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El jueves murió Rosalba. Cuando en la oficina se supo, yo comía una manzana, Arira observaba la foto de una actriz en la pared. —Iré el sábado con el peluquero, no me he cortado el pelo en mucho tiempo —María se recogió el cabello. Momentos antes, veía por la ventana el cielo gris de Ciudad Moctezuma. Ese cielo que era una humillación pública. Era evidente, no quería llevarlo suelto a lo Rosalba, su hermana melliza. Ella y ella, era sabido, adoraban el color azul y sus ropas, bolsos y zapatos eran azules. El vestido de María esa mañana estaba arrugado, seguramente había pasado la noche sin quitárselo. La voz que anunció la muerte de Rosalba sonó como un pistoletazo. Desde que apareció en el videófono Luis Antonio, Arira lo miró con desconfianza, como si fuese un mensajero de la desgracia. —Rosalba se nos fue —gritó él. —¿Cuándo? —preguntó Arira. —Hace media hora. —¿De qué? —Del corazón. —¿Dónde murió? —Aquí en la casa. —Voy para allá. —No tardes. 13

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—La vida es una Coatlicue que devora a sus hijos —exclamó María. —¿Qué? —preguntó Luis Antonio. —Nada, ahora mismo voy a verte —repitió Arira. Colgó y se quedó mirando a María, como si buscara en sus facciones una explicación sobre la muerte de su gemela idéntica. Las hermanas se midieron en silencio, hasta que María apartó la vista. Yo seguí comiendo la manzana. Esa mañana el escritorio estaba limpio. Solamente la carta de un grupo de cómicos cubanos, que querían ingresar a la Compañía Nacional de Teatro, esperaba contestación. En la bandeja de la correspondencia había un sobre desgarrado procedente de Estados Unidos. Un empleado de la Administración de Correos lo había abierto para hurgar en su interior. Metí las semillas en el sobre desgarrado. La muerte de Rosalba Sitges me dio hambre. Y náusea. Y deseos de romper vidrios. No me importaban los niños huérfanos que dejaba, ni siquiera los conocía. Tampoco me conmovía Luis Antonio. Sentía deseos de caminar por el Paseo de la Malinche y de subir a un autobús lleno de hombres barrigudos. En los apretones, ellos oprimirían sus genitales contra mis muslos, contra las partes bajas de esta virgen altísima de tetas breves que soy yo y que se llama Yo. Eran las 11:11 horas en mi reloj de pulsera. Era un martes del mes de noviembre del año 2027. Nos hallábamos en el segundo piso de esa mole hecha de tontería, vidrio y concreto que albergaba mayormente a la Dirección General del Sistema Nacional de Cultura. —En los anales del arte, el Sistema no dejará huellas y sí mucho ruido —afirmaba Arira, quien tenía la 14

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certeza de que una mañana se iba a ir al abismo en el vientre de la nave estólida. En tardes ociosas, desde la ventana de la oficina me ponía a observar el inmueble del Cine Apolo, enclavado en el subsuelo. Su propietario cada año le quitaba un pedazo más y lo iba reduciendo a un tamaño de caja de zapatos. El Cine Apolo exhibía con puntual recurrencia una antigualla del siglo pasado: Gilda, con Rita Hayworth. El dueño, según Arira, estaba enamorado de esa estrella más fantasmal que carnal y cada noche la oía cantar Put the Blame on Mame. Yo nunca había visto la película. Me perturbaban los filmes viejos, porque los actores que salían en ellos estaban todos muertos. La taquilla era una claraboya desportillada por la que se asomaba una mujer canosa y pecosa. Esta venus de la tercera edad expedía los boletos y sufría de cáncer. ¿Cómo lo sabía yo? Ella me lo había confiado tres veces. Siempre de la misma manera: “Te voy a decir un secreto, no se lo digas a nadie.” A causa de su fin inminente, yo había escrito su nombre en mi lista de espectros, que había titulado Efemérides. En esa lista satisfacía mis rencores, y fervores, necrofílicos. La guardaba en un archivero con llave, entre fólders sobre La Celestina. Un jabón Heno de Pravia perfumaba los obituarios. A la izquierda estaba el Market Siete Machos, un centro sexual que se publicitaba como el más grande de América Latina. Nadie sabía por qué. Una placa conmemoraba su inauguración el 14 de abril de 2026 por el licenciado José Huitzilopochtli Urbina, presidente de la República Mexicana. En sus siete galerías de cristal, comunicadas por andadores y escaleras de plástico 15

