Un perro sarnoso que se muerde la cola

en él convergen todos los lenguajes en una franca comicidad. El notable elenco, formado por los suizos Luisa Braga y Sam
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Espectáculos

Página 8/LA NACION

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Domingo 1º de agosto de 2010

TELEVISION (Entrelíneas) Por Pablo Sirvén

Un perro sarnoso que se muerde la cola Los programas de archivo sólo reproducen lo peor de la televisión y los productores repiten ese círculo vicioso como el antiejemplo por seguir Miguel Rodríguez Arias es el verdadero padre de una criatura que se disputa más de uno y que hoy se ha astillado en mil esquirlas que intoxican al pequeño universo televisivo argentino. El formato se ha socializado de tal manera que los programas de archivo no paran de expandirse en forma viral en la TV y en Internet. Se trata de una rareza argentina: en otros países, este género no ha prosperado porque su costo sería sideral. Aquí, como nadie reivindica derechos ni regalías sobre su propia producción audiovisual, cualquier hijo de vecino se enriquece pegando retazos ajenos, que se convierten en verdaderas monstruosidades, presentado por animadores jocosos que suelen burlarse a lo grande de ellos. Todos se dejan robar sus realizaciones sin hacer el más mínimo reclamo y, encima, deben soportar el escarnio público. Es que la rareza fundamental del formato reside en exhumar lo peor de lo peor de la TV.

ro tan particular. La última variante significativa, del mismo Gvirtz, fue el año pasado con la irrupción de 6 7 8, versión hiperkirchnerizada del uso de los archivos. * * *

* * * No siempre fue así. Cuando, con esta idea, Hugo Paredero y Horacio del Prado arrancaron con Nos estamos viendo, por ATC, en la época de Alfonsín, no tardaron en darse cuenta de que no la podrían sostener mucho tiempo en pantalla. Así fue: pasaron alguno que otro archivo de Polémica en el bar, de los años 70 y poco más. En pocas emisiones salió del aire. No había por entonces demasiado material televisivo guardado y nadie osaba en recompaginar fragmentos de programas contemporáneos. Durante muchos años, los canales tuvieron serios pruritos en aludir a nada que tuviese que ver con las señales de la competencia. Rodríguez Arias comenzó a revisar material, concentrándose en los discursos políticos, en busca de lapsus linguae y actos fallidos, pero, en principio, por fuera de la TV. Sus materiales circulaban en videocasetes que se presentaban en distintos foros. En 1990, la revista Noticias hizo la

primera distribución masiva de ese material audiovisual con el nombre de Las patas de la mentira. Cuatro años más tarde, fueron Raúl y su hijo Gastón Portal (que algo así habían hecho antes por radio) los que capitalizaron comercialmente la idea y desembarcaron a lo grande en la televisión (aunque también tuvieron que pagarle una millonada a Gerardo Sofovich por ser quien había registrado la marca Perdona nuestros pecados, más

Es una rareza argentina: el formato no para de expandirse viralmente en TV y en Internet

conocido por sus iniciales PNP). Despojaron de toda intelectualidad la idea original de Rodríguez Arias y la reconvirtieron en mero pasatiempo apolítico. Cinco años después, en 1999, en coincidencia con el ocaso del menemismo, llegó Diego Gvirtz para darle una nueva vuelta de tuerca al formato con Televisión registrada (TVR), que ya no se contentaría con reeditar bloopers y errores televisivos, sino que pretendía hacer una relectura risueña,

pero ácida y crítica, de lo que la TV ponía en pantalla. A la sombra de los Portal y de los Gvirtz, empezaron a emerger programas similares y a reproducirse incesantemente luego de la crisis de 2001. Baratos y fáciles de armar, desde entonces el formato se amplificó sumando a los archivos la presencia de paneles de periodistas y modelos, con invitados como livianos comentaristas de los informes elaborados. Y no hay temporada en que no se sumen nuevos títulos en este géne-

