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Índice Prólogo de Juan Villoro El viajero de Praga Contenidos del DVD

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La orilla equivocada

«Aún hoy, cada madrugada, a las cinco, Franz Kafka vuelve a su casa». Así comienza Praga mágica, el sugerente recorrido que el eslavista Angelo Maria Ripellino hace por un territorio marcado por la alquimia, la astrología, la poesía, los autómatas, los dobles y el Golem. Hasta la fecha, la sombra alargada del autor de El proceso preside la ciudad. En la cultura surgida a orillas del Moldava, los personajes de mayor interés han sido seres en tránsito: «El héroe principal de la dimensión mágica de Praga es el peregrino, el transeúnte, que aparece constantemente en las letras bohemias con nombres distintos», escribe Ripellino. Un cónclave de vagabundos, judíos errantes y exiliados. En su extraordinaria novela El viajero de Praga, publicada por primera vez en 1996, Javier Vásconez se ocupa de una figura praguense por excelencia, el desplazado, y rinde original tributo a Kafka. El protagonista, Josef Kronz, es un fugitivo de sí mismo, un médico movedizo que abandona su ciudad natal y se la lleva a cuestas. Su exilio conserva la «denominación de origen» del sitio de partida. La condición kafkiana de la novela se acredita en la fantasmagoría de la trama, la tensión entre el individuo y los inescrutables mecanismos colectivos, el encuentro final

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del doctor Kronz con el enfermo Franz Lowell, que puede ser visto como su doble y el de Kafka. Praga ha sido lugar de encuentro de almas que están de paso. El ciudadano Kronz representa a quien es extranjero en todas partes. Invitado a un congreso en Barcelona, se queda ahí sin justificar mucho sus propósitos. Disfruta las caminatas por la ciudad, el apasionado amor con una pelirroja, la estancia en una pensión de medio pelo que le recuerda a diario su condición nómada. Luego participa en un rocambolesco negocio para importar aves tropicales, y fracasa, sin que eso le importe demasiado. Como los personajes de Onetti, los de Vásconez están cargados de experiencia pero no de pasado. De pronto, Kronz atisba algo que viene de lejos, una pesadilla que ha soñado con anterioridad. Eso forma parte de su historia, pero también de su «enorme capacidad de olvido». Salvo raras excepciones (el recuerdo de la tienda donde respiraba un aroma a chocolate mientras su padre compraba tabaco), ignoramos las sensaciones que marcaron su infancia, las ilusiones de su juventud, los sufrimientos amorosos que definieron su carácter, los problemas morales o políticos que enfrentó. Es posible que Kronz sea un disidente del socialismo checo; lo decisivo es que se trata de un disidente existencial. Para él, «el vacío había llegado a ser una forma de vivir». Sólo alguien que entiende la vida como una mudanza puede hacer esta pregunta: «¿El mundo era un hotel?». Ignoramos los pormenores que determinaron el carácter del protagonista, pero sabemos que ha vivido en forma intensa. El doctor no se sorprende con facilidad; enfrenta las vicisitudes con la serena y resignada comprensión

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de quien ha visto cosas peores. No parece huir por una causa concreta, sino, de manera más significativa, por cualquier causa. Como el extranjero de Camus, su falta de sentido de pertenencia no depende de estar lejos de su tierra, sino de rehuir las certezas fáciles. Abandona Praga y al mismo tiempo tiene «la impresión de no haber salido nunca de ella». Con callada entereza, Kronz actúa en la periferia que se concede al exiliado. Como los personajes de Conrad o de Onetti, se embarca en un proyecto sin futuro: importar a Europa coloridos pájaros que gritan; al fallar, decide ir al continente de donde provienen esas aves. Lo que más le atrae de Ecuador es su nombre abstracto, derivado de una «línea imaginaria»: una patria para el desarraigo. En Ecuador, Kronz conoce a otros pájaros cautivos: los indios, los deportados de la historia, omnipresentes y al mismo tiempo invisibles, siempre ahí y siempre lejanos, como una intangible manifestación de sombras. «En este país solamente hay perros y muertos», piensa el doctor. Los ricos que se protegen de los indios en la cordillera integran otra clase de fauna, más bárbara y perversa, una casta compacta e incestuosa, de cuerpos enfermos que se confunden unos con otros: «todos tenían caries en los dientes y todos estaban emparentados entre sí». La composición de lugar es una de las marcas de estilo de Vásconez. Ajeno al color local, el exotismo o las descripciones de turista, describe Praga, Barcelona y Ecuador como paisajes interiores. El método también recuerda a Kafka. En la novela praguense por antonomasia, El proceso, no aparece el nombre de la capital checa. Cuando escribía cartas o páginas de sus diarios, Kafka mencionaba de manera acuciosa

