceraba con su amante y siquiatra, incapaz de decir nada sin pretender a la vez que su confidente quedara atrapado en su tela de araña, asfixiado pero también dichoso, como si se supiera caído en las garras de una gran viuda negra que quisiera absorberle hasta la última gota de su esencia tras una breve y apasionada cópula.

Judith, aunque se la tiene jurada a su hermano y no está dispuesta a olvidar sus agravios, trata de ser una mujer ecuánime. Debido a todo lo que ha tenido que luchar para salir adelante en los negocios, en cierta medida ha conseguido superar 10

sus traumas, y en la actualidad, cuando ya ha llegado a la mitad de su vida, se siente satisfecha. En ocasiones echa de menos las caricias de un hombre, pues ella por naturaleza siempre fue una romántica, sin embargo, las pocas veces que se ha sentido atraída por alguno después de que se hubiera librado por fin de sus maltratadores, ha sido capaz de mantenerse al margen. No es que crea que no se merece encontrar el amor, sino que considera que el hombre actual no sabe cómo hacerlo. Intuye demasiada violencia en el ambiente y no acaba de fiarse. Quizá sea por eso por lo que en su pequeño imperio empresarial trabajan solamente mujeres, mil doscientas para ser más exactos. Quizá también fue por eso por lo que eligió la rama de la cosmética cuando decidió abrir el primero de sus establecimientos. Se cerciora de que sean personas responsables y luego ella misma las contrata. Se interesa también por su vida doméstica. No porque sea curiosa, sino por si necesitan ayuda de algún tipo. Como sabe que esas cosas están a la orden del día, tiene dicho a sus encargadas que le informen de cualquier cosa extraña. Y por esa misma razón, y porque por desgracia casi nunca los tiene vacíos, Judith mantiene habilitados tres pisos con seguridad privada en los que acoger a esas trabajadoras, llegado el caso incluso con sus hijos. No es que se crea una santa por hacer lo que hace, más bien es al contrario, cree que todavía existen demasiados casos y demasiadas muertes como para irse cada noche a la cama tranquila. Sin embargo, ha aceptado que ella no puede abarcar lo que toda una sociedad parece que tolera. Es consciente de sus limitaciones y obra en consecuencia. Atiende su negocio, cuida lo mejor que puede de sus empleadas y de vez en cuando da charlas en asociaciones que luchan también contra el maltrato. 11

«Una vida de lo más normal», considera Judith. Al menos hasta aquel día de hace siete meses en el que comenzó a tener esos sueños que ahora la perturban. Nunca pensó que estuviera trastornada, pero de ningún modo se podría haber imaginado que todo lo que soñaba pudiera ser real.

Rómulo entretanto ha llegado a su casa. Es maniático del orden y antes de entrar por la puerta se quita los zapatos y los coloca debajo de un banquito. Hay un espejo justo enfrente. En él ve ese pelo hirsuto de color rojizo que por mucho que mira no acaba de identificar como si fuera suyo. Y también esos ojos como de comadreja, de avaro resabiado que pareciera estar siempre pensando en la mejor manera de contar su dinero. Nadie pudo explicarle jamás de dónde provenían esos rasgos. Su padre, en la cárcel desde que él era un niño, era tan moreno que parecía sacado de una mina. Su madre, fugada con el hombre que se había inventado el apodo del rata para aquel hijo con cara de roedor, era alta y con la tez muy pálida. Sin embargo, Rómulo Méndez, mientras se mira y sólo con dificultad reconoce su cara en el reflejo, comprende que fue eso precisamente lo que acabó salvándolo. Porque en efecto fue ese mismo capricho de la naturaleza lo que le llevó, ya desde muy pequeño, a querer averiguar en los libros qué es lo que había pasado, dónde estaba el error que lo había arrojado fuera del ámbito de una familia que, aunque no comprendiera, era su única referencia en la tierra. Las pocas veces que su padre estaba en casa y lo miraba de frente, torcía el gesto y con una mueca de desprecio le decía a su mujer: «a ver cuándo me explicas de dónde coño ha sacado este niño ese pelo», y luego, enceguecido por una ira contendida que lo hacía temblar, se volvía 12

para recriminarla por cualquier otra cosa. Entonces Rómulo, con esa capacidad adaptativa que tienen los niños ante la adversidad, se imaginaba que, convertido ya en un médico eminente, lograba persuadir a su padre de que él era su verdadero hijo, y éste, viendo que las pruebas que le había mostrado eran irrefutables, prorrumpía en un largo sollozo y acababa pidiéndole perdón.

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—He de terminar unos informes para el juez Coronado, pero no me siento capaz de trabajar después de lo que me leíste —le miente el siquiatra a la mujer; aunque no logró creerse ni una palabra de su relato, está deseoso de escuchar de nuevo su evocadora voz—. Lo de ayer fue la primera parte del sueño de la noche del 11 de septiembre, ¿no es así? —Exacto, ¿quieres que continúe? —pregunta Judith sacando su libreta del bolso. —Por favor… «Ha llegado la hora. Mi vida hasta este momento sólo ha sido un preludio, los compases previos de la magistral sinfonía en la que muy pronto llegará a convertirse. Hace más de diez años que cayeron las torres y como era previsible la situación no ha hecho más que empeorar. El mundo de los hombres está enfermo y yo, para bien o para mal, he decidido constituirme en la cirujana que se ocupe de extirpar el tumor. Desde mañana mismo y a lo largo de los próximos años, el día 11 de cada mes, un hombre abyecto morirá con su miembro en mi boca. Nadie estará a salvo. Atacaré todos los estamentos y las clases sociales y ninguna frontera logrará detenerme. A medida que el tiempo transcurra, la psicosis crecerá hasta tal punto que todos los canallas sin excepción, estén donde estén y sean 14

quienes sean, comenzarán a preguntarse sin remedio si no serán ellos los próximos en pagar con su vida. Desengáñense porque nadie conseguirá atraparme. Utilizo estos sueños para que mi mensaje llegue alto y claro y para incitar a las demás mujeres a que dejen su sempiterno papel de víctimas y se erijan de una vez en “verdugas”. Mañana dará comienzo la fiesta añorada durante tantos siglos. Hombres, vestíos de acuerdo a la ocasión, poneos vuestras mejores galas, sacad el mejor de vuestros vinos, pues si sois justos gustareis de brindar por el futuro, y si no lo sois, entonces brindareis para celebrar vuestra última noche y vuestra muerte.» —Entonces, según conocemos ahora, durante la mañana del día 11 apareció el primer hombre muerto. Nada que llamara demasiado la atención. Un mecánico de Hannover que encontraron en su taller en medio de un charco de sangre y con un estilete clavado en el escroto. Pero dime, ¿cómo es Paula? —termina preguntándole Rómulo para que siga hablando. —¿No prefieres que te lea los detalles del sueño? —contesta Judith extrañada. —Mejor después. —Está bien. Es una chica morena de pelo liso que parece más bien bajita, quizá no supere el metro sesenta de estatura. Es delgada, yo diría que pesa unos cincuenta kilos. Sus facciones son hermosas. Los ojos almendrados y oscuros resaltan dentro de una cara con la piel muy suave, sin una sola imperfección o peca, con unos labios ni muy carnosos ni muy finos pero sí voluptuosos, no por el efecto del maquillaje, que también lo lleva, sino porque de su boca irradia una especie de fuerza, algo que la impulsa y que cuando habla parece hacerla poseedora de la verdad auténtica.

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Está fuerte. Se mueve con agilidad y gesticula mucho. Las manos pequeñas pero con dedos largos, las uñas pintadas con esmalte muy negro, el cuello elástico, la mirada cálida pero a la vez exenta de romanticismo. —Se ve que la recuerdas bien. —Veo muchas mujeres cada día, y también las observo. Observando se aprenden muchas cosas de la gente. —Y según dice esto, acerca su silla a la mesa de Rómulo, comprueba otra vez la precisión milimétrica con la que sobre ella se alinean los escasos objetos, apoya los codos encima de la madera reluciente y le escudriña sin miramientos las pupilas, como si con ello pretendiera someterlo a algún tipo de examen. —¿Estarías dispuesta a que un especialista hiciera un retrato robot? Disponemos de imágenes, pero no se la reconoce —responde el siquiatra, un poco amedrentado por la flagrante aproximación de la mujer. Quiere seguirle el juego, pero empieza a sospechar que no va a ser tan fácil. —Si no tengo que ir a la comisaría, sí. Judith se ha acercado aún más y se ha puesto a tamborilear con los dedos una animada cancioncilla. —No hará falta. Una dibujante de mi confianza puede pasarse por tu hotel. ¿Dónde te alojas? —El forense está desconcertado. En general le repatea que le soben la mesa, pero en esta ocasión parece incluso que se siente dichoso. —En el Ritz. —Claro, debí suponerlo.

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—Vaya, tienes unas manos preciosas, largas como las de un pianista —apunta ella al ver cómo se las frota con un incipiente nerviosismo. «Joder, ¿de qué va esta tía…?» —Sí…, bueno... en el colegio se burlaban de mí por tener brazos de orangután y dientes de conejo —se sincera él mostrándole sin pudor sus grandes incisivos. Reconocer sus taras es algo que a Rómulo lo ayuda a serenarse. —Los niños pueden ser muy crueles. Pero dime, ¿por qué debías suponerlo? ¿No podría haber sido en el Palace? —El Palace tiene un nombre demasiado vulgar. —Eres muy perspicaz para ser siquiatra —se burla ella de forma benévola— Y tú, ¿dónde vives? —¿Conoces la ciudad? —Sí —dice retirando por fin los codos de su mesa. —Cerca del antiguo cuartel de Conde Duque, en un edificio construido en el solar que anteriormente ocupaba la fábrica de Mahou. La chimenea todavía se conserva en el patio, junto a una fuente cuyo rumor te hace creer que no estás tan cerca del barullo del centro. «Una cosa es que tenga ganas de escucharla y otra muy distinta es que me deje enredar», piensa el hombre al darse cuenta de que está comenzando a perder las riendas de la conversación. —Me encanta la zona. Paseé por allí varias veces mientras rodaban la película de Lucía y el sexo. Las maquilladoras eran asalariadas mías. Parte de la acción transcurría en un piso que asomaba a la Plaza de las Comendadoras.

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Rómulo, que cuando sale con su amigo Robert a los únicos espectáculos a los que van son a representaciones operísticas, le confiesa que no ha podido verla. —A mí me pareció fantástica. Y tú, ¿sales con alguna chica? —le pregunta Judith a bocajarro. Hace rato que intuye que el siquiatra no está tomándola en serio y quiere intimidarlo. Ella no tiene estudios, pero de sicología masculina ha aprendido mucho a base de mamporros. Cuando el rata oye la pregunta se queda paralizado durante unos segundos. Acaba de percatarse de que ha sido víctima de su propia celada. Su intención era hacerla hablar y ahora se encuentra con que tendrá que ser él quien responda a sus engorrosas preguntas. —Eso a ti no te incumbe —espeta con brusquedad para salir del paso. —Quizá, pero ¿no me preguntaste tú ayer algo similar? ¿No opinas que sería justo equilibrar un pelín la balanza? ¿Entonces —dice ella con suavidad pero sin dejar de instarle a que conteste— has salido alguna vez con una chica? —¿Te refieres a sin pagar? —farfulla Rómulo sin ceder ni un milímetro. —¿Te crees tan horrible? —Lo suficiente como para no atraer al tipo de mujer que yo deseo —replica él, convencido de que está adentrándose en un terreno que no le favorece. —¿Y qué tipo es ése? —prosigue inquiriendo la empresaria. Sabe que el asunto es delicado, pero no tiene la menor intención de recular. —Una mujer como tú. —Yo no estoy disponible, aunque tu sinceridad me halaga.

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—Eso que llamas sinceridad es algo que detesto. Si no tuvieras una buena razón para estar aquí, no te interesarías ni lo más mínimo por mí. —Tienes razón. Pero ya que lo estoy, intento descubrir quién se esconde detrás de esa mirada de fastidio. No lo hago por ti, sino porque de otro modo la vida sería aburridísima. —¿Qué dijo Paula en el resto del sueño? —pregunta él a continuación, esperando de esa forma poder zanjar el tema personal.

Rómulo está confuso pero está empezando a divertirse. Acostumbrado a tratar, aunque sea de lejos, con toda la inmundicia y la escoria del mundo, ha desarrollado un humor ácido que muchas personas podrían calificar como macabro. Sin ir más lejos, cuando su padrastro, o lo que quiera que fuese aquel tipo que se acostaba con su madre después de que se llevaran detenido a su padre, comenzó a llamarle el rata, no sólo no le pareció mal, sino que lo consideró algo de lo que con el tiempo podría llegar incluso a sentirse orgulloso. A fin de cuentas, su cara era la prueba irrebatible de que, en alguna de las hélices de los millones de cadenas de ADN que componían su singular genoma, existía algún punto de conexión con esa familia de roedores y que él en aquel entonces empezaba ya a barruntar, hasta tal punto que en ocasiones se sentía como uno de ellos, como un ratón que anduviera de puntillas por la vida e intentara no llamar la atención, como si todo aquello que se trajera entre manos fuera algo prohibido y que no debiera ser visto por la gente. Ya antes de eso, su verdadero padre siempre se lo andaba recordando, «que tú a mí no me la das, que ese careto que tienes no viene de mi parte», y luego se daba la 19

vuelta e iba a preguntar por enésima vez a su mujer que con cuántos se la había pegado desde el día en que tuvo la mala fortuna de tropezar con ella. Después, cuando iba al colegio, probablemente como una manera particular de autodefensa, sentado en el pupitre, con la cabeza gacha y la mirada muy concentrada en la lectura, empezaba a gesticular con las manos como si de verdad estuviera royendo un pedazo de queso. Y si alguien le preguntaba o le daba un correctivo en clase por hacer cosas que iban en contra de la buena conducta, decía que él era una rata y que estaba practicando para cuando tuviera que salir al mundo y ganarse la vida como cualquier adulto. Entonces los demás chicos se reían y él se ponía contento, como si en el fondo por decir aquello lo aceptaran, como si por reconocer lo que realmente era estuviera erigiendo a su alrededor un muro que lo protegería de todos los sinsabores y los malos tragos de la vida. Y la verdad es que la estrategia, aunque no fuera algo que su mente infantil hubiera podido calcular, sí que acabó sirviéndole. Porque con esa forma tan abierta de reírse de sí mismo evitó sin saberlo que los demás quisieran reírse de él a sus espaldas. Por eso, adondequiera que Rómulo iba, lo primero que decía era que lo apodaban el rata y que no le importaba en absoluto que lo llamaran con ese sobrenombre. Algunas personas, al oírle decir esto con esa cara tan seria y al comprobar que en efecto era un nombre que casaba a la perfección con su naturaleza, no sabían qué decir y se quedaban avergonzadas mirando a las paredes. Y entonces, estallando en grandes risotadas, Rómulo les daba un palmetazo en la espalda y les decía que era todo una broma, que todo era verdad pero que se lo había dicho así para ponerles una especie de prueba. 20

Pero esto sólo lo hacía con los hombres, porque cuando Rómulo era presentado a una mujer de ésas que consideraba hermosas, toda su jovialidad y su buen humor parecía de repente que se hubieran quedado encerrados en una habitación inaccesible, una estancia situada en un lugar remoto y cuya llave hubiera sido maquiavélicamente destruida. Las pocas veces que conseguía entablar una conversación en la que no se sintiera cohibido por la presencia de una bella mujer, era cuando sabía que ésta estaba casada. Porque para él, esa circunstancia equivalía a no tener derecho a mirarla de la forma en que los hombres suelen mirar a una mujer bonita. Y fue justo por eso por lo que Rebecca Morgan se encaprichó de él. Había acudido a una de las reuniones que solía organizar la esposa del profesor Urbiza y allí estaba ella, sentada en el brazo de un sillón de orejas y hablando con un hombre, supuestamente su marido, porque en un momento dado él la besó en los labios. Por eso, cuando un rato más tarde Federica tuvo la amabilidad de presentársela, Rómulo se quedó muy tranquilo; una mujer con su cónyuge delante no constituía para él una seria amenaza. Así que tan pronto como se quedaron solos le soltó por sorpresa y de forma muy solemne aquello de que a él todo el mundo lo conocía por el nombre del rata, y luego se puso a imitar a un conejo, pues para decir la verdad con su pelo estirado y las dos grandes paletas que le sobresalían un poco de la boca, también se daba un aire a lo Bugs Bunny, y después, cuando ella no sabía a quién mirar por el apuro que debía sentir, él le cogió de la mano y le dijo que era una inocentada. A partir de ese instante no dejaron de hablar en toda la velada. Ella había sido adjunta del profesor hacía varios años y ahora daba clases en la Escuela

