La identidad como fábrica de sentido

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La identidad como fábrica de sentido Pedro Arturo Gómez Cuando era niño, en el patio de la escuela, temprano en la mañana, durante el izamiento de la bandera -después de que nos habían hecho formar fila y “tomar distancia”- mi atención adormilada se ponía a vagar e, inevitablemente (fatalmente), iba a dar siempre al mismo lugar. En lo alto de un muro, con letras enormes, se imponía la presencia de una inscripción: “Serás lo que debas ser, sino no serás nada”. En algún momento me enteré de que se trataba de una frase de José de San Martín, una de esas máximas que al prócer se le ocurrió escribir para su hija Merceditas. Indudablemente seguimos recordando (y conmemorando mecánicamente) a San Martín, aunque me ronda siempre el caso de una maestra que, hace ya más de una década, en una de sus clases de primaria, les preguntó a sus alumnos quién era el “Santo de la Espada” y le respondieron “He Man”. La anécdota solía citarse en el mundillo de los estudiosos de la comunicación mediática como un ejemplo del grado en que la cultura de masas coloniza el conocimiento. ¿Los escolares de hoy –nativos de la era digital- saben siquiera quién es He Man? Con seguridad, el continuo reciclaje de las industrias culturales le asegura nuevas vidas a este superhéroe. Sí me parece improbable que los estudiantes de hoy en día sepan de la existencia de las máximas sanmartinianas, y no parece que las fábricas mediáticas vayan a ocuparse de ellas (nada que lamentar). 1.1. Apelaciones e inculcaciones La ocurrencia de San Martín en sí misma resulta menos interesante que sus aplicaciones, en particular el uso institucional que se hace de esta máxima, entre todos los usos institucionales que se hacen de los personajes de nuestra historia, sus hechos y sus decires. La historia (eso que en inglés es la “history”) –como gran relato institucional, sobre todo la historia de una Nación- es un entretejido de historias (de “stories”), con sus héroes, episodios fundacionales y santuarios. Por supuesto, importa menos la historia que quién la cuenta, de qué modo y con qué fines; es decir, cómo hacer cosas con este tipo de historias y cómo hacer hacer, cómo inculcar y comandar acciones, mediante estas historias. Es en esta dimensión performativa donde adquiere su volumen, densidad y espesor la frase sanmartiniana que me caía encima durante mis días de escuela. Claro que “Serás lo que debas ser, sino no serás nada” es apelativa en la medida en que está dirigida a una segunda persona, pero su relevancia está en la fuerza de interpelación que le confiere su sentido deóntico, su apelación al deber inscripto como condición del ser; dicho de otra manera, el ser formulado como deber ser, como imperativo. Y todo lo que hace al ser, todo lo que hace ser, tiene que ver con la identidad, en la medida en que la identidad se plantea cono la definición de lo se es. Las definiciones son algo que se hace con signos, con palabras e imágenes, pero también con otros elementos simbólicos como la música, tal cual lo demuestra la importancia de himnos, marchas y géneros folklóricos para las identidades nacionales. Por lo tanto, la identidad es una cuestión de elaboración simbólica, la identidad es representación y puesta en escena, porque toda representación conlleva una o más puestas en escena. Pero además –el ejemplo de la máxima sanmartiniana lo evidencia- para ser eficaz esta definición necesita fuerza, un poder que habilite su capacidad realizativa. En este caso, esta instancia legitimadora viene dada por la palabra de un prócer, alguien consagrado,

transmitida por la institución educativa, es decir, por el uso que la institución educativa hace de la palabra de un héroe nacional. Pero observemos más de cerca la máxima y así podremos auscultar sus astucias. La sentencia postula un deber ser, pero no especifica de qué se trata, no dice explícitamente qué es eso que se debe ser, sólo estipula que hay que serlo so pena de no ser nada. Ahora, este “vacío” es sólo aparente, porque lo que en realidad postula la frase es que hay siempre un “algo” que se debe ser, un estado que nos espera desde nuestros orígenes como meta esencial, una meta que nos antecede dándole dirección y forma a nuestra existencia. De este modo, si nos desviamos del camino que conduce a esa meta perdemos nuestro ser, faltamos a la cita con ese ser. Y lo que es más importante, ese vacío en la máxima está allí para ser rellenado, como un espacio en blanco, por las asignaciones de las voces con fuerza, de las palabras con autoridad para expresar, para dictaminar qué es eso que se debe ser. Dicho de otra manera, es un espacio en blanco a llenar por la autoridad y sus administradores -los padres, los profesores, el Estado- un espacio reservado para un sujeto de supuesto saber. Es así que la identidad, en cuanto materia de definiciones, es cuestión de poder: el poder de formular e inculcar identidad. Como todo poder, éste procede de la fuerza que confiere la posesión y manipulación de capitales (bienes) tanto materiales como culturales. Y como ocurre con todo poder, hay quienes pueden ejercerlo y otros no tanto. Ya se habrá advertido que existen diversos tipos de identidades, desde las individuales (ser tal o cual persona) hasta las nacionales (ser argentino, ser mexicano, ser italiano…), pasando por las identidades de grupo (ser hincha de tal o cual equipo de fútbol, ser fanático de tal o cual figura o producto de las industrias culturales, ser parte de los que practican tal o cual deporte, etc.) y las identidades regionales (ser tucumano, ser santiagueño, ser “del interior”…). Y también identidades ligadas a factores como el género (ser hombre, ser mujer), la edad (ser adolescente, ser joven, ser adulto, ser anciano…), la sexualidad (ser héterosexual, ser gay, ser lesbiana…) y la raza (ser blanco, ser afroamericano, ser descendiente de pueblos originarios, etc.). En todos los casos, estas identidades son objeto de definiciones y redefiniciones constantes, a partir de las adhesiones de los sujetos a modelos socioculturales y prácticas vigentes. Las instituciones –entre ellas los medios- son centros de producción y administración de estos modelos y prácticas, de ahí los recurrentes –y competitivos- llamados “a ser” que circulan, disputándose los mercados identitarios: ser mujer u hombre, ser joven o anciano, ser hétero, gay o lesbiana, ser argentino, ser santiagueño de una determinada manera, la manera inculcada por los dictados institucionales. Así planteadas, estaría claro que las identidades son construcciones, algo que se elabora con signos y con el poder de inculcación, es decir, representaciones legitimadas y legitimantes. Pero a esta afirmación se le podría objetar lo siguiente: si las identidades resultan de definiciones, ¿no es que las definiciones son algo que se dice acerca de cosas que ya existen, cosas cuya existencia precede a las definiciones que de ellas se hacen? Después de todo, esa es la lógica de diccionarios e enciclopedias, ¿no? Aquí estaríamos invirtiendo los términos al decir que son las mismas definiciones las que dan el ser, las que hacen ser y, por consiguiente, hacen hacer. Indudablemente el mundo de las cosas y de los hechos existe, pero los seres humanos no habitamos el mundo fáctico al desnudo, sino revistiéndolo de sentido. La relación que entablamos con las cosas y los hechos no es con las cosas y los hechos en