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los nombres de las calles. En la ficción, prefería traducir la toponimia en escenarios simbólicos. Algo semejante hace Vásconez. Sus parajes combinan la nitidez y la claridad con los claroscuros, los filtros, las veladuras («tuvo la impresión de ver las cosas como a través de una cortina de humo»). Estamos ante paisajes de la mente, intervenidos por una niebla interior, vistos por alguien para quien «la frontera entre su mundo interior y exterior había desaparecido», espejos que reflejan la realidad y la trascienden. Un ejemplo del poderío visual de esta literatura, capaz de resumir las gestas inútiles de América latina: «Plazoletas donde los monumentos de los héroes o ciertos generales vaciados en bronce tenían lágrimas de lluvia en los ojos». También los animales desempeñan un cuidado papel simbólico en la obra de Vásconez. Al respecto, dijo en una entrevista con María Aveiga: «Siento una mezcla de fascinación y horror por todos los animales. Son como el diseño hecho por un dibujante propenso a imaginar pesadillas. Hasta el momento, el mundo animal sigue siendo un secreto. Parecen testigos resignados, pacientes, silenciosos o agresivos de nuestra crueldad». Si los pájaros tropicales son seres exóticos, migrantes con plumas que se venden en Europa, los caballos representan una amenaza que viene de lejos o del inconsciente. Mercedes Mafla ha estudiado la función de los caballos en las historias de Vásconez. En ocasiones, se desbocan en sueños (conviene recordar que en inglés nightmare, «pesadilla», significa literalmente «yegua de la noche»). En El viajero de Praga, los corceles regresan como un oscuro presagio. Mafla observa que en los cuentos «Eva, la luna y la ciudad»

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y «La marquesa», y en El viajero de Praga, los caballos se asocian con el encuentro erótico y su inevitable fin. Una escena deslumbrante: mientras duerme, Violeta advierte que su relación con Kronz va a terminar: «Los caballos extendieron el cuello para alcanzar el borde de la luna oculta entre los árboles. Luego se fueron acercando, y ella se abrió entre falsas risas el vestido: los caballos le cubrieron la cara y los pezones con una baba tibia y espesa […]; poseían un tono verdoso que después habría de asociar a la muerte». En Ecuador, durante un verano, el doctor Kronz vive en una casita junto a un río donde lo asiste un mudo. El mozo que lo acompaña en silencio representa lo inexpresable, pero también y sobre todo la elocuencia a contrapelo de quien observa de cerca y silencia su opinión. No es casual que el protagonista se identifique con él: «Sí, le gusta espiar. Pero a mí no me molesta. Todos, absolutamente todos, practicamos una especie de espionaje. ¿Un médico no hace lo mismo cuando examina a un paciente?». Extendiendo la idea, podemos pensar que el mudo también es un trasunto del propio autor, que espía los síntomas de sus criaturas. Vásconez ha comparado su oficio literario con el de quien observa en forma encubierta a los demás. En su ensayo «La literatura del espía», Margarita Borja establece inquietantes correspondencias entre el autor de La sombra del apostador y John Le Carré. Aunque su forma de construir historias es diametralmente opuesta, ambos se mueven en un territorio de especulación y vigilancia, y crean personajes que miran con una atención acrecentada, en pos del secreto, lo recóndito, lo escondido. Maestro de las estrategias especulares, Vásconez opera como un agente doble que tiene