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Superior de Policía, por lo que muy pronto su conversación derivó hacia el análisis de asesinos en serie. Sintiéndose ya en su salsa y viendo que su pretendido marido andaba enfrascado en una grave discusión con la mujer de su amigo el profesor, Rómulo se quitó la pajarita, se sentó en el otro brazo del sillón de orejas y desde allí comenzó a contarle sus teorías y a hacer alarde de su humor más macabro. Rebecca, que fuera del ámbito académico eso de los descuartizamientos también le producía mucha risa, no le andaba a la zaga. Sin darse mucha cuenta y para su sorpresa, alrededor suyo se había formado un corro de allegados que comenzaron a jalearlos para que describieran, con más pormenores si cabe de lo que en su pequeña intimidad ya lo estaban haciendo, las peores atrocidades que los más sádicos asesinos habían cometido en los últimos años. Después de un rato, cuando el tono de las carajadas del grupo estaba ya rayando en lo grosero y Rómulo estaba a punto de entrar en materia sobre los crímenes perpetrados por el famoso sicópata Obdulio el Gordo, vino Federica y les llamó la atención. Dijo, y según Rómulo con mucha razón, que el sufrimiento humano nunca debía ser motivo de jolgorio y los invitó a que cambiaran de tema, cosa que por respeto a la anfitriona evidentemente hicieron. Cuando abandonaron la casa y Rómulo vio que Rebecca se despedía de su hombre con otro beso en la boca y que acto seguido le agarraba del brazo al tiempo que le proponía ir a su casa a tomar una copa, le empezaron a temblar las piernas y le entró el miedo escénico. Al parecer, como ahora le contaba, no era más que su primo y aquel beso una vieja costumbre familiar. En cuanto le oyó decir esto, en vez respirar aliviado y pensar que después de tantos años de oraciones había llegado 22

por fin la oportunidad tan largamente deseada, lo que ocurrió fue que su espontaneidad pareció volver a las catacumbas en las que solía residir en esos casos, y si no llega a ser porque ella lo intuyó, ése habría sido el final de la historia. Pero por fortuna para el rata no fue así y esa noche acabaron follando en su majestuosa cama, y también encima de todas las superficies que encontraron al paso. No es que fuera un amante memorable, pero para esa hora ya se había apretado unos siete gin tonics y eso, además de envalentonarlo, le previno de correrse hasta que hubieron echado al menos el mismo número de polvos que copazos tenía en el estómago. A partir de ahí, el romance entró en su fase de declive. Parecía que Rebecca no estaba convencida de lo que había hecho aquella noche y aducía al exceso de alcohol lo que había ocurrido. Y a la tercera cita lo despachó sin más, eso sí, afirmando que quería ser su amigo y que lo consideraba una persona valiosa, y también diciéndole otro hatajo de ese tipo de sandeces que uno a veces dice para tratar de mitigar el sentido de culpa.

Judith Torres por su parte también se siente cómoda. Pese a su notoria fealdad, le hacen gracia las maneras correctas de Rómulo y la cruda visión de la existencia que le ha tocado en suerte. A ella le parece que a pesar de que el hombre ha asumido con buen talante su papel, no se considera una víctima. Sabe que detrás de esa soledad que Judith ha percibido desde el mismo momento en que ha entrado por la puerta y ha visto esos ojillos cargados con un leve fastidio, se esconde un optimismo tácito. Un buen humor que parece haberlo protegido de los estragos de una infancia cruel, unas ganas terribles de reírse del dolor que supuran sus gestos, algo que ella 23

conoce, que ella ha vivido en otra época, cuando pensaba que todas las decisiones de su vida habían sido erróneas y que ya no podría salir del agujero. Y luego encima la gente iba y le decía que si estaba viviendo aquello, era porque en cierta manera lo buscaba, porque su subconsciente quería estar cerca de un hombre que la moliera a palos. Y ella entonces agachaba mansamente la cabeza y decía que sí, que eso era lo que se merecía. Pero Judith, que en el fondo de su corazón sabía que no era la responsable, iba, poco a poco, en la medida escasa de sus posibilidades, haciendo acopio de una fuerza latente, lo mismo que cuando era pequeña, moneda a moneda, depositaba en su cerdito sus ahorros hasta poder llegar a comprarse aquello que se había propuesto. Y con esa fuerza y esa esperanzadora imagen que había conservado nítida y clara en su memoria, iba superando con humor cada golpe y cada revés que la vida le daba, con un humor que muchas veces se preguntaba que de dónde carajo había salido, pues con certeza no venía de parte del bruto de su padre, y mucho menos de parte de la lánguida mujer que un día de noviembre, hacía cincuenta años, había acabado por traerla a este mundo.

Al mirar a Rómulo de frente, Judith se acuerda ahora de sus tiempos de niña, cuando en su exiguo piso del barrio de San Ignacio reinaba todavía la concordia. Su hermano, que contaba tres años más que ella, solía llevarla al parque por las tardes. Allí, bajo la persistencia de una lluvia engañosa que calaba los huesos, la dejaba que corriera hasta hartarse y que chapoteara en medio de los charcos, y después, sabiendo que era lo que más le gustaba, la ayudaba a subirse de un salto al 24

columpio y la empujaba tan alto que parecía que iba a darse la vuelta. Pero ella no tenía miedo. Y le daba la impresión de que, si alargaba una mano, podría tocarle las barbas a ese dios que decían que lo escuchaba todo. Y entonces empezaba a reírse y sentía una dicha infinita, como si aquel espacio acuoso fuera ya el paraíso al que según el párroco tendría derecho a disfrutar cuando estuviera muerta. Y luego Jacobo la llevaba a las canchas y dejaba que lo viera jugar al frontón con sus amigos, envuelto en esas ropas que le venían grandes, porque a los dos siempre les compraban las cosas «para que os duren mucho», como decía su madre con un aire contrito cada vez que los oía quejarse de que con aquellos zapatos era imposible andar. Y allí sentada, al resguardo de un techo cochambroso plagado de agujeros, frente a una fila interminable de edificios grisáceos, comenzaba a imaginarse que en vez de en un barrio humilde de Bilbao, habitaba en uno de esos valles tan verdes y perdidos de Vizcaya de los que con tanta frecuencia oía hablar a la abuela de su amiga Nerea, cuyos padres presumían de su abolengo vasco cada vez que la invitaban a merendar a casa. Muy al contrario que ella misma. Su familia había como quien dice acabado de aterrizar allí, emigrada desde un pueblo de Huelva, reclamada por el trabajo que en aquellos años abundaba en los hornos, un trabajo duro, de los que hace que un hombre cuando llega al hogar se sienta con el deber cumplido, con el derecho a que le sirvan la cena y a que no se parlotee a su alrededor innecesariamente, sobre todo las mujeres, porque al hijo, a su primogénito, se lo consiente todo, hasta el punto de que termina por creerse que él es también el amo de la casa, hasta que empieza a mirar con codicia los incipientes pechos de su hermana pequeña, dos bultitos que se 25

adivinan ya debajo del uniforme del colegio de monjas, y que según ha concluido aquella misma tarde mientras se masturbaba, nadie más que él debería tocar. Una vez intentó hablar del tema con su madre, pero ella apenas la dejó musitar las primeras palabras. Luego se persignó y le dijo que una niña decente no tenía por qué inventarse esas obscenidades, y después dio una grave alentada y continuó con la tarea de limpieza que tenía entre manos. Y así estuvo hasta los diecinueve, teniendo que soportar que su hermano se metiera en su cama y le restregara el miembro por su torso desnudo. Por suerte nunca tuvo la tentación de penetrarla, pues no transcurrían más de treinta segundos antes de que estuviera pringándole los pezones de semen, riéndose a carcajadas al tiempo que le impedía que se fuera a lavar. Al muy cabrón le gustaba humillarla, decirle que nadie más se ofrecería hacerle esas manualidades, porque en la escuela todos sus compañeros ya estaban al corriente de que era una puta. Por eso en cuanto tuvo la ocasión se arrojó entre los vigorosos brazos de Tomás, porque parecía noble e incapaz de abrigar intenciones violentas, suposiciones que después resultaron ser falsas, tan pronto como dos años más tarde, ya casada con él, se fue a vivir bajo su mismo techo.

—¿Qué dijo Paula en el resto del sueño? —vuelve a preguntarle Rómulo al ver que no reacciona ante su descarada maniobra para cambiar de tema. Judith, que se ha mantenido en silencio para dar la impresión de estar contrariada y no perder terreno, murmura por fin:

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—Habló sobre los detalles del primer homicidio. Hace mucho calor. ¿Te importa abrir una ventana? —Claro que no. Son viejas y se atascan un poco, pero me sé el truco —el rata entonces se pone en pie, se acerca al alfeizar, suelta los pernos del cerrojo y empuja el marco hacia arriba con un golpe seco. Luego alarga el brazo y abre la corredera de la contraventana. En ese mismo instante, los sonidos de la cuidad, que hasta ahora no habían sido más que un murmullo amortiguado, se cuelan en el despacho inundándolo todo; un autobús que arranca de la parada del otro lado de la ancha avenida, la sirena de una ambulancia que a lo lejos se dirige hacia alguna emergencia, la rodadura de los coches sobre el asfalto, cláxones de distintos matices, gente bullendo por las calles con prisas… —Quizá no haya sido buena idea... —dice ella elevando la voz—. ¿Puedo asomarme? —Por supuesto. Judith se levanta, da tres pasos hasta situarse justo al lado de Rómulo y saca la cabeza agarrándose a él deliberadamente, que es en realidad la razón por la que le ha pedido que abra la ventana. Es un día luminoso de mediados de marzo y por debajo del punzante tufo de los gases se detecta ya la primavera. —Estamos en la confluencia de la Gran Vía con la calle Alcalá —explica él, que como ella había previsto se ha estremecido al sentir el cálido contacto de su mano—. Aquel edificio de allí con una torre adosada es el Círculo de Bellas Artes. Una obra magnífica de Antonio Palacios. 27

—Muy bonito. El año pasado estuve en el teatro, en el acto de presentación de una película. Todo bastante chic. —Ya me imagino —contesta Rómulo, dándose cuenta de lo diferentes que son sus respectivos mundos. —Esta oficina es demasiado ruidosa, igual que la mía de Bilbao. Por eso la insonoricé. ¿Podemos cerrar? El rata hace lo que le pide y aprovecha para cerrar los radiadores. —Ya puedes estar asfixiándote, que aquí siguen poniendo la calefacción a todo gas —se queja el siquiatra antes de invitar a la mujer a sentarse de nuevo. —¿Por dónde íbamos? —Me tenías que contar lo que dijo Paula sobre el asesinato… —¡Señor Méndez! —dice en ese momento una voz imperiosa al otro lado de la puerta que da a su despacho—. ¿Puedo pasar? ¿Cuándo quiere que vengan a mirar lo de las humedades? —pregunta el portero de la finca mientras irrumpe en la habitación con estrépito. —Pero Sebastián, ¿no le he dicho mil veces que no use su llave maestra si estoy yo dentro? —No diga boberías don Rómulo; sabe que sin mí este edificio se vendría abajo en menos de dos meses. Aquí nadie se preocupa de nada hasta que la cosa ya es demasiado tarde. Acuérdese de lo que pasó con el ascensor. No se malogró usted de milagro. Judith, que al principio se había asustado un poco, mira alternativamente y sin disimulo primero a ese hombre de rostro rubicundo y grandes patillas que los ha 28

interrumpido y después al siquiatra. Aunque a ella le parezca un tipo siniestro, se da cuenta de que se llevan bien e imagina que su discusión es como la de un matrimonio malavenido y decide permanecer callada. —Es el portero —aclara Rómulo avergonzado—. Se toma su trabajo muy en serio. Ya le avisaré Sebastián, pero creo que hasta la semana que viene no podrá ser; estoy muy ocupado. —Muy ocupado estoy yo, don Rómulo, y ya me ve, al pie del cañón, dispuesto siempre a jugarme el bigote por los vecinos. ¿O ya se ha olvidado de cuando tuve que sacar a la señora Botella de su cuarto de baño? —No, no, cómo iba a olvidarme… —Pues entonces, déjese de pamplinas. Mañana, cuando venga el albañil, le deja usted pasar. Tiene que encontrar la fuga antes de que sea imparable. Ayer mismo vi un documental sobre una presa y me convencí de que tenía que atajar este problema antes de que suceda lo peor. Con el agua no puede haber medias tintas, señor Méndez, compréndalo —dice arreglándose el nudo de la corbata con sus manos peludas. —Sí, sí, claro que lo comprendo. Está bien, mañana lo recibo sin falta —contesta el siquiatra levantándose y arrastrando al hombre hacia la puerta—. Joder, no sé cómo se me ocurrió decirle nada. Siempre la misma historia. —Vamos, si en el fondo se ve que lo pasáis muy bien —dice ella riéndose pero afectada todavía por el repelús que le ha causado el hombre. —Bueno, no se cachondee y cuénteme lo que iba a contarme. —Te he dicho que no me trates de usted. 29

«Todavía no ha llegado el otoño y hace ya un frío que congela. Llego a un país, elijo una ciudad, consulto en las efemérides de cualquier periódico local los casos de violencia doméstica y de entre la larga lista de candidatos escojo algunos nombres. Estoy segura de que el sujeto por el que finalmente me decida no tardará mucho en morder el anzuelo. Una mujer indefensa y hermosa es algo a lo que nadie se puede resistir. Mi aparente debilidad constituye en este caso mi mayor fortaleza, el legado que la genética se ha encargado de transmitirme y que enmascara mi verdadero ser. He optado por comenzar por la A de Alemania. No me preguntéis por qué. En este momento mi mente está en blanco y va creando pautas a su antojo, como si fuera un mecanismo independiente que funcionara sin ninguna instrucción. En un sentido eso me divierte. Me siento como una artista ante un lienzo virgen, sabiendo de antemano lo que desea pintar pero ignorando por completo cómo logrará hacerlo. En un impulso de seguir con el orden impuesto por las letras, ayer volé hasta Bremen, pero esta mañana, introduciendo variables nuevas que no pienso revelar por ahora, he tomado un tren hasta Hannover. Una hora y veinte de trayecto a través de una campiña amarillenta por la que discurren innumerables cauces. Me resulta extraño ver tanto terreno cultivado. Parece como si cada habitante de esta comarca dependiera de su propio esfuerzo para obtener los alimentos que luego habrá de consumir. Me alojo cerca de la estación, en el Gran Hotel Mussmann. Como es obvio no uso mi nombre verdadero. Es un edificio moderno en el que me siento sumamente a gusto. Pido una habitación en la última planta y pago al contado, como todos y cada de los gastos que realizaré de aquí en adelante. Tardo unos días en localizar y estudiar a mi hombre. Se llama Hans Mayer. Le pegó una paliza a su mujer hasta que cayó casi muerta y todavía está en la calle a la espera de juicio. Trabaja en su propio taller y ahora vive solo. Cuando a las siete de la tarde acudo a verlo, justo unos minutos antes de que termine su jornada laboral, me

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recibe con una sonrisa y sus grandes pantalones manchados de grasa. Cuando le cuento el problema que tengo con el coche y le digo que no dispongo de dinero para pagar por sus servicios, se pasa la mano renegrida por la frente y hace como que piensa. Entonces le pregunto si se le ocurre alguna manera en que ambos podamos salir beneficiados. Hace años que no hablaba alemán, pero aún domino lo suficiente los rudimentos del idioma como para hacerme entender por un palurdo con barba y una barriga hecha toda de sebo. Antes de que me responda, me acerco a él y le echo la mano a la bragueta. Al parecer el miembro se le había puesto tieso nada más conocerme. Le aflojo el cinturón y el pantalón no tarda en caer. Sus calzoncillos de flores rosas son horribles y están incluso más sucios de lo que sería mínimamente aceptable para un pobre mecánico. Pero no importa, no he llegado hasta aquí para hacer disquisiciones sobre el estado de higiene de un hombre que al fin y al cabo está a punto de morir. Hans hace que me arrodille y me coge del pelo. Tiene unas manazas del tamaño de un balón de baloncesto. Le agarro el falo e ignorando su hediondez me lo meto en la boca mientras empiezo a darle a la zambomba. Con mi mano libre saco el estilete que llevo adherido al tobillo. El gordo está a punto de correrse y cierra los ojos, momento que aprovecho para, con toda la fuerza de mi brazo, clavarle el pincho justo debajo de los huevos. Os puedo asegurar que no se lo esperaba. Durante diez segundos abrió los ojos con tal intensidad que pensé que antes de morir iba a ser capaz de espachurrarme, pero no fue éste el caso. Sus ciento treinta kilos de peso se derrumbaron a mi lado como si fueran una montaña de “blandi blup”. Sorprendentemente, después de exhalar su último aliento, acabó eyaculando. Al parecer murió feliz, pensando quizá que iba a hacer conmigo lo mismo que hizo con la pobre mujer que se casó con él y a la que debió de obligar a que retirara la denuncia.»