sí (sea lo que sea esto), sino en la medida en que les asignamos significado a través de la interpretación, porque la percepción humana no es meramente sensorial: al mismo tiempo que nuestro cerebro recibe los estímulos que le envían nuestros sentidos, nuestra mente convierte esos estímulos en datos e información que procesamos asignándoles significación, esto es interpretándolos. Esta asignación de significado al producirse siempre en contextos concretos hace que el significado se constituya como sentido, es decir significado situado, ligado a un marco situacional. Claro que esta asignación de sentido no se produce a partir de la nada, ex nihilo, sino que las fuentes del sentido están no sólo en los códigos intervinientes, sino en el contexto sociohistórico, en los acervos de experiencia y en los factores que componen la situación, sus “reglas de juego” por así decirlo. Es muy cierto que el mundo de las cosas y los hechos nos afecta, pero nunca con total independencia de lo que se dice acerca de esas cosas y hechos o de cómo son dichos. Un terremoto, un tsunami, una fuga de radiación son desastres con consecuencias reales que no se reducen a lo que diga de ellos o cómo sean dichos en los mensajes mediáticos y los informes de las autoridades. Pero la dimensión de esas consecuencias y sus causas no se reduce tampoco a las cosas y hechos en sí, sino que depende de la manera en que son interpretados, depende del modo en que determinados sujetos sociohistóricos los invisten de sentido y esas investiduras de sentido tienen, sí, consecuencias reales sobre los hechos y cosas. De ahí que se hable tanto del particular modo con que los japoneses han vivido la reciente catástrofe sísmica, de su actitud ante el desastre, la manera en que ellos lo han significado, un significado que no es cualquier significado, sino el sentido mismo de cómo vivir un momento de terrible aflicción. Lo mismo resulta al reparar en las palabras de algún personaje del escenario político argentino que le asignó a la tragedia japonesa el significado de un mensaje de Dios advirtiéndonos de los peligros de la carrera nuclear. En síntesis, las cosas y los hechos tienen existencia propia, existen –podría decirse- por sí mismos en el mundo de la realidad fáctica, pero en la medida en que afectan a los humanos se impregnan del sentido que éstos les asignan y se vuelven indisociables de este sentido. Del mismo modo ocurre con las que podrían denominarse prácticas no simbólicas, esas que no implicarían el uso de signos. No obstante, cabría preguntarse cuáles prácticas serían éstas, ya que todas las acciones humanas están enmarcadas en órdenes situacionales con sus correspondientes guiones y esquemas de interpretación, cierto que guiones y esquemas que los sujetos no se limitan a reproducir, puesto que la acción concreta siempre conlleva el germen del cambio, como señalaba Bourdieu “la historia siempre puede ser diferente”. Ya que las acciones y las prácticas están insertas en los órdenes de la cultura, siendo la cultura un vasto y complejo entramado de acervos de sentido, entonces resulta imposible trazar una línea que separe taxativamente las prácticas simbólicas de aquellas que no lo serían. Cualquiera sea la práctica, incluya o no en primera instancia el uso (producción y reconocimiento) de signos, siempre estará expuesta a la dimensión simbólica, al entretejido de significaciones que pueda recubrirla. Dicho de otro modo, en cuanto a las prácticas sociales, es insostenible la dicotomía entre lo discursivo y lo no discursivo, por la sencilla y elemental razón de que nada de lo humano se sustrae de lo discursivo, lo simbólico es el orden que constituye al sujeto. Por ejemplo, una determinada práctica deportiva –digamos, el ciclismo- podría decirse que un principio no consiste en producción simbólica alguna, que no entraña ningún orden discursivo. Sin embargo, aún para aquellos que hacen ciclismo de manera menos sistemática, ¿cómo separar el ejercicio de esta práctica de los relatos mediáticos acerca de ella, de los decires autorizados de expertos y conocedores, de las regulaciones institucionales que la organizan? Pero por sobre todo esto, ¿cómo excluir lo discursivo

