La inseguridad en la megalópolis

una aglomeración demográfica marcada por contrastes ... abarcar, en un mismo espacio urbano, una variedad de ... un ejid
96KB Größe 6 Downloads 132 Ansichten
OPINION

Jueves 19 de agosto de 2010

I

17

DEBILIDADES INSTITUCIONALES Y POLITICAS FRENTE A LA OLA DE DELITOS

Misterios del Jesús histórico ENRIQUE TOMAS BIANCHI

L

PARA LA NACION

AS recientes discusiones sobre el matrimonio y su régimen que han tenido lugar en nuestro país han traído a mi mente el recuerdo de otra polémica –mucho más restringida, pero no menos ardorosa– sobre un tema que podrá parecer extraño a muchos lectores y que es el siguiente: Jesús –el histórico, el que es estudiado por los especialistas de cualquier credo– ¿era célibe o casado? Las opiniones están más divididas de lo que podría pensarse. Veamos algunos ejemplos. En el campo católico, el teólogo Juan Chapa (Universidad de Navarra) sostiene la postura clásica: Jesús no contrajo matrimonio. Ni los Evangelios ni la tradición hablan de una eventual mujer de Jesús (sí, en cambio, se refieren a su madre y hermanos, conf. Marcos 6, 3). Si bien Chapa admite que era un “rabí” y que el matrimonio era la norma entre ellos, señala dos cosas: varios autores (Flavio Josefo, Filón de Alejandría y Plinio, el Viejo) informan que, en la misma época de Jesús, los esenios vivían en celibato y ciertos miembros de la comunidad de Qumran también lo hacían; en segundo lugar, el celibato de Jesús subraya su singularidad con respecto al judaísmo de su tiempo y es más acorde con su misión. Da testimonio de un amor que está por sobre todo y que exige una entrega total. El mismo habla de quienes decidieron no casarse por el Reino de los Cielos (Mateo 19, 12). En tanto, el protestante Alain Houziaux (iglesia reformada) enumera las razones a favor y en contra de la hipótesis de que Jesús estuviera casado. A favor de su matrimonio señala que Pablo, cuando invita al celibato, dice expresamente: “Acerca de la virginidad, no tengo ningún precepto del Señor” (1 Corintios 7, 25). Reconoce, entonces, que sólo habla a título personal. Además, lo ya dicho, Jesús era un “rabí” y todos los de su época estaban casados (se veía muy mal que no tuvieran mujer). Y más aún, Jesús no tenía el perfil de un asceta y muchos se lo reprochaban: “Porque llegó Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y ustedes dicen: «Ha perdido la cabeza». Llegó el Hijo del

Las Escrituras no dicen nada de una mujer de Jesús. Tampoco lo hacen respecto de las mujeres de sus discípulos Hombre, que come y bebe, y dicen: «Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores»” (Lucas 7, 33/34). Es cierto que las Escrituras no dicen nada de una mujer de Jesús, pero tampoco lo hacen respecto de las mujeres de sus discípulos. En contra de la presunción, Houziaux destaca que en la época de Jesús hay un cambio de mentalidad en este punto (época bisagra) y puede que Jesús hubiera preferido quedar célibe. Muy pronto, después de Jesús, la ideología del celibato y la virginidad se extendió, y el ejemplo de Pablo de Tarso lo muestra claramente. El Nazareno creía en la inminencia del Juicio Final y sostenía ser el Hijo del Hombre, que, en esos tiempos, era considerado una figura celeste y escatológica. Bien pudo pensar que era mejor no casarse. Houziaux concluye que es imposible arribar a una certeza. Desde el punto de vista del judaísmo, Schalom Ben-Chorin piensa que Jesús era casado. Cuando en Lucas (2, 51 y stes.) se dice que Jesús vivía en Nazaret y estaba sometido a sus padres, significa que se integró en la vida general de todos. A los 18 años, un joven estaba ya bajo el palio nupcial (los padres, por supuesto, eran los que buscaban una esposa adecuada). El Talmud dice: “Al joven de veinte años que vive sin mujer le visitan pensamientos pecaminosos (b Kidduschin 29 b), pues el hombre está constantemente en poder del instinto, del cual sólo el matrimonio puede liberarlo” (b Jabmuth 63 a). Dice Ben-Chorin que de los centenares de nombres de maestros de la época talmúdica sólo uno, Ben Asaj (siglo II d.C.), no estaba casado. Por eso sus colegas lo criticaban duramente, pues decían que hablaba bien pero obraba mal (ya que no cumplía con el mandamiento que impone “creced y multiplicaos”). Si Jesús no hubiera estado casado, los fariseos se lo hubieran echado en cara y sus discípulos se habrían preguntado por ese pecado de omisión. Es cierto que no sabemos de una supuesta mujer de Jesús –quizá la dejó a ella y a sus hijos al emprender su misión–, pero tampoco de lo que aprendió antes de su vida pública, o si ejerció un oficio. Sabemos, sí, que hizo en Nazaret una vida normal hasta que comenzó su predicación. Para terminar, otros señalan que si Jesús hubiera sido célibe Pablo no se habría limitado a decir que no conocía ninguna palabra de aquél sobre la virginidad, como dice en 1 Corintios 7, 25. Es muy probable que se hubiera remitido al ejemplo de la misma vida de su Señor. Pero no lo hizo. © LA NACION El autor es secretario letrado de la Corte Suprema de Justicia