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—Tengo que informar de esto a las autoridades, ¿lo comprendes verdad? —dice Rómulo nada más terminar de escuchar a Judith—. A estas alturas de su segunda entrevista con la mujer, ya se ha convencido de que, por muy extraño que resulte todo, no puede tratarse de una mera patraña. Hay detalles en su relato que nadie podía haber sabido a través de la prensa. Como es lógico, no se había publicado ninguna fotografía de sus horrendos calzoncillos de flores, y muy poca gente tenía acceso a la base de datos de la Europol para averiguarlo. «Quizás una empresaria rica con buenos contactos se las arreglaría para conseguir ese tipo de información, ¿pero para qué?, ¿qué necesidad tendría ella de llamar la atención?, ¿acaso no tiene ya todo lo que desea? Además, aunque sea de mi agrado y pueda por ello haber perdido parte de mi objetividad, no hay signos evidentes de que esté paranoica.» Sin embargo Rómulo no las tiene todas consigo. Aunque es verdad que durante su larga carrera como criminalista ha visto de todo, no ha tratado apenas con personas corrientes. Su experiencia como siquiatra clínico es muy limitada, y por eso, a pesar de que su instinto y sus anhelos lo invitan a la relajación, no quiere abandonarse por completo a su encanto. —Sí, claro que lo entiendo. Por eso precisamente estoy aquí. Pero te recuerdo el trato que hicimos. Si quieres que te lea todos los sueños, nada de hablar de mí a la policía. Tú verás cómo te las arreglas para justificar que estás recibiendo información sin revelar la fuente. —No te preocupes, de eso me encargo yo —responde él con una sonrisa maliciosa.

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—Más te vale —dice Judith en un tono frío que hasta ahora no había sacado a relucir—. Soy rencorosa y no olvido. Si alguno de esos tiparracos se acerca hasta mí, despareceré con todo lo que tengo que contarte.

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—Te repito Robert que no puedo darte a conocer su nombre —dice el rata después de haberlo hecho partícipe de todo lo que Judith Torres le ha contado en los dos días previos. Lo hace poniendo una voz más grave aún de lo que es habitual en él. Conoce muy bien a su interlocutor y sabe que no va a ser fácil convencerlo de que no se inmiscuya. —¿Y de dónde coño digo que me ha llegado el soplo? —responde el detective intentando ponerle presión desde el principio. —Di que es una de tus conquistas y que te lo cuenta todo mientras está dormida —replica Rómulo haciendo referencia a la más que ganada fama de don juan del policía. —Ya, entre polvo y polvo, no te jode. —Pues que te viene de uno de tus chivatos. A mí no me involucres o corremos el riesgo de perderla. —¿Así que se trata de una mujer? —pregunta Robert volviendo a la carga. Al tiempo que dice esto acoda los brazos en la mesa. Lleva la camisa remangada y al echar el cuerpo hacia adelante da la impresión de que busca pelea.

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«Me cago en la leche, otro que va y se apoya en mi escritorio de madera cubana, como si no supiera lo mucho que me jode.» —Me refería a la fuente. Y no te pongas chulo porque llamo a Jiménez. —Mira rata, a mí no me la das, se nota a la legua que es una tía y que además te gusta. —No sé cómo te las arreglas pero siempre acabas hablando de lo mismo — responde el siquiatra exhalando un suspiro mientras le dice que por favor retire los codos de su preciada mesa.

Robert Rodríguez se ha acercado a la oficina de Rómulo Méndez en cuanto éste le ha dicho que tenía algo importante que contarle sobre el caso que lo trae de cabeza. Siete asesinatos en siete meses. Uno de ellos, el quinto, cometido en una cárcel cerca de Barcelona. Ni un solo indicio. Ni una sola pista. Una mujer va a visitar a un preso y solicita un vis a vis con él. Dice que es una prostituta y que alguien ha pagado con antelación por sus caros servicios. El funcionario de prisiones le dice que no, que a ese recluso sólo se le puede ver a través del cristal. Ella es hermosa y lo sabe. Le susurra al oído que le gustaría que hablaran en privado. Él accede. Van a su oficia y tan pronto como el hombre cierra la puerta, ella se descubre los senos. Acto seguido le coge una mano y deja que se los palpe. Luego le acerca los pechos a la cara y lo invita a besárselos. Cuando el hombre ya no puede más, la mujer se pone de rodillas, le abre la bragueta y le saca el pene, que ya está duro y brillante como un trozo de obsidiana. Se lo lame despacio. No quiere que se sienta frustrado y que cuando termine le niegue lo que ha venido a buscar. Cuando está a punto de 35

correrse, le pregunta si desea algún servicio más. Él no tiene palabras. Sabe que ha claudicado antes de responder. Al salir del despacho dice que vuelva dentro de media hora. Para entonces todo estará arreglado. El vis a vis tiene lugar y la mujer se marcha. Al día siguiente el hombre está muerto. La autopsia revela que su estómago contenía restos de una cápsula de cianuro potásico. Probablemente colocada dentro de un caramelo que lo indujo a tragarse en el momento cúspide, sin poder imaginarse que sería la última chuchería de su vida. Robert Rodríguez acude al centro penitenciario de Quatre Camins a la mañana siguiente de los hechos. Hace apenas un mes que un policía danés logró establecer la relación entre cuatro crímenes cuyas víctimas eran hombres acusados todos ellos de delitos de violencia doméstica. El modus operandi consistía en asestarles una puñalada en el escroto mientras les practicaban una felación. La sospechosa era una mujer de corta estatura que había sido descrita por algunos testigos indirectos como rubia, morena y pelirroja. Los crímenes habían tenido lugar en distintos países, por lo que sólo una casualidad, o el extremado celo de un agente como el viejo detective Olof Kierkegaard, podrían haber destapado el asunto y haber puesto a la Europol en guardia. El asesinato que estaba investigando había ocurrido en Copenhague, en una próspera zona residencial de las afueras. Se trataba del propietario de uno de esos carritos tradicionales en los que se venden cucuruchos de gambas. El sujeto poseía licencia de operación en el Puerto de Nyhavn, el barrio de la capital con mayor número de visitas turísticas. Según sus extractos bancarios, ganaba más dinero mensualmente del que Olof ingresaba en un año, lo que no le impedía zurrar de vez 36

en cuando a su mujer y a su hija de manera violenta. La última paliza había sido brutal, pero al no existir testigos ni denuncia, el caso se encontraba en un limbo jurídico del que tenía pocas expectativas de salir. Jonas Olsson fue hallado muerto dentro de su vehículo, con los pantalones a medio desabrochar y rodeado de un cenagal de sangre. Tanto su cartera como el resto de sus objetos personales estaban intactos, razón por la que el robo no se consideró como el móvil del crimen. La calle en la que había aparcado, a unos tres kilómetros de su domicilio, era tranquila y en ella no se ejercía en modo alguno la prostitución. El cadáver fue descubierto a medianoche por un transeúnte que observó que la puerta del coche estaba entreabierta y manchada de sangre. Tras analizar la escena y proceder junto con el juez de instrucción al levantamiento del cuerpo, Olof se dirigió a casa de la víctima. A pesar de lo intempestivo de la hora, llamó al timbre con determinación. Cuando una señora de muy malas pulgas le preguntó qué deseaba desde el otro lado de la puerta, Kierkegaard le explicó que era inspector y que su marido había tenido un grave percance. Al oír esto, la mujer, con la voz todavía afectada por el sueño, le instó a que la dejara en paz. Por lo que supo más tarde, su esposo la había instruido para que no les permitiera el paso a las autoridades. Después de informarle de los hechos al día siguiente y de comprobar su reacción, se quedó convencido de que aquella mujer no podría ser la responsable. No obstante, la invitó a que, junto con su hija, abandonara la vivienda hasta que por la tarde se efectuara el registro. Dicho registro y las pesquisas de los días posteriores no arrojaron ninguna nueva pista, aunque el hecho de que el tipo tuviera una denuncia por maltrato que 37

había sido retirada, a Olof le olía a chamusquina. Le resultaba difícil de creer que una simple prostituta descontenta o su chulo hubieran hecho aquello. La prosperidad de su negocio se basaba en que los clientes, después de haber hecho uso del servicio, continuaran con vida. Si alguien no pagaba, se llevaba una buena paliza, pero dejar muertos de por medio no beneficiaba a nadie, y mucho menos si era un rico conductor de un Saab 9-4X de gama alta. No, aquello no tenía mucha lógica, más bien parecía alguna clase de venganza, pese a que estaba seguro de que ni su mujer ni nadie de su entorno sería la presunta culpable. En su maniática búsqueda de evidencias, Kierkegaard, después de haber comprobado que no había casos parecidos en toda Escandinavia, había consultado la base de datos unificada del Reino Unido, Francia y Alemania. No siempre lo consideraba necesario, pero la singularidad del crimen y los antecedentes de la víctima le hicieron prever que, si algún otro hubiera sido perpetrado en circunstancias similares en esos territorios, estarían con casi toda seguridad relacionados. Bingo. Justo hacía cuatro meses, también el día 11, hallaron otra víctima en Alemania, asesinada de la misma forma y con un historial reciente de violencia de género. No había arma homicida ni sospechosos y el sujeto presentaba también síntomas de haber sufrido una fuerte erección. A la luz de estos hechos, Olof decidió expandir su búsqueda y consultó el fichero de los Países Bajos. Otra vez bingo. El 11 de octubre habían encontrado a otro maltratador ajusticiado en Bélgica. Siguiendo la línea de su lógica y viendo que había un hueco de dos meses entre la segunda víctima y la cuarta, le tocaba ahora buscar a la tercera, la correspondiente al 11 de noviembre. Indagó en España e Italia 38

antes de que, después ordenar cronológicamente los tres países en los que habían ocurrido los crímenes, se le encendiese la bombilla y decidiera investigar en Croacia, único territorio de la Unión cuyo nombre comenzaba por C, y donde en efecto el día 11 de noviembre, según averiguó a las pocas horas, había tenido lugar un asesinato similar. La razón para haber llegado a esa deducción fue que, después de darle muchas vueltas al tema, Olof se había dado cuenta de que, aunque en inglés las iniciales de los estados no guardaban un orden alfabético, sí que lo hacían si se utilizaba el idioma español, idea que había acabado abriéndose paso de forma natural en su cerebro, pues no a la sazón pasaba todos sus veranos en Mallorca y dominaba bastante bien aquella lengua. Así pues, el viejo Olof, a pesar de su pelo ya blanco y sus maneras un poco artríticas, había conseguido, gracias a su tesón, establecer un más que fundado vínculo entre cuatro muertes acaecidas en lugares ciertamente distantes. Tras recabar todos los detalles pudo al fin completar la secuencia:

Alemania, 11 sept. Bélgica, 11 oct. Croacia, 11 nov. Dinamarca, 11 dic.

Fiel a su estilo de investigar siempre hasta el final, una de las posibilidades que Kierkegaard había hecho notar al rendir su informe era que el siguiente crimen sucediera en España. Por eso, cuando emitió la nota informativa internacional a 39

través de los canales oficiales, tuvo la precaución de ponerse en contacto con Robert Rodríguez, agente de la Europol con base en Madrid y con el cual había tenido relación. Olof y Robert hablaron un 22 de diciembre. Entre las cosas que discutieron fue la posible conexión yihaidista de los asesinatos. Elegir una fecha tan significativa como el 11 de septiembre debía de tener una intención muy clara. Sin embargo, ambos estuvieron de acuerdo en que aquello no tenía sentido. Sabido era que castigar a maltratadores no era una de las prioridades de ningún islamista. Más bien se imaginaron lo contrario, que la elección de esa fecha constituía un desafío por parte de la asesina hacia una religión que había avanzado muy poco en cuanto a los derechos reivindicativos de la mujer; de alguna manera incitaba a los fanáticos de la sharía a que formaran una causa común contra ella. Tras su larga conversación y aunque Rodríguez había estado al acecho desde entonces, no había dispuesto de ninguna pista adicional que le permitiera iniciar una investigación. Y por si eso hubiera sido poco, su mesa estaba a rebosar de casos y andaba justísimo de tiempo; a primeros de año pensaba tomarse unos días libres con su nueva conquista y antes quería dejar finiquitados más de una veintena de informes. Respetaba a Olof. Lo había conocido en París y le había caído simpático desde el primer momento. Durante la semana que pasaron en el curso de formación operativa, sus anécdotas era lo único que le habían alegrado las tardes, bueno, eso y la vivaracha compañía de una oficial sueca que se empecinó en enseñarle a cachear a una mujer sin dejar ni un resquicio. Pero aunque Robert lo estimara, esta vez no iba a poder dedicarse al asunto. «Creo que después de todo me he equivocado de profesión», volvió a repetirse esa mañana borrascosa del mes de diciembre. Y 40

entonces, tres semanas más tarde, se cargaron al tipo de la cárcel y tuvo que viajar a Barcelona. La suerte que tuvo es que para entonces ya había regresado de sus vacaciones y volvía a estar solo. En esta ocasión el romance había durado cuatro meses y medio; justo lo que tardó la chica en confesarle que se había enamorado y que deseaba formar con él una bella familia. Después de hablar con el funcionario que facilitó el vis a vis de la víctima con su asesina y al que en breve investigarían por un caso flagrante de abuso de poder, procedió a ver el vídeo en el que se veía a la mujer entrando y saliendo de la sala. Tacones altos, medias negras cubriendo unas piernas esbeltas, abrigo grueso con cuello de borrego, gafas de sol, peluca rubia y rostro exageradamente maquillado. Ningún otro rasgo relevante, excepto quizás una enigmática manera de moverse que, sin que Robert supiera por qué, había provocado que se le encogiera bruscamente el corazón. «¡Dios santo!, ¿es tan fácil burlar a la autoridades?»

—Venga, rata, desembucha y dime quién es esa mujer —vuelve a insistir Rodríguez. —¿Guardarías el secreto? —ironiza el siquiatra, sabedor de cuál sería su respuesta. —Por supuesto, colega —responde el agente con una sonrisa más ancha que su cara. El pronunciado mentón y la barba a medio rasurar le dan un ligero aspecto de mafioso. —Me lo temía, pero lo siento, le he dado mi palabra.

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—¿No pensarás acaso que pretendo birlártela? Ya sabes que no hay nada más sagrado para mí. —No creo que pudieras; ni le gustan los policías de a pie ni tampoco los detectives petulantes. —Bueno, dejémoslo estar. Mejor cuéntamelo otra vez desde el principio —dice mientras abre una pequeña libreta que saca del bolsillo. —No es necesario, he hecho un breve resumen… Como verás, el perfil es bastante similar al que ya teníamos elaborado y la descripción coincide con la mujer del vídeo de la cárcel —y entonces le entrega varias hojas de papel escritas a mano en las que se lee lo siguiente:

PERFIL DE LA SOSPECHOSA

Mujer caucásica de treinta y tantos años, probablemente española y de nombre Paula, baja estatura, alrededor de 1,60 m, guapa, morena y esbelta. Está fuerte pero no tiene una musculatura muy marcada. Con seguridad practica algún deporte, quizá la natación o algún otro que no se haga en equipo. Posee recursos económicos y, o no trabaja, o tiene un empleo que le permite ausentarse durante una o más semanas al mes. Vive sola y tiene un círculo social reducido, pero no es ni mucho menos una persona introvertida. Puede haber sufrido maltratos en la infancia, aunque no parece que sea ésa la justificación de los asesinatos. Es culta, tiene una carrera universitaria que no es de letras puras, viene de una familia de tradición cristiana que ha influido mucho en su moral. Es seductora y le gusta el riesgo 42

y la conquista. No se siente una víctima porque los hombres deseen acostarse con ella, sino que más bien es al contrario; los usa para sus fines sin dudarlo y disfruta con ello. Es sensible al dolor de las mujeres y no utiliza la violencia de forma gratuita. Tiene un profundo sentido de la justicia y espera que, al final del proceso, cuando sea detenida, pueda contar al mundo el carácter mesiánico de su misión. El ámbito internacional de los crímenes, así como que haya elegido el 11 de septiembre como comienzo de su gran epopeya, demuestra que desea aleccionar al mundo. Habla idiomas; español, inglés y un poco de alemán. Se mueve con fluidez y está acostumbrada a viajar. Tiene contactos que le proporcionan documentación falsa, aunque como no cruza la zona Schengen no deben ser necesariamente el trabajo de un profesional.

A INVESTIGAR

Llamar al Gran Hotel Mussmann en Hannover y averiguar los nombres de las mujeres que se alojaron allí entre el 4 y el 11 de septiembre del año pasado. Seguir investigando los patrones seguidos por la asesina para elegir las localizaciones. Ya sabemos desde hace tiempo que sigue un orden alfabético de países según sus nombres en castellano, pero todavía ignoramos qué le hace escoger una u otra ciudad. Crímenes hasta la fecha por orden cronológico:

Alemania, Hannover, 11 sept. Bélgica, Gent, 11 oct. Croacia, Pula 11 nov. 43

Dinamarca, Copenhague, 11 dic. España, Barcelona, 11 ene. Finlandia, Helsinki, 11 feb. Grecia, Atenas, 11 mar.

