EL “SACRUM” DE LA LITURGIA

sagrado-natural y lo sagrado-cristiano, que pasa por la transición de lo ...... atrofiado a partir de los años sesenta p
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INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS

SAN PÍO X DIÓCESIS DE SAN LUIS

LITURGIA

EL “SACRUM” (CARÁCTER SAGRADO)

DE LA LITURGIA

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I. CONCEPTO DE “SACRUM” (SAGRADO)

Autores: Rivera, Antonio – Iraburu, José María SINTESIS DE ESPIRITUALIDAD CATÓLICA Primera Parte: Fuentes de la Santidad

7ª Fuente: Lo sagrado Bibliografía utilizada AA.VV., Le Sacré, París, Aubier ed. Montaigne 1974; J. P. Audet, Le sacré et le profane: leur situation en christianisme, «Nouv. Rev. Théologique» 79 (1957) 33-61; L. Bouyer, Le rite et l’homme, París, Cerf 1962; M. Elíade, Lo sagrado y lo profano, Madrid, Guadarrama 1967; J. M. Iraburu, Sacralidad y secularización, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1996; R. Otto, Lo santo, Madrid, Alianza 1980.

Lo sagrado natural La devoción a lo sagrado es una dimensión esencial de la espiritualidad cristiana. En las religiones naturales lo sagrado tiene una importancia fundamental; pero no sería posible hallar entre ellas un concepto unívoco. El sagrado-religioso, el sagrado-mágico o el sagrado-tabú presentan significaciones muy diversas, con sólo algún punto común de analogía. Sin embargo, podemos apreciar algunas constantes en las sacralidades paganas. Las cosas sagradas son criaturas -piedra, monte, bosque, fuente- que, al menos en las altas religiones, ajenas a la idolatría, no se confunden con la Divinidad, sino que la manifiestan y aproximan. Y es Dios quien instituye lo sagrado, es él quien elige y consagra de alguna manera una criatura del mundo visible. Quizá en una hierofanía espectacular, o por una tradición oscura de misterios ascentrales, una cosa, un día, un lugar, una persona, queda asociada ciertamente por Dios a su poder sobrenatural. El hombre, pues, no causa o fabrica las sacralidades, sino que las descubre, las reconoce, las venera. Hay sacralidades de contacto -una piedra que se besa, una persona que impone las manos, una fuente de la que se bebe-, y hay sacralidades de distancia, que no se deben mirar, no se pueden tocar, ni a veces se pueden pronunciar; o sólo unos pocos las pueden mirar, tocar, decir.

Ya se ve, pues, que lo sagrado no puede decirse unívocamente del paganismo, del judaísmo y del cristianismo; cosa que, por lo demás, sucede con casi todas las categorías religiosas -Dios, sacrificio, altar, sacerdote, oración, expiación, pureza-. Sin embargo, hay una continuidad entre lo sagrado-natural y lo sagrado-cristiano, que pasa por la transición de lo sagrado-judío, por supuesto. En efecto, la gracia viene a perfeccionar la naturaleza, a sanarla, purificarla y elevarla, no viene a destruirla con menosprecio. Por eso mismo el cristianismo viene a consumar las religiosidades naturales, no a negarlas con altiva dureza. Hay, pues, continuidad desde la más precaria hierofanía pagana hasta la suprema epifanía de Jesucristo, imagen perfecta de Dios; desde el más primitivo culto tribal hasta la adoración cristiana «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Lo sagrado judío La Biblia nos muestra cómo Yavé mismo constituye en Israel un orden de sacralidades completo, con fiestas, sacerdocio, lugares, sacrificios, Escrituras, templo. El mismo pueblo de Israel es ya un pueblo sagrado entre las naciones (Gén 12,3; Ex 19). Y en esta esfera sacral hay grados: por ejemplo, en el Templo -como en anillos concéntricos- tienen una sacralidad diversa el atrio de los 2

gentiles, la zona de las mujeres, de los hombres, de los sacerdotes y, finalmente, el Santo y el Santísimo. De todos modos, en Israel lo sagrado es siempre una criatura especialmente vinculada al Santo, a Yavé. Nunca se confunde en el judaísmo el Santo, que es uno, con las múltiples sacralidades que le manifiestan y aproximan a su pueblo. Hay, sin embargo, en el judaísmo ciertos rasgos sacrales propios de las religiones primitivas, como lo sacro-intocable: el Arca, por ejemplo, establecida en la Tienda, fuera del campamento, que nadie, sino los elegidos para ello, puede tocar sin morir (2 Sam 6,7; +Ex 19,12-13; 26,33; 33,18-23). En cambio, en Israel no hay espacio religioso ni para los ídolos, ni para la magia (Is 44). Sólo Yavé es el Santo, el Altísimo, cuya majestad transciende a toda criatura, y supera incluso toda sacralidad: su Gloria no cabe ni en el Templo de Sión (1 Re 8,10.27). Es preciso, pues, reconocer que, en comparación con las religiones extrabíblicas, la sacralidad judía es de una maravillosa pureza.

Lo sagrado cristiano Ahora, en la Iglesia, la humanidad de Jesucristo es el sagrado absoluto. En él coinciden de forma única el Santo y lo sagrado: es Dios y es hombre, y como hombre es el Ungido, el Elegido de Dios (Lc 1,35;23,35). Todas las sacralidades judías, con ser tan venerables, están definitivamente superadas -es el tema de la carta a los Hebreos-. Cristo es ahora el Templo, la fuente de todo un orden nuevo de sacralidades: las nuevas Escrituras sagradas, el sagrado ministerio sacerdotal, la sagrada eucaristía, los sacramentos, los sagrados concilios y cánones disciplinares... Y en medio del mundo, la Iglesia es sagrada, puesto que es «el sacramento admirable» (SC Sb), el «sacramento universal de salvación» (LG 48; GS 45; AG 1). Verdad es que Cristo derribó el muro que separaba paganos de judíos para hacer un Pueblo único (Ef 2,14 15); pero, aun después de Cristo, no puede establecerse una yunta desigual entre creyentes e infieles (2Cor 6,14 18). Para reunirlos, justamente, ha establecido Jesucristo «un ministerio sagrado en el Evangelio de Dios» (Rm 15,16). Esta es la misión en el mundo de la Iglesia-Sacramento. Observemos también que en la Nueva Alianza lo sagrado cristiano ayuda a «adorar al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Estas palabras de Jesús no pretenden, pues, despojar al culto cristiano de toda expresión sensible y ritual; más bien significan que el viejo culto ya no vale -ni en el monte Sión, ni en el Garizzim-; y que en adelante se ofrecerá al Padre por Cristo una liturgia nueva bajo la acción del Espíritu Santo.

Teología de lo sagrado Partiendo de esas premisas brevemente consideradas, podemos intentar ya una definición teológica de lo sagrado cristiano. Jesucristo es sagrado, y lo es por su humanidad. Sólo en él coinciden totalmente el Santo y lo sagrado. Y en Cristo, en su Cuerpo, que es la Iglesia, son sagradas aquellas criaturas -personas, cosas, lugares, tiempos- que, en modo manifiesto a los creyentes, han sido especialmente elegidas por el Santo para obrar la santificación. Según esto, santo y sagrado son distintos. Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador, no es santo, pero sigue siendo sagrado, y puede realizar con eficacia y validez ciertas funciones sagradas que le son propias. Tampoco se confunden profano y pecaminoso: las cosas son profanas, simplemente, en la medida en que no son sagradas. En fin, el cosmos no es sagrado para los cristianos, a no ser en un sentido sumamente amplio e impropio. Avancemos otro paso. Lo sagrado cristiano surge por iniciativa divina, porque Dios quiere elegir unas criaturas para santificar por ellas a otras. El podría haber santificado a los hombres sin mediaciones creaturales, pero, sólo por bondad y por amor, quiso asociar de manera especial en la Iglesia a su causalidad santificadora a ciertas criaturas. En una decisión completamente libre, quiso el Señor elegir-llamar-consagrar-enviar a algunas criaturas (sacerdotes, agua, aceite, pan, vino, libros, ritos, lugares, días y tiempos), comunicándoles una objetiva virtualidad santificante, y haciendo de ellas lugares de gracia, espacios y momentos privilegiados para el encuentro con Él. 3

Por otra parte, surge lo sagrado de que quiso Dios comunicarse de modo manifiesto y sensible patente, se entiende, para los creyentes-. Así Dios se acomoda al hombre. En este sentido, el fundamento de lo sagrado está en el carácter mediato de nuestra experiencia de Dios. Como bien señala Audet (37), lugares, ritos, templos, «todo esto no existiría si, en lugar de una experiencia mediata de lo divino, pudiéramos tener desde ahora una experiencia inmediata». Por eso sabemos que toda estructura sacral se desvanece en el cielo, cuando «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28; +Ap 21-22). Es ahora, en el tiempo, cuando Dios concede al hombre la ayuda de lo sagrado. De dos maneras se comunica Dios a los hombres, esto es, los santifica. En la primera, Dios santifica al hombre que apenas le conoce de modo no manifiesto y sensible. En la segunda, Dios santifica a los creyentes de modo manifiesto y sensible: en efecto, la acción invisible del Espíritu se hace visible en la Iglesia de muchas maneras, concretamente en los sacramentos; lo que hace que la Iglesia sea al mismo tiempo «asamblea visible y comunidad espiritual» (LG 8a). Ahora bien, aunque todo el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es sagrado, se distinguen grados diversos de sacralidad, según la mayor o menor potenciación hecha por Dios en las criaturas para santificar; es decir, en función de un orden objetivo de gracia. Y en esos grados se basa el lenguaje cristiano de lo sagrado, que reserva habitualmente esa calificación para las criaturas más intensamente sagradas. Podría hablarse, sin duda, de los «sagrados laicos» o de la «sagrada medicina»: son personas y trabajos ungidos por el Espíritu. Pero la tradición del lenguaje cristiano, y concretamente el concilio Vaticano II, suele hablar de «pastores sagrados», de «ministerio sagrado», de religiosos de «vida consagrada», porque sobre la consagración de la unción bautismal, estos cristianos han sido «novo modo consecrati» (PO 12a), se han dedicado a Cristo y a su Cuerpo con una «peculiar consagración» (LG 44a; PC lc; 5a). Y así también, de modo semejante, la Iglesia reserva la calificación de sagrado a la Escritura, la predicación, el concilio, el templo, las Congregaciones romanas, la liturgia, etc.

Nótese, por otra parte, que la sacralidad cristiana no sustrae la criatura de su finalidad natural, sino que la eleva a un orden nuevo en el ser y el obrar. La sagrada Humanidad de Cristo no se sustrajo al fin natural del hombre. Es verdad que no se casó o no actuó en política, pero es necesario a todo hombre dedicarse a unas cosas, renunciado a ejercitarse en otras. Dedicarse a hablar de Dios y a salvar a los hombres es una finalidad perfectamente humana. De modo semejante, el agua bautismal lava, sigue lavando, pero además purifica del pecado y confiere la filiación divina: su fin y su eficacia en el orden natural siguen vigentes, pero son transcendidos por el Espíritu. Así sucede con toda sacralidad cristiana. Hay una excepción: la transubstanciación eucarística sustrae el pan de su ser y eficacia naturales. Por otra parte -pero ya pasamos a otro plano-, cuando una persona o cosa (por ejemplo, sacerdote o cáliz) ha sido especialmente consagrada, suele convenir que de hecho sea dedicada (en el sentido de reservada) al servicio de su fin sobrenatural propio, de tal modo que sea por eso socialmente sustraída de otros usos. Pero esto es así sólamente, primero, por la limitación inherente a las posibilidades funcionales de toda criatura, y, segundo, por la lógica voluntad eclesial de significar así más viva y eficazmente la causalidad sagrada de esa criatura.