La inseguridad en la megalópolis NATALIO R. BOTANA PARA LA NACION

L

A opinión pública y las encuestas registran a diario el embate de la inseguridad. Como cualquier fenómeno sociológico, el problema de la inseguridad tiene al menos dos caras: el hecho en sí, clasificado según el número de actos delictivos y su crecimiento, y la percepción subjetiva que cada uno de nosotros adquiere de la inseguridad, por haberla sufrido o por conocerla a través de los medios de comunicación. Este enfoque, por demás difundido, hace de preámbulo para destacar de nuevo nuestra insuficiencia institucional. Es un atributo negativo de la condición ciudadana que, en este caso, obedece a una circunstancia en la cual el desempleo, la marginalidad, las carencias educativas y los carteles de la droga están consumiendo la vitalidad y las promesas de futuro contenidas en las capas más jóvenes de la población. Recuperando el título de una novela de Adolfo Bioy Casares, padecemos una “guerra del cerdo” al revés. En aquel texto se liquidaba a los ancianos; hoy, quienes están sometidos a ese apagón de la vida son los más jóvenes. Y no hay duda –basta con mirarlos de frente o en pantalla protagonizando asaltos y homicidios– de que un gran segmento de la juventud abona de este modo el vasto campo de la anomia social. Esta brutalidad de la existencia no estalla en el vacío. Ocurre con mayor intensidad, en comparación con el resto del país, en la megalópolis formada por la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense: una aglomeración demográfica marcada por contrastes extremos de 12.944.000 habitantes, según la población estimada por el Indec para el tercer trimestre de 2009, que tiene la peculiaridad administrativa de abarcar, en un mismo espacio urbano, una variedad de jurisdicciones. Por lo pronto, la división que existe entre la provincia de Buenos Aires y una provincia a medias (veremos de inmediato por qué) como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires; luego, la división del conurbano en intendencias, muchas de las cuales tienen la pobla-

ción de un buen número de provincias. Este conjunto se proyecta sobre un espacio urbano de carácter continuo. Lo que la institucionalidad divide la realidad del poblamiento lo unifica. Ante una cuestión de tales proporciones, el sentido común exigiría poner en marcha un federalismo de concertación, organizado al modo de un triángulo en el que la provincia de Buenos Aires, el Poder Ejecutivo Nacional y la ciudad de Buenos Aires ocuparían cada uno de los vértices. Antes el federalismo se practicaba en el contexto rural; ahora debería hacerlo en el espacio urbano. Preguntamos: ¿para qué concertar? Para amortiguar el impacto de esta crisis laboral, hacer de la prevención policial el norte de la acción política y poner en marcha las reformas necesarias en los códigos de procedimiento penal. Todo esto supone una coordinación exhaustiva. Desgraciadamente no es así. La provincia de Buenos Aires, en particular el conurbano, es una entidad que, hasta el momento, ha fagocitado cuanto plan de seguridad se ha ensayado en este largo cuarto de siglo de democracia. Nada dura en materia de seguridad, cuando en rigor de verdad –lo expuso descarnadamente Hobbes hace trescientos sesenta años– la seguridad debe ser la política de Estado por excelencia porque, en el límite extremo de su ausencia, no hay en rigor Estado. Es hora pues de que todos los partidos concurran a ese esfuerzo. No es tarea solitaria; es obra de todos. En la ciudad de Buenos Aires el cuadro es igualmente penoso. Un gobierno sobre un ejido urbano, sin control de la seguridad y del transporte, de gobierno tiene muy poco. Es apenas un remedo de una dominación legítima. Las leyes constitutivas de la ciudad le han sustraído estos atributos del Estado que permanecen en manos del Poder Ejecutivo Nacional; con lo cual, si no se entablan relaciones cooperativas entre la presidencia de la Nación y el gobierno de la ciudad, la condición ciudadana se degrada, la prevención del delito se hace más opaca y los vecinos quedan rehenes de

