La masculinidad, un prisma que se resquebraja

15 ago. 2014 - ha sido la biografía de Steve Jobs por Walter. Isaacson. Pero lo notable es la sensación que muchos han r
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4 | ADN CULTURA | Viernes 15 de agosto de 2014

La masculinidad, un prisma que se resquebraja Conquistadores, caballeros y proveedores. Una reflexión sobre el lugar que el varón ocupa en las sociedades actuales llevó al autor de este ensayo a revisar los arquetipos de la hombría engendrados por la cultura patriarcal. El resultado, un viaje por la literatura, la mitología y la historia, que también alimentó la escritura de su más reciente libro: Hacete hombre Gonzalo Garcés

para La nacion

| ilustraciones

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s curioso, pero pocos han hablado tan bien de la masculinidad como la pensadora feminista más importante del siglo XX. Simone de Beauvoir sostiene que el patriarcado empezó con la agricultura: en ese momento, la tribu descubre que si planta unas semillas y las cuida durante un tiempo, su prosperidad aumenta en forma inaudita. Torsión extraña para la inteligencia primitiva: obrar en función de lo que todavía no existe. Pero el éxito de la agricultura causa una revolución ética: en adelante, la raíz de todos nuestros valores es el proyecto. ¿Por qué cualquier político de tercera categoría, con sólo decir la palabra futuro, remueve algo ancestral? ¿Por qué todas las culturas han despreciado al que dilapida sus bienes y respetado al que lega algo a sus hijos? ¿Por qué se festeja más al héroe de guerra que a la mujer que pare? Porque la parturienta aporta una vida, pero quien se pone en riesgo por la tribu está afirmando que la vida individual no es lo más importante, sino que tiene que ponerse al servicio de algo más duradero. Beauvoir dice que en esto la mujer no difiere del varón: también ella, faltaría más, valora el proyecto por encima de todo. Pero a la hora de participar en los aspectos del proyecto que otorgan más prestigio –la guerra, el liderazgo, la innovación técnica–, la tecnología del neolítico no la ayuda. Con el sesenta por ciento de la masa muscular del varón, y debido a que los humanos no tienen períodos de celo sino que pueden procrear en cualquier momento, la mujer pasa su vida o bien embarazada o bien cuidando niños. Recién cuando el telar, el tractor, la pastilla anticonceptiva, la escuela obligatoria y el misil teledirigido ponen a la mujer en igualdad de condiciones con el varón, se hace natural reclamar la igualdad de derechos. “El patriarcado –resume Beauvoir– fue una etapa en el progreso de la humanidad.” Diez mil años de patriarcado han dado forma a la cultura. De manera injusta, los arquetipos que engendró –héroes, rebeldes, santos, visionarios, creadores– se identificaron con el varón. Pero ahora que sabemos que pueden igualmente identificarse con la mujer, ¿cabe rescatarlos? Y ahora que el lugar del varón en la sociedad está menos claro que

Gonzalo Garcés recibió el premio Biblioteca Breve por su novela Los impacientes. También es autor de las ficciones Diciembre, El futuro y El miedo.

nunca, ¿tiene sentido interrogar a los arquetipos de la hombría en busca de valores? Esas preguntas me obligaron a escribir un libro; esta nota busca rescatar algunas sorpresas que tuve al hacerlo. Simpatía por el demonio Primera sorpresa: todos los arquetipos occidentales de la hombría, pese a haber sido engendrados por épocas y regímenes políticos muy diferentes, guardan alguna relación con la libertad. Lucifer lidera una revuelta en el cielo contra Dios. Cuando fracasa (la escena está en El Paraíso perdido, de Milton), Dios lo exilia en el infierno. El ángel rebelde entonces declara: “Prefiero ser libre en el infierno antes que servir en el cielo”. El arquetipo de Lucifer fue crucial en la formación de la conciencia de Occidente, que tiene uno de sus ejes en el individualismo y el cuestionamiento de la autoridad. Por otro lado, se presta a interpretaciones diversas. Para los románticos, Lucifer representó la revuelta del individuo; para Mijail Bakunin, la revuelta social. “Satán –escribió el anarquista ruso– emancipa al hombre, pone en su frente el sello de la libertad y la humanidad.” Jean-Paul Sartre, antes de dar su título definitivo a su trilogía Los caminos de la libertad, pensó llamarla Lucifer. La idea subyacente era que, en un mundo sin Dios, el hombre está obligado a crear sus propios valores; Lucifer aquí ya no es un revolucionario, sino un exiliado de un orden que se derrumbó solo. Esta posición estaba bien adaptada a la necesidad que tenían los europeos bajo la ocupación nazi de crearse un espacio personal de libertad, incluso en medio de la opresión. Pero también hay un satanismo de derecha: en los años sesenta, Anton LaVey fundó la Primera Iglesia de Satán, en parte como reacción contra el New Deal y el Estado de bienestar. LaVey, un hombre ingenioso que usaba su cabeza rapada, su capa de terciopelo negro y sus dotes histriónicas para hacer oír su mensaje, denunciaba la seguridad social, el igualitarismo y el movimiento por los derechos civiles; abogaba por un darwinismo social que recuerda a la flamígera escritora conservadora Ayn Rand, y no muy diferente del que enarboló, treinta años después, la ideología neoliberal. ¿Qué significa esto? Que Lucifer puede ser, según la época, romántico, socialista, anar-