Observemos también que lo sagrado eleva las criaturas a una nueva dignidad, sobre la que ya tenían por su misma naturaleza, mientras que, por el contrario, la desacralización las rebaja en un movimiento descendente. Si la eucaristía, por ejemplo, se celebra en hermosas formas sagradas, la comida familiar es elevada por la oración de acción de gracias (ascenso). Por el contrario, si la eucaristía se celebra como una comida ordinaria, los laicos comen en sus casas como si fueran paganos, sin acción de gracias (descenso). La dignidad del hombre y de la naturaleza se ve conservada y elevada por lo sagrado, mientras que la desacralización rebaja y degrada el mismo orden natural. Esto es de experiencia universal, no sólo en el mundo cristiano. Por último, señalemos que la sacralidad cristiana es de unión, no es tabú, no es de separación. El pan eucarístico, por supuesto, no lo toca cualquiera, pero está hecho precisamente para que lo coman los cristianos. El templo es sagrado, pero justamente por eso está abierto a todos, a diferencia de las casas privadas. Un sacerdote, por ser ministro sagrado, puede ser abordado por cualquiera, mientras que un laico no tiene por qué ser tan asequible a todos. Por eso la distinción de 4

las personas y cosas sagradas mediante ciertos signos sensibles, lejos de estar destinada a causar separación, es para una mayor unión (+Código Canónico cc.284 y 669). La disciplina eclesial de lo sagrado La Iglesia tiene el derecho y el deber de configurar lo sagrado, estableciendo unos usos o aprobando costumbres, pues tiene autoridad para cuidar la manifestación visible del Invisible. Las formas concretas de lo sagrado son signos que expresan el misterio de la fe. Por eso la Iglesia, que custodia la fe y la transmite, ha de velar con autoridad apostólica por la configuración concreta de lo sagrado -imágenes, templos, cantos, ritos (SC 22)-. Y hay en los fieles una obligación correspondiente de obedecer las normas litúrgicas, de las que volveremos a tratar en el capítulo sobre la liturgia. Ahora, desde la fenomenología religiosa de lo sagrado, señalemos los fundamentos principales de las leyes litúrgicas: 1.-Lo sagrado es un lenguaje, verbal o no verbal. Pero el lenguaje es vínculo de comunicación inteligible siempre que se respeten las reglas sociales de su estructura. Si es un lenguaje arbitrario, no establece comunicación, como no sea entre un grupo de iniciados. 2.-Por otra parte, el rito litúrgico implica en sí mismo repetición tradicional, serenamente previsible. Así es como el rito sagrado se hace cauce por donde discurre de modo suave y unánime el espíritu de cuantos en él participan. Así se favorece en el corazón de los fieles la concentración y la elevación, sin las distracciones ocasionadas por la atención a lo no acostumbrado. Así se celebra comunitariamente el memorial cíclico de los grandes sucesos salvíficos, que de este modo se hacen siempre actuales. 3.-El servicio sagrado pone a la criatura en la sublime función de manifestar al Santo. Cuando la criatura asume las normas sagradas, se oculta humildemente en su ministerio, desaparece, y realiza fielmente su misión santificadora. Pero si no se atiene a las normas, si cae en la expresión arbitraria, subjetiva, aritual, no transparenta al Santo, sino que atrae sobre sí misma la atención de los hombres, lo cual lesiona gravemente la estructura misma del rito sagrado.

Secularización y desacralización Secularización, desacralización, secularismo, son fenómenos bastante complejos, en los que se integran elementos de muy diverso valor, y cuyo análisis debe hacerse por separado. -1º elemento. La secularización, como una desacralización de lo indebidamente sacralizado, es una tendencia que purifica lo sagrado de excrecencias y errores, y afirma la justa autonomía de las realidades temporales, según la enseñanza del concilio Vaticano II (GS 36). -2º elemento. El rechazo de ciertas formas históricas concretas de lo sagrado, y la promoción de otras formas nuevas que se consideran más adecuadas, puede ser igualmente una tendencia legítima e incluso necesaria. Como la anterior, afecta a cuestiones prudenciales, no doctrinales. -3º elemento. Una cierta ocultación de los signos sagrados es considerada por algunos hoy como conveniente en ambientes modernos secularizados. También ésta es cuestión prudencial. La sensibilidad de los pueblos, las circunstancias políticas o culturales, pueden aconsejar considerables atenuaciones de lo sagrado. De hecho, cuando la Iglesia en los primeros siglos estaba proscrita, la expresión visible de lo sagrado era muy leve. -4º elemento. Se produce hoy en los países ricos de Occidente una pérdida o debilitación de la sensibilidad para lo sagrado. Es un fenómeno ya muy estudiado y conocido, que afecta mucho menos o nada a los países más pobres y de formas tradicionales. Hoy es posible ver, incluso en buenos cristianos, actitudes que en otro tiempo sólo con intención sacrílega podrían ser tenidas: Durante un concierto en la iglesia, sentarse sobre el altar; con ocasión de un retiro, dejar en el suelo el cáliz, mientras se pone la credencia que lo sostenía como mesa para el predicador; utilizar una Biblia grande, del siglo pasado, para elevar el asiento de una silla... Éstas y otras formas de insensibilidad ante los objetos, personas, lugares o gestos sagrados difícilmente puede recibir una evaluación positiva. Son un empobrecimiento. 5

«La pérdida o atenuación del sentido de lo sagrado» a que aludía Pablo VI (enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 49) ¿de dónde procede, qué significa, qué importancia tiene? Puede ser falta de fe: A quien nada le dice Dios, nada le dicen los signos sagrados. Pero también puede ser simplemente un analfabetismo del lenguaje simbólico. En Occidente hoy se tiende a disociar espíritu y cuerpo, palabra y gesto, condición personal y modos de vestir, en suma, interior y exterior. Sobrevalorando la individualidad en su expresión subjetiva y espontánea, se van rompiendo las «formas» comunitarias objetivas, elaboradas en una tradición social de siglos, y en las que reside precisamente la expresión simbólica. Ya se comprende que los que son analfabetos para todo lenguaje simbólico adolecen también de analfabetismo ante el lenguaje de lo sagrado. ((Pues bien, no parece que la sistemática supresión o atenuación extrema de los signos sagrados sea la mejor manera de reeducar una sensibilidad simbólica atrofiada. Por el contrario, la pedagogía pastoral debe optar más bien, como dispuso el concilio Vaticano II, por la catequesis litúrgica, por la alfabetización conveniente que enseñe a leer los signos sagrados (SC 14-20, 35). Tampoco parecen ir muy acertados los que confían mucho en el cambio de los signos concretos. Aparte de que esto trae consigo una variabilidad que afecta mucho y mal la naturaleza ritual de lo sagrado, tal confianza se diría algo ingenua: Para el analfabeto resultan igualmente ilegibles todos los estilos de escritura; simplemente, no sabe leer. Habría que enseñarle. Lo malo es que, en ocasiones, la sensibilidad para lo sagrado está más viva en el cristiano ignorante que en aquél, más cultivado, que tendría que instruirle con una buena catequesis litúrgica.))

La pérdida o atenuación del sentido de lo sagrado es, sin duda, una enfermedad que tiene importantes consecuencias en la vida espiritual cristiana. Su gravedad no debe ser exagerada; pero tampoco conviene ignorarla o aceptarla pasivamente, como si fuera irremediable -una presunta «exigencia» de nuestro tiempo-. El sentido de lo sagrado -y en general, la sensibilidad simbólica- es un valor propio de la naturaleza humana. Por eso sólo puede experimentar disminuciones temporales, para resurgir después, quizá con más fuerza y purificado de connotaciones inconvenientes. Ahora bien, la gracia debe proteger todos los valores de la naturaleza, especialmente aquellos que están decaídos y aquellos que tienen una relación más íntima con lo religioso, como es el caso de lo sagrado. -5º elemento. Algunos consideran que, a diferencia de las sacralidades paganas o judías, la sacralidad cristiana es puramente interior. Pues bien, si el anterior elemento 4º era una deficiencia cultural, histórica, práctica, este 5º elemento es ya un error doctrinal. Implica un mal entendimiento de la verdadera naturaleza teológica de lo sagrado cristiano. ((En la práctica, de ese error se siguen dos actitudes falsas, una más moderada, otra más radical: 1ª.-Se piensa que la apariencia sensible de lo sagrado debe asemejarse lo más posible a lo profano, y esto lo mismo en personas, lugares, celebraciones o cosas. La distinción sería motivo de separación. A mayor semejanza en las formas exteriores, mayor unión, mayor facilidad de acceso a los hombres. 2ª.-Se estima que se debe quitar de lo sagrado cristiano toda significación sensible peculiar. No un cáliz, sino un vaso. No un templo, sino una sala de reunión. Nada de fiestas peculiarmente religiosas, ni de vestimentas litúrgicas, ni de hábitos religiosos. Todo lo sagrado-sensible sería una paganización o judaización del Evangelio genuino.))

-6º elemento. Algunos, llevando secularización y desacralización más allá de su extremo, llegan al secularismo, que niega la misma existencia de lo sagrado cristiano. Estos ya no pretenden una ocultación prudente de lo sagrado, una atenuación o eliminación de sus significaciones sensibles, una renovación oportuna de sus formas históricas concretas, no. Éstos simplemente niegan la existencia misma de lo sagrado cristiano, y procuran suprimirlo en cuanto tal. ((La Conferencia Episcopal Alemana denunciaba hace unos años esta posición teológica y pastoral: «Dicen que el mundo entero está ya santificado de alguna manera y puesto al servicio de Dios, y que no necesita de un ámbito especialmente santificado y consagrado a Dios» (El ministerio sacerdotal, Salamanca, Sígueme 1971, 90). La misma Iglesia, entendida como «sacramento universal de salvación», distinta del mundo, sal y luz de la humanidad, sería una concepción triunfalista, falsa, inadmisible. No hay distinción entre Iglesia y mundo, entre sagrado y profano, entre pagano y cristiano, y menos aún entre sacerdote y laico. Se ha señalado últimamente una posible conexión entre el antiguo protestantismo radical y el secularismo moderno. Uno y otro consideran que la fe sólo podrá ser pura fe en la medida en que el mundo permanezca sólo mundo. Ciertos autores protestantes modernos han afirmado estas tesis en clave mental renovada. La fe se contamina inevitablemente cuando por las formas sagradas sensibles es sumergida en la profanidad del mundo. Esta desviación de la pureza espiritual del Evangelio vendría plasmada en la Iglesia Católica, la cual no se daría cuenta de que un deber fundamental del cristianismo es mantener al mundo en su verdadera y exclusiva secularidad)).

En fin, frente a todo esto, ya conocemos cuál es la doctrina y la práctica secular de la Iglesia en lo referente a lo sagrado. La Iglesia antigua tuvo que pronunciarse ante el fenómeno iconoclasta, hostil a toda representación visible del invisible mundo de la gracia (Niceno II, 787; Trento 1563; Prof. fidei 1743: Dz 600, 1823, 2532). La Iglesia actual se ha pronunciado ya en muchas ocasiones sobre el tema, principalmente en el concilio Vaticano II (SC). El Papa Pablo VI señaló en varias 6

ocasiones el error de quienes pretenden, «contra la tradición bimilenaria de la Iglesia, la desaparición del carácter sagrado de lugares, tiempos y personas» (15-X-1967). El denunció, concretamente, con energía a los que quieren «desacralizar la liturgia y, con ella, como consecuencia necesaria, la misma religión cristiana» (19IV-1967). Juan Pablo II, en su carta Dominicæ Cenæ, afirma especialmente la forma sagrada de la eucaristía: «El sacrum de la Misa no es una sacralización, es decir, una añadidura del hombre a la acción de Cristo en el cenáculo, ya que la Cena del Jueves Santo fue un rito sagrado, liturgia primaria y constitutiva, con la que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró sacramentalmente, él mismo, el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón de toda Misa» (24-II-1980, 8).