Robert Rodríguez lee los papeles con interés. Hace tiempo que ha aprendido a confiar en el hombre que se los ha entregado. Rara vez se precipita en sus conclusiones y casi siempre acierta. Lo conoce desde hace diez años, desde el día en el que fue a la academia de inspectores a impartir el recién creado curso de siquiatría forense. Recuerda que, al término de una de sus siempre entretenidas clases, lo acometió un repentino impulso de saber más de ese hombre con el pelo naranja y cara de roedor que insistía en que todos lo llamaran por su famoso mote. Por eso lo asaltó a la salida y le preguntó, sin tener ni siquiera la delicadeza de presentarse antes, que por qué se había especializado en una disciplina tan teórica y que si pensaba que sirviera de algo. El rata, a pesar de que en el aula eran más de cincuenta y de que Robert ni de lejos se sentaba en las primeras filas, le cogió por el brazo y le dijo: «Hombre Rodríguez, me alegro de que me haga esa pregunta», y luego le respondió que era para lo único que poseía dotes y que era sin duda una pérdida absoluta de tiempo. Después lo invitó a abandonar el aula y se fueron a tomar un café. Cuando acabó la formación, Robert iba a su oficina con frecuencia para plantearle cuestiones de su quehacer diario. Todavía no estaba en homicidios, pero le interesaban sobremanera las motivaciones de cualquier criminal, aunque fueran 44

las de un simple proxeneta de dudosa ralea. Como había dicho el maestro en su primer discurso: «para detener a un Hannibal Lécter hay que saber antes cómo piensa una hormiga». Luego vinieron las colaboraciones en casos de asesinato y violación, los informes conjuntos, las largas sesiones en las que ambos enunciaban teorías hasta que todos los cabos sueltos acababan uniéndose y explicaban de forma congruente la cadena completa de sucesos. Pasó el tiempo, y aunque Rodríguez andaba siempre metido en devaneos de faldas, continuaban viéndose con regularidad. La mayor parte de esos encuentros los pasaban jugando a los dardos en un local cercano al Templo de Debod, aunque tampoco era extraño que durante la temporada de ópera fueran juntos al teatro a disfrutar de esa afición que, gracias la influencia del rata, ahora compartía con él.

—Así que tenemos a una asesina que quiere que su historia se conozca y para ello utiliza a tu fuente. Podríamos acusarla de obstrucción a la justicia si persiste en mantenerse anónima —dice cuando acaba de leer los papeles. —No lo hace ante mí —responde el siquiatra con rotundidad a sabiendas de que lo espera otra buena andanada de protestas. —No creo que te merezca la pena defenderla. Puedes verte en problemas. —En cualquier caso ella no tiene nada que ver con Paula. —¿Y cómo recibe la información entonces? ¿Por vía telepática? —Algo parecido. —Vamos rata, no me jodas.

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A Robert está empezando a fastidiarle el misterio que su amigo se trae. En circunstancias normales, con todo lo que lo había presionado, ya se hubiera dado por vencido. —Sueña con ella. Rodríguez lo mira de reojo y mueve la cabeza. No puede creerse que de la boca del mejor criminalista que conoce haya salido esa gilipollez. —Sueña con ella —repite el detective por lo bajo para cerciorarse de que ha oído bien. —Por muy estrambótico que suene, eso he dicho. —¿No pretenderás que me lo crea? —Me gustaría que confiaras en mí. —Vaya, entonces es más grave de lo que imaginaba… —Señor Méndez, ¿está usted ahí, señor Méndez? Abra ya de una vez que no está el tiempo para desperdiciarse —se oye a voz en grito mientras alguien hace girar el pomo de la puerta y se abre paso hasta el interior del despacho seguido por un hombre—. He traído refuerzos. Que luego no digan que por mi culpa el edificio se ha ido a la ruina. Veintisiete años, don Rómulo, veintisiete años de subir y bajar escaleras sin descanso para que ustedes puedan vivir seguros. Y ahora el agua amenaza con echar todo mi trabajo por la borda, una vida entera de sacrificio y sudores, señor Méndez, para que un simple descuido me estropee la jubilación… —Pero, Sebastián, ¿no ve que estoy con un oficial de policía en medio de una reunión importante?

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—La policía, don Rómulo, no le va a arreglar a usted la gotera ni ninguna otra cosa. A ver, Félix, pase usted y estudie el asunto, ¿cree que será necesario evacuar el inmueble? —Será mejor que nos marchemos, es imposible dialogar con este tipo. Le ruego que cuando terminen dejen todo tal y como está y la puerta cerrada. —Pero, señor Méndez, ¿por quién me ha tomado? ¿Acaso me cree usted un irresponsable? ¿No insinuará que yo dejaría abierto este despacho tan lleno de secretos para que cualquier listillo pudiera husmear en sus asuntos? Esta llave maestra está tan segura conmigo como lo estarían unos lingotes de oro en el Banco de España. Usted no se preocupe que todo corre de mi cuenta. Vayan al bar y terminen de hablar de la asesina ésa porque de mí nadie va a sacar nada. —¿Pero qué le pasa a este tío?, ¿es que estaba oyéndonos? —dice Robert mirando de arriba abajo al individuo de traje gris y cara rubicunda. Aunque lo conoce desde hace años, su aspecto nunca le ha transmitido confianza, impresión que se acentúa aún más después del comentario que acaba de escucharle. —No le hagas ni caso, pilla una palabra suelta y luego mete baza como si estuviera al corriente del asunto. Pero no te preocupes, en el fondo es un buen muchacho —dice Rómulo invitándolo a abandonar la estancia. —¿Estás seguro? En fin, déjalo, no hace falta que me acompañes. Me voy a la comisaría a hablar con la gente de Hannover. Pienso ir en persona a ese maldito hotel. Creo que hay alguien que está cachondeándose de ti. Al menos espero que sea guapa y merezca la pena —le dice a su amigo dándole una palmadita en la espalda al tiempo que sale de la oficina y enfila el pasillo —. Te llamo desde allí… 47

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Aunque el bufé del hotel es uno de los más abundantes y mejores surtidos que ha visto en los últimos años, Judith Torres sólo ha desayunado un café con leche, un cruasán pequeño y un zumo de naranja. A las ocho de la mañana, cuando después de acicalarse con esmero ha bajado a la cafetería del Ritz, había en ella unos setenta hombres y ninguna mujer. «¡Vaya!, un congreso de vaqueros», ha pensado para sí por mucho que todos fueran vestidos con trajes de los caros. «Y veo además que se han puesto muy tiesos por el mero hecho de ver entrar a una mujer con el pelo arreglado. En este mundo definitivamente hay algo que no funciona bien. Es cierto que quizá yo misma esté contribuyendo a ello por contratar solamente a mujeres, pero no hemos sido nosotras quienes hemos iniciado esta confrontación. Cuando todos estos vanqueros dejen de reaccionar al ver a una hembra en sus dominios lo mismo que lo harían setenta polillas al encender una luz en un armario oscuro, entonces seré igual de equitativa. Hasta ese instante me reservo el derecho de actuar a mi propio capricho. Joder —añade para sus adentros un poco después— no sé si debo preocuparme, pero creo que estoy empezando a pensar como Paula», tras lo

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cual se ha sentado en una mesa de a uno y se ha dedicado a desayunar con parsimonia y a acordarse de la mujer que la tiene abducida.

La cita con Rómulo no tendrá lugar hasta las once y el tiempo que le queda hasta entonces Judith ha querido dedicarlo al trabajo. Después de subir otra vez a la suite, quitarse los zapatos, conectar su portátil y estudiar la cuenta de resultados del trimestre anterior, ha hablado con su abogada durante media hora; según le ha comentado, es posible que necesite volver al día siguiente a Bilbao para una importante firma de poderes, contingencia que ha quedado en ratificarle un hora más tarde. Luego, aunque no tenía ganas de que se le estropeara la mañana, ha llamado a su madre. Su relación no es precisamente afectuosa, pero desde que enviudó procura telefonearla con cierta asiduidad. Tras un flemático saludo, la discusión ha sido la de siempre; su madre ha vuelto a pedirle que perdone a su hermano. Han pasado muchos años y no logra comprender qué placer obtiene en seguir humillándolo. Desde que se las arregló para hundirle el negocio de la panadería y para que su mujer y su hija lo abandonaran, lo obliga a que cada día 1 acuda a su casa a pedirle dinero. No cuenta con ningún otro recurso, y si quiere seguir viviendo en la inmunda pensión que su hermanita ha tenido la deferencia de elegir para él, no le queda más remedio que tragarse su orgullo. A su cuñada, después de que dejara el hogar conyugal a raíz de haber visto una polaroid que Judith le mostró (y en la que Jacobo aparecía desnudo tras haber eyaculado encima de su pecho), le había proporcionado un buen empleo en una de sus tiendas. Además, por si eso no bastase, Judith se encarga en persona de que a su sobrina de 49

dos años no le falte de nada. Como le ha explicado otra vez a su madre esa misma mañana, aunque lo ha hecho utilizando diferentes palabras, no es que esté orgullosa de tener a su hermano cogido por los huevos, sino que sin experimentar ese mínimo pero significativo triunfo cada mes, no dispondría de la fuerza necesaria para seguir viviendo. El rencor acumulado en su corazón fue lo que le permitió abrirse camino en un mundo de hombres hasta llegar a ser una empresaria de prestigio, y ese recordatorio, esa vacuna basal que cada cuatro semanas la imagen depauperada de Jacobo le inocula en las venas, es su manera particular de recargarse, la fuente de energía de la que se alimenta y que le hace olvidar su aciaga soledad, o si no olvidarla, al menos sí transformarla en algo soportable.

Judith, que mide casi un metro setenta, es una mujer alta para ser de su generación. «Nada que ver con las chicas jóvenes a las que ahora contrato —que me sacan todas cerca de una cabeza—, pero estoy satisfecha con mi talla», piensa cuando se sorprende mirando a alguna que para su gusto es demasiado estilizada. La empresaria acaba de cumplir cincuenta años y pese a que no es una mujer guapa, es atractiva y viste con estilo. Observada por partes, tiene la boca grande y los labios gruesos, los ojos marrones demasiado separados y la nariz chata y no del todo simétrica. Sin embargo, el conjunto, enmarcado entre una frente sin una sola arruga y unos pómulos todavía tersos, resulta bastante agradable a la vista. Además de eso, el bonito maquillaje que usa y las repetidas sesiones con su estilista, hacen que parezca varios años más joven. Como no ha parido hijos y no ha tendido nunca a la gordura, conserva una figura esbelta que se encarga de mantener por virtud de los 50

largos paseos matutinos que se da junto al mar. Aun así, de lo que ella está más orgullosa es de su pelo; una melena castaña y ondulada que le cae por los hombros y que hasta la fecha no ha perdido ni un ápice de su antiguo esplendor. Hoy se ha vestido con una camisa blanca de volantes, una chaqueta clara y una falda negra que apenas le llega a las rodillas. Aunque se inclina más por los zapatos planos, esta mañana lleva un poquito de tacón; Rómulo es muy alto y no quiere parecer una enana a su lado. El bolso Cartier es de buen tamaño, lo suficiente como para embutir en él la libreta en la que tiene anotados los sueños. Tras hablar con su acongojada madre, ha salido del hotel y se ha dirigido a la Gran Vía. El trayecto no es largo, así que ha preferido hacerlo a pie y disfrutar de la bella y soleada mañana que ese día de mediados de marzo ha traído a Madrid.

—¿Pero qué ha pasado? —Ya ves. Vino el albañil del seguro y tuvo que picar media pared hasta encontrar la fuga. —¡Menudo agujero! Parece que han entrado a robar —dice Judith, que aunque percibe un ligero olor a yeso comprueba que la obra no ha dejado ni una mota de polvo.

En efecto, la tarde anterior, después de que Robert se marchara, o de que fuese obligado a marcharse, Rómulo se quedó hablando con Sebastián y con el individuo que apareció con él. El señor, que ignoraba con quién estaba jugándose las prendas, pretendía entrar en su oficina tal cual, vestido con su mono de trabajo polvoriento y 51

sin dar muestras de que quisiera implementar alguna medida extraordinaria con respecto a la higiene. Ante esta disyuntiva, y no antes de haberse tirado sus buenos diez minutos discutiendo, los tres bajaron a la ferretería del barrio y compraron unos cuantos metros de lámina de plástico para aislar la sección afectada. Rómulo no sabe si ha sido por fastidiar o porque realmente no daba con la avería, pero el albañil ha terminado produciendo un boquete de cerca de un metro de diámetro. De cualquier modo, a ojos del forense la operación ha sido todo un éxito; tras retirar el aparataje, su despacho ha quedado inmaculado y lo único que detecta, después de haber dejado las ventanas abiertas durante la noche, es un ligerísimo olor a humedad (aunque según dijo Judith después, también olía a yeso). Por lo demás ahora todo está en orden. Los treinta y cinco metros cuadrados de parqué y las estanterías que cubren dos de las paredes, junto con los más de dos mil libros que albergan, no tienen ni una pizca de polvo. El escritorio de caoba cubana, que en su día compró a precio de oro como una antigüedad, sigue relumbrando como si fuera acero. Sobre su lisa superficie sólo se ve el informe que está intentando redactar, un lápiz afilado, una foto del día de su graduación y el pisapapeles que le regaló el profesor Urbiza en esa misma fecha. El ordenador y los demás complementos los tiene colocados, también de una forma precisa, en una mesita auxiliar con cajones debajo. Un par de sillas, un perchero y la media docena de macetas que tiene distribuidas entre las dos ventanas, son todos los accesorios de los que se ha provisto. Hace nueve años que Rómulo ocupa la oficina. Anteriormente la policía lo tenía en su nómina, pero ciertas desavenencias con un superior y su propia reluctancia a trabajar en grupo tuvieron como consecuencia 52

que lo invitaran a abandonar el cuerpo, momento a partir del cual lo contrataron como asesor externo.

—Aquí no hay nada que robar, sólo libros, y la mayoría son incomprensibles incluso para mí —dice él haciendo referencia a la plétora de estanterías y volúmenes que tiene alrededor. —Ya veo —contesta Judith al tiempo que gira la cabeza para echar un vistazo. —En fin… en cuanto a… —dice el rata señalando el agujero— tengo que confesar que con Sebastián hace años que me di por vencido. Es un hombre leal, pero no hay manera... bueno, a lo que íbamos; se está liando parda con eso de que no quieras tratar directamente con la poli. —Para mí tú eres la policía. —Me lo voy a tomar como un cumplido. El inspector Rodríguez ha salido esta madrugada hacia Alemania —le explica Rómulo después de encajar la perturbadora visión de la sonrisa que acaba de mostrarle—. Su plan es reunirse con un colega de Hannover, visitar el hotel y a partir de ahí tratar de seguir los pasos de Paula o como quiera que se llame esa chica. O es muy lista o no creo que tarden en pillarla. —No la vais a atrapar. —¿Cómo? —Lo que has oído; que no vais a ser capaces de arrestarla. —Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿No dijiste que deseabas evitar esas muertes?

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—Era mentira —dice la empresaria con una mirada fulminante—. Esos malnacidos me traen sin cuidado. Ella es la que me importa. Quiero que me ayudes a dar con su paradero; deseo conocerla en persona. —¿Qué…? —resopla Rómulo, cuya expresión de estupor ha dejado a la vista su indubitable dentadura lagomorfa. A Judith, que todavía no tiene asimiladas sus facciones, le parece una estampa sumamente graciosa. «Sólo le faltaría sostener una zanahoria y unas orejas afiladas para ser clavadito a Bugs Bunny.» —Lo que te digo. Ésa es la segunda parte de mi trato. No pienso revelarte más sueños si no me prometes que harás lo posible para que nos veamos antes de que la arresten —responde tratando de mantener la seriedad a pesar de tener la sensación de estar hablándole a un dibujo animado. —Eso es una locura. —Lo que es una locura es este endemoniado mundo. Al oírla decir esto, el siquiatra se queda en silencio mirando a la mujer. Para su desconsuelo sabe que aceptaría cualquier cosa que saliera de su boca por muy incongruente que sonara. Sin embargo, esta vez coincide con su punto de vista. —Tienes toda la razón. —No me dijiste si te habías enamorado alguna vez —pregunta ella sin previo aviso aprovechando que lo ve atribulado. Rómulo, que aún está pensando en cómo convencer a Robert para que no ponga impedimentos a la demanda que Judith acaba de exigirle, no se cree que de verdad le haya hecho esa pregunta: «a esta señora se le ha caído un tornillo», piensa antes de echarle en cara que según él no es el momento para cambiar de tema. 54

—No lo hago. En realidad siempre hablo de lo mismo. ¿Vas a contestarme? El pobre interpelado, que llegado a este punto se siente como una hoja seca a merced de la brisa, hace de tripas corazón y se acaba rindiendo. —Claro que me he enamorado. ¿Qué bicho viviente no ha caído alguna vez en las garras de Shakti? —Pues por ejemplo yo —contesta la empresaria entristecida. Aunque siente alivio por ello, sabe que ni siquiera lo estuvo de Tomás—. ¿Fuiste correspondido? — pregunta después en lo que a Rómulo le parece una especie de huida hacia adelante. —Sí —dice él, pensando en lo cruel que puede ser la vida con algunas personas. —¿Te apetece contármelo? —De acuerdo. Por ahora dejaremos a los muertos en paz.