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numerosos alter-egos. Sus seudónimos de investigador privado: Kronz, Lowell, el mudo. La aparición del enfermo Lowell al final de la trama inquieta porque puede ser un replicante del protagonista, del autor e incluso de Kafka. Vásconez lo describe de este modo: «Fue entonces cuando lo vio, impreciso y gris contra la tarde invernal y la sombra del río. Al valorar con calma la presencia del hombre, comprendió que un individuo tan pensativo, triste y disminuido podía integrarse perfectamente con la multitud. A cada paso parecía perder algo de sí mismo, al tiempo que se iba hundiendo aún más en el abrigo. Era uno de tantos solitarios que circulaban por la calle Zelesná.» (Kafka vivía en la calle Celetná o Zeltnergasse). En sus conversaciones con Gustav Janouch, el autor de La metamorfosis se describe de este modo: «Yo soy una corneja, una kavka: soy gris como la ceniza, una corneja que está deseando desaparecer entre las piedras». Su sintonía temperamental con Lowell es evidente. Kronz, Lowell y el mudo se disminuyen para integrarse a la multitud. No repudian a los otros; se debilitan para estar con ellos como sólo pueden hacerlo los extraños, los indefinidos, los que aspiran a ser cualquiera. En cierta forma, la extrañada fascinación de Vásconez por los animales se relaciona con el espionaje. Testigos laboriosos, omnipresentes y callados, los bichos nos observan. ¿Qué dicen de nosotros? En su entrevista con María Aveiga, Vásconez comenta que el incansable afán de los insectos le hace pensar que están «intrigando, conspirando alrededor mío». No podemos descifrar el comentario de las hormigas, pero sabemos que existe. «Los insectos son

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los signos de puntuación de la naturaleza», afirma Vásconez, y agrega: «Experimento el mismo horror cuando me encuentro ante la mirada vacía de un gato. Al parecer nos está enviando un mensaje desde otra dimensión». El narrador de El viajero de Praga se desdobla en el médico, el paciente Lowell, el mudo. Acaso su último alter-ego no sea humano: Kronz es acompañado por el gato Elmer. ¿Qué enigma miran esos ojos vacíos? Toda revelación contiene un elemento intraducible. El novelista despeja capas de sentido, pero sugiere que al final hay un misterio inexplorable, que pertenece a lo que no puede ser dicho: la mirada del gato. Bajo las lluvias de Quito y entre las sombras umbrías de Capelo, Kronz se integra mejor que en Barcelona. El país parece una proyección de su alma. Todo luce gastado, perdido, cargado de dolor. En ese ámbito, un extraño puede marcar una diferencia. La fuerza moral de la novela se desprende de esta actitud: El viajero de Praga o la piedad de los desconocidos. Los remedios del Dr. Kronz son desinteresados. No alivia para ganar dinero, tener prestigio, insertarse de modo favorable en la costumbre, cumplir con obligaciones amistosas o familiares. Actúa con gratuidad, porque así debe hacerlo; la consulta es para él un cruce de soledades que pueden mitigarse. Theodor W. Adorno escribió que Kafka «busca la salvación incorporando la fuerza del adversario». Tal es el temple de Josef Kronz, casi tocayo del protagonista de El proceso (Josef K.), así como su paciente y alter-ego, Franz Lowell, es casi tocayo de Franz Kafka (cuyo segundo

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apellido era Löwy). La víctima, el enfermo, el testigo sensible son figuras frágiles que sin embargo pueden tonificarse al incorporar las energías de su enemigo. La estrategia del débil consiste en apropiarse de lo que no tiene. La resistente serenidad de Kronz se fortalece con los males y los abusos que remedia. Como habita un mundo que no es el suyo, carece de vínculos y obligaciones que lo comprometan de antemano. En consecuencia, puede actuar con la libertad de quien está ahí por excepción y es solidario sin prejuicio alguno, como sólo puede serlo un viajero. Su desarraigo no proviene de la falta de adecuación a las costumbres locales, sino de la forma en que preserva una mirada voluntariamente alterna, oblicua, ideal para observar con diferencia. En un pasaje de El castillo, el Agrimensor entra a una posada que más bien representa una aduana. La mesonera define así la extranjería del visitante: «Usted no es del castillo, usted no es del pueblo, usted no es nadie. Y, sin embargo, usted es algo, desgraciadamente: es un forastero, alguien que siempre está de más y siempre en medio…». La visión de Kafka es más trágica que la de Vásconez. Tampoco Kronz es del castillo; sin embargo, acepta su condición marginal y, sosegadamente, la revierte en su favor: se hace necesario. El Agrimensor pierde por completo; el doctor Kronz pierde para que otros ganen; acepta los encuentros y desencuentros amorosos que le propone el destino, vive en compañía de un mudo, tolera la presencia del impositivo Coronel, se adentra en el hospital donde encuentra un perro callejero, y cuando todo parece inclinarlo a la resignación o la blanda aquiescencia, ayuda a alguien, sin alardes ni regocijos, con la despaciosa empatía de quien