Veinte años después del Concilio, el Sínodo Episcopal de 1985 apreciaba que, «no obstante el secularismo, existen signos de una vuelta a lo sagrado». No podría ser de otro modo, perteneciendo lo sagrado en modo tan profundo y universal a la naturaleza humana y a la economía eclesial de la gracia. Y observaba también el Sínodo que «precisamente la liturgia debe fomentar el sentido de lo sagrado y hacerlo resplandecer» (II,A,1; II,B,b,1). Es indudable que, frente a otras confesiones cristianas, la Iglesia Católica es la que más forma visible, social, sagrada, da al mundo invisible de la gracia de Cristo. Ella es también la que más asume de las formas religiosas naturales, la que más seriamente vive la ley fundamental de la encarnación. Y lo hace con toda conciencia, para que «conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible» (Pref.I Navidad). En este sentido, es la Iglesia Católica la más eficazmente misionera, la que más acoge el sentido sagrado de las religiosidades naturales, purificando y elevando ese sentido en el Espíritu Santo. Espiritualidad cristiana de lo sagrado El amor a lo sagrado en la Iglesia pertenece a la esencia de la espiritualidad católica. El cristiano no ignora ni menosprecia el orden sacral dispuesto por el Señor con tanto amor, sino que se adentra en él gozosamente, sin confundir nunca lo sagrado y el Santo, sin temor a falsas ilusiones, pues la Iglesia ya se cuida bien de que las sacralidades cristianas no caigan en idolatría, superstición, tabú o magia. El cristiano genuino es practicante, por supuesto: busca asiduamente al Santo en las cosas sagradas de la Iglesia: en la Escritura, en el templo, en los ministros sagrados, en los sacramentos, en la asamblea de los fieles, en el Magisterio, en el domingo y el Año litúrgico, y también en los sacramentales (SC 7, 47-48, 59-60, etc.). El cristiano, en fin, busca al Santo -no exclusivamente, pero sí principalmente- en lo sagrado, allí donde él ha querido manifestarse y comunicarse con especial intensidad, certeza y significación sensible. Éste es un rasgo constitutivo de la espiritualidad católica. ((El que es pelagiano, o al menos voluntarista, no aprecia debidamente lo sagrado. Y es que no busca su santificación en la gracia de Dios, sino más bien en su propio esfuerzo personal. No busca tanto ser santificado por Cristo, como santificarse él mismo según sus fuerzas, sus modos y maneras. No entiende la gratuidad de lo sagrado. No comprende que la santificación es ante todo don de Dios, que él confiere a los creyentes sobre todo a través de los signos sagrados que él mismo ha establecido. No cree en la especial virtualidad santificante de lo sagrado: «¿Por qué rezar la Liturgia de las Horas, y no una oración más de mi gusto? ¿Qué más da ir a misa el domingo o un día de labor? ¿Qué interés hay en tratar con los sacerdotes? ¿Qué tiene el templo que no tenga otro lugar cualquiera?»... El sólo confía en su propia mente y voluntad para santificarse: para él sólo cuenta lo que le da más devoción a su sensibilidad, lo que su mente capta mejor, lo que más se acomoda a su modo de ser, y a veces identifica aquello que más esfuerzo cuesta con aquello que es más santificante. Por tanto, el orden de sacralidades dispuesto por Dios es para él insignificante. Por eso se aleja de lo sagrado o si se acerca a ello, lo usa arbitrariamente, cuando coincide con sus gustos, o en la medida en que pueda adaptarlo a sus gustos y criterios.))

Por el contrario, los santos han mostrado siempre un amor humilde y conmovedor a lo sagrado. Recordemos, por ejemplo, el amor de San Francisco de Asís por las iglesias, las campanas, los objetos de culto, los sacerdotes, todo lo relacionado con la sagrada eucaristía o con la Escritura (Ctas. a toda la Orden; Iª a los custodios). Él, que reparó varios templos, confiesa en su Testamento: «El Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas las iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo». Y si alguno sospecha que un amor tan tierno a los lugares sagrados sea sólo ingenuidad medieval del Poverello, pasemos a San Juan de la Cruz, el más despojado e intelectual de los espirituales. Y hallamos en él la misma devoción, la misma fe, el mismo amor: «La causa por que Dios escoge estos lugares más que otros para ser alabado, él se la sabe. Lo que a nosotros nos conviene saber es que todo es para nuestro provecho y para oir nuestras oraciones en ellos y

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donde quiera que con entera fe le rogáremos; aunque en los que están dedicados a su servicio hay mucha más ocasión de ser oídos en ellos, por tenerlos la Iglesia señalados y dedicados para esto» (3 Subida 42,6).

El cristiano católico busca, procura, construye, conserva, defiende, todas las sacralidades cristianas, personas, templos, sacramentos, fiestas religiosas. Quien conoce y ama lo sagrado, lo procura: repara, por ejemplo, o construye un templo. Más aún, quien conoce y ama lo sagrado está bien dispuesto para seguir la «vocación sagrada» si Dios le llama así. Con mucha razón teológica dice Pablo VI que «la causa de la disminución de las vocaciones sacerdotales hay que buscarla en otra parte [no en el celibato eclesiástico], principalmente, por ejemplo, en la pérdida o en la atenuación del sentido de Dios y de lo sagrado» (enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 49). Y puesto que pertenece a la naturaleza de lo sagrado hacer visible la gracia invisible, el creyente procura que lo sagrado se vea, se oiga, se distinga, y sea un signo claro, bello, provocador, atrayente, expresivo. No pretende en principio ocultar lo sagrado, o atenuar lo más posible su significación sensible. Por el contrario, en principio trata de que sea manifiesto y bien visible. Otras cosa distinta es que en determinadas circunstancias puede ser prudente la atenuación o la ocultación de lo sagrado. Y esto no sólamente en guerras o persecuciones, sino en ciertas situaciones sociales o culturales. Sin embargo, el velamiento de lo sagrado puede tener consecuencias tan importantes -favorables o desventajosas- para la evangelización del mundo y para la vida espiritual de los cristianos, que habrá que decidirlo con sumo cuidado: -La autorización de la Jerarquía apostólica, en ciertos casos requerida por la ley, vendrá aconsejada por la prudencia cuando se trate de ocultar durablemente signos sagrados importantes. -La ocultación de lo sagrado puede ser conveniente si hay peligro para las cosas o las personas: «No deis lo sagrado a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen, y además se vuelvan y os destrocen» (Mt 7,6). -La caridad pastoral puede llevar a la atenuación de ciertas formas sagradas, como cuando un sacerdote confiesa a un alejado paseando por una plaza; o incluso puede conducir a suprimirlas: por ejemplo, en un barrio anticristiano se suspende una procesión acostumbrada porque iba siendo recibida como una provocación y un desafío. -La obediencia a las normas de la Iglesia sobre lo sagrado no sería perfecta sin la virtud de la epiqueya, que nos inclina en ocasiones a apartarnos prudentemente de la letra de la ley, para mejor cumplir su espíritu (STh II-II,120). Los cristianos respetamos las normas eclesiales, pero no somos siervos, somos hijos, y sabemos que «el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27). ((Es preciso reconocer, sin embargo, que a veces la disminución o supresión de los signos sagrados es inconveniente y arbitraria, y procede de premisas falsas. Algunos parten de que el hombre moderno no tiene capacidad para lo sagrado. Pero tal capacidad existe, aunque en muchos casos esté atrofiada, y lo que necesita es suscitación y desarrollo. Algunos alegan obrar así «siguiendo al concilio Vaticano II». Pero quizá ningún concilio ha tenido una doctrina sobre lo sagrado tan amplia y valiosa como la que se da en el Vaticano II: por ejemplo, la terminología de lo sagrado -sacer, sacrare, consecratio, etc.- se emplea en la constitución Lumen gentium 57 veces, y en los demás documentos es también muy frecuente. Algunos olvidan que ciertas leyes de la Iglesia relativas a lo sagrado exigen gravemente la obediencia, y que ciertas disminuciones o supresiones de lo sagrado no quedan bajo el arbitrio prudencial privado. Algunos parecen ignorar que en ciertas materias -por ejemplo, los signos de veneración ante la eucaristía- no-significar la fe en la forma mandada o acostumbrada puede equivaler a significar-que-no hay fe en tal misterio -y esto aunque tal contrasignificación sea ajena a su personal intención-. Algunos, en fin, suprimen ciertos signos sagrados por cobardía, por temor a persecuciones que no se deberían evitar, por miedo a confesar abiertamente a Cristo ante los hombres (Mt 10,33).))

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El Santo se inclina y nos muestra su rostro en lo sagrado. El Invisible se hace así visible. El Altísimo se hace accesible en la sagrada Humanidad de Cristo, y en las múltiples sacralidades de su Cuerpo eclesial. Cuidemos bien los caminos sagrados por los que el Espíritu viene, se nos manifiesta y comunica, y por los que nosotros salimos a su encuentro. Que no se obstruyan esos caminos, que no desaparezcan, que no se apodere de ellos la maleza. La religiosidad popular de los pequeños sería con ello la más afectada. Tenía, pues, razón el cardenal Daniélou al decir que «una cierta resacralización es indispensable para que haya un cristianismo popular» (¿Desacralización o evangelización?, Bilbao, Mensajero 1969,70).

II. INFO R ME S O B RE L A FE Au tor: Vi tto ri o Me ssori E n trevi sta al Card en a l Josep h Ratzi n ger – B en ed i cto XV I Cap . I X. L A L IT URGIA: E NT RE L A ANT IGÜE DAD Y L A NO VE DAD

Riquezas por salvar Cardenal Ratzinger, ¿podemos hablar un poco de liturgia, de reforma litúrgica? Es éste, sin duda, uno de los problemas más discutidos y espinosos y uno de los caballos de batalla de la anacrónica reacción anticonciliar, del integrismo patético al estilo de Mons. Marcel Lefébvre, el obispo rebelde precisamente a causa de ciertas reformas litúrgicas en las que cree percibir un cierto olor a azufre, a herejía... Me corta rápidamente para precisar: «Ante ciertos modos concretos de reforma litúrgica y, sobre todo, ante las posiciones de ciertos liturgistas, el área del descontento es más amplia que la que corresponde al integrismo. En otras palabras: no todos aquellos que expresan un tal descontento deben por ello ser necesariamente integristas». ¿Quiere acaso decir que la sospecha e incluso la protesta ante cierto liturgismo posconciliar serían legítimas también en un católico alejado de Mons. Lefébvre, es decir, en un católico que no se halla enfermo de nostalgia, sino dispuesto a aceptar íntegramente el Vaticano II? «Detrás de las maneras diversas de concebir la liturgia —responde— hay, como de costumbre, maneras diversas de concebir a la Iglesia y, por consiguiente, a Dios y las relaciones del hombre con Él. El tema de la liturgia no es en modo alguno marginal: ha sido precisamente el Concilio el que nos ha recordado que tocamos aquí el corazón de la fe cristiana». Las graves responsabilidades romanas impiden a Joseph Ratzinger (por escasez de tiempo y, también, por razones de oportunidad) continuar como quisiera la publicación de artículos científicos y de libros. Por ello, es una clara confirmación de la importancia que concede al tema de la liturgia el que una de las pocas obras que ha publicado en estos años lleve por título Das Fest des Glaubens(«La fiesta de la fe»). Se trata precisamente de un conjunto de breves ensayos sobre liturgia y sobre un cierto aggiornamento ante el que no puede menos de mostrarse perplejo a los diez años de la conclusión del Vaticano II.