Rómulo Méndez no tiene ya ninguna prisa en que la mujer le lea sus escritos. De alguna manera, desde que apareció por su despacho siente como si hubiera sufrido una catarsis. «¿Qué necesidad hay de que exista una persona como yo? ¿Qué diferencia hay entre que unos criminales anden sueltos por la calle o sean arrestados? ¿Acaso el mundo cambiará substancialmente por ello? Paso solo la mayor parte del tiempo y apenas tengo amigos. Mis padres han fallecido y con ellos ni siquiera hay una posibilidad de reconciliación. El profesor Urbiza y su esposa (que lleva buscándome pareja desde que la conozco) me aprecian, es verdad, pero eso tampoco es una circunstancia que se pueda decir vaya a arreglar las cosas. Con Robert me llevo bien. Lo pasamos en grande y algún viernes que otro jugamos a los 55

dardos y bebemos hasta la extenuación. Él dice que es también un lobo solitario, pero no está en lo cierto. Al final encontrará una chica que no tenga deseos de atraparlo y se enamorará. Entonces lo natural será que se vaya alejando poco a poco de mí. Desde que la perdí mi corazón ha estado congelado. Lo de Rebecca Morgan no fue más que un soplido de aire fresco en medio de una noche interminable. Una noche tan larga y calurosa que ya ni siquiera me acordaba de que pudiera existir algo tan bello como el amanecer», piensa Rómulo apenado antes de empezar a contarle a Judith la historia de su primer, y hasta ahora único, amor. —Conocí a Estrella en mi segundo curso de carrera —comienza diciendo el siquiatra—. Nos había tocado el mismo muerto en clase de anatomía; una mujer de unos cuarenta años con unas pechugas que se le desparramaban hacia los costados como si fueran las tetas de una vaca lechera. A pesar de ser morena de piel, después de tres meses metida en formol, se había quedado tan blanca como la porcelana. Los párpados abiertos revelaban una mirada fría que apuntaba hacia un infinito aterrador, pero contrariamente, el rictus dejaba entrever todavía una cierta ternura. »El día anterior, Estrella había recibido la clase del doctor y sobre sus hombros recaía la responsabilidad de llevar a cabo la primera disección sobre el cadáver. Según el protocolo, debía comenzar con una incisión que fuera desde el esternón al ombligo y después hacia ambos lados por debajo de las falsas costillas. El objetivo era mostrarnos la cavidad torácica y luego extraer los pulmones. Cuando ya tenía el bisturí apoyado en el lugar idóneo y estaba a punto de sajar, se quitó repentinamente la mascarilla y dijo: «Me gustaría antes de nada agradecer a esta señora que nos vaya a permitir hurgar en sus entrañas sin emitir ni una mísera 56

queja. No sé cómo fue su vida, pero sus facciones me indican que de alguna manera fue feliz. Creo que lo menos que deberíamos hacer es desearle una buena vida allí dónde se encuentre y luego darle un nombre. ¿Qué os parece Elvira?», dicho lo cual volvió a cubrirse la boca y sin un solo titubeo rajó a la mujer de arriba abajo. »Estrella era una chica con cara de empollona que hoy en día sería tildada de anoréxica. No creo que llegara a los cuarenta y cinco kilos pese a medir más de un metro setenta. Tenía veinte años cuando nos conocimos. No llegó a cumplir los veintiuno, pero puedo afirmar sin temor a equivocarme que lo hizo con más intensidad que muchos de los que llegan a cumplir los ochenta.» —Vaya, lo siento mucho. ¿Y cómo os enamorasteis? —pregunta Judith mientras juguetea melancólicamente con los rizos de su pelo castaño. —Cuando por fin se dispuso a abrir a la recién bautizada Elvira, yo estaba frente a ella. Antes de hacerlo me miró, y en sus ojos profundos y vehementes pude descubrir que esa clase en realidad la estaba impartiendo para mí, para el otro estrafalario de la clase—. ¿Por qué estás empeñada en conocer a Paula? —añade el rata reconduciendo así la conversación y dando por terminado su alegato. En ese momento no tiene ningunas ganas de seguir recordando ni de contarle la promesa que Estrella le hizo unos días antes de dejar este mundo. —¿No lo estarías tú? —contesta la empresaria, entendiendo que por ahora no desea hablar más de su vida privada—. ¿No sientes curiosidad por ella? ¿No crees que las mujeres del mundo, si supieran lo que yo sé, se animarían muchas a seguir su camino? Imagínate un ejército de hembras que estuviera dispuesto a hacer por fin imperar la justicia. ¿Cuánto tiempo crees que tardaría en erradicarse la violencia 57

machista? Si cada maltratador sintiera que tiene un punzón afilado apuntando a sus huevos, el mundo sería diferente. Habría casos, no te digo que no, pero no el apabullante número del que nos hablan todos los días en los telediarios. —Está bien. Daremos con ella y la conocerás. Aunque sé que me espera una dura batalla para convencer a cierto amigo mío…

Judith Torres sonríe satisfecha. Sabe que puede fiarse de ese hombre que tiene frente a ella. No por la fama que lo precede, sino porque lo puede leer en su mirada. Que unos sueños insólitos la hayan traído hasta la puerta del primer varón en muchos años que le despierta algo de confianza no deja de resultarle paradójico. Ya no se extraña de que la chica de sus sueños, la mujer que dice llamarse Paula, la haya escogido para ser la transmisora fiel de su mensaje. Al fin y al cabo quién podría comprenderla mejor. Ella, que ha sufrido los embates de la ignorancia y del miedo que atenaza a los hombres, que ha sentido en sus carnes las heridas de la violencia física y en su interior los estigmas de una sociedad que la tolera, sería sin duda la primera en seguirla. Pero este encuentro inesperado la ha pillado con las defensas bajas. En el recinto en el que ha fortificado su rencor durante tantos años, acaba de aparecer una fisura. Un intersticio por el que supura un dolor que creía olvidado. No el de sus recuerdos, que con ése hace las paces cada mes humillando a su hermano, sino el del amor no vivido, el de la maternidad no realizada, el del sexo y la lujuria no llevada al extremo. De pronto a Judith le han entrado unas ganas irrefrenables de marcharse de allí, de olvidarlo todo, de levantarse y fingir que lo que le ha contado no ha sido más 58

que una broma pesada, una chanza que le han querido gastar sus antiguos colegas, los mismos gracias a cuyas artimañas acabó abandonado el cuerpo para instalarse por su cuenta en la oficina de la calle Gran Vía. Ese cuarto que ahora presenta un boquete bien grande en la pared del que rezuma un poco de humedad y que desprende un aroma a yeso que a Judith le irrita la garganta. Pero a pesar de esa molestia y del estado de alerta en el que la han colocado sus instintos, ha decidido no moverse y dejarse llevar, dispuesta incluso a que le abran el pecho y los pulmones como se los abrieron a la dulce Elvira sobre una fría mesa de la Facultad de Medicina de Madrid hacía más de veinticinco años.

«Hoy he llegado a Bélgica. La investigación previa la he realizado desde casa y ya sé quién va a morir el próximo día 11. No conocía Gante. Es una ciudad cautivadora. Durante la noche deambulo por las orillas empedradas de sus canales y atravieso innumerables puentes. Los flamencos hacen honor a su fama y se muestran simpáticos, dispuestos a acompañar a una bella mujer hasta donde ella misma les permita. Por desgracia para algunos no he venido hasta aquí en plan de conquista, aunque no me hubiera importado montarme una juerguecita con esa pareja tan insinuadora que me encontré cenando. De las aguas plateadas del río Leie se levanta una bruma deshilachada y gélida; trozos de algodón transparente que flotan desde las barcazas inmóviles hasta las cornisas picudas de las casas, lugar donde empiezan a confundirse con las nubes y la luz blanquecina de una luna aún ausente. Es octubre y la canícula veraniega ha quedado ya atrás. Los habitantes de la ciudad se resisten a ponerse ropa gruesa o de abrigo, pero está claro que el otoño está dando sus primeros zarpazos. Un viento helador ha comenzado a soplar tan pronto como el sol ha caído y parezco ser yo la única que percibe su azote. Cruzo el río a la altura de Karenlei y

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me refugio en el tercer quiosco. Desde mi taburete veo la silueta del puente de St. Michael recortándose oscura en el crepúsculo. Su imponente figura me recuerda que he venido a matar. En épocas pretéritas, cuando el hielo glacial se extendía por estas llanuras y su retirada paulatina comenzaba a dibujar el ondulado paisaje que hoy tenemos, había un carnívoro que dominaba el mundo. El tigre dientes de sable no se detenía ante nada. Durante 25 millones de años supo sobrevivir y adaptarse a su entorno. Sólo cuando los grandes herbívoros desaparecieron de Europa, empezó su declive. Así me considero yo. Una especie que ha venido a este tiempo a destronar a un monarca que no se merece gobernar. Una especie que no se irá a ninguna parte hasta que vea cumplida su misión. Por muy descomunal que sea un mamut no es más que un paquidermo torpe. Mi astucia supera con creces a su fuerza brutal. Yo sola soy insignificante, pero unida a vosotras constituyo una amenaza que no sería inteligente despreciar. Hasta que eso ocurra, hasta que comiencen a despertar las conciencias de mis hermanas, he de ser precavida y actuar en la sombra.

Esta noche es propicia, pero todavía estamos a día 9. Ya he conocido a Wouter. Los pasteles y el chocolate que vende en su tienda huelen de una forma magnífica. Cuando me sirvió la bandeja anoche, debajo de su gorro de chef y su nariz obtusa, apareció una fila de dientes inacabable y blanca. Así visto parecía un buen hombre. Lástima que el dulzor de los ingredientes entre los que se afana cada día no le hayan ablandado el carácter. Tampoco le pido que sea un marido modélico. Todos sabemos lo difícil que es vivir en pareja, pero de ahí a sacudirle a su mujer con una manga de crema pastelera hasta reventarle los senos, hay un trecho muy largo. Que por qué la gente del barrio sigue entrando a comprarle es un enigma que todavía no he logrado descifrar. Quizá todos los clientes que veo sean turistas e ignoren que no hace mucho salió en el periódico negando lo que era evidente. “Yo nunca

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maltrataría a mi Monique. Es lo mejor y único que poseo. Quizás a veces sea un poco descortés, pero jamás me atrevería a tocarla. Y si no pregúnteselo a ella. Las fotos que están en internet son sólo un montaje para hundirme el negocio.” Qué hipócrita. A saber qué amenazas habrá proferido para mantenerla con la boca cerrada. O tal vez se trate de ese extraño vínculo afectivo que se desarrolla entre una víctima y su maltratador y que le impide actuar como tal. Miles de años de opresión han dejado una huella indeleble en nosotras, pero la mujer de hoy en día ha madurado y a poco que la ayuden abrirá los ojos con orgullo y querrá recomponer su vida. Por suerte, la historia de Monique llegó a mis oídos y he acudido veloz a disipar sus dudas. Pasado mañana, cuando a eso de la medianoche su marido haya cerrado ya las puertas y vea mi cara apurada al otro lado del cristal de su escaparate con la intención de llevarme por cuarta vez en cuatro días las delicias que tiene preparadas, no será capaz de negarme la entrada. La lascivia de un hombre no puede esconderse detrás de una sonrisa falsa. Cuando le pida que me enseñe el lugar donde hornea las tartas, no vacilará un segundo. Cuando al pasar a su lado le haya rozado la entrepierna con un gesto aparentemente descuidado y le diga que por favor se quite el delantal, me obedecerá sin poner objeciones. Entonces le diré que ha llegado el momento en el que podrá libar de un néctar que jamás ha probado. Pero primero habrá de permitir que le afloje el pantalón y que vea su miembro, el instrumento viril con el que obra las maravillas que cada noche compro. Y cuando claudique y sea él mismo quien comience a hacer lo que yo había pedido, notaré ya un incipiente olor a fluidos y a semen. Y luego, debido a que yo no soy una mujer carente de principios, le permitiré gozar por última vez e introduciré su verga en mi jugosa boca. Y un poco antes de que en su cerebro se amalgamen los espasmos gozosos de la eyaculación, cogeré mi pincho y se lo ensartaré en medio de los huevos, y su sensación de dolor se mezclará con los efluvios procedentes de su glándula del placer. Y en ese instante

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morirá siendo un hombre feliz, que es mucho más de lo que logra la mayor parte de la gente de este otrora planeta virginal, y que, aunque no sea moralmente justo, me permite a mí seguir viviendo mi vida con decoro. Y tal y como te lo estoy relatando sucedió. Porque a veces, en la desoladora quietud del atardecer, soy capaz de achicar mis pupilas y de ver en el extremo borroso del horizonte la claridad de lo que ha de venir. Y por esta excepcional circunstancia sé que tú y yo habremos de encontrarnos y que compartiremos largas conversaciones más allá de estos sueños, y también que el mundo que conocemos hoy muy pronto desaparecerá.» —Ahora entiendo de dónde nace tu interés; es ella la que está deseando conocerte —dice Rómulo todavía sobrecogido por la cantidad de nueva información que contiene el relato. —Sí, y lo sorprendente es que la creo cuando afirma que nos encontraremos — contesta Judith. —En eso confío —apunta el siquiatra esperanzado—. ¿Por qué habrá mencionado lo del tigre?, ¿no será paleontóloga? Es una profesión que casaría con la clase de persona que buscamos. Indica una formación científica y explica su tipo de lenguaje. Además, que sea investigadora podría justificar la necesidad que tiene de viajar. He de llamar a Robert —concluye el forense sacando el teléfono—. Y así sabremos si ha averiguado algo en Alemania. —Vale. Ahora debo irme; he quedado en el hotel con la chica del retrato robot —le recuerda la empresaria pensando lo poco que le conviene crear una imagen fidedigna de la persona a la que quiere localizar por encima de todo.

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—Muy bien… esto… espera… quería decirte… ¿te gustaría salir luego a tomar algo? —se atreve Rómulo a preguntarle por fin antes de que se vaya. Lleva todo el día pensando en hacerlo, pero no ha sido hasta ahora que ha reunido el coraje. Judith Torres se levanta de la silla pero no le responde. Habla un poco del agujero de la pared y de lo mucho que afea una estancia que de otra manera le resulta agradable. También le comenta lo de su ligero picor en la garganta. Después le tiende la mano y mientras Rómulo la retiene en la suya durante un instante más de lo necesario, se observan sabiendo que quizás esa noche se vean. Aunque también es posible que no. Porque a pesar de que ambos lo ansían en alguna medida, es cierto que la tranquilidad de sus vidas es un tesoro que no están dispuestos a poner en peligro. Y sin más comentarios, el rata abre la puerta y deja que la mujer se marche. Y por la tarde, cuando regresa por fin a la placidez de su casa, y al remanso de un salón cuya ventana da a una fuente que runrunea al lado de una gran chimenea, decide no llamarla. Por una parte porque no está seguro y no le apetece pasar por el trago amargo del rechazo, y por la otra porque el gozo de la espera es a veces tan intenso que uno nunca quisiera que llegara el momento de realizar sus sueños.