un incomprensible conflicto: por un lado, el Poder Ejecutivo Nacional, que quiere someter a la ciudad; por el otro, la ciudad, cuyo jefe de gobierno busca competir por el poder presidencial. Este es el meollo de lo que hoy acontece en los barrios porteños. La Policía Federal no responde en plenitud porque no está sujeta, como en cualquier provincia, al gobernador o al jefe de gobierno; la autoridad local de transporte, que en tensión coexiste con la autoridad nacional radicada en la Secretaría de Transporte, no puede regular un tráfico alocado y unos recorridos de colectivos que se extienden entre el conurbano y la ciudad. Mientras se suman los muertos por accidentes perpetrados por conductores de colectivos, en general bajo el yugo de una salvaje explotación laboral en cuanto al cumplimiento de los horarios,

La paradoja está a la vista: el partido del poder no tiene poder en orden a la seguridad de la vida ciudadana un concepto elemental de la responsabilidad política reclamaría la puesta en marcha de una autoridad común, aplicada a la megalópolis en su conjunto, con el objeto de regular unos desplazamientos que, al paso que vamos, se están transformando en pequeños infiernos. Nada de esto acontece. Al contrario: los rehenes de la violencia advierten la sucesión de trifulcas, de estrepitosas declaraciones mediáticas (un elemento típico de la “política-rating”, como la llama Hugo Quiroga en La república desolada, de reciente aparición) y no mucho más. ¿Quién será capaz de proponer estos planes de reconstrucción? La pregunta envuelve en sí misma una paradoja porque el lugar donde se observan las debilidades intrínsecas de una pretendida hegemonía es, precisamente, aquel en

donde se abre el vacío de la inseguridad. En otro libro reciente (La competencia política en el federalismo argentino, de Alberto Dalla Via), el autor describe los rasgos del “partido de poder” que en estos últimos años impera en Rusia. El kirchnerismo tiene aire de familia con ese fenómeno. Habría que consignar, sin embargo, qué eficacia conserva ese ejercicio del poder manejado desde el vértice del Ejecutivo cuando la política de confrontación no hace más que oxidar los resortes básicos de la seguridad de la vida ciudadana. La paradoja está a la vista: el partido de poder no tiene poder en orden a la seguridad. El Ejecutivo, con la asistencia de sus agentes, no ceja en su carrera contra los medios de comunicación; sostiene que esa conspiración de las redes monopólicas, junto con la complicidad de los jueces adictos a la excarcelación fácil, es causante de la sensación y el descontrol de la seguridad pública; señala, en fin, que se exagera en este campo para desestabilizar las posiciones adquiridas y la emprende contra los gobernantes que se juzgan peligrosos en cuanto a su amenaza electoral. El resultado está a la vista; por incentivar el conflicto y retacear el respaldo necesario, la inseguridad sigue creciendo. En los años posteriores a la reforma constitucional de 1860, Juan B. Alberdi aducía que el presidente de la República, desprovisto de recursos fiscales y de control territorial en la ciudad porteña (en donde era apenas un huésped), había quedado impotente bajo el poder de la provincia de Buenos Aires. Las vueltas de la historia nos han traído el escenario opuesto: en estos días la ciudad y la provincia de Buenos Aires dependen de la voluntad del Poder Ejecutivo Nacional, de sus intereses y de sus pasiones. Tal vez una lección a tomar en cuenta para los futuros acuerdos de gobernabilidad. Sin una cooperación basada en la confianza, que amortigüe el conflicto entre los gobernantes de esta megalópolis de incesante crecimiento, no hay seguridad posible. © LA NACION