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Saco de mi cartera un recorte de 1975 y leo: «La apertura de la liturgia a las lenguas populares no carecía de fundamento ni de justificación: también el concilio de Trento la había tenido presente, al menos como posibilidad. Sería falso, por lo tanto, decir, con ciertos integristas, que la creación de nuevos cánones para la Misa contradice la Tradición de la Iglesia. Sin embargo, queda por ver hasta qué punto las distintas etapas de la reforma litúrgica después del Vaticano II han significado verdaderas mejoras o, más bien, trivializaciones; hasta qué punto han sido pastoralmente prudentes o, por el contrario, desconsideradas». Continúo leyendo aquella intervención de Joseph Ratzinger, entonces profesor de teología y miembro prestigioso de la Pontificia Comisión Teológica Internacional: «Incluso con la simplificación y la formulación más comprensible de la liturgia, es claro que debe salvaguardarse el misterio de la acción de Dios en la Iglesia; de aquí proviene la fijación de la sustancia litúrgica intangible para los sacerdotes y la comunidad, así como su carácter plenamente eclesial» [5]. «Por lo tanto —exhortaba el profesor Ratzinger—, es preciso oponerse, más decididamente de lo que se ha hecho hasta el presente, a la vulgaridad racionalista, a los discursos aproximativos, al infantilismo pastoral, que degradan la liturgia católica a un rango de tertulia de café y la rebajan a un nivel de tebeo. También las reformas que ya han sido llevadas a la práctica, especialmente las que se refieren al ritual, deben ser examinadas de nuevo bajo estos puntos de vista» [6]. Mientras le leo estas palabras, el cardenal me escucha con su habitual atención y paciencia. Han pasado diez años desde entonces; el autor de semejante advertencia no es ya un simple estudioso, sino el custodio de la ortodoxia misma de la Iglesia. El Ratzinger de hoy, Prefecto de la fe, ¿se reconoce todavía en este fragmento? «Enteramente —responde sin vacilar—. Más aún, desde que escribí estas líneas se han descuidado otros aspectos que hubieran debido ser celosamente conservados y se han dilapidado muchas de las riquezas que todavía subsistían. En aquel entonces, en 1975, muchos de mis colegas teólogos se mostraron escandalizados, o al menos sorprendidos, por mi denuncia. Ahora, incluso entre aquellos mismos teólogos, son numerosos los que me han dado la razón, al menos parcialmente». Es decir, se habrían producido tales equívocos y tergiversaciones que justificarían todavía más las severas palabras de seis años después, en el reciente libro que acabamos de citar: «Cierta liturgia posconciliar se ha hecho de tal modo opaca y enojosa por su mal gusto y mediocridad, que produce escalofríos... »[7]. La lengua, por ejemplo... Según él, es justamente en el campo litúrgico —tanto en los estudios de los especialistas como en ciertas aplicaciones concretas— donde nos sale al paso «uno de los más claros ejemplos de oposición entre lo que dice el texto auténtico del Vaticano II y la manera en que después se ha interpretado y aplicado». Un ejemplo, incluso demasiado famoso (y que se halla expuesto al peligro de instrumentalizaciones), es el de la utilización del latín, punto este sobre el que el texto conciliar es explícito: «Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular» (SC n.36). Más adelante, los Padres recomiendan: «Procúrese, sin embargo, que los fieles sean capaces también de recitar o cantar juntos en latín las partes del ordinario de la Misa que les corresponden» (SC n.54). Y en otra parte del mismo documento: «De acuerdo con la tradición secular del rito latino, en el Oficio divino se ha de conservar para los clérigos la lengua latina» (SC n.101). 10

Como decíamos al principio, la finalidad del coloquio con el cardenal Ratzinger no era ciertamente poner de manifiesto nuestro punto de vista, sino expresar el de nuestro entrevistado. Personalmente, no obstante —aunque nuestra opinión carece de importancia—, nos parece un poco grotesca la actitud de «viudos» y «huérfanos» de quienes deploran un pasado superado para siempre, y no sentimos nostalgia alguna de una liturgia en latín que sólo hemos conocido en su último y extenuado período de vida. Sin embargo, leyendo los documentos conciliares, se comprende lo que quiere decir el cardenal Ratzinger: es un hecho objetivo que, aun limitándonos al uso de la lengua litúrgica, salta a la vista el contraste entre los textos del Vaticano II y las sucesivas aplicaciones concretas. No se trata de recriminación alguna, sino de saber, por una voz tan autorizada como la suya, cómo ha sido posible que se llegara a esta situación. Le veo sacudir la cabeza: «Qué quiere usted; también éste es uno de los casos de desajuste —frecuente en estos años— entre las disposiciones del Concilio, la estructura auténtica de la Iglesia y de su culto, las verdaderas exigencias pastorales del momento y las respuestas concretas de ciertos sectores clericales. Y, sin embargo, la lengua litúrgica no era en modo alguno un aspecto secundario. En los orígenes de la ruptura entre el Occidente latino y el Oriente griego hay también un problema de incomprensión lingüística. Es probable que la desaparición de una lengua litúrgica común venga a reforzar las tendencias centrífugas entre las diferentes áreas católicas». Pero añade en seguida: «Para explicar el rápido e injustificado abandono de la antigua lengua litúrgica común es necesario no perder de vista la profunda mutación cultural de la instrucción pública que ha tenido lugar en Occidente. Como profesor, en los comienzos de los años sesenta, todavía podía permitirme leer un texto en latín a los jóvenes provenientes de las escuelas secundarias alemanas. Hoy esto ya no es posible». «Pluralismo, pero para todos» A propósito del latín: en los días en que tenía lugar nuestro coloquio no se había hecho pública todavía la decisión del Papa que (en carta de fecha 3 de octubre de 1984, que lleva al pie la firma del Pro-Prefecto de la Congregación para el Culto Divino) concedía el discutido «indulto a aquellos sacerdotes que quisieran celebrar la misa utilizando el misal romano de 1962, precisamente en lengua latina. Esto significa la posibilidad de un retorno (aunque dentro de límites muy bien definidos) a la Liturgia preconciliar, con la condición, se dice en la carta, de que «conste sin ambigüedad, incluso públicamente, que el sacerdote y los fieles no tienen nada en común con quienes dudan de la legitimidad y exactitud doctrinal del misal romano promulgado en 1970 por el papa Pablo VI»[8], y con tal de que la celebración según el rito tridentino tenga lugar «en las iglesias y capillas indicadas por el obispo diocesano, pero no en templos parroquiales, a no ser que el Ordinario del lugar lo permita en casos extraordinarios»[9]. A pesar de estas limitaciones y severas advertencias («esta concesión deberá aplicarse sin perjuicio para la fiel observancia de la reforma litúrgica»)[10], la decisión del Papa ha suscitado polémicas. A decir verdad, también nosotros nos sentimos perplejos; pero debemos reseñar lo que el cardenal Ratzinger nos dijo en Bressanone: sin hacer referencia alguna a las medidas —que, evidentemente, ya habían sido tomadas y de la que sin duda estaba al corriente—, nos había insinuado una posibilidad parecida. Este «indulto», según él, no debería verse en una línea de «restauración» sino, muy al contrario, en el clima de aquel «legítimo pluralismo» sobre el que tanto han insistido el Vaticano II y sus exegetas. 11

En aquella ocasión, indicando que hablaba «a título personal», nos dijo el cardenal: «Antes de Trento, la Iglesia admitía en su seno diversidad de ritos y de liturgias. Los Padres tridentinos impusieron a toda la Iglesia la liturgia de la ciudad de Roma, respetando, entre las liturgias occidentales, únicamente aquellas que tenían más de dos siglos de vida. Es el caso, por ejemplo, del rito ambrosiano de la diócesis de Milán. Si ello sirviera para nutrir la religiosidad de algunos creyentes y para respetar la pietas de ciertos sectores católicos, yo sería personalmente favorable a un retorno a la situación de antes, es decir, a un cierto pluralismo litúrgico. Con la condición, naturalmente, de que se ratificara el carácter ordinario de los ritos reformados y se indicaran claramente el ámbito y el modo de algún caso extraordinario de concesión de la liturgia preconciliar». Esto era más que un simple deseo, teniendo en cuenta que debía realizarse al cabo de poco más de un mes. Él mismo, por lo demás, en su Das Fest des Glaubens, recordaba que «tampoco en el campo litúrgico decir catolicidad significa decir uniformidad», denunciando que, «por el contrario, el pluralismo posconciliar se ha mostrado extrañamente uniformante, casi coercitivo, al no consentir niveles diversos de expresión de fe ni siquiera en el interior de un mismo marco ritual»[11]. Un espacio para lo sagrado Volviendo al planteamiento general: ¿qué reproches tiene que hacer el Prefecto a cierta liturgia de hoy? (O, quizá, no exactamente de hoy, puesto que, como observa, «parece que se están atenuando ciertos abusos de los años posconciliares: me parece que está en vías de cristalizar una nueva toma de conciencia; algunos están cayendo en la cuenta de que han corrido demasiado y demasiado aprisa». «Pero —añade— este nuevo equilibrio es de élite, por el momento; se adopta en algunos círculos de especialistas, mientras que es ahora cuando llega a la base la onda expansiva que precisamente ellos pusieron en movimiento. Así, puede suceder que algún sacerdote o algún laico se entusiasmen tardíamente y juzguen actualísimo lo que los expertos sostenían ayer, mientras que hoy se adhieren a posiciones diversas, abiertamente más tradicionales»). Como quiera que sea, lo que según Ratzinger tiene que encontrarse de nuevo plenamente es «el carácter predeterminado, no arbitrario, «imperturbable», «impasible» del culto litúrgico». «Ha habido años —recuerda— en que los fieles, al prepararse para asistir a un rito, a la misma Misa, se preguntaban de que modo se desencadenaría aquel día la «creatividad» del celebrante... » Lo cual, recuerda, estaba en abierta contradicción con la advertencia insólitamente severa y solemne del Concilio: «Que nadie (fuera de la Santa Sede y de la jerarquía episcopal), que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (SC n.22,§3). Añade: «La liturgia no es un show, no es un espectáculo que necesite directores geniales y actores de talento. La liturgia no vive de sorpresas «simpáticas», de ocurrencias «cautivadoras», sino de repeticiones solemnes. No debe expresar la actualidad, el momento efímero, sino el misterio de lo Sagrado. Muchos han pensado y dicho que la liturgia debe ser «hecha» por toda la comunidad para que sea verdaderamente suya. Es ésta una visión que ha llevado a medir el «resultado» de la liturgia en términos de eficacia espectacular, de entretenimiento. De este modo se ha dispersado el proprium litúrgico, que no proviene de lo que nosotros hacemos, sino del hecho de que aquí acontece Algo que todos nosotros juntos somos incapaces de hacer. En la liturgia opera una fuerza, un poder que ni siquiera la Iglesia entera puede conferirse: lo que en ella se manifiesta es lo absolutamente Otro que, a través de la comunidad (la cual no es dueña, sino sierva, mero instrumento), llega hasta nosotros». Continúa: «Para el católico, la liturgia es el hogar común, la fuente misma de su identidad: también por esta razón debe estar «predeterminada» y ser «imperturbable», para que a través del rito se manifieste la Santidad de Dios. En lugar de esto, la rebelión contra la que se ha llamado 12

