La forma de los años 90

29 ago. 2009 - novela American Psycho de Bret Easton. Ellis, los GPS, esos “sistemas de posi- cionamiento global” que er
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NOTA DE TAPA | FOGWILL

La forma de los años 90 FERNANDO MASSOBRIO

La reedición de Vivir afuera (El Ateneo) muestra cómo su escritura le permite captar el espíritu de una época, sin quedar cautivo de ese pasado POR PABLO GIANERA De la Redacción de La Nacion

O

nce años después de su publicación original, Vivir afuera debería leerse quizás de una manera diferente. La objeción es que, ya en su manera primigenia de lectura, la posible en su fecha de aparición, la novela parecía contener o anticipar esa otra manera. En el prólogo que escribió para esta nueva edición, ejercicio radical de melancolía y desencantamiento, Fogwill anota: “Releo y veo que no ha envejecido. Yo sí.… Los bordes siguen siendo los mismos”. Vista desde ahora, la de los años 90 parece una década desplazada; cultural y económicamente, se extendió desde 1991 hasta diciembre de 2001. Los hechos de Vivir afuera transcurren en pocas horas, medio día, de 1996, es decir, en la mitad exacta de la década. “¡Ésta es la época de Borges!”, dice,

8 | adn | Sábado 29 de agosto de 2009

eufórico de indignación, uno de los personajes. El mismo hombre que en el cuento “Help a él” reescribió “El Aleph” encontró un “aleph” social en seis personajes repartidos en tres parejas, aunque finalmente todo tienda a mezclarse, todo esté sujeto a la ley de la convertibilidad: el Pichi, ex combatiente de la guerra de Malvinas y dealer de marihuana, y Susi; el infectólogo Saúl y Diana; y el importador sexagenario Gil Wolff (anagrama de Fogwill, claro) y Mariana, la prostituta delatora, el “gato” que llega de Florencio Varela a los boliches de Palermo cargado de cocaína. En cierto momento, Wolff se obsesiona con la teoría imposible de un matemático según la cual si se toma una pelota de material suficientemente flexible y extensión suficientemente grande y se la pliega sobre sí misma como un par de medias, bastaría repetir la operación muchas veces para que, después del enésimo pliegue, aparezca un sector de la cara interna de la pelota, lo que volvería inútil la distinción entre exterior e interior. Hay en esa especulación toda una alegoría de la novela. Para estar “afuera” tiene que existir un “adentro”. Vivir afuera no tiene “adentro”. Todo es “afuera”; la interioridad se conoce sólo por sus signos exteriores. Los personajes mismos están a la

intemperie, fuera de sí, “sacados”. En la académica monografía Fogwill: realismo y mala conciencia (recién editada por Circeto), la investigadora Karina Vázquez observa que el tono realista de Fogwill en este libro “no obedece a una transparencia del lenguaje o a una voluntad de presentar un orden simbólico paralelo al orden representado, sino a una combinación específica de las estrategias narrativas que le permite al lector descifrar una realidad entre otras”. Si hay un realismo, es en todo caso un realismo del lenguaje. Reales son las reverberaciones verbales, ciertas frases que se imponen como espejismos por su mera contigüidad sonora con palabras escritas muchas líneas antes; incluso las escenas profusas de sexo encuentran una justificación verbal: es justamente en esos momentos cuando el habla también “se saca” y acompaña el descontrol del cuerpo. El sexo y el dinero son para Fogwill los productores mayores de lenguaje; de una variedad descontrolada de lenguaje. Claro que quedan también los puntos de fuga de los nombres propios y los artefactos, signos de su tiempo: Carlos Menem (mencionado sólo tres veces y al pasar), el general Balza, Domingo Cavallo, el Modín, la novela American Psycho de Bret Easton

Ellis, los GPS, esos “sistemas de posicionamiento global” que eran entonces raros (Wolff los importaba) y dominan ahora el tablero de cualquier taxi. El autor podrá ridiculizarse en la figura de Quique Frog (“un tipo esencialmente confuso, un poco por esa astucia que le dio fama de profundo a fuerza de empelotar las frases, y otro poco por el reviente”), pero la novela, incansable, lo desmiente. Todo es clarísimo en Vivir afuera, aun su moralidad, la nostalgia del bien que depara la proliferación del mal. Fogwill proyecta lo social sobre la lengua y sobre la estructura. El cruce entre márgenes, suburbios, y centro –el espesor, la textura política que resulta de él– es ante todo un cruce virtuoso de discursos y perspectivas de narración, del puro diálogo dramático a la ensoñación y el monólogo. Vivir afuera logra que aquello heterónomo –la superficie anecdótica de los años 90, que en cualquier otra novela “de época” caería pasado su tiempo– persista como forma; que sea, íntimamente, forma. “Escribir es pensar”, lee Saúl hacia el final de este libro en un libro que hojea en la biblioteca de Wolff. En el arte, la forma suele ser también la huella del pensamiento. © LA NACION