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transparente, se vendían productos femeninos y masculinos nacionales y de importación. En ese momento, por la puerta colosal, salía el enano Rodrigo Rodríguez, empleado de La Casa de la Presse, con una carretilla repleta de revistas pornográficas. —Ya manda esa manzana a la mierda —Arira me clavó su mirada matadora. Arrojé la fruta al cesto de la basura y la cubrí con el último número de la revista Caretas. Pero como si una lápida de papel no bastara para enterrarla, le eché encima periódicos y folletos. Cerré la puerta de la oficina y en un minuto nos hallamos en la calle. A zancadas retorné: Arira había olvidado su suéter en una silla. Sobre el escritorio, rápidamente vi sus citas del día en la agenda negra. Todas prescindibles. En la cocina se había quedado cautivo el hedor de la mantequilla frita. Abrí la ventana. Hacía mucho calor para ser noviembre, bien podría ser octubre. El cielo, semejante a la cara de una actriz que se ha hecho cirugía plástica, parecía que iba a romperse en mil pedazos si se sonreía. En la plaza, un músico indígena adolescente, con traje negro roto y brilloso, camisa blanca sin moño, aguardaba el paso de Arira volteando sobre su hombro derecho. Al vernos venir, a una señal de su batuta, los músicos indígenas, sentados sobre cajas de madera y latas de pintura vacías, comenzaron a tocar el vals Alejandra. Seguramente, la orquesta buscaba la atención de la actriz famosa para poder actuar en su teatro. Aunque Arira, ocupada en su pena, no se detuvo a oírlos, ellos siguieron tocando. El director, visiblemente 16

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decepcionado, no dejó de mirarnos por encima de su hombro derecho, hasta que nos perdimos de vista. En la esquina, Facunda le ganó un taxi a una señora con su niña. Un hombre melenudo, con zapatos picudos y camisa sintética, le abrió la puerta. Sobre su espalda un letrero plateado decía: “TENQUIU SEÑOURITA.” Era uno de esos desempleados buenos para todo y para nada que abundan en las plazas de Ciudad Moctezuma ofreciendo sus servicios de plomero, electricista, ingeniero y médico al ingenuo casual. En su ansiedad, Arira lo premió con un azteca y el hombre lanzó la moneda al aire en un acto de malabarismo espontáneo. —¿Águila o sol? —le preguntó. —Águila —respondió la niña de cara bonita y cuerpo bien formado, que estaba con su madre. Tendría unos 10 años. —¿Adónde vamos? —demandó el taxista, un viejo de cara ruinosa. —A Gladiolas 27 —pidió Arira. En eso, la niña se desprendió de la mano de su madre, entretenida en vernos, y huyó por la calle. Un policía judicial de aspecto siniestro presenció la fuga, como una araña que aguarda el momento oportuno para atrapar la mosca. —¿En qué parte está esa calle? —demandó el taxista, con los ojos puestos en la mujer que corría detrás de su hija. —Avance, en el camino le explico —le ordenó Arira. —No se enoje, seño —el chofer arrancó, pero unos metros después se encontró atrapado en un nudo gordiano de coches. 17

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Arira empezó a hurgar en su bolso en busca de algo. Sacó un peine, una polvera, un monedero, un anillo, un collar, un bilé. —Qué cantidad de cosas inútiles —expresó. María se puso a mirar por la ventana a la señora que buscaba a su hija, que se le había escapado. Facunda, acomodada entre las hermanas, quiso mirar también. Por consideración a mi tamaño, me habían dado el asiento de adelante, junto al chofer. Estiré las piernas tanto como pude y admiré el Monumento al Burócrata Desconocido, que pasó delante de mis ojos con su inmenso escritorio lleno de papeles de cemento. Por Paseo de la Malinche nos fuimos hasta topar con pared en Avenida Fray Bartolomé de las Casas, donde surgen las torres de un centro comercial construido sobre tierras rurales. Un río entubado, avanzando por debajo del pavimento, mezclaba su hedor al de las fritangas y al de los hidrocarburos. En la calle de Antonio de Nebrija, el Paseo se bifurcó y la ciudad se dividió en dos partes, la de la clase media baja y la de la clase media alta. Desde ese punto, según los paisajistas del siglo XIX, un día se pudieron contemplar los volcanes Popocatépetl e Iztac Cíhuatl, los dioses tutelares del valle de México. —Ah —suspiró Arira—, si Rosalba viniera en el coche con nosotras se divertiría horrores descubriendo los motivos más originales en las fachadas de las casas. —O se fijaría en los lavabos azules expuestos en las vitrinas de las mueblerías para baño —dijo María. —En un mediodía como éste, a Rosalba le hubiese gustado pasearse por la sección de la tercera edad en Chapultepec, la única que tiene árboles —manifestó Facunda. 18

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—En un mediodía como éste, a mí me hubiese gustado verla viva —replicó Arira.

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