«vieja rigidez rubricista», a la que se acusa de ahogar la «creatividad», ha sumergido la liturgia en la vorágine del «hazlo-como-quieras», y así poniéndola al nivel de nuestra mediocre estatura: no se ha hecho otra cosa que trivializarla». Hay otro orden de problemas sobre el que Ratzinger quiere llamar también la atención: «El Concilio nos ha recordado con razón que liturgia significa también actio, acción, y ha pedido que se asegure a los fieles una actuosa participatio, una participación activa». Me parece un verdadero acierto, digo. «Sin duda —asiente—. Pero este concepto nobilísimo ha sufrido una restricción fatal en las interpretaciones posconciliares. Se ha llegado a creer que sólo se daba «participación activa» allí donde tenía lugar una actividad exterior, verificable: discursos, palabras, cánticos, homilías, lecturas, estrechamiento de manos... Pero se ha olvidado que el Concilio, por actuosa participatio, entiende también el silencio, que permite una participación verdaderamente profunda y personal, abriéndonos a la escucha interior de la Palabra del Señor. Ahora bien, en ciertos ritos no ha quedado ni rastro de este silencio». Música y arte para el Eterno De aquí toma pie el cardenal para hablar de la música sacra, la música tradicional del Occidente católico, a la que el Vaticano II no ha escatimado alabanzas, exhortando no sólo a salvarla, sino a incrementar «con la máxima diligencia» lo que llama «el tesoro de la Iglesia»; un tesoro que pertenece a la humanidad entera. ¿Y qué se ha hecho en realidad? «Lo que en realidad han hecho muchos liturgistas es dejar a un lado este tesoro, declarándolo «accesible a pocos», y abandonarlo en nombre de la «comprensibilidad para todos y en todo momento de la liturgia posconciliar». Consecuencia: no más «música sacra» —que se deja, en el mejor de los casos, para ocasiones especiales, en las catedrales—, sino sólo «música al uso», cancioncillas, melodías fáciles, cosas corrientes». No le resulta difícil al cardenal mostrar también aquí el abandono teórico y práctico de las orientaciones del Concilio, «según el cual la música sacra es en sí misma liturgia, no simple embellecimiento accesorio». Y, según él, sería también fácil hacer ver cómo «el abandono de la belleza» se ha revelado, a la luz de los hechos, motivo de «desconcierto pastoral». Dice: «Se ha hecho cada vez más evidente el pavoroso empobrecimiento que se manifiesta allí donde se desprecia la belleza y el hombre se somete sólo a lo útil. La experiencia ha demostrado que el atenerse únicamente a la categoría de lo «comprensible para todos» no ha conseguido que la liturgia fuera verdaderamente más comprensible, más abierta, sino más pobre. Liturgia «simple» no significa liturgia mísera o barata; hay una simplicidad que viene de lo vulgar y otra que proviene de la riqueza espiritual, cultural e histórica». «También aquí —continúa— se ha rechazado la incomparable música de la Iglesia en nombre de la «participación activa»; pero ¿no puede esta «participación» significar también un percibir con el espíritu, con los sentidos? ¿No hay «actividad» alguna en el escuchar, en el intuir, en el conmoverse? ¿No supone esto empequeñecer al hombre, reducirlo a la expresión oral, precisamente cuando sabemos que lo que en nosotros hay de racionalmente consciente, lo que emerge a la superficie, es tan sólo la punta de un iceberg respecto a la totalidad de nuestro ser? Plantearse estas preguntas no significa ciertamente oponerse al esfuerzo para hacer que todo el pueblo cante; no significa oponerse a la «música al uso»; significa oponerse a un exclusivismo (sólo esta música) que no encuentra justificación ni en el Concilio ni en las exigencias pastorales». 13

El tema de la música sacra —entendida como símbolo de presencia en la Iglesia de la belleza «gratuita»— apasiona particularmente a Joseph Ratzinger, que le ha dedicado páginas vibrantes: «Una Iglesia que sólo hace música «corriente» cae en la ineptitud y se hace ella misma inepta. La Iglesia tiene el deber de ser también «ciudad de gloria», ámbito en que se recogen y se elevan a Dios las voces más profundas de la humanidad. La Iglesia no puede contentarse sólo con lo ordinario, con lo acostumbrado, debe despertar las voces del cosmos, glorificando al Creador y descubriendo al mismo cosmos su magnificencia, haciéndolo hermoso, habitable y humano» [12]. También aquí, como a propósito del latín, me habla de una «mutación cultural», más aún, casi de una «mutación antropológica», sobre todo en los jóvenes, «Cuya sensibilidad acústica se ha atrofiado a partir de los años sesenta por la influencia de la música rock y de otros productos afines». Hasta tal punto que (se remite a sus experiencias pastorales en Alemania) hoy sería «difícil hacer que muchos jóvenes escucharan, y menos aún que interpretaran, las antiguas corales de la tradición alemana». El reconocimiento de las dificultades objetivas no le impide una apasionada defensa, no sólo de la música, sino del arte cristiano en general y de su función como ámbito revelador de la verdad: «La única apología verdadera del cristianismo puede reducirse a dos argumentos: los santos que la Iglesia ha elevado a los altares y el arteque ha surgido en su seno. El Señor se hace creíble por la grandeza sublime de la santidad y por la magnificencia del arte desplegadas en el interior de la comunidad creyente, más que por los astutos subterfugios que la apologética ha elaborado para justificar las numerosas sombras que oscurecen la trayectoria humana de la Iglesia. Si la Iglesia debe seguir convirtiendo, y, por lo tanto, humanizando el mundo, ¿cómo puede renunciar en su liturgia a la belleza que se encuentra íntimamente unida al amor y al esplendor de la Resurrección? No, los cristianos no deben contentarse fácilmente; deben hacer de su Iglesia hogar de la belleza — y, por lo tanto, de la verdad—, sin la cual el mundo no sería otra cosa que antesala del infierno». Me habla de un teólogo famoso, uno de los líderes del pensamiento posconciliar, que le confesaba, sin empacho alguno, que se sentía un «bárbaro». Comenta: «Un teólogo que no ama el arte, la poesía, la música, la naturaleza, puede ser peligroso. Esta ceguera y sordera para lo bello no es cosa secundaria; se refleja necesariamente también en su teología». Solemnidad, no triunfalismo Insistiendo en esta línea, Ratzinger no está ciertamente convencido de la validez de ciertas acusaciones de «triunfalismo», en cuyo nombre se ha abandonado con excesiva facilidad gran parte de la antigua solemnidad litúrgica: «No es ciertamente triunfalismo la solemnidad del culto con el que la Iglesia expresa la belleza de Dios, la alegría de la fe, la victoria de la verdad y de la luz sobre el error y las tinieblas. La riqueza litúrgica no es propiedad de una casta sacerdotal es riqueza de todos, también de los pobres, que la desean de veras y a quienes no escandaliza en absoluto. Toda la historia de la piedad popular revela que incluso los más pobres están siempre dispuestos, de manera instintiva y espontánea, a privarse hasta de lo necesario para honrar a su Señor y Dios con la belleza, sin cicaterías de ninguna clase». Se refiere, como ejemplo, a lo que ha vivido en uno de sus últimos viajes a Norteamérica: «Las autoridades de a Iglesia anglicana de Nueva York habían decidido suspender las obras de la nueva catedral. Les parecía demasiado fastuosa, casi un insulto al pueblo, y decidieron devolver a la gente las sumas ya recogidas. Pero fueron los mismos pobres quienes rechazaron aquel dinero y exigieron la continuación de las obras; no les entraba en la cabeza la extraña idea de tasar el culto a Dios, de renunciar a la solemnidad y a la belleza cuando se está en su presencia». La acusación del cardenal, si he comprendido bien, apunta a ciertos intelectuales cristianos, dados a una especie de esquematismo aristocrático, elitista y separado de lo que el «pueblo de 14

Dios» cree y desea verdaderamente: «Para un cierto neoclericalismo moderno el problema de la gente consistiría en sentirse oprimida por los «tabúes sacrales». Pero esto, en todo caso, es problema de clérigos en crisis. El drama de nuestros contemporáneos es, por el contrario, tener que vivir en un mundo que se sumerge cada vez más en una profanidad sin esperanza. La exigencia que hoy se respira no es la de una liturgia secularizada, sino, muy al contrario, la de un nuevo encuentro con lo Sagrado a través de un culto que permita reconocer la presencia del Eterno». Pero es preciso denunciar también lo que él define como «el arqueologismo romántico de ciertos profesores de liturgia, según los cuales todo lo que se ha hecho después de San Gregorio Magno debería eliminarse como incrustación y signo de decadencia. Como criterio de renovación litúrgica, no se plantean la pregunta: «¿Cómo debe hacerse hoy?», sino esta otra: «¿Cómo se hacía entonces?» Olvidar que la nuestra es una Iglesia viva, que su liturgia no puede anquilosarse en lo que se hacía en la ciudad de Roma antes del medievo. En realidad, la Iglesia medieval (o también la Iglesia barroca, en ciertos casos) ha llevado a cabo un desarrollo litúrgico que es preciso cribar con atención antes de eliminarlo. Debemos respetar también aquí la ley católica de un conocimiento cada vez más profundo y lúcido del patrimonio que nos ha sido confiado. Para nada sirve el arcaísmo, así como tampoco sirve para nada la pura modernización». Según Ratzinger, además, la vida cultual del católico no puede reducirse únicamente al aspecto «comunitario»; debe haber un lugar también para la devoción privada, orientada, por supuesto, a la plegaria «en común», es decir, a la liturgia. Eucaristía: en el corazón de la fe Añade: «La liturgia, para algunos, parece reducirse a la eucaristía vista únicamente bajo el aspecto de «banquete fraterno». Pero la Misa no es solamente una comida entre amigos que se reúnen para conmemorar la última Cena del Señor mediante la participación de un mismo pan. La Misa es el sacrificio común de la Iglesia, en el cual el Señor ora con nosotros y para nosotros y a nosotros se entrega. Es la renovación sacramental del sacrificio de Cristo; por consiguiente, su eficacia salvífica se extiende a todos los hombres, presentes y ausentes, vivos y muertos. Debemos hacernos de nuevo conscientes de que la eucaristía no pierde su valor por el hecho de no comerla: desde esta toma de conciencia, problemas dramáticamente urgentes, como la admisión al sacramento de los divorciados que se han vuelto a casar, perderían mucho de su peso agobiante». Quisiera comprenderlo mejor, digo. «Si la eucaristía —explica— se vive sólo como el banquete de una comunidad de amigos, quien se halla excluido de aquel pan y de aquel vino se encuentra realmente separado de la unión fraterna. Pero si a la visión completa de la Misa (comida fraterna y, al tiempo, sacrificio del Señor que tiene fuerza y eficacia en sí mismo para quien se une a él en la fe), entonces también el que no come de aquel pan participa igualmente, a su medida, de los dones ofrecidos a todos los demás». El cardenal Ratzinger ha dedicado uno de los primeros documentos oficiales de la Congregación para la Doctrina de la Fe a la eucaristía y al problema de su «ministro» (que sólo puede serlo quien haya sido ordenado en aquel «sacerdocio ministerial o jerárquico», que, como dice el Concilio, «difiere esencialmente y no sólo en grado» del «sacerdocio común de los fieles», Lumen gentium n.10). En el «propósito de despojar a la eucaristía de su necesaria vinculación con el sacerdocio jerárquico», descubre el cardenal otro de los aspectos de cierta «trivialización» del misterio del Sacramento. 15

