Accidente del tercer tipo Drogas, miopía social y prevención

a fronteras desconocidas, lógica que nos conduce a ... el Estado de Israel confluyeron corrientes inmigratorias ... con
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NOTAS

Viernes 25 de junio de 2010

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6000 MILLONES DE LITROS DIARIOS DE PETROLEO DERRAMANDOSE EN EL MAR

Hombres de sombrero negro JULIO CESAR MORENO PARA LA NACION

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A mayoría de los países del mundo son multiétnicos, e Israel también lo es. Podría creerse que la sociedad israelí es absolutamente homogénea, sin fisuras ni contradicciones internas, pero no es así. Desde su fundación en 1948, sobre el Estado de Israel confluyeron corrientes inmigratorias judías de las más diversas procedencias (de Europa occidental y oriental, de Rusia, de Estados Unidos, de América latina, de la propia Africa). Existe, por otra parte, una diáspora judía desparramada por el mundo que supera con creces la población total de Israel. El pueblo judío es, por lo tanto, multifacético, heterogéneo y contradictorio, que se reconoce en la religión y los rituales, pero que es mayoritariamente laico. La israelí es una sociedad democrática, pluralista y republicana, pero en su interior anidan tensiones que a veces sobrepasan el pluralismo institucional. Es una sociedad dividida, y hay intelectuales y políticos israelíes que no descartan el riesgo de una guerra civil, una hipótesis impensable hasta hace poco tiempo. Y hay un ejemplo de ese riesgo: en noviembre de 1995 el entonces primer ministro Yitzhak Rabin, héroe de la Guerra de los Seis Días de 1967 y premio Nobel de la Paz, fue asesinado a balazos por la espalda por Yigal Amir, un joven judío ultranacionalista . Pues bien, quienes coinciden en buena parte con el “legado” de Amir hoy ocupan posiciones importantes en la sociedad e incluso en el gobierno israelí. Hay otro ejemplo: hace poco, unos 100.000 judíos ultraortodoxos inundaron las calles de Jerusalén para protestar contra una decisión de la Corte Suprema de Justicia que obligaba a unos padres judíos de origen europeo a inscribir en la escuela a sus hijas junto a alumnas, también judías, de origen árabe o sefaradí. Pero, además, los manifestantes reclamaban la supremacía de la Torá, o sea, del Antiguo Testamento, sobre la ley civil. La rebelión ultraortodoxa afecta, pues, la esencia del Estado, que desde su fundación se define como “judío y democrático”. ¿Quiere decir entonces que en Israel está despuntando un fundamentalismo religioso similar al de los ayatollahs iraníes, que proclaman que la Sharia, o sea, la ley religiosa que proviene del Corán, está por encima de las leyes civiles? Son casos diferentes, ya que Israel es un Estado de Derecho, tiene un parlamento elegido por la ciudadanía y leyes que garantizan la libertad de prensa, los derechos y las garantías individuales y la alternancia de diferentes partidos o coaliciones en el gobierno, además de un efectivo pluralismo político y cultural. Los utrarreligiosos judíos no están en el gobierno, aunque tienen una creciente influencia política, son el 20% de la población, son la fuerza dominante en Jerusalén (no así en Tel Aviv, que es un bastión laico) y tienen la más alta tasa de natalidad del país. Son un problema del presente, pero ante todo del futuro. Los hombres de barba, levita y sombreros negros pueden representar una amenaza en la próxima generación, aunque se declaran pacíficos y dicen que sólo exigen “que los dejen tranquilos”. La historia dirá, pero todo lo que ocurre en Medio Oriente es seguido con preocupación e interés en todo el mundo. También en la Argentina, que sufrió en la década del 90 los dos atentados terroristas más grandes de su historia reciente (los de la embajada de Israel y la AMIA), que fueron violaciones flagrantes de nuestra soberanía, pero que también fueron parte del interminable conflicto de Medio Oriente, de una guerra que no tiene fronteras y se libra en todas partes. © LA NACION