del relato que me cuento a mí mismo acerca de mi experiencia con la bicicleta? Podría decirse que el pathos de la experiencia siempre necesita ser contado y es ahí donde el orden discursivo se hace inevitable; la lógica de las acciones es narrativa, recién después se podrá dar cuenta de ellas argumentativamente. Lo mismo vale para cualquier práctica y las experiencias ligadas a ella: participar de un recital de rock, viajar, amar, etc. 1.2. Narraciones e identificación Por supuesto que ni el ciclismo, ni los recitales de rock ni los viajes ni el amor, ni cualquier práctica, pueden reducirse a las estructuras que auscultan los oficiantes más ortodoxos del análisis del discurso en su disección de los textos. Dar cuenta de las investiduras de sentido que los sujetos proyectan sobre las prácticas exige atender a la dimensión de pasión, goce y deseo inherente a la experiencia, algo que va más allá de los códigos y sintagmáticas por grandes que éstas sean. Sin embargo, a los críticos de la fe estructuralista y de las semioticidades en todas sus reencarnaciones, hay que advertirles que la denuncia del énfasis reduccionista de cierto análisis del discurso o de cierta semiótica no debe arrastrarlos al extremo contrario de negar el componente discursivo de toda la praxis y la experiencia humana. En gran medida, la experiencia hace sentido cuando la narro, ya sea en el relato que me cuento a mí mismo o en el que comparto con otros, incluido los testimonios que el investigador recoge por medio de entrevistas, para luego analizarlos en busca del trazo y la traza de la experiencia. Quien estudia los modos en que los sujetos elaboran el sentido, nada pueden decir de la experiencia como sustancia, sino como materia discursiva, esto es sustancia en camino rumbo hacia la forma del discurso, un camino que hay que desandar mediante… el análisis del discurso, claro que no uno focalizado excluyentemente en las estructuras. Los seres humanos somos operarios de tiempo completo en las fábricas de sentido. Quienes se proponen investigar en qué consiste el trabajo en estas fábricas, cuáles son los regímenes laborales, cuáles son las condiciones de producción, cuáles son los recursos materiales y simbólicos, cómo se organiza –simétrica o asimétricamente- la producción, cuáles son las operaciones, cuáles los reglamentos y cuáles los procedimientos, cómo se organiza y desarrolla intersubjetivamente el trabajo, cómo es el producto y cómo circula, quienes aspiran a producir conocimiento acerca de todo esto no pueden prescindir de lo discursivo, porque no hay sentido humano que prescinda de lo discursivo o que no vaya a dar a lo discursivo. En cuanto a las identidades, indudablemente están asociadas a factores de ese mundo de las cosas y los hechos, están ligadas en no pocos aspectos a la realidad fáctica: factores biológicos como el sexo, la edad, la raza… Pero es muy sabido que la historia humana no es historia natural, de modo que lo que importa es cómo esos elementos son interpretados, de cómo son elaborados por qué investiduras de sentido. Y, lo recordemos, no se trata de cualquier cuestión, sino de la identidad, eso ligado a lo que se es, eso que tiene que ver con de dónde uno viene y hacia dónde va, o al menos eso que se proclama como origen y destino, encauzamientos de una vida, pero también en-causamientos, puestas en causa de una vida. En este sentido, los llamamientos a ser no de cualquier modo, sino según la manera prevista, la trazada por algún plan institucional o una razón hegemónica, incluida la del capitalismo y el consumismo. Porque quien controla el encauzamiento y el en-causamiento posee un gran poder, el poder de trazar identidades. Por eso las identidades son un bien tan valorado y tan

disputado, por eso las identidades son una cuestión política, “campos de batalla”1 donde se dirimen los sentidos fundamentales de la existencia y cómo esos sentidos pueden ser manipulados. Tiene menos relevancia ser hombre o mujer, joven o anciano, blanco o negro como factores biológicos, que la manera en que estas realidades son investidas de sentido desde los sectores productores hegemónicos de significación. Ante las investiduras de sentido divergentes -tanto efectivas como posibles- aquellas que se apartan del patrón dominante, es que aparecen las remisiones a un supuesto “orden natural de las cosas” (premisa utilizada por los opositores durante el debate en torno a la ley de matrimonio igualitario), ese modo de ser proclamado como deber ser y condición del ser. La construcción de las identidades necesita de la sustanciación, hace falta postular una esencia, un principio – meta que antecede la existencia de los sujetos pero bascula sus vidas, marcando lo que debe ser, so riesgo de no ser nada o de ser un paria, un marginal, un desarraigado. Estos postulados pueden anclar, por ejemplo, en la identificación del género masculino o femenino con determinados papeles sociales o con la orientación sexual, según la razón patriarcal heteronormativa procreativa, o en el supuesto “carácter” de una raza o cultura como convocatoria al ensamble de una nación. Un spot publicitario reciente nos cuenta la historia de Laura, una mujer joven cuya vida entra en crisis por la acumulación de tareas cotidianas, hasta que hace su aparición el detergente Esencial. La voz en off nos dice: “la vida de Laura era una pesadilla: trabajar, manejar, planchar, cocinar y luego lavar los platos, muchos platos…”, mientras las imágenes nos muestran cada una de esas actividades, usando la pantalla dividida en viñetas, hasta que la mujer literalmente entra en erupción: su cara se hincha y enrojece, mientras comienza a salir humo de sus orejas. Pero de pronto aparece la solución; dice la vos en off: “Hasta que un día llegó el nuevo Esencial, que además de ser más suave y desengrasante, es extra rendidor. La felicidad volvió a la vida de Laura”. Las imágenes presentan al detergente como una animación con rasgos de geniecillo o hada madrina, dotado de una barita mágica, que limpia y pone orden reluciente en todo, ante el beneplácito de una sonriente y distendida Laura. Inmediatamente suena el jingle: “Esencial cambia tu vida, la rutina se termina y todo toma otro color”, al tiempo que las imágenes muestran ese mundo más ordenado y colorido. La voz en off remata: “Llegó Esencial, nueva fragancia, nuevo envase. Esencial”2. Menos inquisitivo que la máxima sanmartiniana, pero más difundido y más seductor precisamente por su liviandad, esta publicidad audiovisual no sólo traza el ser mujer – esto es, la identidad femenina- como algo inextricablemente ligado a tareas que no pueden separarse de lo doméstico, sino que postula la felicidad definitiva en un producto que pertenece a ese orden: un detergente. En otras palabras, en el caso de esta mujer que representa en su condición de figura genérica a todas las mujeres, resulta que la felicidad -eso a lo que aspira toda vida como estado de plenitud- consiste en un detergente, entidad fantasmática (de hecho, el producto está representado como una especie de fantasmita con forma de nube) que arrima la promesa del goce total. Porque no se nos habla sólo de las cualidades limpiadoras y rendidoras de este detergente, sino que se le agrega un plus (de goce): es agente portador de felicidad vital. Si un sentido fundamental de la vida está en la felicidad plena, lo que esta publicidad nos dice del ser 1 2