Es el mismo peligro que señala en el abandono de la adoración ante el sagrario: «Se ha olvidado —dice— que la adoración viene a profundizar la comunión. No se trata de una devoción «individualista», sino de la continuación, o de la preparación del momento comunitario. Es necesario también continuar la práctica de la procesión del Corpus Christi, tan querida del pueblo (en Munich, cuando yo la organizaba, participaban en ella decenas de millares de personas). También de esta práctica se ríen ahora los «arqueólogos» de la liturgia; recuerdan que aquella procesión no existía en la Iglesia romana de los primeros siglos. Pero, a este propósito, repito lo que ya he dicho: debe reconocerse al sensus fidei del pueblo católico la posibilidad de profundizar, de iluminar, siglo tras siglo, todas las consecuencias del patrimonio que se le ha confiado». «No sólo la Misa» Añade: «La eucaristía es el núcleo central de nuestra vida cultual, pero para que pueda ser ese centro necesita un conjunto completo en el que vivir. Todas las encuestas sobre los efectos de la reforma litúrgica muestran que aquellas orientaciones pastorales que insisten únicamente sobre la Misa acaban por despojarla de su valor, porque la presentan como suspendida en el vacío, al no estar preparada ni seguida por otros actos litúrgicos. La eucaristía presupone los otros sacramentos a ellos remite. Pero la eucaristía presupone también la oración personal, la oración en familia y la oración comunitaria extralitúrgica». ¿En qué piensa en particular? «Pienso —dice— en dos de las más ricas y fecundas plegarias del cristianismo, que conducen siempre a la gran corriente eucarística: el Vía Crucis y el Rosario. Si hoy nos encontramos expuestos de un modo tan insidioso a la seducción de prácticas religiosas asiáticas, ello se debe en gran parte al hecho de haber abandonado estas plegarias». No hay duda, observa, que, «Si se reza como quiere la tradición, el Rosario nos sumerge en el ritmo de la tranquilidad que nos hace dóciles y serenos y que otorga un nombre a la paz: Jesús, el fruto bendito de María. María, que guardó escondida en la paz recogida de su corazón la Palabra viviente y que pudo así llegar a ser la madre de la Palabra encarnada. María es, pues, el ideal de la auténtica vida litúrgica. Es también Madre de la Iglesia porque nos señala el objetivo y la más elevada meta de nuestro culto: la gloria de Dios, de quien viene la salvación de los hombres». [5] Transmission de la foi et sources de la foi: La Documentation Catholique (6 de marzo de 1983) p.261. [6] Ibid.: Transmission de la foi et sources de la foi: La Documentation Catholique (6 de marzo de 1983) p.261.. [7] Das Fest des Glaubens p. 88. [8] Documento de la Congregación para el Culto Divino (3 de octubre de 1984) [9] Ibid.: Documento de la Congregación para el Culto Divino (3 de octubre de 1984) [10] Ibid. : Documento de la Congregación para el Culto Divino (3 de octubre de 1984) [11] Das Fest des Glaubens p. 108 [12] Das fest des Glaubens p. 109

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III. CARTA “DOMINICAE CENAE” DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II A TODOS LOS OBISPOS DE LA IGLESIA SOBRE EL MISTERIO Y EL CULTO DE LA EUCARISTÍA Nº 8

SACRALIDAD DE LA EUCARISTÍA Y SACRIFICIO: Sacralidad

La celebración de la Eucaristía, comenzando por el cenáculo y por el Jueves Santo, tiene una larga historia propia, larga cuanto la historia de la Iglesia. En el curso de esta historia los elementos secundarios han sufrido ciertos cambios; no obstante, ha permanecido inmutada la esencia del «Mysterium», instituido por el Redentor del mundo, durante la última cena. También el Concilio Vaticano II ha aportado algunas modificaciones, en virtud de las cuales la liturgia actual de la Misa se diferencia en cierto sentido de la conocida antes del Concilio. No pensamos hablar de estas diferencias; por ahora conviene que nos detengamos en lo que es esencial e inmutable en la liturgia eucarística. Y con este elemento está estrechamente vinculado el carácter de «sacrum» de la Eucaristía, esto es, de acción santa y sagrada. Santa y sagrada, porque en ella está continuamente presente y actúa Cristo, «el Santo» de Dios, [36]«ungido por el Espíritu Santo»,[37] «consagrado por el Padre»,[38] para dar libremente y recobrar su vida, [39] «Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza».[40] Es El, en efecto, quien, representado por el celebrante, hace su ingreso en el santuario y anuncia su evangelio. Es El «el oferente y el ofrecido, el consagrante y el consagrado». [41] Acción santa y sagrada, porque es constitutiva de las especies sagradas, del «Sancta sanctis», es decir, de las «cosas santas —Cristo el Santo— dadas a los santos», como cantan todas las liturgias de Oriente en el momento en que se alza el pan eucarístico para invitar a los fieles a la Cena del Señor. El «Sacrum» de la Misa no es por tanto una «sacralización», es decir, una añadidura del hombre a la acción de Cristo en el cenáculo, ya que la Cena del Jueves Santo fue un rito sagrado, liturgia primaria y constitutiva, con la que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró sacramentalmente, El mismo, el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón de toda Misa. Derivando de esta liturgia, nuestras Misas revisten de por sí una forma litúrgica completa, que, no obstante esté diversificada según las familias rituales, permanece sustancialmente idéntica. El «Sacrum» de la Misa es una sacralidad instituida por Cristo. Las palabras y la acción de todo sacerdote, a las que corresponde la participación consciente y activa de toda la asamblea eucarística, hacen eco a las del Jueves Santo. El sacerdote ofrece el Santo Sacrificio «in persona Christi», lo cual quiere decir más que «en nombre», o también «en vez» de Cristo. «In persona»: es decir, en la identificación específica, sacramental con el «Sumo y Eterno Sacerdote», [42] que es el Autor y el Sujeto principal de este su propio Sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. Solamente El, solamente Cristo, podía y puede ser siempre verdadera y efectiva «propitiatio pro peccatis nostris ... sed etiam totius mundi».[43] Solamente su sacrificio, y ningún otro, podía y puede tener «fuerza propiciatoria» ante Dios, ante la Trinidad, ante su trascendental santidad. La toma de conciencia de esta realidad arroja una cierta luz sobre el carácter y sobre el significado del sacerdote-celebrante 17

que, llevando a efecto el Santo Sacrificio y obrando «in persona Christi», es introducido e insertado, de modo sacramental (y al mismo tiempo inefable), en este estrictísimo «Sacrum», en el que a su vez asocia espiritualmente a todos los participantes en la asamblea eucarística. Ese «Sacrum», actuado en formas litúrgicas diversas, puede prescindir de algún elemento secundario, pero no puede ser privado de ningún modo de su sacralidad y sacramentalidad esenciales, porque fueron queridas por Cristo y transmitidas y controladas por la Iglesia. Ese «Sacrum» no puede tampoco ser instrumentalizado para otros fines. El misterio eucarístico, desgajado de su propia naturaleza sacrificial y sacramental, deja simplemente de ser tal. No admite ninguna imitación «profana», que se convertiría muy fácilmente (si no incluso como norma) en una profanación. Esto hay que recordarlo siempre, y quizá sobre todo en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a borrar la distinción entre «sacrum» y «profanum», dada la difundida tendencia general (al menos en algunos lugares) a la desacralización de todo. En tal realidad la Iglesia tiene el deber particular de asegurar y corroborar el «sacrum» de la Eucaristía. En nuestra sociedad pluralista, y a veces también deliberadamente secularizada, la fe viva de la comunidad cristiana —fe consciente incluso de los propios derechos con respecto a todos aquellos que no comparten la misma fe— garantiza a este «sacrum» el derecho de ciudadanía. El deber de respetar la fe de cada uno es al mismo tiempo correlativa al derecho natural y civil de la libertad de conciencia y de religión. La sacralidad de la Eucaristía ha encontrado y encuentra siempre expresión en la terminología teológica y litúrgica. [44] Este sentido de la sacralidad objetiva del Misterio eucarístico es tan constitutivo de la fe del Pueblo de Dios que con ella se ha enriquecido y robustecido. [45] Los ministros de la Eucaristía deben por tanto, sobre todo en nuestros días, ser iluminados por la plenitud de esta fe viva, y a la luz de ella deben comprender y cumplir todo lo que forma parte de su ministerio sacerdotal, por voluntad de Cristo y de su Iglesia.

CARTA ENCÍCLICA ECCLESIA DE EUCHARISTIA DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA EUCARISTÍA EN SU RELACIÓN CON LA IGLESIA

CAPÍTULO V: DECORO DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA 47. Quien lee el relato de la institución eucarística en los Evangelios sinópticos queda impresionado por la sencillez y, al mismo tiempo, la « gravedad », con la cual Jesús, la tarde de la Última Cena, instituye el gran Sacramento. Hay un episodio que, en cierto sentido, hace de preludio: la unción de Betania. Una mujer, que Juan identifica con María, hermana de Lázaro, derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos –en particular en Judas (cf. Mt 26, 8; Mc 14, 4; Jn 12, 4)– una reacción de protesta, como si este gesto fuera un « derroche » intolerable, considerando las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han 18

de dedicar siempre los discípulos –« pobres tendréis siempre con vosotros » (Mt 26, 11; Mc 14, 7; cf. Jn 12, 8)–, Él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona. En los Evangelios sinópticos, el relato continúa con el encargo que Jesús da a los discípulos de preparar cuidadosamente la « sala grande », necesaria para celebrar la cena pascual (cf. Mc 14, 15; Lc 22, 12), y con la narración de la institución de la Eucaristía. Dejando entrever, al menos en parte, el esquema de los ritos hebreos de la cena pascual hasta el canto del Hallel (cf. Mt 26, 30; Mc 14, 26), el relato, aún con las variantes de las diversas tradiciones, muestra de manera tan concisa como solemne las palabras pronunciadas por Cristo sobre el pan y sobre el vino, asumidos por Él como expresión concreta de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Todos estos detalles son recordados por los evangelistas a la luz de una praxis de la « fracción del pan » bien consolidada ya en la Iglesia primitiva. Pero el acontecimiento del Jueves Santo, desde la historia misma que Jesús vivió, deja ver los rasgos de una « sensibilidad » litúrgica, articulada sobre la tradición veterotestamentaria y preparada para remodelarse en la celebración cristiana, en sintonía con el nuevo contenido de la Pascua. 48. Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de « derrochar », dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. No menos que aquellos primeros discípulos encargados de preparar la « sala grande », la Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio. La liturgia cristiana ha nacido en continuidad con las palabras y gestos de Jesús y desarrollando la herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será bastante para expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles. Aunque la lógica del « convite » inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta « cordialidad » con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el « banquete » sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El banquete eucarístico es verdaderamente un banquete « sagrado », en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: « O Sacrum convivium, in quo Christus sumitur! » El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es « panis angelorum », pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: « Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo » (Mt 8, 8; Lc 7, 6). 49. En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe de la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no sólo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra. De aquí nace el proceso que ha llevado progresivamente a establecer una especial reglamentación de la liturgia eucarística, en el respeto de las diversas tradiciones eclesiales legítimamente constituidas. También sobre esta base se ha ido creando un rico patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la arquitectura, que, de las primeras sedes eucarísticas en las « domus » de las familias cristianas, ha dado paso, en cuanto el contexto histórico lo ha permitido, a las solemnes basílicas de los primeros siglos, a las imponentes catedrales de la Edad Media, hasta las iglesias, pequeñas o grandes, que han constelado poco a poco las tierras donde ha llegado el cristianismo. Las formas de los altares y tabernáculos se han desarrollado dentro de los espacios de las sedes litúrgicas siguiendo en cada caso, no sólo motivos de inspiración estética, sino también las exigencias de una apropiada comprensión del Misterio. Igualmente se puede decir de la música sacra, y basta pensar para ello en las inspiradas melodías gregorianas y en los numerosos, y 19