AP

El domingo, el pasto de la Bahía de Barataria, en la costa de Louisiana, Estados Unidos, estaba totalmente impregnado de petróleo

Accidente del tercer tipo FERNANDO DIEZ

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L mayor accidente ambiental de los Estados Unidos ha sido causado por las nuevas tecnologías de exploración petrolífera subacuáticas, capaces, por primera vez, de perforar en el océano a profundidades descomunales. Su enorme costo puede ser afrontado por el alza del valor del crudo y por la creciente desesperación de la sociedad industrial para obtenerlo a cualquier precio. La rotura de la boca del pozo de British Petroleum en el Golfo de México, a 1500 metros de profundidad, libera una cantidad imprecisa de petróleo crudo y gas a alta presión, entre 16000 y 25000 barriles diarios (más de 4 millones de litros que las más recientes evaluaciones han elevado a más 6 millones) varias veces lo admitido en un principio por BP. Y esto no es por sólo dos o tres días, porque nadie sabe exactamente cómo reparar el desperfecto. Varios intentos fallaron y un funcionario de BP declaró que eso nunca ha sido intentado antes respecto de “Top Kill”, nombre con que se bautizó el más ambicioso intento (también fallido) de detener la pérdida. El tiempo de la “duración” del accidente ya se mide en meses, mientras el petróleo sigue brotando libremente del fondo del mar, dispersándose en la superficie, dañando la fauna marina y contaminando las costas y playas. Destruye la industria pesquera, cuya temporada estaba por comenzar, así como también la del turismo de verano. Afecta no a miles, sino a millones de personas en un área geográfica del tamaño de países enteros. BP ya perdió 70.000 millones de dólares en valor accionario, pero la cifra del daño ambiental es todavía imposible de cuantificar. Como no termina de acontecer, sino que acontece diariamente, el accidente se trasmite en vivo en los noticieros de CNN en EE.UU., y ante la pregunta de los periodistas sobre cuánto podría durar si no se lograba contener la fuga, los expertos contestaron que el agotamiento del yacimiento podría

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demandar varios años. Al escribirse esta nota, todavía nadie estaba en condiciones de asegurar que eso no sucedería. Es que precisamente el tamaño del yacimiento es lo que justificó tan costosa y profunda exploración. Hay allí una relación lógica entre las escalas del beneficio potencial, el riesgo ambiental y el accidente. Como dijo el presidente Obama: “[…] Tenemos que reconocer los riesgos inherentes de perforar 4 millas por debajo de la super-

Los accidentes ambientales que causa el fracaso de dispositivos creados por el hombre, desatan un proceso impredecible ficie de la Tierra, riesgos que sólo van a aumentar a medida que la extracción de petróleo se haga más difícil”, anticipando su iniciativa para reducir la dependencia del petróleo de los EE.UU. La ponderación del riesgo ambiental debe comenzar por distinguir el tipo potencial de accidente al que nos exponemos. El buque Exxon Valdez, que en 1989 derramó alrededor de 40 millones de litros de petróleo en Alaska, tenía una cantidad limitada de petróleo. El pozo de BP tiene la capacidad de seguir emitiendo una renovada y permanente cantidad de petróleo durante un tiempo ilimitado. En este sentido, los acontecimientos de los últimos años revelan que el hombre ha creado las condiciones para dar lugar a la posibilidad de una nueva categoría de accidente que podemos llamar del “tercer tipo”. El primer tipo de accidente sería el producido por causas naturales o, más precisamente, por la exposición del hombre a esas causas, clásicamente, la inundación o el terremoto, que afectan a una población. Fenómenos naturales poco

