¡Tierra a la vista! Nos faltó tiempo a los tripulantes para

mucho que hubiera conseguido el permiso de los mismísimos Reyes Católicos, ya que al fin y al cabo para nosotros era un
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MUSA -

¡Tierra a la vista!

Nos faltó tiempo a los tripulantes para asomarnos por la borda en cuanto oímos el anuncio triunfal de nuestro compañero Rodrigo de Triana. No podía creer lo que veían mis ojos. Me los tuve que frotar varias veces para cerciorarme de que aquella mancha en el horizonte era efectivamente tierra, al fin, tras dos meses de penurias, fatiga y hambre. El señor Colón había tenido mucha suerte: los marineros llevaban largo tiempo furiosos e incluso barajaban un amotinamiento definitivo, sin importar ya las mediaciones del colega Pinzón para calmarlos: aquel viaje del infierno nos iba a matar y se había perdido la esperanza de llegar a las Indias. De hecho, el viaje se había iniciado en medio de un sentimiento contradictorio generalizado, a caballo entre la emoción por la hazaña que se nos presentaba y cierto escepticismo hacia su consecución. La confianza en el almirante era limitada, por mucho que hubiera conseguido el permiso de los mismísimos Reyes Católicos, ya que al fin y al cabo para nosotros era un completo desconocido. -

Espabila, chaval, ¡que el barco no se atraca solo!

Mi padre me despertó de mis ensoñaciones con un empujón y me acerqué corriendo a las amarras para ayudar. Estaba excitadísimo, como el primer día en el que embarqué en la Pinta aún bajo el impacto de lo afortunado que había sido. Ni dos días habían pasado desde que había cumplido la mayoría de edad que me permitía unirme a la aventura aquel tres de agosto, gracias también a mi hábil manejo de los nudos y mi complexión fuerte a pesar de mi juventud. Y allí estaba yo al cabo de unas catorce semanas eternas, un chiquillo, partícipe de uno de los mayores descubrimientos de la historia. A las pocas horas del aviso de Rodrigo, el ancla tocó fondo y se enganchó con éxito encallando por completo la nave, a lo que le siguió un grito de júbilo colectivo. Cristóbal Colón fue el primero en desembarcar, naturalmente, y yo logré acoplarme al cuarto bote de los diez que se aproximaron a la costa. El paraje natural era impresionante, repleto de vegetación por doquier de todos los colores del otoño y la primavera entremezclados y mecido por una suave brisa que no impedía el sudor intrínseco a nuestras frentes permanentemente. Pero el calor no me importaba lo más mínimo, estaba demasiado ocupado maravillándome ante cada árbol, cada arbusto, cada montaña envuelta en bruma a lo lejos y hasta me encandilaba el suave tacto en nuestros pies de la arena fina que pisábamos, a pesar de estar ardiente. No tardaron en llegarme a la nariz unos olores deliciosos procedentes de frutos que jamás había visto antes. Las provisiones habían sido escasas durante el viaje, lo cual a su vez había embrutecido el espíritu de los hombres, pero varias voces de alarma advirtieron que no consumiéramos nada, puesto que no sabíamos aún hasta qué punto eran comestibles. María González Amarillo