a menudo insignes, autores que se han afirmado con los textos litúrgicos de la Santa Misa. Y, ¿acaso no se observa una enorme cantidad de producciones artísticas, desde el fruto de una buena artesanía hasta verdaderas obras de arte, en el sector de los objetos y ornamentos utilizados para la celebración eucarística? Se puede decir así que la Eucaristía, a la vez que ha plasmado la Iglesia y la espiritualidad, ha tenido una fuerte incidencia en la « cultura », especialmente en el ámbito estético. 50. En este esfuerzo de adoración del Misterio, desde el punto de vista ritual y estético, los cristianos de Occidente y de Oriente, en cierto sentido, se han hecho mutuamente la « competencia ». ¿Cómo no dar gracias al Señor, en particular, por la contribución que al arte cristiano han dado las grandes obras arquitectónicas y pictóricas de la tradición greco-bizantina y de todo el ámbito geográfico y cultural eslavo? En Oriente, el arte sagrado ha conservado un sentido especialmente intenso del misterio, impulsando a los artistas a concebir su afán de producir belleza, no sólo como manifestación de su propio genio, sino también como auténtico servicio a la fe. Yendo mucho más allá de la mera habilidad técnica, han sabido abrirse con docilidad al soplo del Espíritu de Dios. El esplendor de la arquitectura y de los mosaicos en el Oriente y Occidente cristianos son un patrimonio universal de los creyentes, y llevan en sí mismos una esperanza y una prenda, diría, de la deseada plenitud de comunión en la fe y en la celebración. Eso supone y exige, como en la célebre pintura de la Trinidad de Rublëv, una Iglesia profundamente « eucarística » en la cual, la acción de compartir el misterio de Cristo en el pan partido está como inmersa en la inefable unidad de las tres Personas divinas, haciendo de la Iglesia misma un « icono » de la Trinidad. En esta perspectiva de un arte orientado a expresar en todos sus elementos el sentido de la Eucaristía según la enseñanza de la Iglesia, es preciso prestar suma atención a las normas que regulan la construcción y decoración de los edificios sagrados. La Iglesia ha dejado siempre a los artistas un amplio margen creativo, como demuestra la historia y yo mismo he subrayado en la Carta a los artistas.(100) Pero el arte sagrado ha de distinguirse por su capacidad de expresar adecuadamente el Misterio, tomado en la plenitud de la fe de la Iglesia y según las indicaciones pastorales oportunamente expresadas por la autoridad competente. Ésta es una consideración que vale tanto para las artes figurativas como para la música sacra. 51. A propósito del arte sagrado y la disciplina litúrgica, lo que se ha producido en tierras de antigua cristianización está ocurriendo también en los continentes donde el cristianismo es más joven. Este fenómeno ha sido objeto de atención por parte del Concilio Vaticano II al tratar sobre la exigencia de una sana y, al mismo tiempo, obligada « inculturación ». En mis numerosos viajes pastorales he tenido oportunidad de observar en todas las partes del mundo cuánta vitalidad puede despertar la celebración eucarística en contacto con las formas, los estilos y las sensibilidades de las diversas culturas. Adaptándose a las mudables condiciones de tiempo y espacio, la Eucaristía ofrece alimento, no solamente a las personas, sino a los pueblos mismos, plasmando culturas cristianamente inspiradas. No obstante, es necesario que este importante trabajo de adaptación se lleve a cabo siendo conscientes siempre del inefable Misterio, con el cual cada generación está llamada confrontarse. El « tesoro » es demasiado grande y precioso como para arriesgarse a que se empobrezca o hipoteque por experimentos o prácticas llevadas a cabo sin una atenta comprobación por parte de las autoridades eclesiásticas competentes. Además, la centralidad del Misterio eucarístico es de una magnitud tal que requiere una verificación realizada en estrecha relación con la Santa Sede. Como escribí en la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Asia, « esa colaboración es esencial, porque la sagrada liturgia expresa y celebra la única fe profesada por todos y, dado que constituye la herencia de toda la Iglesia, no puede ser determinada por las Iglesias locales aisladas de la Iglesia universal ».(101) 52. De todo lo dicho se comprende la gran responsabilidad que en la celebración eucarística tienen principalmente los sacerdotes, a quienes compete presidirla in persona Christi, dando un 20

testimonio y un servicio de comunión, no sólo a la comunidad que participa directamente en la celebración, sino también a la Iglesia universal, a la cual la Eucaristía hace siempre referencia. Por desgracia, es de lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma litúrgica postconciliar, por un malentendido sentido de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos, que para muchos han sido causa de malestar. Una cierta reacción al « formalismo » ha llevado a algunos, especialmente en ciertas regiones, a considerar como no obligatorias las « formas » adoptadas por la gran tradición litúrgica de la Iglesia y su Magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo inconvenientes. Por tanto, siento el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. El apóstol Pablo tuvo que dirigir duras palabras a la comunidad de Corinto a causa de faltas graves en su celebración eucarística, que llevaron a divisiones (skísmata) y a la formación de facciones (airéseis) (cf. 1 Co 11, 17-34). También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia. Precisamente para reforzar este sentido profundo de las normas litúrgicas, he solicitado a los Dicasterios competentes de la Curia Romana que preparen un documento más específico, incluso con rasgos de carácter jurídico, sobre este tema de gran importancia. A nadie le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal.

“El que tenga sed, que venga a Mí; de su interior brotarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,47)

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INSTITUTO DIOCESANO DE CATEQUESIS SAN PÍO X DIÓCESIS DE SAN LUIS

LITURGIA

LA MÚSICA SAGRADA

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I. CONCILIO VATICANO II “SACROSANCTUM CONCILIUM” - CAPÍTULO VI: LA MÚSICA SAGRADA

Dignidad de la música sagrada 112. La tradición musical de la Iglesia universal constituye un tesoro de valor inestimable, que sobresale entre las demás expresiones artísticas, principalmente porque el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la Liturgia solemne. En efecto, el canto sagrado ha sido ensalzado tanto por la Sagrada Escritura, como por los Santos Padres, los Romanos Pontífices, los cuales, en los últimos tiempos, empezando por San Pío X, han expuesto con mayor precisión la función ministerial de la música sacra en el servicio divino. La música sacra, por consiguiente, será tanto más santa cuanto más íntimamente esté unida a la acción litúrgica, ya sea expresando con mayor delicadeza la oración o fomentando la unanimidad, ya sea enriqueciendo la mayor solemnidad los ritos sagrados. Además, la Iglesia aprueba y admite en el culto divino todas las formas de arte auténtico que estén adornadas de las debidas cualidades. Por tanto, el sacrosanto Concilio, manteniendo las normas y preceptos de la tradición y disciplinas eclesiásticas y atendiendo a la finalidad de la música sacra, que es gloria de Dios y la santificación de los fieles, establece lo siguiente:

Primacía de la Liturgia solemne 113. La acción litúrgica reviste una forma más noble cuando los oficios divinos se celebran solemnemente con canto y en ellos intervienen ministros sagrados y el pueblo participa activamente. En cuanto a la lengua que debe usarse, cúmplase lo dispuesto en el artículo 36; en cuanto a la Misa, el artículo 54; en cuanto a los sacramentos, el artículo 63, en cuanto al Oficio divino, el artículo 101.

Participación activa de los fieles 114. Consérvese y cultívese con sumo cuidado el tesoro de la música sacra. Foméntense diligentemente las " Scholae cantorum " , sobre todo en las iglesias catedrales. Los Obispos y demás pastores de almas procuren cuidadosamente que en cualquier acción sagrada con canto, toda la comunidad de los fieles pueda aportar la participación activa que le corresponde, a tenor de los artículos 28 y 30.

Formación musical 115. Dése mucha importancia a la enseñanza y a la práctica musical en los seminarios, en los noviciados de religiosos de ambos sexos y en las casas de estudios, así como también en los demás institutos y escuelas católicas; para que se pueda impartir esta enseñanza, fórmense con esmero profesores encargados de la música sacra. Se recomienda, además, que, según las circunstancias, se erijan institutos superiores de música sacra. 23

Dése también una genuina educación litúrgica a los compositores y cantores, en particular a los niños.

Canto gregoriano y canto polifónico 116. La Iglesia reconoce el canto gregoriano como el propio de la liturgia romana; en igualdad de circunstancias, por tanto, hay que darle el primer lugar en las acciones litúrgicas. Los demás géneros de música sacra, y en particular la polifonía, de ninguna manera han de excluirse en la celebración de los oficios divinos, con tal que respondan al espíritu de la acción litúrgica a tenor del artículo 30.

Edición de libros de canto gregoriano 117. Complétese la edición típica de los libros de canto gregoriano; más aún: prepárese una edición más crítica de los libros ya editados después de la reforma de San Pío X. También conviene que se prepare una edición que contenga modos más sencillos, para uso de las iglesias menores.

Canto religioso popular 118. Foméntese con empeño el canto religioso popular, de modo que en los ejercicios piadosos y sagrados y en las mismas acciones litúrgicas, de acuerdo con las normas y prescripciones de las rúbricas, resuenen las voces de los fieles.

Estima de la tradición musical propia 119. Como en ciertas regiones, principalmente en las misiones, hay pueblos con tradición musical propia que tiene mucha importancia en su vida religiosa y social, dése a este música la debida estima y el lugar correspondiente no sólo al formar su sentido religioso, sino también al acomodar el culto a su idiosincrasia, a tenor de los artículos 39 y 40. Por esta razón, en la formación musical de los misioneros procúrese cuidadosamente que, dentro de lo posible, puedan promover la música tradicional de su pueblo, tanto en las escuelas como en las acciones sagradas.

Organo de tubos y otros instrumentos 120. Téngase en gran estima en la Iglesia latina el órgano de tubos, como instrumento musical tradicional, cuyo sonido puede aportar un esplendor notable a las ceremonias eclesiásticas y levantar poderosamente las almas hacia Dios y hacia las realidades celestiales. En el culto divino se pueden admitir otros instrumentos, a juicio y con el consentimiento de la autoridad eclesiástica territorial competente, a tenor del artículo 22, Par. 2, 37 y 40, siempre que sean aptos o puedan adaptarse al uso sagrado, convengan a la dignidad del templo y contribuyan realmente a la edificación de los fieles. Cualidades y misión de los compositores

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121. Los compositores verdaderamente cristianos deben sentirse llamados a cultivar la música sacra y a acrecentar su tesoro. Compongan obras que presenten las características de verdadera música sacra y que no sólo puedan ser cantadas por las mayores " Scholae cantorum " , sino que también estén al alcance de los coros más modestos y fomenten la participación activa de toda la asamblea de los fieles. Los textos destinados al canto sagrado deben estar de acuerdo con la doctrina católica; más aún: deben tomarse principalmente de la Sagrada Escritura y de las fuentes litúrgicas.

