Instinto (epub) muestra

aquel que hacía la mayor cantidad de goles. Jugábamos uno contra uno. El ... —Pasa, Taita Wairi –dijo mi padre con famil
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El instinto de la luz By Cristián Londoño Proaño Published by Cristian Londoño Proaño Copyright 2014 Cristian Londoño Proaño ISBN: 978-9942-03-551-4


1 Aquella mañana de abril, jugaba «penales» junto con Pedro y Felipe, en una calle lateral del consultorio de Taita Wairi. Todo el pueblo sabía que el yachac descansaba en la mañana y atendía a sus pacientes en la tarde. En múltiples ocasiones se había enojado con los pueblerinos, que habían intentando interrumpir su descanso mañanero. El juego de pelota que practicábamos con mis amigos consistía en disparar cinco penales y ganaba aquel que hacía la mayor cantidad de goles.

Jugábamos uno contra uno. El

campeonato lo hacíamos a través de una eliminación simple. El que ganaba se coronaba «Rey de los penales». Aquel día había llegado a la final. Recordé que en la mañana mi madre me había dicho que llegara temprano para almorzar.

Sí obedecía, tenía que irme y perder mi turno. Era una

decisión difícil. Con mucho esfuerzo había ganado a Felipe y estaba en la final. Jamás había ganado el campeonato. Decidí jugar y arriesgarme a la reprimenda de mi madre. Pedro era el arquero. Mi primer disparo se elevó demasiado y pegó en el tejado rojo de la casa de uno de los vecinos. —Es fútbol, no es cacería de pájaros –comentó Pedro, riéndose a carcajadas.

Me enojé por la burla de mi amigo. Me propuse quitarle su risa sarcástica. Apunté y pateé con toda mi energía. Sorprendido y asustado, divisé la trayectoria que tomó el balón: un tiro directo y franco a la ventana de la casa de Taita Wairi. Pedro y Felipe se miraron con mucho nerviosismo. —Lo vas a lamentar –dijo Felipe con voz temblorosa. La pesada puerta del consultorio del yachac se abrió despacio. Volteé mi mirada, queriendo hallar fuerza en mis amigos. Pedro y Felipe habían huido. Se habían ocultado detrás de las casas de los vecinos. Me enfrentaría solo al regaño del viejo. Taita Wairi se quedó en el umbral de la puerta. Pude observar su rostro agrietado, sus ojos negros y su cabello largo. Llevaba puesto un traje blanco de tela delgada. De su pecho, colgaban varios símbolos de bronce y madera. Me miró inexpresivo, examinándome como sí mirara más allá de mi cuerpo. Frunció su boca y volvió a introducirse en su consultorio, cerrando la puerta con fuerza. Pedro y Felipe salieron de su escondite con prudencia. —¿Por qué me dejaron solo? –les pregunté. —Me dio mucho miedo –contestó Felipe-. Con tantas historias acerca de Taita Wairi que me han contado mis papás, no me atrevo a molestarlo. Felipe nunca se aventuraba. El miedo frenaba cualquier iniciativa de arriesgarse más allá de la cuenta. —Si el yachac no te dijo nada –comentó Felipe, pateando la tierra de la calle-, es mejor que te cuides. —Ese viejo es capaz de hacerte pasar cosas terribles –acotó nervioso Pedro-. Acuérdate lo que le pasó a Mario Uma.

—Pero ese hombre se lo buscó –dijo Felipe. —Eso es cierto –repuso Pedro-. Mario Uma insultó al yachac y por eso mereció lo que le hizo padecer. — Recuerdo que mi papá decía que Mario parecía un muerto viviente – agregué-. Sufría porque el yachac le había dejado sin poder dormir. —Mario Uma tuvo que rogar al yachac por dos días seguidos para que le disculpara –concluyó Felipe. —La rotura del vidrio no es igual a lo que hizo Mario Uma –aclaré. —No sé, Awi –dijo Pedro-. Quién sabe que puede hacerte. Los comentarios de mis amigos alteraron mis nervios. Sabía que había sido el responsable de haber violado la principal regla del viejo yachac. Cuando llegué a la casa, mi madre me reprochó que nunca le obedecía, que la siguiente vez me dejaría sin almuerzo y así aprendería a llegar temprano. Le pedí disculpas. Las aceptó y me indicó que almorzara. En la noche, la temida venganza acudió a mi propia casa. Eran las ocho cuando escuché dos golpes secos en la puerta. En la cocina, mi madre cocía papas, choclos y una porción de habas. Mientras tanto, en el patio, mi padre arreglaba su bicicleta. Yo atendí la puerta. Cuando la abrí, me envolvieron los penetrantes ojos de Taita Wairi. —¿Y tu papá? –dijo el viejo. Mi temor actuó como un relámpago ciego. Elucubré que el viejo Wairi había venido a la casa para delatarme con mi padre. Era seguro, que mi castigo sería fuerte y lamentaría mi mala puntería. Quizás el balón que había pegado con toda mi energía sobre el vidrio de la ventana, había ingresado al