frecuentes que sorprenden la imprevisión humana destruyen, a veces, ciudades enteras. Los accidentes del segundo tipo serían los producidos por el colapso de las invenciones humanas, un desastre producido por el propio defecto de las construcciones humanas o el modo en que son operadas, tal el caso del descarrilamiento de trenes, el choque de buques o la caída de un avión. Pero en estos casos, el accidente se consume a sí mismo. Se desencadena súbitamente y termina con el propio fin de la estructura fallida, el buque que se hunde, el edificio o la presa que se desploman. En los accidentes del tercer tipo, en cambio, el accidente no se consume a sí mismo, sino que continúa ocurriendo, produciendo activamente daño durante un tiempo ilimitado. Los accidentes del tercer tipo son accidentes artificiales, pues son producidos por un imprevisto fracaso de los dispositivos creados por el hombre, que desatan un proceso autoalimentado. Estos accidentes eran desconocidos en los siglos anteriores, cuando la capacidad del hombre de alterar los equilibrios naturales era pequeña. Tal vez el primer accidente del tercer tipo haya sido la explosión de la central nuclear de Chernobyl, cuyo colapso liberó una radiación incontrolada que ha hecho inhabitables las ciudades vecinas. Chernobyl tiene la capacidad de seguir emitiendo radicación durante siglos, hecho momentáneamente conjurado por el sellado con hormigón de la central. Sin la heroica acción de más de mil bomberos (hoy todos muertos debido a su exposición a la radiación), la mitad oriental de Europa sería hoy probablemente inhabitable. En el accidente del tercer tipo, el daño que el accidente sigue produciendo en el tiempo no es consecuencia de un efecto residual, sino de un efecto activo y expansivo continuamente renovado. Un accidente que tiene la capacidad de afectar el medio ambiente en una escala geográfica y en un lapso que puede ser fatal para la supervi-

vencia de especies enteras o para el propio ser humano. El filósofo francés Paul Virilio nos anticipó las emergentes formas del accidente artificial en tres escenarios: el accidente nuclear, el accidente biológico y el accidente informático. El accidente del pozo del Golfo de México nos revela que el accidente geológico ahora también es posible; que la acción humana y su creciente capacidad técnica es capaz de desencadenar fuerzas cada vez mayores y desate accidentes de escalas antes desconocidas. Las insaciables necesidades energéticas de la sociedad contemporánea están empujando los límites de la audacia técnica a fronteras desconocidas, lógica que nos conduce a accidentes cada vez mayores. La exploración petrolífera está demostrando que la mayor capacidad tecnológica no se detiene ante un riesgo que todavía no sabe medir. Los técnicos que luchan contra el pozo profundo del Golfo de México se parecen al Mickey Mouse de la película

La exploración petrolífera demuestra que la mayor capacidad tecnológica no se detiene ante un riesgo que todavía no sabe medir Fantasía de Walt Disney, desbordado por las escobas encantadas, a punto de ahogarse en el agua que les ha ordenado traer. Somos empujados, por la ambición o la necesidad, al precipicio de nuestra propia destrucción. Pero como nos advirtió Goethe en la moraleja del aprendiz de hechicero: “No has de poner en marcha mecanismos que no sepas cómo detener”. © LA NACION

El autor es especialista en desarrollo urbano y medio ambiente.

Drogas, miopía social y prevención CARLOS SOUZA

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ESULTA tranquilizador hablar del problema de las drogas y no de las limitaciones para vincularse que tienen los jóvenes. Ellos necesitan un objeto que los neutralice emocionalmente para poder comunicarse y socializar. La utilización de drogas es la consecuencia visible de nuestra matriz cultural, que propone mostrar imágenes sin contenido, evitar esfuerzos personales, generar necesidades materiales donde no las hay, evadir relaciones comprometidas y vivir vertiginosamente. Reducir el fenómeno de los jóvenes que se intoxican únicamente a la esfera química es una miopía social que nos impide mirar lo que está ocurriendo. Sólo vemos lo inmediato, las drogas y otras intoxicaciones, sus efectos, consecuencias sociales, pero no las causas que le dan sustento. La vinculación directa de la droga con el delito, el narcotráfico, la corrupción y el fenómeno del paco producen una catarata de posiciones radicalizadas, sumadas a las imágenes de descontrol que alimentan noticieros televisivos y medios gráficos. Las opiniones oscilan entre quienes apuntan a una batalla directa contra el dealer y el narcotráfico y piden mano dura, quienes