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está cansado pero aún puede cambiar algo, hacer un esfuerzo que siempre parece el último. Su capacidad de comprender las razones de los otros parece inagotable. Ante doña Esther entiende que el mal puede ser un espíritu de sobrevivencia: «Ella inventa rencores, odios, entierros, para seguir viva». Si, como apunta George Steiner, toda novela de eminencia construye una realidad paralela, una «extraterritorialidad», El viajero de Praga pone en escena su propia patria. Praga, Barcelona y Ecuador han sido reinventados. Hugo de Saint-Victor resumió así la moral del exiliado: «El hombre que encuentra que su patria es dulce, es todavía tierno principiante; aquél para quien toda tierra es como la suya, ya es fuerte; pero es perfecto aquél para quien el mundo entero es como una tierra extranjera». A esta selecta estirpe pertenece Josef Kronz. El desarraigo es su signo, la extranjería su pasaporte. En todas partes se siente en «la orilla equivocada del río». Kafka recorrió la misma senda. Con voz propia, Vásconez confirma la afirmación de Ripellino: el autor de El castillo no ha dejado de volver a casa. El viajero de Praga es un caso singular de la imaginación narrativa. Leer esta novela implica un acto migratorio, cruzar una frontera, una «línea imaginaria» para llegar al otro lado, hacia la ficción cierta y duradera, la arriesgada orilla de Javier Vásconez.

Juan Villoro México D. F., febrero de 2010

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A la memoria de Enrique Grosse

I

Llovía en la ciudad. Durante meses estuvo lloviendo y lloviendo. Hacía tanto frío por las noches que la gente comentaba no haber visto jamás un invierno igual. Fue un invierno tan lluvioso y opresivo que aún se lo recuerda con horror, pues tras unos días de sol, la lluvia volvió a golpear con brío en la noche interminable. El doctor se pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo en su viejo Mercury las calles, visitando a los enfermos, con el cuello de la gabardina levantado para resguardarse del frío. Y aunque era una tarea rutinaria, creía poder aliviar con esas visitas a algunos ancianos, siempre tan frágiles y necesitados de socorro. —Sí, el mundo está tan enfermo... Totalmente enfermo. Ahora lo normal es ser uno de ellos. La gente sana no existe, va siendo una rareza —había comentado Kronz a un colega en el hospital. Para él hubiera sido más prudente quedarse en casa, escuchando el rumor acompasado de la lluvia. Cambió de opinión y se dirigió hacia el sur: al corazón mismo de la mugre, donde sin duda lo esperaba una clientela tan desamparada como adicta al dolor. Así fue esquivando baches y charcos, atravesó algunas calles sin asfalto, plazoletas donde los monumentos de los héroes o ciertos generales

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vaciados en bronce tenían lágrimas de lluvia en los ojos. Divisó a lo lejos cines pobremente iluminados, iglesias y monumentos fantasmales, escalinatas empinadas, y pasó por delante de fachadas sólo visibles para algún transeúnte solitario. Encontró empobrecida aquella zona de la ciudad, pues ciertos habitantes parecían haberla abandonado, intuyendo el peligro que en el futuro significaba vivir allí. Vio edificios y casas a punto de venirse abajo y hombres aguardando bajo los soportales el día del juicio final. El atajo que siguió era recto y sin protección. «Esta ciudad se avergüenza de su pasado indio y español», pensaba el doctor. ¿Para ocultar así la culpa? ¿O por un exceso de pudor? No, no digas nunca de dónde provienes. O por el contrario proclama a los cuatro vientos tu origen familiar. Este parece ser el lema, la gastada consigna de sus habitantes. Pues desde hace algunos años la ciudad se identifica con el terciopelo negro, aldeano, musical de su mediocridad... Llevaba un buen rato recorriendo la Ferroviaria. La condenada visión de aquellas casas pintadas de colores, con los rieles del tren pasando por delante de ellas, le produjo la sensación de ser un invasor. Fue cuando entendió que esa zona no sólo había sido excluida de la vida, sino azotada cruelmente por la lluvia. Aparcó el auto tras una cancha de fútbol. En la acera de enfrente había una casa. La luz era gris y macilenta, como el rostro de la mujer que salió a recibirlo. Al mirar hacia el interior del zaguán, una inquietud se apoderó del doctor. Entró con miedo de ser mordido por un perro. Después subió por la escalera y vio a los viejos, que parecían moverse con indecisión entre las sombras. Pero esta vez había una novedad: una niña