Es así que la identidad, como señala Paul Gilroy, es ineludiblemente política. P. Gilroy, 1998:67. http://www.youtube.com/watch?v=iMO27gip8EE

mujer es que la identidad femenina está uncida al mundo doméstico y sus elementos. Serás consumidora de Esencial o no serás feliz, y si no eres feliz no eres nada. Las identidades son relatos que nos cuentan, que nos dicen quiénes somos, qué somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. La cuestión, entonces, es quiénes cuentan estos relatos, desde que posiciones y posicionamientos, mediante qué recursos y operaciones. Indudablemente, gran parte de estos relatos provienen en la actualidad de los medios de comunicación, de modo que la cultura de masas se ha constituido como un repertorio de modelos, patrones y procedimientos para la construcción de las identidades. Las industrias culturales han domesticado el deseo canalizándolo según los esquemas de significación prevalecientes, esquemas que se retroalimentan a través de los discursos mediáticos. Un ejemplo de esta canalización puede advertirse en la forma en que la revista Playboy modeló la identidad masculina occidental desde la segunda mitad del siglo XX, o en cómo Hollywood trazó los roles identitarios de hombres y mujeres, Parte del trabajo de construcción de las identidades puede apreciarse en las formas y contenidos de los discursos mediáticos, en la manera en que éstos elaboran representaciones con recreaciones fuertemente convocantes de los esquemas de significación más consolidados. A su vez, los sujetos utilizan los productos de la cultura de masas como recursos para la construcción de sus propias identidades, hallando en estos productos elementos para un moldeado de las subjetividades. Una clara evidencia de esto puede hallarse en Facebook, donde la galería de identidades se despliega a través de puestas en escena que utilizan una multiplicidad de piezas extraídas de diferentes estratos cronológicos y dispositivos del campo mediático: videoclips, fragmentos de películas, registros audiovisuales, animaciones, letras de canciones, textos periodísticos, escritos literarios, fotografías del album personal, spots publicitarios, links a sitios como my space, y un extenso y variado etcétera. Este mosaico de contenidos, formatos y soportes provenientes de diversas eras mediáticas es representativo de eso que Henry Jenkins ha llamado “cultura de la convergencia”: “un mundo en el que cada historia, cada sonido, marca, imagen o relación se juega en la mayor cantidad posible de canales”. Un mundo de representaciones que –se podría decir- se ha transformado en la herramienta por excelencia para la construcción de las subjetividades digitales. Es incesante el trabajo de esta bisagra de construcciones identitarias entre representaciones mediáticas y usos de esas representaciones por parte de los sujetos, construcciones que se podría caracterizar de hedonistas, una forja de subjetividades desde y para el consumo. Al mismo tiempo, se libran otras batallas. Hay construcciones de identidades más confrontativas, más combativas, más insertas en las luchas sociales. Y es que la celebración de la diversidad no debe hacer que se pierda de vista la persistencia de las desigualdades, sobre todo porque la diferencia –eso que nos sitúa frente a un otro distinto- muy habitualmente se transforma en marca de desigualdad. Diferencia de géneros que se traduce en la desigualdad entre hombres y mujeres bajo las hegemonías masculinas, diferencia entre orientaciones sexuales convertidas en desigualdad entre los que caminan “rectamente” (straight) según el patrón heteronormativo dominante y los desviados, diferencia entre una cultura étnica y otra transformada en la desigualdad que excluye y explota. Un caso de construcción identitaria confrontativa es el de la apropiación del Hip Hop que hacen grupos de jóvenes aymaras en el barrio de El Alto de la ciudad de La Paz, Bolivia, convirtiendo a

este género musical en vehículo de reivindicación de la identidad étnico-cultural, a través de radios comunitarias3. Esas diferencias –étnico-culturales, generacionales y sociales- marcadas como objetos de estigmatización son reelaboradas para contestar a las condiciones de desigualdad mediante la apropiación y uso de un producto de las industrias culturales, convertido en herramienta para la transformación del estigma en emblema, en un trabajo de producción de sentido identitario de resistencia y confrontación, a través de medios de comunicación alternativos. Ante las representaciones hegemónicas que los reducen a estereotipos, estigmatizan o invisibilizan, estos grupos responden con la elaboración de sus propios procesos de producción de sentido identitario, valiéndose de los repertorios acuñados por las industrias culturales. Es la tensión entre los discursos que dictan identidades desde las concentraciones de poder y la producción de subjetividades mediante la cual los individuos, grupos y comunidades tratan de forjar sus propios relatos. Ser dichos y decirnos, de eso se tratan las identidades más que de “ser”. Las instituciones se disputan el poder de decir e inculcar las identidades; los sujetos, los grupos, las comunidades se reúnen en torno a y se reconocen en los discursos institucionales o toman distancia de ellos, para confrontarlos y contestarlos, tratando de forjar sus propios relatos identitarios, esos mediante los cuales puedan decirse y contarse a ellos mismos acerca de ellos mismos. Las identidades son un entramado de relatos junto con el poder de narrarlos. Relatos dotados de una gran perfomatividad, capaces de hacer ser (de dar ser, de inculcarlo) y de hacer hacer (mover a acciones y comandarlas), relatos que comportan la fuerza de interpelar, de imponer representaciones como modelos para la adhesión. Las identidades son relatos en tensión, relatos que pujan por imponerse; y en el caso de los más politizados (los que resultan de la toma de conciencia de la subordinación, de la exclusión y estigmatización), relatos de contestación, de sublevación, de lucha. La identidad es una cuestión política porque implica la puja entre diversos dispositivos de los sectores hegemónicos disputándose el poder de trazar el ser y el hacer de sujetos, comunidades y naciones. Política, además, porque implica la lucha contrahegemónica de sujetos, grupos y comunidades por la (re)apropiación del poder de decirse, de narrar sus propios relatos identitarios, de forjar su propio ser y hacer, es decir: de darle forma y contenido a sus identidades. ¿Cómo es que las representaciones motivan la adhesión identitaria de los sujetos? Lo hacen mediante uno de los componentes fundamentales del proceso de construcción de las identidades: la identificación. El “yo” y el “nosotros” —la significación que los sujetos les adjudican a estos términos— se elaboran a través de la identificación, ese moldeado de sí a imagen de otro. Ese “otro” habita en las diversas prácticas sociales y en las representaciones que componen los discursos en circulación. Según el lenguaje cotidiano, la identificación consiste en el reconocimiento de algún origen común o de características compartidas con otra persona o grupo, o con una figura o ideal, junto con la solidaridad y la lealtad que este reconocimiento alienta. La identificación está siempre “en proceso”, es siempre móvil, afincada en la contingencia. La fusión que sugiere nunca es total y siempre es inestable, una fantasía de incorporación; por lo tanto, la identificación es un proceso de articulación, una sutura. Así vista, la identidad es el punto de sutura entre, por un lado, los discursos que nos interpelan y tratan de “ponernos en nuestro lugar”, y por otro, los procesos y prácticas con que se construyen sujetos susceptibles de decirse, de narrarse. Las identidades son puntos de adhesión 3

