Gabriela Acher entre medusas

26 nov. 2010 - La actriz y autora de Algo sobre mi madre. Todo sería demasiado (La Casona del Teatro) escribe aquí sobre
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Editorial

Placeres secretos

Una cuestión de política cultural

Gabriela Acher entre medusas

POR HUGO CALIGARIS [email protected]

Da pena ver el San Martín así: los andamios desnudos en la entrada del teatro, por Corrientes, los cielorrasos descascarados, el Centro Cultural tapiado y pauperizado desde hace tiempo. Cumple 50 años, y está así. Tiene una historia gloriosa, y está así. Es “el” lugar de la cultura en Buenos Aires, posiblemente junto con el Colón, y está así. Las obras se prometen y se postergan, corren rumores de recortes. No alcanza la plata. El presupuesto cultural de la Ciudad, siempre suficiente para los grandes festivales de música popular, noches de librerías, de museos y de disquerías, que aseguran mucha repercusión en los medios, es insuficiente para devolverle el brillo al San Martín, que es la principal fuente cultural de todos los porteños con inquietudes, los ricos y los pobres. Es decir: hay dinero para todo, excepto para lo principal. Entonces, lo que se debería mostrar con orgullo se muestra con lástima: esa es la extraña lógica de la política cultural criolla. Con la nota de tapa de este número buscamos revertirla, en la modesta medida de esta revista. Y también rendirle homenaje al gran teatro argentino.

Humor

Añopág. 4 número 172

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Viernes 26 de noviembre de 2010

viernes 26 de NOVIEMBRE de 2010 Buenos Aires, Argentina

POR TUTE

La actriz y autora de Algo sobre mi madre. Todo sería demasiado (La Casona del Teatro) escribe aquí sobre lo mucho que le gusta nadar

M

i placer oculto (tampoco tanto, ya que sucede en la playa) es nadar. El colmo del placer es hacer snorkeling, nadar observando la cantidad infinitamente colorida de especies que habitan bajo la superficie del agua. Es el espectáculo más maravilloso, y no es imaginario. Sólo podría ser comparado con un paseo por el espacio, y creo que ni siquiera eso sería algo tan íntimo como compartir el hábitat con otros tantos seres vivos, de tan diferentes formas y de tanta belleza. He visto peces cuadriculados, los he visto fosforescentes, con patas; he visto la variedad de formas y colores más indescriptible, y hasta me he encontrado cara a cara ¡dos veces! con una barracuda. Y ni siquiera eso pudo disminuir mi pasión por el agua y la vida submarina. Tal vez sea porque mi padre me enseñó a nadar desde muy niña y me hizo perderle el miedo al agua. Cuando íbamos a la playa, solía pararme sobre sus hombros y él me hacía saltar desde ahí como desde un trampolín. También mi infancia en Uruguay y la presencia cotidiana de la playa en mi niñez hicieron que yo pudiera lograr esta relación tan especial con el agua. El mar es para mí una mezcla de líquido amniótico, bautismo, baño ritual y agua bendita. El mar me sostiene, me da energía, me hace liviana como una pluma. En él me muevo con facilidad, liberada del peso aplastante de la gravedad. Pero a la hora de identificarme, y a pesar de que reconozco al agua como mi elemento natural, no me siento comparable con un pez o una sirena. Más bien, me encuentro parecida a las morsas, que son pesadas cuando están en la tierra pero se vuelven gráciles y livianas apenas entran en el mar. Una de las especies que más bellas me parecen son las medusas. Realmente me fascinan, ya que tienen, a mi entender, un diseño perfecto. Y ni hablar de las que viven en la profundidad. Porque ésas, además, encienden unas luces fosforescentes, lo que, junto con su movimiento mórbido, las convierte en un espectáculo alucinante. Cuando las encuentro, no puedo dejar de pensar en mi tatarabuela, ya que soy una evolucionista, convencida de que toda la vida comenzó en el mar. Pero a pesar de eso, se ve que ellas no me reconocen: el verano pasado me picaron sin clemencia todo el tiempo. Al final, los miembros de tu familia son los peores.

Staff

ILUSTRACIÓN: AGUSTÍN SCIANMARELLA

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