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había sufrido un ataque de epilepsia. Se olvidó de todo y se dedicó a examinarla. Al cabo de un segundo preguntó: —¿Le ha ocurrido esto antes? —No, doctorcito. Fue justo cuando empezó a llover que se enfermó —dijo una mujer de ojos lacrimosos—. Estaba paradita delante de la ventana y de repente se quedó como pasmada por la lluvia. —Ya se le pasará. Ahora tiene que dormir. —¡Ay, qué cosa tan rara! —exclamó la mujer. —Volveré mañana —le aseguró—. Y no se olvide de las pastillas. No se preocupe, pronto va a estar bien. A la vuelta condujo despacio, limpiando el parabrisas con una franela, pues apenas podía distinguir los carros que venían en dirección contraria. Siguió conduciendo así hasta que, cerca de la Floresta, divisó el rótulo de la panadería sujeto con unos alambres. A poca distancia de allí, en un pasaje, quedaba la casa donde vivía. Metió el carro en el garaje, atravesó el pequeño jardín, entró a la casa y subió de inmediato al dormitorio. Se despojó de la ropa y después se dio una ducha caliente. Por esa época el doctor vivía con Elmer, un gato runa y trasnochador que solía mirarlo con ojos de reproche en cuanto se emborrachaba. Kronz le puso un gran cojín de terciopelo púrpura en medio de la sala, pero el gato nunca dormía allí. Por lo visto se sentía más a gusto durmiendo patas arriba encima de la mesa donde él dejaba las revistas y folletos que recibía periódicamente. La lluvia cambió el orden de las cosas, porque esa noche el gato no salió a recibirlo (supuso que estaría debajo del refrigerador), y cuando se disponía a ir en su busca volvió a escuchar tras la puerta el rumor inconfundible de la

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lluvia. «¿Cuándo va a parar?», se preguntó. Luego fue a la cocina, abrió el refrigerador y sacó la envoltura del queso. Tomó una revista y se sirvió una copa de coñac. Cuando empezaba a disfrutar de la lectura apareció el gato con su andar rítmico y soñoliento. —Vaya, por fin has vuelto —le dijo el doctor, acariciándole con delicadeza el lomo—. Tantos días fuera de casa, ¿dónde andabas? ¿Qué te han hecho? Vienes otra vez herido, Elmer... Se puso de pie y se quedó mirando la cara enfurruñada del gato. Tenía un rasguño bajo el ojo izquierdo y, al inclinarse para examinarlo, el animal se escurrió rápidamente bajo la mesa. A juzgar por la lluvia que se había instalado como una tupida y persistente pesadilla sobre el horizonte montañoso, el invierno aún no parecía haber terminado. Durante meses hubo cielos excesivamente encapotados, tardes alargadas tras una plomiza melancolía hasta que inesperadamente parpadearon unos pétalos en el jardín. Una flor silvestre apareció solitaria al pie de la higuera, luego fueron brotando otras. Y la lluvia, la lluvia constante y firme de esta ciudad inició un lento retroceso. Ahora el sol señoreaba por fin sobre los tejados. Mientras escuchaba por la radio la incitadora voz del señor Oquendo, Kronz se sintió feliz ante la reciente aparición del verano y la embriagadora sensación producida por el sol al despertar muy temprano en la mañana. Tomó la determinación de irse al campo por un tiempo y alquilar una casita en algún valle cercano a la ciudad, a pesar de