consultorio y destruyó todos los frascos de los brebajes y pociones. No tuve tiempo de pensar dos veces. —Pasa, Taita Wairi –dijo mi padre con familiaridad, que había aparecido de imprevisto. El yachac entró en mi casa. Noté que en la mano tenía su báculo. Lo examiné con detenimiento. El objeto era de armiño y caoba con incrustaciones de oro y plata; y en su cacha, estaban talladas las figuras de Pachakamak y Llamapuni. — ¿A qué debo tu visita, Wairi? –le preguntó mi padre. Advertí que los ojos de mi padre se posaron en el báculo del yachac. Sabía que no era una visita ordinaria, que el viejo Wairi debía comunicarle un hecho importante. Me puse más nervioso. —La noche es fresca, Juan –dijo el yachac-, y quiero que me acompañes a dar un paseo. —Bueno, Taita Wairi –respondió amable mi padre. Ambos salieron de la casa. En los siguientes minutos, mi intranquilidad atrapó mi mente. Mi culpabilidad de la travesura hizo que pensara en las cuestiones más nefastas. Caminé de un sitio a otro de la casa. A mi madre le llamó la atención. — ¿Te sucede algo, Awi? -me dijo, mientras colocaba los cubiertos en la mesa del comedor. —No, mamá -le dije, tratando que ella quitara de su cabeza la idea de que me hallaba en algún problema.

Me puse a ayudarle en la mesa, poniendo el frasco de sal, el pote del ají y los vasos. Mi padre abrió la puerta. Su rostro delgado y de pómulos salidos mostraban cierta molestia. Me miró durante varios segundos. —Lo siento –le dije, adivinando el motivo de su molestia. Mi padre frunció el cejo. Era evidente que no sabía el motivo por el cual le había pedido disculpas. —Arma tus maletas, Awi –ordenó. Me quedé paralizado. Mi madre entró en la sala, mirando la escena entre padre e hijo. —Durante dos días acompañarás a Taita Wiari –me indicó mi padre-, en su recorrido por el páramo de Mojanda... Sales a las cuatro de la mañana. —¿Por qué? –murmuré. —No preguntes mucho… Taita Wiari quiere que le acompañes. ¿Acompañar al yachac?, me dije. Tragué saliva varias veces. Había oído de las excursiones que solía realizar el yachac. En el pueblo se decía que cada vez que, el viejo Wairi recorría el páramo le sucedían hechos misterios y de mucho peligro. —Sólo tengo diecisiete años –dije. —Deja de rezongar –intervino mi madre-. Taita Wairi te pidió que hagas ese viaje... Él debe tener sus motivos. Miré los ojos diáfanos de mi padre y el rostro lleno de satisfacción de mi madre. ¿Acaso es mi castigo por la ruptura del vidrio?, me dije.

Me di media vuelta y fui a mi cuarto a preparar la mochila para la travesía que iba a hacer con Taita Wairi. 


2 En la madrugada desperté. La noche se cernía a mi alrededor, como de costumbre, densa y fría. Prendí mi lámpara y su débil luz iluminó la ventana de madera de mi habitación, cuyas cortinas estaban descorridas unos centímetros. La luna se posaba redonda, blanquecina y amistosa. En la penumbra, pensé en lo que me había sucedido. Si me habría guiado por el rostro perturbado de mi padre, tal vez podría concluir que Taita Wairi no me había delatado y esperará, en medio de la caminata, retarme por la ruptura del vidrio. O quizás había otra posibilidad que yo desconocía. ¿Por qué el yachac me llevaba de acompañante a su excursión en el páramo de Mojada? Algunas semanas atrás, había escuchado en el mercado del pueblo como unos pobladores narraban los viajes del Taita. Yo compraba con mi madre las verduras para el consumo de la semana. Dos hombres comían una porción de choclo desgranado y pude escuchar su conversación. —Me contaron que el viejo Wairi conoce los senderos ocultos de los bosques -dijo un hombre delgado a otro individuo pequeño y rechoncho-. Es capaz de verlos cuando cualquiera de nosotros no los vería. El hombre gordo cogió con su mano los granos de choclo y se los metió uno a uno en su boca como si jugara con su alimento, los masticó despacio y tragó de golpe. —La señora María, esposa de Puna Warca, me contó que las bestias le ayudan en su misión -seguí emocionado la narración, mientras mi madre escogía las verduras y convenía el precio-. En cierta ocasión Taita Wairi fue a