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Robert Rodríguez, siguiendo los pasos de la mujer que está sembrando el estupor en toda Europa y con la que ahora vive obsesionado, ha volado esta mañana a Bremen. Desde allí ha tomado el tren hasta Hannover y a través de sus ventanas ha visto los mismos paisajes que describió la todavía para él desconocida fuente de su amigo el siquiatra. Viendo ese verdor, su mente ha divagado sobre lo que sería no vivir en una ciudad que lo convierte en una persona anónima. Si poseyera una casa de campo, sería muy probable que conociera a todos sus vecinos. Si cada mañana no estuviera obligado a acudir a la comisaría y a bucear entre una montaña de papeles más alta que cualquiera de las colinas que ahora mismo vislumbra, tendría tiempo hasta para quizá dedicarse al teatro. No de una manera profesional, pues no cabe duda de que en un pueblo perdido sería muy difícil labrarse una carrera artística, pero sí lo suficiente como para ver realizada una parte de él a la que renunció. Pero da la casualidad de que Rodríguez no vive en el campo sino en un noveno piso de una ciudad ruidosa, y cuando en el ascensor coincide con alguna de las pocas personas que comparten su planta, apenas le dedica unas breves palabras. Que vaya con la que está cayendo o cosas por el estilo. Frases que brotan de su boca

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de manera automática y que aunque pronuncie con cordialidad no significan nada. Y tampoco realiza ninguna actividad que tenga que ver con la interpretación, a pesar de que cuando fue adolescente participó, gracias a su atractivo físico, en algunos anuncios, y también de que cuando le tocó elegir a qué dedicarse, consideró estudiar en la Escuela Superior de Arte Dramático en vez de en la más terrenal y lucrativa Escuela Nacional de Policía. Ahora sin embargo ya no está tan seguro de haber escogido lo correcto. Es verdad que es bueno en su trabajo y que hay momentos en que disfruta haciéndolo. Es cierto también que cumple una labor social de la que está orgulloso y que gracias a ello en su agenda tiene más números de mujeres de los que su capacidad física y mental le permite atender, pero a veces lo asalta la incertidumbre, y últimamente con más asiduidad, como es el caso de este mediodía, mientras viaja en persecución de una asesina múltiple que afirma que su obligación es matar a hombres de dudosa conducta. Y aunque tenga la certeza de no caer dentro de esa categoría, se pregunta si no estará él también promoviendo de alguna manera ese clima de desconfianza que impera hoy en día entre los sexos. Robert Rodríguez es moreno de piel y mide más de un metro ochenta de estatura. Tiene los ojos del mismo color que un mar tormentoso, la nariz rectilínea, la cara angulosa y un mentón ancho sobre el que suele lucir una barba a medio afeitar por la que ya se dejan entrever algunas canas. Siempre tuvo un cuerpo atlético, pero a base de ejercicio y de haber jugado durante toda su adolescencia al voleibol, lo ha convertido en un instrumento de precisión por el que se pirran algunos hombres y un número nada despreciable de mujeres, aunque por los 65

primeros no se siente atraído. Según sus propios deseos, viste de manera pulcra y objetiva. Pulcra, porque él mismo se plancha las camisas y se cerciora de que queden sin una sola arruga. Y objetiva, porque elije su vestuario pensado siempre en gustar a las féminas. Además, a fuerza de práctica y estudio, Robert ha logrado convertirse en un amante excelso. Hace años que se dio cuenta de que proporcionar placer le satisfacía mucho más que sólo recibirlo. Por eso ahora se explaya tanto en los preliminares, y por eso ha aprendido también a dominarse y a eyacular sólo una vez de cada treinta coitos, tal como recomienda el gran maestro taoísta Sun Sumiao, del que ha leído traducciones en varios de los libros que ha comprado en relación al tema. Rodríguez, que a pesar de ser un poco engreído es también un hombre juicioso, no considera que sea esto un gran logro del que regodearse. Quizá más bien es al contrario; piensa que es un conocimiento que todos los varones deberían tener. Pero claro, como por desgracia para las mujeres no es una asignatura que se enseñe en el colegio, Robert, debido más que nada a la poca preparación de sus homólogos, se ha erigido en dicha materia en lo que podría similarmente describirse como un rey tuerto en el país de los ciegos. Aunque es innegable que la conquista le sigue cautivando, le ha dejado de hacer gracia que por el hecho de que sea habilidoso sus amantes tengan una desmesurada tendencia al enamoramiento. Según su visión, sería muy sano para la sociedad que las mujeres aspiraran también a realizar su vida sin depender interiormente de nadie, y aunque ha conocido a alguna que lo hace, hasta ahora, ese rasgo que él tanto anhela, ha ido siempre acompañado de una muy poco alentadora frialdad. Y no es que piense que la personalidad del hombre 66

esté más desarrollada que la de las mujeres, en absoluto, sino que sabe que cada género carga con su específico rosario de problemas: ellos con un miedo visceral a sentir, que ocultan bajo una gruesa capa de superioridad; y ellas con un sentimentalismo a flor de piel que se empeñan en confundir con su naturaleza. En cualquier caso, aunque a sus treinta y ocho años ya no está muy seguro de quién es, sigue queriendo cumplir lo mejor que puede con la tarea que se trae entre manos. Cuando el tren comienza a aminorar la marcha y la ciudad de Hannover se presenta ante él, Robert menea la cabeza y sale por fin de sus ensoñaciones. Es consciente de que Andreas Brödel lo estará esperando en el andén y no quiere darle una mala impresión. Después de una leve sacudida por lo que parece se debe a un cambio de agujas, se levanta, coge su maletín y el resto de sus pertenencias y entra en el angosto baño del vagón. Revolviéndose como puede en ese espacio minúsculo, se lava la cara y se atusa el cabello. Tiene ojeras del madrugón que ha tenido que pegarse y de las últimas noches que se ha pasado en vela. Una con una mujer entre sus brazos y las otras terminando de redactar informes. Tras arreglarse el cuello de la camisa, a duras penas es capaz de ponerse el jersey. Cuando sale de nuevo al pasillo y se enfunda el abrigo, el tren entra en la estación y se detiene. El alemán es un tipo fornido. Pareciera como si acabara de salir del gimnasio y con las prisas se hubiera puesto por error las ropas de un compañero suyo, pues apenas cabe en el traje que gasta. Aunque conserva el pelo, su cráneo rapado reluce de tal forma que a primera vista eclipsa el resto de su cara. Una observación posterior más minuciosa, revela unos ojos pequeños y un semblante severo. Robert lo ha reconocido porque sostenía un cartel con el apellido Rodrigues impreso en una 67

cartulina en la que también había garabateado un chapucero logotipo del cuerpo. Después de estrecharse las manos y de un breve saludo, se dirigen a la cafetería. Sentados en una de sus mesas, entre el bullicio de las conversaciones, el ruido de los trenes, los anuncios de la megafonía y el olor a salchichas y a café, el español, en un más que correcto inglés, pone a Brödel al corriente de las últimas averiguaciones en relación al caso. Sin hacer referencia a su fuente, después de describirle el perfil sicológico de la mujer, le habla de la supuesta estancia de ésta en un hotel cercano. Andreas lo escucha con atención y no hace preguntas. Hace tiempo que ha aprendido que la paciencia puede ser un arma tan poderosa como la Glock que lleva en esos momentos en el cinto. Tras reclamar la atención del camarero y abonar la cuenta, se ponen en pie y se dirigen al Gran Hotel Mussmann, situado a escasos doscientos metros de la Hannover Hauptbahnhof. El cielo está preñado de nubes y hace bastante frío, pero no parece que vaya a irrumpir la lluvia. Después de darse a conocer como policías, el botones del hotel los conduce hasta el despacho de la gerente, donde, al cabo de una breve explicación, Brödel le pide que le enseñe el registro de huéspedes de la semana del 4 al 11 de septiembre. Al pedir las copias de las identificaciones de las dos primeras chicas no acompañadas que se hospedaron durante ese período, verifican que no podrían ser ellas; lo primero porque ambas eran de nacionalidad alemana; y lo segundo porque al ver las fotografías, Robert ha podido comprobar que no tienen ningún parecido con las imágenes de la mujer menuda que él mismo había visto salir disfrazada de la prisión de Quatre Camins y que tanto lo había subyugado. La tercera identificación, de muy mala calidad por tratarse de una 68

sencilla fotocopia, muestra a una joven, rubia y con gafas de sol, cuyos rasgos sí que coinciden con los de la persona que están persiguiendo. Ante esta paupérrima prueba, Rodríguez, con una punzada de decepción en el estómago, maldice sobre la supuesta eficiencia germana; «¿acaso en este próspero país no pueden permitirse un miserable escáner?» Al cabo de unos minutos, después de haber seguido a lo largo de un perfumado pasillo el sugerente contoneo de la directora y de haber tomado el ascensor hasta la quinta planta, los dos agentes acceden al interior de la habitación 537, ocupada durante la semana en vísperas de la fecha del crimen por María del Mar Pérez Urquijo, de nacionalidad española y de profesión sus labores. Robert ha enviado ya a su central de Madrid una copia del poco esclarecedor DNI, pero está convencido de que no va arrojar ninguna nueva pista. Al entrar en el cuarto no se han molestado ni siquiera en hacer un registro; han transcurrido muchos meses y los vestigios que hubiera podido dejar la asesina lógicamente han quedado borrados. Lo único que se le ha ocurrido al detective ha sido acercarse a la ventana, descorrer las cortinas y observar el paisaje; enfrente se divisa un herrumbroso parque infantil y a la derecha un decadente bloque de apartamentos. Justo cuando Robert va a hacer un comentario sobre la pretendida, pero en este caso ausente, pulcritud alemana, suena su teléfono móvil. La voz de Pavarotti le indica de manera inequívoca quién es el que está efectuando la llamada. —¿Estás en el hotel? —pregunta el rata sin rodeos, pues es consciente de que a su amigo no le gusta divagar cuando está trabajando.

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—Sí, he llegado hace veinte minutos. Todavía no he tirado la toalla, pero me da la impresión de que he viajado en balde —responde él en un tono poco esperanzador. —Quizá no. Mi fuente acaba de referirme el crimen de Bélgica. No te lo vas a creer; además de toda una profusión de detalles que ya conocemos, en su relato la muchacha habla de los tigres dientes de sable como si fuera una especie con la que estuviera muy familiarizada. —¿Los tigres de qué…? —pregunta Rodríguez, que para la gran sorpresa de su colega alemán, aguijoneado por un repentino deseo de compartir el lecho en el que durmió una vez la asesina, se ha tumbado en la cama y habla desde una bastante poco ortodoxa posición. «Como me descuide este tío se pega aquí mismo una siesta», piensa Brödel en clara concordancia con el estereotipo de que los españoles son todos unos vagos. —Dientes de sable, ya sabes, los famosos depredadores de la Edad del Hielo. —Ya, ya, ¿pero a santo de qué los ha nombrado? —En cuanto cuelgue te envío la transcripción. Por lo que intuyo, es más que probable que Paula haya estudiado Paleontología. Como ya apunté, podría estar incluso dedicándose a la investigación, lo que estrecharía enormemente el círculo. —No creo que desee ponérnoslo tan fácil, pero bueno, se trata de una pista y debemos seguirla. Voy a hacerle unas preguntas sobre ello a mi amigo teutón. Hablamos esta noche... —Y sin añadir nada más, corta la llamada y se pone en pie de un salto tan impetuoso que hace que Brödel reaccione y esté a punto de sacar su pistola. 70

—El informe del crimen dice que no se encontró el arma homicida y que no hubo testigos. Además, según sabemos, los rastros de ADN coinciden con los hallados en las escenas de los otros seis crímenes, pero no hay concordancia con ningún perfil de las bases de datos policiales. ¿Hay algo de la investigación que deba conocer y que no esté aquí escrito? —dice Robert mientras, sentado otra vez en la cama, saca del maletín un voluminoso expediente con toda la información del caso. —Lo que pudiera haber ya se lo conté con pelos y señales al detective Kierkegaard, con quien usted ha trabajado en el homicidio que tuvo lugar en Barcelona —aclara su colega alemán, que habida cuenta de lo que ha visto no ha dudado en plantar también sus posaderas en lo que a todas luces parece un mullido colchón—. No obstante, si tiene tiempo y ganas, podemos acercarnos al taller de la víctima, aunque hace semanas que decidimos levantar el perímetro. La viuda ordenó que lo limpiaran y lo ha puesto a la venta. —Eso no creo que nos sirva de ayuda. Sin embargo, ¿sabes si existe algún museo de Ciencias Naturales en la ciudad? —Sí, el Niedersächsisches Landesmuseum, aunque no dedicado al tema en exclusiva. Está a poco más de un kilómetro de aquí —explica Brödel, que parece haberle cogido el gustillo a su confortable asiento y sin darse cuenta ha comenzado un leve balanceo. —Ajá. ¿Tiene fósiles de animales extintos? —Hay un iguanodonte. 71

—¿Qué…? —Digo que hay un esqueleto y una reproducción a tamaño natural de un iguanodonte. Miden más de siete metros de longitud. Mi hijo se maravilla cada vez que los ve. Entretanto, el somier de la cama, bajo el notable peso de los dos hombres y especialmente desde que Robert se ha unido a su compañero en eso de mecerse, ha empezado a emitir un ñic ñic que para cualquier oído ajeno podría interpretarse como cualquier cosa menos como una charla amigable entre dos policías. —¿Podríamos hacerle una visita? —pregunta Rodríguez poniéndose en pie avergonzado; acaba de percatarse del movimiento en el que se habían embarcado y le ha parecido una actitud poco profesional.

Andreas Brödel cada vez entiende menos lo que ese tipo se guarda en el caletre. Primero envían a un investigador español que nada más llegar lo pone al corriente de ciertos hechos que sólo él conoce sobre el caso y de cuyo origen no ha querido revelar nada. Después, confiando tan sólo en su palabra, aunque también, por qué no decirlo, siguiendo las instrucciones que su propio jefe le ha dado, lo lleva al hotel donde supuestamente se alojó la asesina y se hacen con un nombre falso y una fotografía de mucha peor calidad que las imágenes de la chica que él mismo ya vio mientras salía de la prisión de Barcelona. Y ahora, por motivos inciertos, tiene que acompañar al sujeto a ver la osamenta de un dinosaurio que vivió en la comarca hace más de cien millones de años, cuando aquellos parajes no conocían la nieve ni el rigor de los crudos inviernos. Andreas no se imagina qué puede tener que ver 72

una cosa con otra, pero, fiel a sus convicciones, no pregunta nada y responde que sí, que estará encantado de llevarlo. A pesar de que el museo no se halla lejos y de que a Robert, que no conoce la ciudad, le hubiera apetecido ir andando, nada más salir del vestíbulo, abordan un taxi. Son más de las cuatro de la tarde y aunque pasan ya de mediados de marzo, queda poca luz y el museo está a punto de cerrar. Durante el trayecto, Rodríguez se interesa por la edad de su hijo y por su actual relación con la madre. La estadística evidencia que la longevidad media de un matrimonio en el que uno de los dos miembros es policía no supera los cuatro años y no confía en que en esta ocasión vaya a ser diferente. Sin embargo, para su grata sorpresa, después de casi una década, Brödel sigue felizmente casado. Su vástago cumplió los seis años hace sólo dos meses. A los pocos minutos, el taxi se detiene frente a un gran frontispicio de caliza rosácea. Robert y Andreas, que al bajarse del vehículo han pillado una racha de viento que casi les congela los bigotes, suben con rapidez las escalinatas, acceden al hall y solicitan hablar con la persona responsable de la seguridad. Después de mostrar sus credenciales, el recepcionista los guía hasta una habitación de techo bajo donde se acumulan sin ton ni son un sinfín de monitores y unidades de discos. Aunque no creen que vayan a ser de mucha ayuda, le preguntan al hombre uniformado que se sienta detrás del mostrador por el tiempo que guardan las imágenes. —Sólo seis meses —responde él con expresión contrita—; el presupuesto no llega para más. 73

—Me lo temía —murmura Rodríguez en una clara crítica a la supuesta prosperidad germana. Nunca había estado en Alemania, pero hasta ahora el país lo está decepcionando—. Muchas gracias señor —le dice en un inglés con acento de Oxford. ¿Podríamos ver el dinosaurio? Tras una corta subida en ascensor, nada más abrir la puerta, se dan casi de bruces con el iguanodonte. En vez de expuesto en una sala, lo han colocado en el rellano de la segunda planta de la escalera principal del inmueble. Como es un museo dedicado al arte, se ve que todo lo relativo a la fauna han terminado apiñándolo en un sector no apropiado para conservar obras más valiosas. Cuando observa el reptil, Robert no puede dejar de preguntarse qué es lo que podría tener aquello para que le gustara a un niño de seis años. Se trata de una reproducción más bien grotesca de un animal que parece que huye. Tiene la cola extendida y la cabeza girada hacia atrás en una mueca de espanto, como si estuviera a punto de ser engullido por un terrible monstruo. En el momento en el que se dispone a exteriorizar su, otra vez desfavorable, opinión, Andreas le coge del brazo y se lo lleva a otra zona a la que se accede superando un recodo; en el interior de una gran urna se eleva el esqueleto de lo que fue el dinosaurio que han venido a estudiar. Rodríguez comprende al instante que eso es lo que entusiasma al muchacho de Brödel. Sin ser nada del otro jueves, posee sin duda una sencillez conmovedora. El detective se acerca dos pasos y da una vuelta completa a la vitrina. Viendo en su interior aquella hilera interminable de vértebras, Robert piensa de nuevo en la mujer; presiente que también hay algo de prehistórico en ella, un instinto salvaje y peligroso que en algún sentido ha comenzado ya a devorarlo a él. Tiene la certeza 74

de que hace algunos meses, desde ese mismo lugar que él ocupa ahora, la asesina miraba aquellos huesos y en su cabeza adquirían un sentido concreto. Probablemente relacionado con algo que estudió cuando era más joven. En estos mismos minutos, su equipo en España busca indicios de una mujer llamada Paula que trabaje en un museo o en una universidad de Paleontología. Sin embargo, Robert sabe de sobra que no van a encontrar ninguna pista. Los datos que va revelando los tiene medidos al milímetro. «¿Por qué en el quinto asesinato se dejó grabar y cambió su modus operandi? Está claro que pretendía dar notoriedad al crimen. Una venganza anónima no le sirve de nada, pero tampoco le sirve que la atrapen demasiado pronto. Si pretende que un ejército de mujeres se una a su causa, debe seguir matando. Y debe también atraer a los medios. Para ello utiliza a la fuente del rata, y quizá también me utiliza a mí. Si no llega a ser por que el tigre dientes de sable no coexistió con este espécimen que hay detrás del cristal y no pudo cazarlo, con seguridad se lo hubiera comido. No debo ser yo su tipo favorito de presa, pero creo que ella sí lo es del mío, y dentro de muy poco, en cuanto me aproxime lo suficiente, seré yo quien le clave las garras.» Cuando acaban la visita, ya casi de noche, salen a la calle Willy-Brandt-Allee y se encuentran con los jardines y la fachada iluminada del nuevo ayuntamiento, la Neues Rathaus, un edificio de estilo ecléctico de principios del siglo XX sobre el que Robert ha leído en una guía que compró en la estación de Bremen. El frío, que se ha acentuado, hace que de su boca salga un chorro de vaho que parece estuviera a punto de solidificarse. Por lo que recuerda del monumento, fue el Emperador Wilhelm II quién lo inauguró. Además, cuenta con una gran cúpula sobre la que se 75

erige una plataforma de observación situada a cien metros de altura, a la que se accede mediante el único ascensor en Europa con un perfil elíptico. Aparte de sobre este edificio que ahora contempla y que por lo tardío de la hora no pueden visitar, durante el viaje en tren, Rodríguez se ocupó de informarse sobre la Opernhaus, el teatro de la ópera más emblemático de la región de la Baja Sajonia. Su buen amigo Rómulo fue el que hace unos años le despertó lo que ahora constituye una de sus principales aficiones. Cada vez que iba a visitarlo a su casa, ponía en marcha su anticuado tocadiscos y lo obsequiaba con alguna de las joyas que guardaba celosamente en sus estanterías. Las primeras veces apenas si reparó en esa música incomprensible que sonaba de fondo, pero con el paso de los meses un vivaz interés se apoderó de él. A partir de entonces, el rata, mientras daba pequeños sorbos a su whisky de malta, comenzó a contarle el argumento de las obras y las, en ocasiones, turbulentas vidas de los cantantes que las interpretaban. Según el programa que ha consultado en su móvil, esa tarde representan una obra de Puccini, La Bohème, y ya que ha terminado su jornada, cree que ir a verla sería una buena manera de olvidarse de esa mujer que inexplicablemente parece haberse adueñado de su alma.