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que cada año tenía la costumbre de viajar a la costa. Hasta entonces, Manta le había parecido el sitio ideal para pasar una temporada, y de entre todas las ciudades costeras era quizá la que mejor se ajustaba a sus gustos. Mentalmente ya estaba haciendo ese viaje. Su amigo, el doctor Cuesta, solía esperarlo en el hotel Las Gaviotas con una botella de vino español para almorzar. Al atardecer solía sentarse con unos prismáticos en el balcón y buscaba señales de barcos en la costa, tras haberse tomado media botella de vodka. Al cabo de unas horas se despertaba, totalmente agarrotado por el frío, y asistía con el mismo entusiasmo de otras ocasiones al espectáculo inusitado de ver a los pescadores cargando cuerdas y redes sobre las lanchas. Una noche, la luna tiñó de sangre la superficie del mar —hubo una pelea entre dos hombres en la playa, uno de ellos resultó herido con un cuchillo— y la impresión de haber participado de esa pelea se le agudizó de tal forma que no supo si fue un sueño o si todo había sido una abominable fantasía. Le consultó al doctor Cuesta, quien sonriendo con indulgencia comentó: «No hay por qué alarmarse, ocurre todos los días. Esta gente se mata por cualquier cosa». Al atardecer, Kronz sólo tenía ojos para las muchachas que paseaban por el Malecón, resueltas a exhibir con alegría sus hombros desnudos, y a quienes oía reír desde el balcón de su cuarto hasta bien entrada la noche. Procuró desviar sus recuerdos de esos días pasados en Manta, en compañía del doctor Cuesta, ya que ahora estaba decidido a ir a otro lado. Esta vez había elegido pasar el verano en la sierra, en un valle cercano a la ciudad. De haber sabido que iba a cambiar el clima, habría

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telefoneado al propietario de la casa. Antes de partir, sin embargo, entró al invernadero. Su pasatiempo favorito era hacer injertos con flores y podar cuidadosamente sus tallos, esto lo dejaba bien dispuesto para el resto del día. Sólo entonces se sentía satisfecho con la vida que llevaba, si es que podía llamarse vida a esa sucesión de días muertos, tediosos, que giraban sin cesar en el vacío. En todo caso, no se sorprendió por la suavidad con que se iniciaba el verano en la ciudad, cuando revienta la flor de los arupos, sin olvidar las noches de luna llena rodando sobre la porcelana de los nevados. Mientras conducía se acordó de que debía hacer algunas compras en El Globo. Le gustaba ir a ese almacén de chirriantes puertas giratorias, donde siempre había encontrado lo que le hacía falta. Al entrar vio a la cajera ocupada en deshacer una madeja. Era una viejita de modales impecables, con cara de ángel barroco. La mujer lo saludó con una leve inclinación de cabeza. El doctor se dirigió a la sección para caballeros y compró calcetines de lana, dos camisas de algodón, un overol, un sombrero de tela y pilas para la radio. Luego, sorteando los escaparates donde había toda clase de botones, se acercó a la pesada cabina en forma de horca donde estaba la cajera. En cuanto la vio su mente empezó a retroceder y fue como si rebobinara una película antigua y carcomida por el tiempo. Esa mujer, de manos diminutas y delicadas, podía haber sido su madre. —¿No se olvida de nada? —No. Me parece que esto es todo por hoy —dijo él, un tanto turbado al ver cómo la viejita ponía a un lado la madeja de lana.

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Dos horas después el motor subía rugiendo y cortando el viento. El día era tan luminoso y las partículas de luz se agitaban con tal intensidad sobre el parabrisas del Mercury, que daban la impresión de ser mariposas atrapadas entre refulgentes bandas de luz. Lentamente, Kronz inició el descenso en dirección al valle. Iba golpeando el volante con los dedos, como si hubiera querido enfurecer al gato que viajaba en el asiento trasero (se mantenía tranquilo dentro de la jaula, a pesar de haber sido sacado bruscamente de la casa y, aparte de emitir algún tímido gruñido de protesta, soportaba el cambio con bastante estoicismo). Desde lo más recóndito de su conciencia el doctor empezó a valorar aquel espacio infinito, lleno de libertad, las laderas bañadas por el sol y el perfume de los eucaliptos: vio relucir algunos pencos junto al camino y, a medida que se internaba por un sendero lleno de curvas, sus sentidos se fueron abriendo al aroma de los guantos que crecían por los alrededores de Capelo.

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