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Entonces, mientras avanzábamos hacia el interior de aquella selva colorida y salvaje y paseaba la mirada por todas partes, divisé entre unos matorrales una figura de largo cabello negro trenzado, tez morena y unos ojos penetrantes verdísimos clavados en mí que me atraparon al instante. Observé de reojo a mis compañeros para comprobar si alguien se había percatado de su presencia y cuando volví a posar la mirada la criatura había desaparecido. Profundamente intrigado, me separé del grupo con sigilo para buscarla, sin dejarme amedrentar por el terrible riesgo de aventurarme en territorio desconocido a solas (inconsciencias propias de la edad), hechizado por aquellos ojos. Durante el largo viaje, los más veteranos se habían encargado cada noche de hablarnos sobre los indios, entre otras tantas historias y cánticos borrachos. Decían que sus rostros eran tremendamente feos; sus cuerpos, desgarbados y encorvados; su carácter, salvaje y hostil. Yo les escuchaba con el corazón en un puño y me imaginaba luchando contra esas bestias, doblegándolas a mi voluntad y llevándolas ante los Reyes con gran orgullo. Pero aquel ser humano no parecía tener nada que ver con las descripciones de los mayores. Me adentré a lo largo de una explosión de matas de dos metros de altura, paré un segundo, agudicé el oído, creí escuchar cierto rumor, e incluso una risa pícara, y eché a correr en la dirección de la que creía que provenía. De pronto, las matas desaparecieron y frené en seco ante la visión de mi objetivo, que me escrutó con cierta cautela. Creo que debió de identificarme pronto como inofensivo porque enseguida sonrió, ofreciéndome unos dientes de una blancura estelar y un par de hoyuelos simpáticos en ambas mejillas. Era una mujer, pero una mujer como nunca había imaginado, aunque tampoco es que yo tuviera la más mínima experiencia con el género femenino aparte de algunas tardes espiando a las hermanas de los amigos cuando se lavaban a través de los típicos agujeros en la madera pocha de nuestras viviendas humildes de marineros, para disgusto del pariente al que le tocara aguantar los comentarios a los demás. Menos mal que no tengo hermanas. Esta mujer estaba desnuda, solo una tela que parecía ser de animal cubría sus partes íntimas, mientras que todo el resto de su fisonomía se ofrecía gratuitamente a la vista. Me costaba no mirar sus pechos, redondeados y jóvenes, encabezados por unos pezones casi negros y enormes. Pero la belleza de su rostro me absorbió aún más entre la delicada nariz que se notaba olfateándome desde la distancia con curiosidad, unos labios gruesos preciosos que me recordaban a la luna creciente y, finalmente, aquellos ojos, tan vivos. -

¡Juan! ¡Juan! ¿Dónde estás? ¡¡Juan!!

Los gritos de mi padre y del resto de camaradas me hicieron pegar un brinco que, a su vez, asustó a la chica, que salió huyendo. Antes de desaparecer por completo, giró la cabeza para echarme una última mirada, siempre con una sonrisa, y entonces se esfumó.

María González Amarillo

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Los tirones de oreja fueron de los más fuertes de mi vida pero lo que acababa de vivir compensaba todo dolor. No obstante, mi adorada no sería la única indígena que se nos acercara, pues varios se nos aparecieron a escasos minutos de que me encontraran. Nos miraban con curiosidad, se aproximaban, nos observaban el rostro como si perteneciéramos a otro planeta y emitían sonidos incomprensibles tratando de comunicarse. Tras un primer encuentro que se comprobó pacífico, los meses siguientes se sucederían en un trajín de ir y venir del barco portando víveres para el regreso, amablemente ofrecidos por los nativos, a la vez que nos permitirían integrarnos por completo en su cultura, actividades agrarias, rituales y consumición de productos de todo tipo. Por contraposición, se sorprendían ante la brillantez de nuestras armas plateadas y del oro y lo admiraban y tocaban como si fueran tesoros. Cuando llegó el momento de regresar, Cristóbal Colón ya se había encargado de capturar a varios de los indígenas para llevarlos a España ante los Reyes y a mí me había dado tiempo de pasar largas veladas, más íntimas y menos íntimas, junto a Ariché, mi primer amor a pesar de comunicarnos sólo a través de gestos, mi musa a la que nunca volvería a ver. Observando el horizonte que con tanta ilusión había divisado un día tiempo atrás a nuestra llegada, no sabía si sentirme triste por separarme de ella o alegre porque no la hubieran hecho prisionera, ya que probablemente la experiencia habría destruido su inocencia y su naturaleza libre y pura en consonancia con aquellas tierras de ensueño, pero al zarpar y distinguir su figura corriendo hacia a la playa desesperadamente y mirándome con ojos llorosos, se me escaparon varias lágrimas.

María González Amarillo

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