Un peluquero para Lev Davidovich

2 ene. 2010 - La casa es ahora una forta- leza, sí, pero toda fortaleza es al mis- mo tiempo una prisión. Ya no pueden p
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CUENTO

ILUSTRACIÓN: RODOLFO FUCILE

Un peluquero para Lev Davidovich La muerte se cierne sobre el revolucionario bolchevique León Trotski, cuyos últimos días junto con su esposa y su nieto en el exilio mexicano inspiran este relato del autor de La muerte lenta

de Luciana B. y Crímenes imperceptibles

8 | adn | Sábado 2 de enero de 2010

POR GUILLERMO MARTÍNEZ Para La Nacion - Buenos Aires, 2009

E

s de mañana y el hombre de bata azul, al que ahora todos llaman el Viejo, acaba de pasar casi una hora en el corral, alimentando a los conejos. Sale al jardín, donde está su esposa entre las plantas, y se agacha a su lado, frente a un cactus recién trasplantado. Un mechón de pelo lacio y gris le cae sobre los lentes. Tiene los dedos sucios y trata de quitárselo, molesto, con el dorso de la mano, pero el mechón vuelve a caer. Voy a necesitar un peluquero, dice, y conversan por un momento sobre el asunto. Los dos coinciden en que es peligroso salir. No pasaron tres meses del ataque a la casa, y todavía están a la vista, en las paredes de adobe del dormitorio y en los postigos blindados de las ventanas, los abanicos de agujeros que dejaron las balas. La organización, aún desperdigada, alcanzó a reunir en este tiempo el dinero para fortificar la quinta. Levantaron la pared externa, construyeron un refugio con techo de cemento armado, cambiaron el portón de madera

por puertas de acero con alarma eléctrica, erigieron tres nuevas torretas para dominar las calles laterales. Todavía, entre las torres, tendieron alambres de púas y redes flexibles para rechazar granadas. El gobierno de ese país caluroso y exótico, el único que aceptó recibirlos, avergonzado por el ataque, triplicó el número de guardias. Y aun así, él sabe que está condenado. Soy un militar, contestó a un diario hace poco, y puedo observar que todas las cartas están en mi contra. Sabe, también, que es el último de los históricos: a todos los demás ya los han alcanzado. Está solo, escribe su mujer, y caminamos por este jardín tropical rodeados de fantasmas con la frente agujereada. La casa es ahora una fortaleza, sí, pero toda fortaleza es al mismo tiempo una prisión. Ya no pueden pensar en salir. No te preocupes, dice la mujer, yo lo voy a arreglar: el peluquero vendrá. El hombre entra en la casa y se dirige por un pasillo hacia la segunda prisión, más íntima, que es su estudio. Como parte de la rutina, entreabre al pasar la puerta del cuarto donde duerme su

nieto y espera hasta que ve alzarse su pecho con la respiración. Una de las balas lo hirió en un pie durante el ataque, pero ya pasaron las noches de pesadillas y ahora duerme otra vez hasta tarde, protegido en el sueño y la infancia. Sieva es lo único que les queda vivo de sus hijos. Los tres, uno tras otro: muertos, muertos, muertos, ya forman parte también de la fila de fantasmas. En su escritorio lo espera la pila de periódicos, su máquina de escribir, los quevedos para leer y los recortes subrayados: debe preparar las notas para el artículo que dictará a la tarde, sobre la movilización de tropas norteamericanas. Sólo se interrumpe para el almuerzo: despide a Sieva, que va a la escuela, y le pregunta a su mujer si pudo llamar al peluquero. Ella asiente: el peluquero vendrá, en algún momento de la tarde. Segunda sesión de trabajo después del almuerzo. Ahora está sumergido en lo que –espera– será su libro definitivo, el documento detallado de la gran historia, su denuncia final. Pasan lentamente las horas. Un poco después de las cinco le avisan desde la entrada que tie-