Véase P. Giori, 2009. En http://pablogiori.blogspot.com/2009/09/hip-hop-aymara.html

temporaria a las posiciones subjetivas que nos construyen las prácticas, tanto las discursivas como las que en principio no lo son (aunque siempre están al borde de serlo). Son el resultado de una articulación o encadenamiento del sujeto en el flujo de la experiencia y del discurso4. Una completitud de identidad es imposible, el sujeto está condenado a simbolizar a fin de constituirse a sí mismo como tal, pero esta simbolización no puede capturar la totalidad de lo real, porque -como bien apunta el psicoanálisis- lo simbólico es siempre excedido, rebasado por lo real. De ahí esa permanente búsqueda nunca del todo satisfecha, ese armado constante, ese trabajo de tiempo completo en la siempre activa fábrica de sentido, ese montaje y desmontaje permanentes de significaciones a través de prácticas, lenguajes y consumo de bienes tanto materiales como culturales. Por eso no cesamos de encontrarnos y desencontrarnos en nuestras acciones, en la interpretación que hacemos de ellas y a través de ellas, en la experiencia con que las significamos mediante nuestros propios relatos cotidianos y las narrativas institucionales que nos interpelan. La búsqueda de identidad –como toda simbolización- no hace sino (re)introducir la falta constitutiva del sujeto. Somos seres incompletos, porque la historia humana no es historia natural; esa incompletitud constitutiva es el motor de la historia, lo que hace que la historia jamás pueda detenerse y pueda, a la vez, ser siempre diferente. Es así que la identidad como elaboración definitiva es imposible, lo cual hace posible y necesaria la identificación, intentos sucesivos de construir identidades estables. De lo contrario, ¿qué lo que estaría en juego en las tensiones, pujas y luchas identitarias? El sujeto siempre intenta recubrir esta falta constitutiva en el nivel de la representación, a través de continuos actos de identificación, pero la falta no cesa de resurgir. Es esta misma falta –la marca característica de la subjetividad- lo que hace necesaria la constitución de toda identidad a través del proceso de identificación. Como señala Ernesto Laclau, “uno necesita identificarse con algo porque hay una falta de identidad originaria e irremontable”5. Por lo tanto, lo que tenemos no son identidades sino identificaciones, una serie de identificaciones siempre en algún grado fallidas, un juego entre la identificación y su fracaso, un fracaso movilizante que mantiene siempre abierto el juego, un juego profundamente político.

1.3. La diferenciación y lo político La identidad es algo que se construye y reconstruye constantemente en los intercambios sociales. La construcción de las identidades se produce no sólo en el interior de los sujetos, sino también dentro de las grupalidades y asociaciones, en las prácticas y campos sociales, con sus orientaciones y elecciones, según la posición y posicionamientos de los sujetos dentro del campo con respecto a los otros sujetos; esto es, en la relación intersubjetiva. Por lo tanto, no hay identidad en sí, la identidad es siempre una relación con el otro; identidad y alteridad están en una relación dialéctica. Puesto que obedece a la lógica del más de uno (el sujeto y ese “otro” con el que se identifica), entraña la continua marcación y ratificación de límite simbólicos, la producción de efectos de frontera. Necesita, por lo tanto, de lo que queda afuera, su exterior constitutivo. En otras palabras, la identificación necesita a la vez de la diferenciación. 4

S. Hall, 2003. Ernesto Laclau, “Introduction”. En E. Laclau (ed.), The Making of Political Identities. Londres, Verso, 1994:3. Citado en Y. Stavrakakis, 2008:63. 5

La identidad es una construcción que se elabora en una relación que opone un grupo a los otros con los cuales entra en contacto. La identidad sería un modo de categorización utilizado por los grupos para organizar sus intercambios. Por lo tanto, para definir la identidad de un grupo no se trata de hacer el inventario de rasgos culturales distintivos, sino encontrar entre estos rasgos aquellos que son empleados por los miembros del grupo para afirmar y mantener una distinción cultural. La diferencia identitaria no es consecuencia directa de la diferencia cultural. Los miembros de un grupo no están determinados por su pertenencia etnocultural, ya que ellos mismos son los actores que le atribuyen una significación a ésta en función de la situación relacional en la que se encuentran. La identidad es algo que se construye y reconstruye constantemente en los intercambios sociales6. La identidad es siempre una negociación entre una "autoidentidad / endoidentidad" y una "exoidentidad", definida por los otros; las identidades son el resultado de procesos de asignación de sentido (identificaciones y diferenciaciones) elaborados en el interior de los grupos (endoidentidad) o asignaciones de sentido que recaen sobre el grupo desde su exterior, desde otros grupos o sectores sociales (exoidentidad)7. Ese otro en relación con el cual se construye la identidad puede ser postulado, entonces, como una doble alteridad: un otro-espejo, objeto de identificación y diferenciación, y un otro-mirada, sujeto del cual provienen interpelaciones, dictados de ser y hacer. El otro-espejo puede ser aquel con el cual elaboro un “nosotros” constitutivo de grupo o aquel otro a cuya imagen me modelo; pero también ese otro del que me diferencio, el que queda del otro lado de la frontera de las grupalidades que integro, un otro que puede convertirse en objeto de recelo y odio. A su vez, el otro-mirada es aquel que proyecta sus categorías sobre mí y mi grupo desde un “afuera”, un otro que puede materializarse en las instituciones, sus agentes y sus narrativas. Ambas definiciones identitarias pueden estar en tensión, entrar en conflicto o negociarse. Según la relación de fuerza entre los grupos en contacto (fuerza material, fuerza simbólica) la endoidentidad tendrá más o menos legitimidad que la exoidentidad. En una situación de dominación o hegemonía, la exoidentidad se manifiesta como estigmatización, pero los grupos pueden presentar resistencia transformando el estigma en emblema. Esto es lo que ocurre con las llamadas “identidades de resistencia”, como el caso de los jóvenes aymaras de El Alto y su uso del hip hop. La distribución del poder identitario -como toda distribución de poder- no es equitativa. Todos lo grupos no tienen el mismo poder de identificación, pues éste depende de la posición en el sistema de relaciones que vincula a los grupos entre sí. No todos los grupos cuentan con la autoridad o legitimidad para nombrar y nombrarse. Sólo los que disponen de una autoridad legítima, una autoridad conferida por el poder, pueden imponer sus propias definiciones de sí mismos y la de los otros. El conjunto de definiciones identitarias funciona como sistema de clasificación que fija las posiciones respectivas de cada grupo. Esto es lo que ocurre con las representaciones que los sectores hegemónicos hacen de los grupos subalternos: cómo las instituciones de la hegemonía adulta ponen en escena a los jóvenes, cómo la sociedad nacional se imagina y narra a los inmigrantes (los bolivianos, por ejemplo, en Argentina), cómo las creencias y valores de la heteronormatividad dibujan a las sexualidades que se apartan de ese patrón, etc. Por su parte, los sectores subalternos pueden entrar en lucha por el 6

D. Cuche, 2004:109. Denys Cuche, en su libro La noción de cultura en las ciencias sociales, formula estos dos tipos de elaboraciones identitarias en términos de “autoidentidad” y “heteroidentidad”. D. Cuche, 2004:110.