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Según ha accedido a su despacho, Rómulo Méndez ha caído hipnotizado por la visión de esa pared que ayer tenía un agujero y que a última hora de la tarde enyesó el albañil. Como no quiere que la mujer que va a venir a verlo pueda sentirse incómoda debido al irritante olor, ha decidido entornar la ventana. Espera la visita de Judith Torres y, cosa insólita en él cuando está trabajando, ha puesto música mientras intenta en vano concentrarse en los informes que ha de preparar para el juez Coronado. María Callas interpreta a Lady Macbeth en una grabación realizada en el teatro de la Scala de Milán en 1952. En esos momentos la baronesa está instigando a su marido para que mate al rey Duncan. Un poco después comenzará a sufrir remordimientos y se volverá loca, «tal vez lo mismo que me sucederá a mí si no logro apaciguar mis emociones», piensa el siquiatra al tiempo que se deleita con la voz de la diva. La noche anterior Rómulo y Judith no fueron finalmente a cenar. Ninguno de los dos quiso ser el responsable de dar el primer paso, o mejor dicho, ella prefirió hacerse la despistada y él por miedo no volvió a proponérselo. Hoy viene a leerle el sueño que tuvo la noche del 10 al 11 de noviembre en relación al hombre asesinado

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en Pula, ciudad croata conocida por poseer uno de los anfiteatros romanos mejor conservados del planeta. Rómulo nunca la ha visitado, pero como admirador del imperio que alguien con su propio nombre fundó, y debido a que tuvo que estudiar el homicidio que ocurrió allí hace ahora cerca de cuatro meses, ha visto fotografías del fastuoso monumento y ha podido contemplar sus cuatro magníficas torres y su hermosa fachada de setenta y dos arcos. Mirko Kovasevic era el director de una de las sucursales del Privredna Zagreb, el segundo banco en importancia del país. Estaba casado y tenía tres hijas. Según la denuncia de la mujer, que casualmente fue retirada un poco antes de comenzarse el juicio, cuando descubrió que cada sábado, aprovechando que ella tenía que trabajar, había abusado de forma sistemática de sus tres pequeñas, hizo las maletas y se las llevó a casa de su madre. La reacción del marido no se hizo esperar, y a la mañana siguiente, tras entrar por la fuerza en el piso, agarró de los pelos a la esposa y las niñas y las obligó a volver su domicilio, lugar en el que se encargó de molerle a ella a palos las costillas con una porra que le había regalado un policía perteneciente a los antidisturbios. Aunque Kovasevic movilizó a sus contactos de las altas esferas, no pudo evitar ser detenido y acusado de un delito grave. Sin embargo, al cabo de tres días estaba en libertad bajo fianza, aunque eso sí, con una orden de alejamiento que le impedía acercarse a menos de 500 metros de su mujer e hijas. En las semanas siguientes a los hechos, según lo que se averiguó más tarde, Mirko le hizo llegar un mensaje a su esposa advirtiéndola de que si no retiraba la denuncia y regresaban, sus hijas terminarían muertas. Ante semejante amenaza y conociendo las deficiencias del 78

sistema judicial croata en lo que se refería a la violencia de género, no tuvo más remedio que claudicar. Quince días después, encontraron a Kovasevic muerto en la íntima soledad de su despacho. Estaba sentado en una silla con los pantalones y la ropa interior a la altura de los tobillos. Debajo había un charco de sangre tan enorme que a la subdirectora no le cupo duda de que sería inútil llamar a una ambulancia.

—Gracias por volver a recibirme —dice Judith sabiendo que es la cuarta ocasión en que se encuentran y que Rómulo lo está deseando. —Es un placer ayudarte —responde él complacido—. Esta mañana me han enviado el retrato robot. Es una chica muy guapa pero a la vez demasiado parecida a miles de españolas. Robert está pensando en dar una rueda de prensa antes de divulgarlo. —Haced como queráis, pero vuelvo a recordarte nuestro trato. Por cierto, antes de continuar con los sueños, he de informarte de que esta tarde tengo que volver a Bilbao. Regresaré pasado mañana en el primer avión. Lo digo porque sé que andas muy escaso de tiempo. Rómulo, que contaba con verla todos los días hasta que acabara de leerle los sueños, pues una de su condiciones, aunque no le había explicado la razón, había sido la de relatarle uno sólo en cada uno de sus encuentros, aprieta los labios y no dice nada. Teme que cuando hable, su voz contenga indicios de la repentina tristeza que se le ha instalado en la garganta. Sin embargo, él mismo se consuela en cuanto repara en el hecho de que sólo estará ausente durante poco más de veinticuatro horas. 79

—Ya lo he apuntado. Gracias por avisarme. —Es lo menos que podía hacer. Pero, ¿te importa antes de comenzar que cierre la ventana? Prefiero mil veces el olor a yeso que el ruido de los coches. —Adelante, no faltaba más… «El viaje hasta Croacia ha sido una lata. El avión se movía a horrores a merced de un viento vertiginoso. Dentro de la cabina oscurecida, sólo la luz estroboscópica de los relámpagos permitía vislumbrar de forma intermitente los semblantes de pánico de los pobres viajeros. La adolescente que está a mi lado me mira con cara de súplica y le cojo la mano. “No te preocupes preciosa, hoy no es el día en que tú y yo vayamos a morir. Te lo digo porque ya he pasado por múltiples tormentas como ésta.” Esto último no es cierto del todo, pero como mi misión aún no ha concluido, sé que el dios de las mujeres sabrá protegerme de cualquier contingencia. Muy pronto el mundo conocerá la odisea en la que me he embarcado y eso habrá de servirme de acicate. Aunque habían anunciado una meteorología adversa en la zona desde la semana pasada, no he cambiado mis planes. Tan importante es que muera otro cerdo machista como que lo haga en la fecha correcta. Si dejara de cumplir mi promesa, nadie ataría cabos, y lo que es peor, los hombres a los que pretendo amedrentar no me tomarían en serio. Por fortuna y porque estaba escrito en mi destino, nuestro avión tomó tierra a la hora prevista. Desde Zagreb hasta Pula hay apenas 300 km que recorro en un discreto coche de alquiler. Un poco más al sur, no lejos de la costa, está la isla de Fenoliga, un lugar paradisíaco que quiero visitar. En él se pueden ver las pisadas de saurópodos mejor conservadas de la Tierra. No es que yo me desviva por esos insípidos reptiles, sino que al igual que ellos dejaron sus huellas en el cieno, yo también quiero dejar pistas a mis perseguidores.

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Que una asesina de hombres sea paleontóloga es algo que la sociedad no pasará por alto. Si se aspira a crear un gran mito, es imprescindible revestirlo con peculiaridades. Cuando la gente evoca a un animal prehistórico lo hace siempre con un punto de asombro. Así deseo aparecer yo en vuestro imaginario. Como alguien que ha desafiado las leyes de Darwin y ha evolucionado en algo poderoso contra todo pronóstico. Pero dejemos eso ahora y ciñámonos a cosas más prosaicas. Mirko Kovasevic se cree muy listo porque ha logrado que su mujer retire la denuncia. El muy iluso no sabe todavía que he llegado a la ciudad con la intención de pedirle un préstamo para abrir una sucursal de mi tienda de ropa. Por supuesto eso es sólo una treta…» —Vaya, veo que eso de los animales prehistóricos lo utiliza para parecer culta ante la opinión pública —dice el rata con un ligero temblor en su voz mirando fijamente a la mujer. Se acaba de dar cuenta de que hace rato que perdió el hilo de la historia y que sólo le estaba prestando atención a sus carnosos labios; hoy los lleva pintados de un color rojo oscuro que hace juego con el fular que lleva alrededor del cuello. No sabe cómo se ha podido despistar de esa forma, pero tiene la convicción de que no se le ha escapado ningún detalle relevante. En lo que se refiere a sus sentimientos, Rómulo está dubitativo. Desearía preguntarle si cree que entre ellos dos, podría haber algo más que una simple relación casual, pero no está seguro. Sus miedos al respecto son demasiado profundos. Por eso trata de hilvanar una conversación que lo pueda sacar del estado en el que se encuentra sin que ella lo note. —¿Estás inquieto? —pregunta Judith percibiendo lo que rumia su mente.

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—¿Yo…? —responde él, incapaz de confesar su angustia. —Mira Rómulo, voy a serte sincera. No acepté salir a tomar algo contigo porque no quiero complicarme la vida, no porque no tuviera ganas. ¿Te vale con eso por ahora? En un intento de que no se le suban los colores, Rómulo comienza a reírse. —Pensé que el siquiatra era yo —dice en un alarde de franqueza. —En esos temas no hay siquiatría que valga. Una mujer sabe lo que un hombre tiene en la sesera sin necesidad de recurrir a la ciencia. —Acabo de comprobarlo; tantos años de estudio para nada. En fin, me conformo con eso. —Genial —zanja la empresaria con una sonrisa—. Y en relación a los dinosaurios, he preferido que lo averiguaras con sus propias palabras. Te dije que no la atraparían hasta que ella quisiera. —¿Cuántas muertes más crees que harán falta? —Me imagino que no parará hasta que las mujeres decidamos vengarnos. Antes de formular su siguiente pregunta en relación a lo que ella acaba de decir, Rómulo duda durante unos instantes. —¿Y por qué piensas que te ha escogido a ti para revelar su propósito al mundo? Judith se reclina en la silla y se mira el borde de las uñas. Ayer por la tarde la esteticista del hotel subió a su habitación y las tiene perfectas. —Te lo conté el primer día: porque soy como ella.

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—Sí, y también que aunque habías tenido deseos de matar, nunca te decidiste —aventura a decir el siquiatra dando unos golpecitos en el pisapapeles. Tiene la impresión de que ha pinchado en hueso y como resultado sus ojos de comadreja centellean. —Correcto —replica ella con seriedad. Parece que en el horizonte de la conversación comienza a vislumbrar algunos nubarrones. —¿Me puedes contar cómo murió Tomás? Si ha de ser honesto, Rómulo tiene que reconocer que no es la primera vez que ha querido hacerle esa pregunta. Además, aunque se le había pasado por la cabeza, no había querido tampoco pedirle un informe del asunto a su colega Robert. Primero porque eso la hubiera puesto al descubierto, y segundo porque sabía que al tratarse de una herencia, habría habido una investigación de la que sin duda había salido airosa y sobre la que no quería conocer los detalles. Sin embargo, hoy sí que lo considera oportuno. Cree que si ha de haber algo entre ellos dos tendrá que estar basado en la sinceridad. Y justo por eso es por lo decide estirar más la cuerda y añadir otra peliaguda cuestión. —¿Ibas tú también en el coche? Imagino que al morir de forma violenta y conociendo sus antecedentes y la herencia que te dejaba, la policía debió de interrogarte. ¿Qué les dijiste? —¿Me he convertido ahora en la sospechosa? —objeta Judith sin saberse si está molesta o por el contrario complacida por su curiosidad—. De eso hace más de veinticinco años, lo que significa que, incluso si yo fuera culpable, el delito ya habría prescrito. Pero ya que me lo preguntas con tanta insistencia… 83

»Tomás era repartidor de prensa. Cada mañana se levantaba de madrugada y se iba con la furgoneta a recoger los periódicos del día al polígono industrial del aeropuerto. Yo nunca lo acompañé, pero aquella semana dio la casualidad de que el chico que lo ayudaba se puso enfermo y no pudo encontrar un sustituto. »Como consecuencia tuve que ser yo la que se quedara en el vehículo mientras él iba con el carrito a hacer las entregas. Una vez ya en el asiento del conductor, decidió que lo más práctico sería que yo misma condujera. La cuarta mañana, al pasar por una zona en obras, después de que me golpeara y me dijera otra vez lo inútil que era al volante, me despisté un segundo y arremetí contra una de las vallas que protegía el perímetro de una cimentación. »El coche, con la parte trasera atestada de prensa, cayó a un abismo de al menos cuatro metros. Mi marido no llevaba puesto el cinturón. Él murió aplastado contra el parabrisas y yo me rompí catorce huesos, entre ellos la pelvis. Un poco más y la hubiera palmado. La verdad es que quisieron culparme, pero debido a mi estado no pudieron probar que existiera intencionalidad. Lo cierto es que cuando Tomás me pegó y decidí embestirle a la valla protectora al tiempo que le desabrochaba el cinturón, no pensé que las cosas me fueran a salir tan a pedir de boca… A Rómulo, que antes de hacer su última pregunta ya había detectado algo turbio en la manera de expresarse de la mujer, esta confesión lo ha dejado pasmado. Por una parte está contento, pues que lo haya hecho significa que confía en él, pero por otro lado acaba de averiguar que, se mire como se mire, la empresaria ha cometido un crimen. «¿Y ahora qué coño digo?» se pregunta justo un instante antes

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de que una tercera persona irrumpa en el despacho y cambie por completo el signo de sus cavilaciones. —Señor Méndez, ¿ha visto usted lo bien que ha quedado la pared? Ya le dije yo que Félix era un profesional de tomo y lomo. ¡Ah!, perdone que haya entrado otra vez sin llamar, no sabía que tenía visita —dice el portero a voz en grito a la vez que intenta recular sobre sus pasos. —¡Joder Sebastián! ¿Cómo quiere que se lo diga? En la próxima junta de vecinos pienso formular una queja. —Pero don Rómulo, no sea tan quisquilloso —responde el interpelado chasqueando los dedos y soltando una risita—. Aquí quien más quien menos tiene algún defectillo que ocultar y yo no voy por ahí pregonándolo con un megáfono. Si lo hiciera, le aseguro que no dejaría títere con cabeza, ¿o no sabe usted que estas paredes oyen? Ante estas palabras, vacuas en apariencia pero pronunciadas por el portero con una evidente sombra de maldad, Rómulo y Judith se miran desconcertados. ¿Acaso lo había oído todo? Por lo que parecía, una mujer con cierta posición social y mucho dinero, acababa, más o menos, de confesar un homicidio delante de un siquiatra que trabajaba para la policía. Si fuera ése el caso, aunque el crimen hubiera prescrito, los dos estarían en una posición bastante delicada. —Ande, Sebastián —interviene Rómulo queriendo ganar tiempo y tratando de desviar el tema— coja la puerta y márchese. Ya hablaremos de Félix esta tarde. Ha hecho un buen trabajo. Ahora sólo falta la pintura.