quista, neoliberal o conservador, porque representa un principio de negación que trasciende las posiciones concretas. Es interesante notar que todas las cosmogonías arcaicas incluyen un principio de negación. Según el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, Hunab Ku creó el paraíso; pero como contrapeso tuvo que crear también a Xibalba, el mundo subterráneo. La mitología escandinava imagina a un dios, Odín, que construye el mundo; pero necesita imaginar también que Odín tiene un hermano adoptivo, Loki, cuya función es confundir, desbaratar, desorganizar, burlarse de los planes divinos. En realidad, el arquetipo de Lucifer resulta de una tensión interna de la cultura. Es el modo que encuentra la mente civilizada de reconciliar dos ideas opuestas: por un lado, para que haya vida es necesario un orden, pero para que sea un orden vivo es necesario que en su interior incube la negación del orden. ¿Y qué es un arquetipo? Es una ficción identitaria. Un modelo cuya función es educar al individuo para que, a través del mito, asuma como propia la memoria colectiva. Se trata de convertir a esa inmanencia que se llama varón o macho en esa conciencia trascendente que se llama hombre. Robar el fuego del cielo Porque el hombre (y ésta es mi segunda sorpresa) no existe. No existe, quiero decir, como fenómeno natural. Al igual que los arquetipos de la mujer, las formas de la hombría son obra de la imaginación colectiva. Son, ya lo dije, ficciones identitarias: dispositivos cuya función es construir, sobre el yo del individuo, un yo social. De ahí la expresión “hacete hombre”: de algún modo, desde el potrero sabemos que la hombría no es un hecho biológico sino algo por hacerse, un código de comportamiento,

“Desde el potrero sabemos que la hombría no es un hecho biológico sino algo por hacerse” “La hombría es un instrumento. Para ser más precisos: un instrumento de progreso”

una ética, una perspectiva sobre las cosas. La hombría, entonces, es un instrumento. Para ser más precisos: un instrumento de progreso. Parte del feminismo actual y buena parte del progresismo en su acepción más vaga asocian la idea misma de hombría con un aparato social represivo; los llamados roles de género serían retrógrados en sí mismos y la única posibilidad de liberación consistiría en difuminarlos o abolirlos. Sin embargo, entre los arquetipos de la hombría está Prometeo. El titán amigo de la humanidad, el que se compadece de los mortales que padecen hambre y frío mientras los dioses lo tienen todo, roba fuego del carro de Helios y se lo regala a los hombres; por esa transgresión, sufre un castigo terrible. Lo amarran con cadenas a una roca y cada día un águila le devora el hígado; durante la noche el hígado vuelve a crecerle para que el suplicio pueda renovarse. La elemental decencia de elevar a los que están abajo, de reparar la desigualdad, al precio que sea, late en el arquetipo de Prometeo. Ahí están contenidos todos los movimientos de liberación y de justicia, incluido por supuesto el feminismo. Pero Prometeo, como arquetipo, no sólo orienta al individuo en formación hacia la idea de justicia: trae también consigo la fiebre de la innovación técnica. Y en este punto de nuevo resulta absurda la imagen caricatural, que sostiene cierto feminismo pop, de una conspiración secular de caballeros con bigote manubrio que urden la opresión de las mujeres. A partir de la Revolución industrial, la figura de Prometeo vuelve a gravitar con fuerza sobre la conciencia de Occidente; en la medida en que contribuyó a formarlo, es responsable por el método científico, el telar mecánico, el motor, el automóvil, la asepsia, la anestesia, la penicilina, los antibióticos, el trabajo mecanizado, la economía de servicios, la vacuna contra el virus del papiloma humano y la pastilla anticonceptiva, cosas todas sin las cuales la emancipación de la mujer habría sido materialmente imposible. Es la presencia en la memoria colectiva, desdibujada pero todavía viva, del arquetipo de Prometeo lo que vuelve inteligibles a ciertos personajes contemporáneos. Uno de los libros más vendidos en lo que va de la década de 2010 ha sido la biografía de Steve Jobs por Walter Isaacson. Pero lo notable es la sensación que muchos han reportado, incluido el autor de