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poder de nombrar y nombrase, de elaborar los relatos que los narren y oponer esos relatos a las narraciones hegemónicas. Estas luchas son parte inherente de la fundamental inestabilidad de las identidades, de su permanente exposición a la contingencia. Pero hay una dimensión material de las luchas sociales, esa misma que aparece en primer plano como el objeto de la protesta: la satisfacción de necesidades básicas desatendidas, la inclusión social, la demanda de justicia, oportunidades y condiciones laborales dignas, un salario justo, etc. ¿Cuánto de lo identitario se juega en estas luchas? Este tipo de acciones constituyen uno de los componentes más visibles de un proceso de politización, el cual supone la toma de conciencia de un cierto estado de cosas acuciante sobre la base de experiencias compartidas, de modo que un conjunto de sujetos sienten y articulan sus intereses en común, frente a otros sujetos cuyos intereses son distintos u opuestos a los suyos, en circunstancias en las que esa tensión de intereses estalla en confrontación y choque. A lo largo de este proceso se van produciendo identificaciones: con un “nosotros”, con una causa, con tácticas y estrategias de activismo y visibilización (las marchas callejeras, la huelga, la toma de edificios y espacios públicos, el “escrache”, las declaraciones ante los medios de comunicación, las pintadas y panfleteadas, etc.). Puede que el motor de la lucha no haya sido inicialmente una cuestión identitaria, como en los casos de los jóvenes aymaras del Barrio El Alto, o de los movimientos feministas y de homosexuales; pero aun en estos casos lo que está en juego no son las identidades como realidad autocontenida (esas identificaciones que han conformado un “nosotros”), sino las consecuencias (de discriminación, exclusión, explotación, etc.) que arrojan las clasificaciones hegemónicas. El estallido social de 2001 en Argentina -las movilizaciones que espontáneamente ganaron las calles, las marchas de protesta, los saqueos, los cortes de ruta de ese momento- no se originó en una razón identitaria, pero al calor de esa lucha fueron forjándose identidades con sus respectivos universos simbólicos: los piqueteros8, el cacerolazo, los acorralados en el corralito financiero; identidades que no tardaron en entrar en pugna entre sí según sus respectivos intereses y según experiencias compartidas previas al estallido. Creer que el núcleo de significación de las luchas sociales está en su dimensión material es reincidir en dicotomías rígidas como la de base – superestructura, una oposición que Raymond Williams se empeñó en desmantelar. En diálogo con Perry Anderson y algunos integrantes de la revista New Left Review, éstos le objetaban que no admitiera que la producción primaria tenga mayor relevancia que la producción cultural, argumentando que “si todos los novelistas dejaran de escribir durante un año en Inglaterra, los resultados difícilmente serían los mismos que si todos los trabajadores de la industria automotriz dejaran de trabajar. (…) El cese completo de las principales industrias de la comunicación (…) no sería comparable a huelgas mayores en las dársenas, las minas o las estaciones de energía”, porque “los trabajadores de esas industrias tienen la capacidad de hacer pedazos el tejido entero de la vida social”9. Williams afirma que no acepta que existan jerarquías inmutables entre producción primaria, instituciones políticas, medios de comunicación y arte. Hoy está demostrado que los trabajadores de los medios de comunicación han adquirido “la capacidad de 8

Una formulación endoidentitaria de la identidad piquetera puede encontrarse en Darío y Maxi. Dignidad piquetera. http://es.scribd.com/doc/17014870/Frente-Popular-Dario-Santillan-Dario-y-Maxi-Dignidadpiquetera-2005 9 R. Williams, “Diálogo entre las dos caras del marxismo inglés” (entrevista con la New Left Review), en Causa y Azares, año I, n° 1:49. Citado en A. Grimson, 2011:42-43.

hacer pedazos el tejido entero de la vida social”, aunque Williams no podría haber hecho referencia a esto porque no formaba parte de su horizonte histórico. Pero la dicotomía entre mecánicos, portuarios y mineros por un lado, y periodistas y escritores por otro, plantea la recurrente separación entre lo material y lo simbólico, como si las huelgas no fueran acciones tanto materiales como simbólicas en un mismo movimiento, como si el éxito del activismo dependiera sólo del daño monetario y no también de su capacidad de incidir sobre la producción hegemónica, como si la eficacia de las medidas de fuerzas no dependiera de los significados sociales de la huelga para otros actores (medios de comunicación, los gobiernos, la opinión pública). Al mismo tiempo, el repaso de las modalidades de la lucha pone en evidencia que todo lo material en juego es inseparable de lo simbólico que se pone en juego, los signos de la lucha: pronunciamientos, declaraciones, pancartas, volantes, pintadas en muros y paredes, cánticos, la novedosa técnica del “escrache” y hasta una producción audiovisual combativa, como es el caso del audiovisual piquetero10. A su vez, el ascenso de las identidades de los movimientos sociales emergentes –piqueteros, asambleístas, medioambientalistas, indigenistas, antiglobalización, etc.- marcó la crisis de las identidades asociadas a las formas tradicionales de la politización, como ocurrió con los colectivos sindicales cuya imagen viene siendo carcomida por la burocratización, el sectarismo y la corrosión del poder. Sin embargo, a pesar de su constitutiva inestabilidad, hay evidencias muy palpables de la acendrada perdurabilidad de ciertas identidades, de ciertos profundos apegos, de ciertos patrones de identificación (precisamente, esa fuerza que los hace hegemónicos) como es el caso de los nacionalismos. La identidad nacional es la forma predominante que adquiere el lazo social en la modernidad; la nación ha funcionado como un principio unificador relativamente inquebrantable para las comunidades humanas11. Las personas creen en la nación con amor y fervor casi religioso, hasta el grado de estar dispuestas a matar y morir por ella. ¿Qué es lo que sostiene al nacionalismo como un núcleo privilegiado de identificaciones individuales y colectivas? ¿En qué radica ese investimiento de sentido que le confiere a la nación su fuerza de objeto deseable e irresistible de identificación? La nación moderna se construye a partir de una articulación selectiva de materiales que se originan en identificaciones y prácticas étnicas y culturales preexistentes. Es aquí donde el papel que juega la diferenciación adquiere una particular relevancia. La identidad se apoya en la diferencia, se constituye mediante la marcación de fronteras que sirven para delimitar un “adentro” de un “afuera”, un “yo / nosotros” de los “otros”, lo “nacional” de lo “extranjero”12. La nación es una invención de los pueblos13, una invención que comporta un intenso sentido de vida. “Nación – pasión”, el juego de palabras es tentador, pero es algo más que un mero malabarismo verbal. Como hace notar Freud, en las identificaciones colectivas se juega un poderoso lazo libidinal afectivo. Al mismo tiempo, todo investimiento afectivo apasionado entraña una dimensión siniestra: la del odio y la agresividad; en otras palabras, la diferencia deviene en antagonismo. Esta fuerza antagónica amenaza –o se construye como algo que 10 11