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—Pues para eso precisamente venía yo a verlo. ¿O es que piensa que me dedico a hacer visitas de cortesía durante mi jornada laboral? Que no, señor Méndez, que se lo tengo dicho, que esta casa se caería en pedazos si no llega a ser por mi tesón. Pero bueno, de todo se cansa uno y, la verdad —dice mirándose sus manos peludas—, espero tener un golpe de suerte y que un día de estos me toque la lotería o algo así para poder dejarlo. El trabajo mata, don Rómulo, no lo dude —y se vuelve a reír con estrépito—. Venga, no los molesto más. Pueden seguir hablando de sus cosas con tranquilidad que ya me ocupo yo de los merodeadores. ¡Ah!, y acuérdese de que mañana vendrá el pintor —añade mientras cierra la puerta con sigilo.

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I

—Jai, te lo digo de verdad; nunca me había pasado nada parecido. —Come on, Paula, sólo son unas malditas pesadillas. A ver si pensabas que tu subconsciente no te lo haría pagar; que estás montada en el dólar y no has pegado golpe. Por tu cara bonita, porque cada hombre que te mira piensa únicamente en cómo de frondoso será el pelo de tu coño. —¡Anda, ahora me vienes con el rollo piadoso! ¿Crees entonces que tengo que expiar mis pecados? —Como cualquier hija de vecina, guapa. —Se nota que fuiste a un colegio de monjas. —Pues me dirás tú qué puede significar si no que en tus sueños aparezca un siquiatra. Una de dos, o empiezas a desfallecer o es que te estás enamorando. —Que no tía, que te digo que está muriendo gente. —Gente no, en todo caso hombres, que es muy distinto. ¿O lo que haces con ellos no es peor que matarlos?

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—Que me aproveche de su impudicia no es algo comparable. Y sobre lo del enamoramiento, te aseguro que eso no va ocurrir. Ni que estuviera loca. —Ya veremos. Torres más altas han caído. —¡Eso es! Judith Torres. Acabo de acordarme del nombre de la mujer que visita al forense.

Paula Burmester ha llamado a su amiga Alejandra porque por cuarta noche consecutiva ha soñado con que, una tal Judith Torres, nombre que hasta hace un instante no era capaz de recordar, se reúne con un siquiatra en su despacho de la Gran Vía de Madrid. Durante esas reuniones, la mujer, que debe tener unos cincuenta años, le relata al doctor los sueños que ha tenido ella a su vez con una asesina a la que la policía de toda Europa anda buscando. Por las descripciones que hace de la persona en cuestión, Paula ha concluido que están hablando en realidad de ella. Tanto las características biométricas como su área de especialización, la paleontología, y el propio nombre de pila, coinciden a la perfección. Además, también coinciden en una cierta inclinación de ambas a aprovecharse de los hombres utilizando el sexo y en la aversión que las mujeres tienen en general hacia los perpetradores de violencia de género. En lo único que difieren las dos Paulas, es en que ella jamás ha tenido ganas de liquidar a un hombre. Quizás en alguna ocasión se le haya pasado por la mente, pero no cabe duda de que se ha tratado siempre de un impulso fugaz. —Al menos has recordado el nombre. Muy bonito por cierto. 88

—No te cachondees. —Lo digo de verdad. A ver, ¿qué querías proponerme? —Que me acompañes a la policía. —Ok sweet heart, pero cuéntame una cosa; ¿qué pretendes decirles?, que sueñas con unos asesinatos que no se han cometido. —Te equivocas. Anoche me vino a la cabeza el nombre de la primera víctima. Se llamaba Hans Mayer. Ya te conté que regentaba un taller mecánico y pegaba a su esposa. Pues bien, después de pasarme una larga hora buceando en los periódicos locales de Hannover, logré averiguar que había aparecido muerto el día 11 del septiembre pasado. Alguien le clavó un estilete en los huevos. —¡Fuck!, ¿estás segura?, ¿no lo habrás soñado? —Joder tía. —Vale, perdona. —Lo que quiero ahora es localizar al detective de la Europol que va al despacho del siquiatra para que éste le hable de los sueños que le ha contado la mujer. —¡Vaya galimatías! ¿Y se puede saber cómo se llama el menda? —No logro recordarlo. Sé que sus iniciales son R.R. —A ver déjame probar: ¿Ronald Reagan? —Jai por favor. —Está bien… ¿Ricardo? —No. —Ramón, Ramiro, Rogelio, Raúl, Rodrigo, Roberto, Rafael, Rosendo, Rufino, Ruperto… 89

—Coño, sí que eres rápida. Nada, no es ninguno de esos. Ahora que lo pienso creo que el nombre suena como a inglés. —Pues ya la hem futut. ¿También el apellido? —No, el apellido no. Venga, di unos cuantos… —Ramírez, Ramos, Rebollo, Redondo… —¿Rebollo? ¿Cuándo has conocido algún Rebollo? —La verdad es que nunca. —Me parece que es uno más común, tipo Rodríguez o algo similar. ¿He dicho Rodríguez? —Sí, has dicho Rodríguez. —Pues creo que es ése. Alejandra, que justo hace dos días se vio por tercera vez en pocos meses la serie de películas Kill Bill, suelta lo primero que se le pasa por la imaginación. —¿No será Robert Rodríguez, el puto director de cine? —Hostias tía, has dado en el clavo. R.R., Robert Rodríguez. —Vamos no me fastidies. —Te estoy hablando en serio.

Alejandra Márquez está más que acostumbrada a las extravagancias de su amiga Paula, pero esta sin duda se lleva el premio gordo. Es la segunda vez que acude a su casa y que le escucha contar lo que durante las últimas noches ha soñado. No lo describe como pesadillas, sino más bien como sueños muy vívidos con un gran despliegue de detalles. De lo único que no logra acordarse bien es de los nombres 90

de los protagonistas. El resto lo conserva en su memoria como si fuera una grabación magnetofónica. Es capaz de repetir al dedillo y las veces que haga falta, todos los diálogos que han tenido lugar entre la mujer y el siquiatra forense. En esos momentos las dos mujeres están en el salón frente a dos tazas recién servidas de kukicha y un platito de pastas. La estancia es amplia, de unos cuarenta metros cuadrados, dividida en dos ambientes por una chimenea en la que crepita un fuego a punto de extinguirse. Están sentadas en un sofá de esquinera de piel marrón oscuro frente al cual se encuentra una librería lacada en blanco repleta de libros de paleontología y de otras materias. Entre medias, una mesa de centro de cristal con patas de hierro forjado diseñada por C. Martí sobre la que reposan la bandeja con las viandas, una foto de familia, una escultura de un rinoceronte del mismo autor, del que Paula es una especie de mecenas, y otros objetos de arte de diversa índole. De las paredes cuelgan un Gregorio Pietro auténtico, una serigrafía de edición limitada de Rothko y varios cuadros más de autores contemporáneos españoles en los que Paula ha invertido parte del capital que le dejó su segundo marido. Sólo tiene treinta y seis años, pero ya se ha casado y enviudado dos veces. Nada sospechoso, pues en los dos casos la boda tuvo lugar cuando a ambos hombres ya se les había diagnosticado una enfermedad terminal que acabaría con sus vidas en unos pocos meses. Ni que decir tiene que estos hechos no pueden tratarse de una casualidad, sino de algo escrupulosamente planeado por una mujer que no le hace ascos al dinero. Según cuenta ella misma, al volver de Argentina se dedicó a buscar por hospitales de lujo a hombres adinerados que estuvieran dispuestos a dejarle, a 91

cambio de unos meses de su gratificante y bella compañía, lo que después de todo no iban a poder llevarse al otro mundo. Y lo cierto es que, si los dos maridos tuvieran la posibilidad de salir de sus tumbas y de hablar sobre la experiencia que vivieron, dirían sin titubear que había sido el negocio más lucrativo de toda su carrera. El resto de la casa, de doscientos sesenta metros cuadrados, también está hermosamente decorado. Al otro lado del salón, separada por el recibidor que hace también de pasillo hacia los otros cuartos, se halla la cocina, atendida de ocho a dos de la tarde por un cocinero filipino que se ocupa además de hacer la compra y la limpieza. «Un todo en uno —como dice la anfitriona—, y que por las tardes se vaya a su casita y me deje tranquila, que para eso le pago un sueldo muy decente.» Mientras dan sorbos al té servido en tazas de porcelana fina, encienden el último modelo de MacBook y realizan una búsqueda en Google. Muy pronto averiguan que el órgano policial de la Europol en España se conoce como la División de Cooperación Internacional, dependiente a su vez de la D.A.O. (División Adjunta Operativa), cuya sede central se encuentra en las oficinas de la Dirección General de la Policía de la calle Miguel Ángel, lugar muy próximo a la vivienda que la propia Paula ocupa en el Paseo de la Castellana. Una vez recabada esta información, centran su interés en Robert Rodríguez, pero ninguna de las entradas que aparecen en la larga lista del buscador se refiere a un presunto policía español, lo cual, según coinciden ambas, no es nada de extrañar.

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—Perfect, ya sabes dónde puedes encontrarlo, si es que existe claro. ¿Por qué no llamas? —¡Ay mi niña, pero qué lista eres! Pues claro que voy a llamar —y sin más dilación la joven coge el teléfono de la mesita y marca los dígitos que acaba de anotar. «Dirección General de la Policía, dice una voz de mujer al otro lado de la línea. ¿Podría pasarme con la División de Cooperación Internacional?, dice Paula. Un momentito por favor, dice la mujer a su vez. Tras quince segundos de espera con música de fondo, contesta un hombre: División de Cooperación Internacional, ¿en qué puedo ayudarle? ¿Podría hablar con Robert Rodríguez? ¿De parte de quién? Mi nombre es Paula Burmester. ¿Sería tan amable de indicarme el motivo de su llamada? No faltaba más. Llamo en relación al asesinato de Hans Mayer, dice Paula. Por lo que veo es un tema grave, dice el hombre. ¿Me lo puede deletrear? Sí claro, y tal como le ha pedido le dicta las letras del nombre una por una. ¿Ha hablado ya del asunto con la Policía Nacional? Es el conducto habitual en estos casos, dice él. No, no he hablado con ellos, dice ella, el crimen se ha cometido en Alemania, por eso pregunto por el señor Rodríguez. ¿Quién le ha facilitado el nombre del inspector?, dice él. Me lo ha facilitado una amiga mía, dice Paula mirando de reojo a Alejandra. ¿Me puede decir cómo se llama su amiga? ¿Es que importa eso mucho? Sí que importa señorita. Se llama Alfonsa Rebollo, dice improvisando. ¿Conoce ella al agente? No, no lo conoce. ¿Entonces cómo ha podido facilitarle el nombre? Es una larga historia. Señorita, esto no es ningún juego. Si tiene información sobre un crimen, debe colaborar, dice el hombre elevando el tono. Por eso mismo estoy 93

llamando, dice Paula. ¿Me puede dar la dirección de su casa y su número nacional de identidad? Sí claro, por supuesto. ¿Tiene un bolígrafo? Señorita, le he dicho que… Vale, vale. Y acto seguido Paula le da la información que pide. En estos momentos Robert Rodríguez no está disponible, pero puede hablar conmigo sobre el asunto. Es que tengo que decírselo precisamente a él. ¿A qué se debe eso? Ya se lo he dicho, es una larga historia. Pero bueno, ya que insiste se la contaré a usted. Adelante, dice él. Como ya le he dicho, tengo información sobre el asesinato de Hans Mayer, encontrado muerto por herida de arma blanca en los genitales en su taller de Hannover. Conozco algunos detalles sobre la persona que lo hizo. ¿Está segura, señorita? Sí, claro que lo estoy. ¿Podría darme esos detalles? Lo siento, pero prefiero hablarlos directamente con R.R. ¿Sabe que podría estar incurriendo en un delito de obstrucción a la justicia? Pero si he sido yo la que he llamado, ¿cómo podría convertirse eso un delito? ¿Tiene móvil, señora Burmester? Señora no, señorita. Perdón, señorita. Sí, sí que tengo móvil. ¿Tiene para apuntar? Señoritaaaa…, dice la voz visiblemente contrariada. Y entonces Paula le da su número de móvil. Le diré al inspector que la llame en cuanto pueda. Manténgase localizable por favor. Muchas gracias. Muchas gracias a usted, dice ella. Un saludo. Un saludo, dice él.» —Y luego la comunicación se corta. —Ya te dije que el tal Rodriguez existía de verdad. Esperamos un rato y si no llama nos vamos directas a la comisaría. —Ok darling, esto se pone interesante. Déjame mirar a ver qué encuentro sobre Judith Torres. Por lo que me has contado se trata de una persona conocida, y ya no dudo de que sea real. 94

—Órale —replica Paula recordando sus tiempos del DF. Judith Torres - Wikipedia, la enciclopedia libre. Nacida en Villanueva de los Castillejos, provincia de Huelva, en 1963. Fundadora y única propietaria de la cadena de establecimientos de belleza y cosmética MB. Cuando apenas contaba tres años, su familia se traslada a Bilbao, ciudad en la que, tras la muerte infortunada de su marido en un accidente de tráfico, abre la primera tienda en el año 1989 en el barrio de San Ignacio. Al cabo de un lustro ya es poseedora de 10 establecimientos, situados todos ellos en el norte peninsular, entre Vizcaya y Cantabria. En 2009, veinte años después de iniciar la actividad, cuenta con 100 centros, estando la firma presente en casi todas las provincias españolas. Desde 1998 es Presidenta de la Fundación MB, cuyo objeto social es la defensa y ayuda a mujeres víctimas de violencia de género. En la actualidad, Judith Torres reside en el pueblo cántabro de Castro Urdiales. —Anda, otra que tal baila. Justo empieza a prosperar cuando el tío la espicha — comenta Alejandra divertida. —No te lo he contado, pero en mi último sueño resulta que Judith le acaba confesando al siquiatra que fue ella quién mató a su marido. —Non fotis —dice Jai encantada. —Se tiró de cabeza a un socavón mientras conducía una furgoneta de reparto. Ella casi muere, pero desabrochándole el cinturón se aseguró de que él no saliera con vida. El muy cabrón le pegaba unas hostias de órdago. —Que se joda entonces.

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—Y ahora vive como una reina y se ocupa de otras mujeres que están en su misma situación. Una tipa admirable, ¿no crees…? —Entonces, justo después de haber terminado la frase, suena el móvil de Paula. «Sí dígame. ¿Paula Burmester? Yo misma, ¿de parte de quién? Soy el inspector Robert Rodríguez, creo que hace un rato ha dejado un mensaje para mí. Efectivamente, antes he llamado y me ha atendido un caballero muy amable. Pues ese caballero me ha dicho que tiene usted información sobre el asesinato de un tal Hans Mayer. ¿Es eso correcto? Sí que lo es, dice ella. Acabo de comprobar, dice Rodríguez, que ese hombre murió el septiembre pasado, el día 11 para ser más precisos. Así es, dice Paula. ¿Y por qué piensa que yo debo estar informado al respecto?, dice él. ¡Ah!, ¿es que no lo está?, dice ella al tiempo que mira a su amiga con cara de sorpresa. Pues no, no lo estoy. Recién me entero de ello a través de usted, dice él. Qué cosa más rara, dice ella. ¿Y por qué ha de serlo?, no hay manera de que yo pueda estar al corriente de todos los crímenes que se comenten, dice él. Ya lo sé, dice ella, pero al tratarse de una asesina en serie me imaginaba que ya estarían tras su pista. ¿A qué se refiere?, ¿qué asesina en serie?, dice él. La asesina del 11 de septiembre, —nombre con el cual se le acaba de ocurrir bautizarla—, dice ella. Vamos señorita, no me tome el pelo, si quiere jugar a policías búsquese a otra persona. ¿Cómo se ha enterado de mi nombre? Ya se lo dije a su compañero, es una larga historia, dice ella, pero si quiere que le informe acerca de los otros crímenes será mejor que nos veamos en persona. ¿Y por qué no me cuenta alguno más ahora?, dice él. Si así lo desea…, dice ella. Sí, así lo deseo, dice él empezando a impacientarse. La segunda víctima se llamaba Wouter Nielsman, pastelero y 96

maltratador de la ciudad de Gent que apareció muerto en la trastienda de su negocio el día 11 de octubre. Murió desangrado por una puñalada asestada en sus partes. ¿Ha dicho Gent, en Bélgica?, dice él. Exacto, dice ella. ¿Me puede deletrear el nombre de la víctima?, dice él. Claro que sí, dice ella, y con las mismas le dicta las letras. Un momento por favor. Entonces, al otro lado del teléfono se escucha el sonido inconfundible de unos dedos pulsando un teclado. Tras dos minutos de espera se oye de nuevo la voz de Rodríguez: señorita, vive usted en Madrid, ¿verdad? Sí, dice ella. ¿Podría venir ahora mismo?, dice él. Por supuesto que puedo, para eso lo he llamado, dice ella. Pues haga el favor, y la advierto que si se trata de una broma pesada voy a hacer que la encierren, dice él. Le aseguro que dentro de unas horas va a desear que lo fuera. Voy ahora mismo para allá, pero iré con una amiga, dice ella. Como usted desee, dice él.» —Y sin mediar más palabras cortan la comunicación.

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