Por culpa de este formato, la TV local se ha reducido a ser un ámbito de tan irritante como irrelevante autorreferencialidad. La persistencia en regurgitar constantemente sus sobras más malolientes nos dejan a los televidentes la viva impresión de que es mucho peor de lo que es, sólo por efecto de la hartante repetición. Ese machacar empecinado en lo malo, por otra parte, ha actuado como un adiestramiento formidable en los productores del medio para superarse en lo peor, tomando ese repetitivo círculo vicioso como el antiejemplo a seguir. El escándalo, el insulto, la zafaduría sexual y cualquier otro exabrupto es un pasaporte asegurado para conseguir la repetición de ese instante durante varios días, semanas y hasta años, y todos van por él para tener promoción constante asegurada. Así, la TV se ha convertido en una suerte de perro sarnoso que se muerde la cola y que, sorprendentemente, a la hora de autorretratarse se inclina por exhibir sus peores perfiles. No de otra manera debe considerarse que ciclos insignificantes como eran los de chimentos hoy sean, gracias a su reproducción en horarios centrales, un portento de fuerte y lamentable influencia sobre toda la programación. Ni que hablar del ya de por sí poderoso Tinelli, que por ser reproducido en cadenas informales a toda hora se volvió hegemónico y tema excluyente de conversación de otros envíos que giran a su alrededor como satélites. Todo esto lo supimos conseguir por obra y gracia de los benditos archivos, el chicle que masca sin parar, aunque ya no tenga gusto, la TV argentina. [email protected] En Twitter: @psirven

TEATRO

De a poco, los personajes se convierten en clowns

La risa, un lenguaje universal La Compañía Dimitri, una babel de artistas, rompe las reglas del aburrimiento Muy buena (((( El jefe de la estación y la bailarina. Intérpretes: Luisa Braga, Kate Hannah Weinrieb, Gerardo Tetilla y Samuel Müller. Vestuario: Anna Manz. Escenografía: Urs Mösch. Música: Giovanni Galfetti. Idea y dirección: Dimitri. En El Cubo, Zelaya 3053, hoy, a las 21.30, y mañana, a las 20.30. Entradas: 50 y 60 pesos.

En la estación, llega ella con sus valijas, algo torpe, con las dudas típicas de quien se encuentra varado en una situación inesperada, en un lugar desconocido. La boletería cerrada. Un jefe de estación que sigue una aparente rutina para el arribo del tren, que no es más que una ficción. El tren imaginado se va. Se suman nuevos pasajeros a la espera. El jefe de estación los convida con un café. Y comienza el show. Cuatro personajes en un andén rompen todas las reglas del aburrimiento en El jefe de la estación y la

bailarina, una puesta en escena de la Compañía de Teatro Dimitri, de visita en Buenos Aires en el marco de la Semana Suiza. La obra creada y dirigida por Dimitri, uno de los clowns contemporáneos más prestigiosos, parte casi de nada para crear de a poco una exhibición interpretativa por momentos asombrosa.

Potencial histriónico Todo comienza al lanzar la pasajera perdida una cáscara de banana en el andén. Algo impensable en Suiza. Tanto como que los trenes no lleguen a horario. Pero quebrar las reglas es hacer teatro, para los personajes no hay imposibles. De sus valijas salen elementos que los mueven a actuar. Ellos, que parecían poco, pueden asumir todos los roles. ¿Ginger Rogers y Fred Astaire? ¿Hamlet? ¿Macbeth? Ellos mismos. Cada uno parece sacar de sí mismo un potencial histriónico que permanecía oculto en una vida rutinaria. La renguera de un personaje, la mudez de otra no son discapaci-

dades, sino puntos de partida para el juego escénico. El jefe de la estación y la bailarina –o el bailarín y la pasajera– son los dos polos sobre los que se tensa la historia. La formalidad del funcionario y la libertad del arte. Asoman el baile, la música, la acrobacia, el mimo en un despliegue de habilidades in crescendo. Los personajes devienen lentamente en clowns. El cosmopolitismo frío de la estación se convierte en una Babel de los artistas, en él convergen todos los lenguajes en una franca comicidad. El notable elenco, formado por los suizos Luisa Braga y Samuel Müller, la estadounidense Kate Hannah Weinrieb y el mendocino Gerardo Tetilla, pone en escena su propia diversidad de origen. Se cruzan frases en italiano, inglés, alemán y castellano, que se amalgaman tras malentendidos varios en la alegría de hacer teatro, en un lenguaje universal que atraviesa las fronteras y las edades.

Juan Garff