Y. Stavrakakis, 2010:215-236. Davis Campbell, Writing Security: United State Foreign Policy and the Politics of Identity. University of Minnesota Press, Minneapolis, 1998:9. Citado en Y. Stavrakakis, 2010:219. 13 B. Anderson, 2000. 12

amenaza- mi identidad, pero simultáneamente constituye una presencia cuya exclusión activa mantiene mi consistencia; de ahí la función de refuerzo constitutivo que adquiere para el “nosotros” un otro construido como objeto de recelo, un antagonista o enemigo. Al decir de George Delanty: “la identificación tiene lugar mediante la imposición de la otredad en la formación de una tipología bipolar de ‘Nosotros’ y ‘Ellos’. La pureza y la estabilidad del ‘Nosotros’ quedan garantizadas primero en la nominación de la otredad, luego en su demonización y, finalmente, en su depuración”14. Abundan los ejemplos de esta apelación al Otro-enemigo como instrumento de cohesión (y de coherencia) nacionalista, pero baste con mencionar la denominación de “campaña antiargentina” con que la dictadura militar argentina etiquetó las denuncias realizadas en el exterior por sobrevivientes de los centros clandestinos de concentración, los exiliados y familiares de desaparecidos, Esta maniobra tuvo su máxima expresión en el lema “los argentinos somos derechos y humanos”, plasmada en las 250.000 calcomanías autoadhesivas que el ministro del Interior, general Albano Harguindeguy, ordenó imprimir en 1979, en vísperas de la visita al país de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA. El colectivo nacional “argentinos” quedaba unificado en esa calificación que combinaba la condición humana, el humanitarismo, la rectitud moral (ser “derechos”) y la identidad nacional, valores postulados como más fundamentales que cualquier planteo o reclamo en nombre de cualquier derecho. Al mismo tiempo, se trataba de una apelación al “nosotros” nacional versus esos “ellos” extranjeros antiargentinos, cómplices de esos “nosotros” renegados adscriptos a la esfera de los enemigos, los “subversivos”, esos que habían abrazado la subversión “apátrida”, otro significante (“patria” / “patriota” / “apátrida”) pleno de significado en el discurso oficial de esa época. En su ocaso, la última dictadura militar argentina recurrió a la guerra, última maniobra posible como intento de frenar su caída ante el estallido social. La guerra es la gran convocatoria nacionalista, la cumbre de la inflamación patriota; en ese contexto, en el enfrentamiento bélico con Inglaterra por Malvinas, la dictadura libró también su batalla simbólica final, apelando como último recurso de amalgama nacional a un Otro-enemigo largamente acariciado, los ingleses, presentes en los inicios fundacionales de la Nación (las Invasiones Inglesas), reescritos una y otra vez en las ambiguas mitologías de lo argentino: las gestas de la patria, la rivalidad futbolística, la cultura “en inglés”. Precisamente en esta asociación perversa entre una cultura y una identidad, la dictadura llegó a prohibir la música en inglés, en particular el rock, un nuevo capítulo en la ya vieja disputa entre el rock en castellano y el anglófono, esta vez reeditada con el argumento de que escuchar música en inglés era tomar una posición antipatriota. Hay que señalar que ese fue el contexto en el que surgió otro emblema de lo nacional en el campo de las industrias culturales, el “rock nacional”, categoría única en su especie. Ante la falta constitutiva de lo humano, las mitologías de la publicidad y la propaganda proponen fantasías de restitución de ese goce primordial perdido para siempre; piénsese en el citado spot publicitario del detergente Esencial que promete no sólo poder limpiador y rendimiento, sino la felicidad misma; o las prédicas de los profesionales de la política que prometen la total solución de la cuestión social. Al mismo tiempo, las fantasías de las pasiones políticas comportan un fantasma paranoico que nos dice por qué las cosas salieron mal, una dimensión obscena que construye una escena en la cual el goce del que estamos privados se concentra en un Otro que nos lo 14

Gerad Delanty, Inventing Europe: Idea, Identity, Reality. Macmillan, London, 1995:5. Citado en Y. Stavrakakis, 2010:221.