coger hierbas en unas montañas que quedan muy lejos de aquí. Tuvo que pasar por un barranco de mucha profundidad . Y sin darse cuenta, Wairi resbaló en una roca y cayó en el precipicio. Cuando parecía que la muerte le había llegado, asomó Llamapuni que pudo amortiguar su impacto. Mientras, el cóndor sagrado se elevaba por los aires, Taita Wairi se enderezó en su lomo y le pidió que lo llevara a la cúspide de la montaña. El ave lo transportó. Wairi se bajó en la cima, cogió las hierbas y volvió a treparse al cóndor sagrado, que lo trajo de vuelta al pueblo. No pude seguir escuchando más historias acerca del yachac, porque mi madre ya había pagado a la verdulera y me llamó para regresar a la casa. Volví al presente y fijé mi mirada en el techo de mi cuarto. La travesía con Taita Wairi , me dije, tiene muchos riesgos. No sólo peligros naturales: la quebrada geografía y los animales salvajes; sino que transitan pequeños demonios, duendes y almas en pena. En medio de la oscuridad, observé mi mochila, asentada en la silla de madera. Recordé que, en la noche anterior había colocado una camisa blanca, un pantalón azul, un saco grueso de lana de oveja, según mi papá, necesario para calentarse por el clima extremadamente frío que, campeaba en esas alturas. De pronto, escuché un bisbiseo. Me asusté bastante. Quizás era un duende que hacía travesuras en algún lugar de la casa. Me incorporé despacio y abrí sigiloso la puerta. Si es un duende, me dije, recordando el consejo que alguna vez me había dado mi papá, lo más adecuado es gritar que se largue.

Caminé por el pasillo estrecho y oscuro. Ubiqué el sitio de donde venía los murmullos. Era la cocina. Me aproximé a la puerta, que estaba semiabierta. Estaba la luz encendida. Ningún duende soporta la luz eléctrica, me dije. Cuando me apresté a empujar la puerta y entrar en la cocina, escuché las voces de mi padre y de mi madre que conversaban con mucho énfasis. Puse atención: —Me había hecho ilusión –habló mi padre con tono nostálgico-, que mi hijo me ayudara a cultivar un poco más de hortalizas y maíz, y así podríamos ganar dinero extra. Inclusive, había pensado en comprar unas vacas para vender leche y hacer un poco de queso fresco. ¿Qué le había contado Taita Wairi a mi padre que había hecho que me diera su permiso para ir al páramo de Mojanda, cuando mis tareas en el campo eran más importantes? ¿Qué se ocultaba en la invitación del yachac? —¡Ay, Juan! –le comentó mi mamá con serenidad-. Nunca se sabe donde acabarán los hijos... Y además el viejo Wairi ya te lo explicó... Si Pachakamak tiene aquel destino para mi Awi, así será... —No me conformo, Nina. —Ya debiste suponer que Awi tendría una vida diferente. —No te entiendo, Nina. —¿Te acuerdas lo que le pasó a los cinco años? —Sí, pero… — Nunca creíste lo que te contó.

No escuché ninguna respuesta. Era como si las últimas palabras dichas por mi madre hubiesen sido suficientes para develar lo que era evidente y que la obstinación de mi padre hiciera que no pudiera entender. ¿Qué me había sucedido a los cinco años?... No tenía conciencia de aquel hecho. —Quizás fui demasiado ciego, Nina –confesó mi padre-. No quise ver lo que era obvio, que algún día, Awi tendría que ir. ¿Marcharme de la casa?, me dije. No estaba en mis planes personales. —Descansemos, Juan –escuché la voz de mi madre-. En una hora debemos despertar a Awi para que empiece su viaje. Me alejé del pasillo lo más rápido que pude y cerré la puerta de mi habitación. Me acosté y apagué la luz de la lámpara. 


CONSIGUE EL INSTINTO DE LA LUZ