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orientan el problema hacia el rescate de los jóvenes para que se sometan a tratamientos con internación, y quienes creen que hay que ser tolerantes frente a las decisiones individuales o, simplemente, resignarse. Pocos hablan de prevención. Para salir de este debate empobrecido, tendríamos que realizarnos preguntas incómodas: ¿por qué los jóvenes eligen la intoxicación frente a otras salidas? ¿Qué políticas públicas se instrumentan? ¿Se trata de una enfermedad que se expande o un problema social que nos involucra a todos? ¿Es una enfermedad o un trastorno psicológico? ¿Tratamiento voluntario u obligatorio? ¿Problema educativo o vicio? También invito al lector a formularse la pregunta más incómoda: si su hijo o alguien muy querido entra en una adicción, ¿mantendría todas sus opiniones intactas? Sería alentador que, al entrar en este terreno de cuestionamientos, debatiéramos algunos conceptos que tranquilizan nuestra conciencia con certezas, para evitar entrar en una zona de pensamiento inestable. “Por su presencia constante, aceptamos el fenómeno como un mal ineludible. Terminamos por acostumbrarnos y por

no reparar en su existencia –dice José Horwitz, psiquiatra especializado en investigaciones sobre el alcoholismo–; las adicciones se instalan en la sociedad como un telón de fondo.” Nadie actúa solo; todos vivimos en una matriz sociocultural que interviene en nuestros sistemas de creencias y comportamientos. También abarca a las familias, ya que muchos terminan optando por la resignación o convivir con la impotencia. Los sistemas de creencias sociales también fueron variando, no sólo en los niveles de tolerancia, sino también en las clasificaciones de las sustancias. Así, en el imaginario social, el consumo de cocaína y éxtasis sigue asociado a cierto estatus glamoroso y la marihuana, como sustancia inocua. No sólo existe una mayor tolerancia, sino que desarrollamos una limitada censura social. No ocurre lo mismo con el paco, ya que se lo vincula con la autodestrucción rápida y el delito. Falacia importante, ya que el 60% de los accidentes mortales de tránsito están ligados al uso de las drogas más toleradas y al alcohol. En este contexto, que promueve modelos de éxito sin esfuerzo, liviandad y satisfacción inmediata de los impulsos, desarrollar

o sostener un tipo de pensamiento crítico no sólo frente a las drogas, sino al estilo de vida propuesto es todo un desafío. El sombrío panorama en materia de drogas y el telón de fondo que enuncia Horwitz pueden hacer claudicar hasta al más optimista en cuanto las posibilidades de mejorar el cuadro de situación. Es saludable y necesario claudicar en la idea de

Si su hijo o alguien muy querido sufriera una adicción, ¿mantendría usted todas sus opiniones intactas? ganar la conocida e ilusoria “guerra contra las drogas”; no así en la prevención. Las políticas públicas suelen dejar a la prevención en último lugar después de la lucha contra el narcotráfico y la asistencia a los adictos, lo cual implica otra forma de miopía estatal, ya que debería estar en el primer lugar junto con la educación. La mayoría de las personas asocia la prevención a la mera advertencia sobre los

efectos farmacológicos de cada sustancia y sus consecuencias en el organismo, y cómo enseñarles a los jóvenes decir que no frente a la oferta. Lo más complejo es promover condiciones internas (autoestima) y externas (proyectos positivos) como para que ese joven tenga motivos para decir que no. Las políticas de prevención son aliadas directas de los estudios epidemiológicos, ya que no es posible trazar una hoja de ruta si la cartografía está desactualizada, lo cual en el cambiante escenario social es una constante, pero los datos por sí solos son estériles si no van acompañados por acciones preventivas sistematizadas dirigidas a cada grupo según sus necesidades. La prevención no trae resultados inmediatos: se requieren políticas a largo plazo. El gran desafío es buscar el desarrollo de pensamiento crítico en los jóvenes y adultos no sólo en el tema drogas, sino en el cuestionamiento de nuestra matriz sociocultural que privilegia la imagen y los impulsos por sobre los vínculos solidarios. © LA NACION

El autor es presidente de la Fundación Aylén