robó. Esta focalización en el “robo del goce” por parte de un Otro –el inmigrante, el judío, la nación vecina- preserva nuestra fe en la existencia del goce perdido y en la posibilidad de recuperarlo, proyectando su realización plena en un futuro, cuando logremos recuperarlo de ese Otro que nos lo ha robado15. Calendarios patrios, efemérides, el culto a los héroes nacionales, festivales, celebraciones son ritualizaciones que mantienen el gregarismo y la solidaridad nacional, junto con la reproducción del mito del destino nacional. La Edad Dorada del goce absoluto y la posibilidad de retornar a ella son, ciertamente, una quimera; pero la existencia de ese fantasma promueve la consistencia del lazo social, consolida la identidad colectiva y aviva el deseo de la nación16. La importancia del goce en la estructuración de la identificación nacional se hace evidente, por ejemplo, en prácticas relacionadas con el pathos, el placer, el honor. En Argentina esto es constatable en los hábitos y sociabilidades relacionadas con el asado, y el fútbol; la acalorada congregación de amigos, el “aguante” como abnegada adhesión de los hinchas, la exaltación de las cualidades de la carne vacuna argentina, la “enciclopedia” futbolera, etc., prácticas –hay que decirlo- en las que se juega también la identidad masculina como piedra basal de la argentinidad, o de eso que se dio en llamar la “argentinidad al palo”. El discurso publicitario explota con fruición de alto rendimiento estas pasiones identitarias nacionales, como lo demuestran las campañas desplegadas durante los campeonatos mundiales de fútbol. Sin embargo, con sus arrebatos y precariedades, este tipo de goce amenaza con revelar lo ilusorio de las fantasías nacionales de plenitud. Por ello, la credibilidad y prominencia de la nación como objeto de identificación se basan en la capacidad del discurso nacionalista para brindar una explicación convincente de la falta de goce total17, cuando ya no alcanza ni las mitologías patrias ni la esencialización del disfrute, entonces se abre el terreno para la idea del robo del goce. Quienes se interroguen acerca de la intensidad de las adhesiones colectivas que producen determinados ideales y movimientos políticos –el peronismo en Argentina, por ejemplo, una auténtica usina de universos simbólicos- deberían atravesar la perplejidad intelectualista y las aprensiones de clase para evitar el error de caer en esa dicotomía moralista que separa el afecto y la razón. Esta separación implica desacoplar del goce y del investimiento libidinal el aspecto simbólico de la organización social y la identificación discursiva. La posibilidad de desarrollar una “concepción puramente cívica del nacionalismo, la noción de que un Estado-Nación puede basarse en una idea, florecer en un sentido estrictamente político, aglutinarse en torno de sus documentos institucionales e instituciones democráticas”18 –algo en lo que incurre dentro Argentina el discurso del partido Radical- debe ponerse seriamente en tela de juicio por la sencilla razón de que no es posible construir identificaciones intensas sin manejar con eficacia el investimiento libidinal y el goce.

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Y. Stavrakakis, 2010:225. Ibid:227. 17 Ibid:234. 18 Gregory Jusdanis, The Necessary Nation. Princenton University Press, Princenton, 2001. Citado en Y. Stavrakakis, 2010:236. 16

Es necesario, de acuerdo con Chantal Mouffe, “entender el rol que desempeña la ‘pasión’ en la creación de identidades colectivas”19. Algo que deberían tener en muy cuenta las izquierdas que sólo le ofrecen a los mercados de la identificación relatos de sufridos mártires, proclamas sobre la abolición de la propíedad privada e invocaciones al protagonismo de un colectivo cada vez más difuso como son los “obreros”. Mientras los pensadores y estrategas de estos sectores ideológicos coloquen el “sentir popular” entre las comillas del estupor y del gesto despectivo, continuarán en su incapacidad de comprender la dimensión afectiva de las identidades políticas. Lo cual demuestra, una vez más, cómo se juega lo político en las identidades y cómo la pasión, la encarnación del goce en los cuerpos, es parte inherente de lo político, En todo caso, la izquierda como auténtica alternativa debe afrontar el desafío de construir núcleos de identificación que revistan la misma contundencia afectiva, para así sublimar el aspecto obsceno y siniestro de las identificaciones nacionales y canalizar el odio y el resentimiento en una dirección democrática que mantenga en habilitación permanente los espacios de discusión, confrontación y debate. Las identidades siempre implican relaciones de poder, un establecimiento de jerarquías, una capacidad de inculcación, el ejercicio de hegemonías y subalternidades. Desde las hegemonías, mediante la sustancialización de las identidades, se trazan fronteras fijas y delimitadas que separan mundos homogéneos en su interior, colectivos unanimizados a fines de una diferenciación oposicional que explota, segrega o ataca. El estudio de las identidades debe tener en cuenta como factores fundamentales la desigual distribución del poder, los procesos de sedimentación y estructuración, la heterogeneidad de las grupalidades, las coordenadas situacionales (el espacio – tiempo socio cultural histórico) y el papel que desempeñan la pasión y el goce en las identificaciones. Sobre estas bases, la investigación estará en condiciones de denunciar la homogeneidad ilusoria, atendiendo, detectando y comprendiendo las dinámicas de las heterogeneidades situacionalmente relevantes como parte de la contingencia de las decisiones, prácticas y discursos en los que se construyen las identidades20. De este modo será posible trazar agendas de investigación y políticas de la teoría capaces de socavar los órdenes hegemónicos que administran y manipulan las identificaciones.

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Chantal Mouffe, “Democracy-Radycal and plural”. Centre for the study of Democracy Bulletin, 9, 1, 2001:11. Citado en Y. Stavrakakis, 2010:236. 20 A. Grimson, op. cit.

Bibliografía Anderson, Benedict: Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. FCE, Buenos Aires, 2000. Cuche, Denys: “Cultura e identidad”. En D. Cuche, La noción de cultura en las ciencias sociales. Nueva Visión, Buenos Aires, 2004: 105-122. Gilroy, Paul: “Los estudios culturales británicos y las trampas de la identidad”. En J. Curran, D. Morley y V. Walkerdine (comps.), Estudios culturales y comunicación. Paidós, Barcelona, 1998:63-83. Giori, Pablo: “Hip Hop aymara”. En http://pablogiori.blogspot.com/2009/09/hip-hopaymara.html Grimson, Alejandro: Los límites de la cultura. Crítica de las teorías de la identidad. Siglo XXI, Buenos Aires, 2011. Hall, Stuart: “¿Quién necesita identidad?”. En S. Hall y P. du Gay (comps.), Cuestiones de identidad cultural. Amorrortu, Buenos Aires, 2003:13-39. Stavrakakis, Yannis: Lacan y lo político. Prometeo, Buenos Aires, 2008. Stavrakakis, Yannis: La izquierda lacaniana. Psicoanálisis, teoría, política. FCE, Buenos Aires, 2010.