Haití, aún bajo el golpe del terremoto GABRIEL MARCELO FUKS

E

L mes pasado se cumplieron seis meses del terremoto que afectó a la República de Haití y conmovió a la humanidad con una profecía autocumplida: es la vulnerabilidad que preexiste a las catástrofes lo que eleva a niveles exponenciales la destrucción y el impacto sobre la población, la infraestructura, el ecosistema y toda forma de vida. La ayuda humanitaria fluyó veloz. A veces, sin una clara delimitación de las capacidades y atribuciones de los países, organismos internacionales y ONG actuantes. Casi 6000 millones de dólares se recaudaron entre los donantes. El número de los integrantes de la misión de la ONU se amplió después del sismo. Casi mil ONG internacionales se desplegaron en Haití luego del 12 de enero. Todas las estructuras operativas de las Naciones Unidas mantienen su tensión y mirada en el terreno, especialmente en esta etapa en que se desarrolla el período de huracanes y tormentas tropicales. Según estimaciones, entre 180.000 y 250.000 personas perdieron la vida, más de 300.000 resultaron heridas, en muchos casos con amputaciones que dificultan su rehabilitación. Alrededor de 1500 alojamientos temporarios aún albergan un millón y medio de desplazados, que forman “manchas urbanas” de carpas en zonas diversas. Sólo un cinco por ciento de los afectados fue asentado o reubicado. Aun así, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) informa que la situación

PARA LA NACION

sanitaria se encuentra controlada, sin que se hayan producido epidemias ni situaciones fuera de control. Esto representa una muestra de la resiliencia del pueblo haitiano, y refleja la acción que desarrollaron los organismos internacionales y varios países que pusieron a disposición equipos médicos, medicamentos e insumos tecnológicos para paliar la situación. Desde las primeras horas de producida la catástrofe, con la ayuda inicial del hospital reubicable de la Fuerza Aérea y luego con el aporte de los médicos voluntarios de

Alrededor de 1500 alojamientos temporarios aún albergan un millón y medio de desplazados. Sólo un 5% fue reubicado los Cascos Blancos, dependientes de la Cancillería y de la Dirección Nacional de Emergencias Sanitarias, la Argentina dio su contribución, valorada por los actores más importantes de la acción humanitaria. Pasado ya medio año, existen interrogantes acerca del futuro en Haití. ¿Lograrán los países y organismos financieros que coordinan los fondos destinados a la rehabilitación y reconstrucción poner finalmente en funcionamiento un aceitado flujo de esos recursos en la dirección necesaria? ¿Lo harán respetando las prioridades fijadas por

el gobierno haitiano, según los designios, la cultura y las necesidades de su sufrido pueblo? ¿Podrá sustraerse este proceso de las leyes de mercado que en el caso de Irak entregaron llave en mano a poderosas multinacionales la reconstrucción de infraestructura? En un reciente informe de auditoría realizado en el Pentágono, la laxitud en el manejo de los fondos en Irak arrojó la desaparición de 8700 millones de dólares provenientes del crudo iraquí, que fueron a parar a los bolsillos de contratistas o funcionarios cuando debían contribuir con los programas humanitarios. En Haití, algunos envíos gubernamentales hechos por fuera de lo solicitado por el país y los encargados de la coordinación multilateral parecen más destinados a las agendas internas que a la efectiva ayuda. También el número de ONG aparece hoy cuestionado. Un alto funcionario de la Organización para la Coordinación de la Asistencia Humanitaria de la ONU (OCHA), que articuló en terreno la asistencia humanitaria, relató que en las reuniones de coordinación se agregaban cada día nuevas organizaciones, hasta totalizar unas 950. Cuando sugirió la posibilidad de dividir el terreno para hacer más eficiente la ayuda, sólo cinco de ellas estaban en condiciones de asumir la tarea. La necesidad de contar con cuerpos de voluntarios entrenados, tanto los subordinados a las ONG como los dependientes de las estructuras gubernamentales e internacionales, es un punto vital e inelu-

dible en la agenda actual de la asistencia humanitaria en Haití. América latina debe y puede ser parte de la respuesta a éstos y muchos otros interrogantes del futuro inmediato de Haití. El rol de la Unasur –a través del fondo acordado de cien millones de dólares, del cual nuestro gobierno comprometió aproximadamente 17– abre la posibilidad de establecerse como un grupo de naciones que participe del esquema de donantes. El documento final de un encuentro reciente realizado en Buenos Aires acerca de los “Mecanismos Internacionales de Asistencia Humanitaria” con presencia de veinte países de América latina y el Caribe, destacó los esfuerzos realizados por la región en solidaridad con otros pueblos y regiones afectados por calamidades socionaturales. También recomendó garantizar que la ayuda humanitaria internacional sea complementaria con los esfuerzos del país afectado y coordinada con el mismo. La asistencia humanitaria no es pensable sino en términos de la principal recomendación de la Estrategia Internacional de Reducción de Desastres de la ONU, que exhorta a trabajar sobre la vulnerabilidad y sus causas estructurales. Esa es la tarea, y nuestro país y toda América latina deben ser un sostén para que un Haití enteramente soberano pueda avanzar en esa dirección. © LA NACION El autor, embajador, es presidente de los Cascos Blancos