II. MOTU PROPRIO TRA LE SOLLECITUDINI DEL SUMO PONTÍFICE PÍO X SOBRE LA MÚSICA SAGRADA

Entre los cuidados propios del oficio pastoral, no solamente de esta Cátedra, que por inescrutable disposición de la Providencia, aunque indigno, ocupamos, sino también de toda iglesia particular, sin duda uno de los principales es el de mantener y procurar el decoro de la casa del Señor, donde se celebran los augustos misterios de la religión y se junta el pueblo cristiano a recibir la gracia de los sacramentos, asistir al santo sacrificio del altar, adorar al augustísimo sacramento del Cuerpo del Señor y unirse a la común oración de la Iglesia en los públicos y solemnes oficios de la liturgia. Nada, por consiguiente, debe ocurrir en el templo que turbe, ni siquiera disminuya, la piedad y la devoción de los fieles; nada que dé fundado motivo de disgusto o escándalo; nada, sobre todo, que directamente ofenda el decoro y la santidad de los sagrados ritos y, por este motivo, sea indigno de la casa de oración y la majestad divina. Ahora no vamos a hablar uno por uno de los abusos que pueden ocurrir en esta materia; nuestra atención se fija hoy solamente en uno de los más generales, de los más difíciles de desarraigar, en uno que tal vez debe deplorarse aun allí donde todas las demás cosas son dignas de la mayor alabanza por la belleza y suntuosidad del templo, por la asistencia de gran número de eclesiásticos, por la piedad y gravedad de los ministros celebrantes: tal es el abuso en todo lo concerniente al canto y la música sagrada. Y en verdad, sea por la naturaleza de este arte, de suyo fluctuante y variable, o por la sucesiva alteración del gusto y las costumbres en el transcurso del tiempo, o por la influencia que ejerce el arte profano y teatral en el sagrado, o por el placer que directamente produce la música y que no siempre puede contenerse fácilmente dentro de los justos límites, o, en último término, por los muchos prejuicios que en esta materia insensiblemente penetran y luego tenazmente arraigan hasta en el ánimo de personas autorizadas y pías; el hecho es que se observa una tendencia pertinaz a apartarla de la recta norma, señalada por el fin con que el arte fue admitido al servicio del culto y expresada con bastante claridad en los cánones eclesiásticos, los decretos de los concilios generales y provinciales y las repetidas resoluciones de las Sagradas Congregaciones romanas y de los sumos pontífices, nuestros predecesores.

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Con verdadera satisfacción del alma nos es grato reconocer el mucho bien que en esta materia se ha conseguido durante los últimos decenios en nuestra ilustre ciudad de Roma y en multitud de iglesias de nuestra patria; pero de modo particular en algunas naciones, donde hombres egregios, llenos de celo por el culto divino, con la aprobación de la Santa Sede y la dirección de los obispos, se unieron en florecientes sociedades y restablecieron plenamente el honor del arte sagrado en casi todas sus iglesias y capillas. Pero aún dista mucho este bien de ser general, y si consultamos nuestra personal experiencia y oímos las muchísimas quejas que de todas partes se nos han dirigido en el poco tiempo pasado desde que plugo al Señor elevar nuestra humilde persona a la suma dignidad del apostolado romano, creemos que nuestro primer deber es levantar la voz sin más dilaciones en reprobación y condenación de cuanto en las solemnidades del culto y los oficios sagrados resulte disconforme con la recta norma indicada. Siendo, en verdad, nuestro vivísimo deseo que el verdadero espíritu cristiano vuelva a florecer en todo y que en todos los fieles se mantenga, lo primero es proveer a la santidad y dignidad del templo, donde los fieles se juntan precisamente para adquirir ese espíritu en su primer e insustituible manantial, que es la participación activa en los sacrosantos misterios y en la pública y solemne oración de la Iglesia. Y en vano será esperar que para tal fin descienda copiosa sobre nosotros la bendición del cielo, si nuestro obsequio al Altísimo no asciende en olor de suavidad; antes bien, pone en la mano del Señor el látigo con que el Salvador del mundo arrojó del templo a sus indignos profanadores. Con este motivo, y para que de hoy en adelante nadie alegue la excusa de no conocer claramente su obligación y quitar toda duda en la interpretación de algunas cosas que están mandadas, estimamos conveniente señalar con brevedad los principios que regulan la música sagrada en las solemnidades del culto y condensar al mismo tiempo, como en un cuadro, las principales prescripciones de la Iglesia contra los abusos más comunes que se cometen en esta materia. Por lo que de motu proprio y ciencia cierta publicamos esta nuestra Instrucción, a la cual, como si fuese Código jurídico de la música sagrada, queremos con toda plenitud de nuestra Autoridad Apostólica se reconozca fuerza de ley, imponiendo a todos por estas letras de nuestra mano la más escrupulosa obediencia.

INSTRUCCIÓN ACERCA DE LA MÚSICA SAGRADA

I. PRINCIPIOS GENERALES l. Como parte integrante de la liturgia solemne, la música sagrada tiende a su mismo fin, el cual consiste en la gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles. La música contribuye a aumentar el decoro y esplendor de las solemnidades religiosas, y así como su oficio principal consiste en revestir de adecuadas melodías el texto litúrgico que se propone a la consideración de los fieles, de igual manera su propio fin consiste en añadir más eficacia al texto mismo, para que por tal medio se excite más la devoción de los fieles y se preparen mejor a recibir los frutos de la gracia, propios de la celebración de los sagrados misterios. 2. Por consiguiente, la música sagrada debe tener en grado eminente las cualidades propias de la liturgia, conviene a saber: la santidad y la bondad de las formas, de donde nace espontáneo otro carácter suyo: la universalidad.

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Debe ser santa y, por lo tanto, excluir todo lo profano, y no sólo en sí misma, sino en el modo con que la interpreten los mismos cantantes. Debe tener arte verdadero, porque no es posible de otro modo que tenga sobre el ánimo de quien la oye aquella virtud que se propone la Iglesia al admitir en su liturgia el arte de los sonidos. Mas a la vez debe ser universal, en el sentido de que, aun concediéndose a toda nación que admita en sus composiciones religiosas aquellas formas particulares que constituyen el carácter específico de su propia música, éste debe estar de tal modo subordinado a los caracteres generales de la música sagrada, que ningúín fiel procedente de otra nación experimente al oírla una impresión que no sea buena. II. GÉNEROS DE MÚSICA SAGRADA 3. Hállanse en grado sumo estas cualidades en el canto gregoriano, que es, por consiguiente, el canto propio de la Iglesia romana, el único que la Iglesia heredó de los antiguos Padres, el que ha custodiado celosamente durante el curso de los siglos en sus códices litúrgicos, el que en algunas partes de la liturgia prescribe exclusivamente, el que estudios recentísimos han restablecido felizmente en su pureza e integridad. Por estos motivos, el canto gregoriano fue tenido siempre como acabado modelo de música religiosa, pudiendo formularse con toda razón esta ley general: una composición religiosa será más sagrada y litúrgica cuanto más se acerque en aire, inspiración y sabor a la melodía gregoriana, y será tanto menos digna del templo cuanto diste más de este modelo soberano. Así pues, el antiguo canto gregoriano tradicional deberá restablecerse ampliamente en las solemnidades del culto; teniéndose por bien sabido que ninguna función religiosa perderá nada de su solemnidad aunque no se cante en ella otra música que la gregoriana. Procúrese, especialmente, que el pueblo vuelva a adquirir la costumbre de usar del canto gregoriano, para que los fieles tomen de nuevo parte más activa en el oficio litúrgico, como solían antiguamente. 4. Las supradichas cualidades se hallan también en sumo grado en la polifonía clásica, especialmente en la de la escuela romana, que en el siglo XVI llegó a la meta de la perfección con las obras de Pedro Luis de Palestrina, y que luego continuó produciendo composiciones de excelente bondad musical y litúrgica. La polifonía clásica se acerca bastante al canto gregoriano, supremo modelo de toda música sagrada, y por esta razón mereció ser admitida, junto con aquel canto, en las funciones más solemnes de la Iglesia, como son las que se celebran en la capilla pontificia. Por consiguiente, también esta música deberá restablecerse copiosamente en las solemnidades religiosas, especialmente en las basílicas más insignes, en las iglesias catedrales y en las de los seminarios e institutos eclesiásticos, donde no suelen faltar los medios necesarios. 5. La Iglesia ha reconocido y fomentado en todo tiempo los progresos de las artes, admitiendo en el servicio del culto cuanto en el curso de los siglos el genio ha sabido hallar de bueno y bello, salva siempre la ley litúrgica; por consiguiente, la música más moderna se admite en la Iglesia, puesto que cuenta con composiciones de tal bondad, seriedad y gravedad, que de ningún modo son indignas de las solemnidades religiosas. 27

Sin embargo, como la música moderna es principalmente profana, deberá cuidarse con mayor esmero que las composiciones musicales de estilo moderno que se admitan en las iglesias no contengan cosa ninguna profana ni ofrezcan reminiscencias de motivos teatrales, y no estén compuestas tampoco en su forma externa imitando la factura de las composiciones profanas. 6. Entre los varios géneros de la música moderna, el que aparece menos adecuado a las funciones del culto es el teatral, que durante el pasado siglo estuvo muy en boga, singularmente en Italia. Por su misma naturaleza, este género ofrece la máxima oposición al canto gregoriano y a la polifonía clásica, y por ende, a las condiciones más importantes de toda buena música sagrada, además de que la estructura, el ritmo y el llamado convencionalismo de este género no se acomodan sino malísimamente a las exigencias de la verdadera música litúrgica. III. TEXTO LITÚRGICO 7. La lengua propia de la Iglesia romana es la latina, por lo cual está prohibido que en las solemnidades litúrgicas se cante cosa alguna en lengua vulgar, y mucho más que se canten en lengua vulgar las partes variables o comunes de la misa o el oficio. 8. Estando determinados para cada función litúrgica los textos que han de ponerse en música y el orden en que se deben cantar, no es lícito alterar este orden, ni cambiar los textos prescriptos por otros de elección privada, ni omitirlos enteramente o en parte, como las rúbricas no consienten que se suplan con el órgano ciertos versículos, sino que éstos han de recitarse sencillamente en el coro. Pero es permitido, conforme a la costumbre de la Iglesia romana, cantar un motete al Santísimo Sacramento después del Benedictus de la misa solemne, como se permite que, luego de cantar el ofertorio propio de la misa, pueda cantarse en el tiempo que queda hasta el prefacio un breve motete con palabras aprobadas por la Iglesia. 9. El texto litúrgico ha de cantarse como está en los libros, sin alteraciones o posposiciones de palabras, sin repeticiones indebidas, sin separar sílabas, y siempre con tal claridad que puedan entenderlo los fieles. IV. FORMA EXTERNA DE LAS COMPOSICIONES SAGRADAS 10. Cada una de las partes de la misa y el oficio deben conservar musicalmente el concepto y la forma que la tradición eclesiástica les ha dado y se conservan bien expresadas en el canto gregoriano; diversa es, por consiguiente, la manera de componerse un introito, un gradual, una antífona, un salmo, un himno, un Gloria in excelsis, etc. 11. En este particular obsérvense las normas siguientes: A) El Kyrie, Gloria, Credo, etc., de la misa deben conservar la unidad de composición que corresponde a su texto. No es, por tanto, lícito componerlos en piezas separadas, de manera que cada una de ellas forme una composición musical completa, y tal que pueda separarse de las restantes y reemplazarse con otra. B) En el oficio de vísperas deben seguirse ordinariamente las disposiciones del Caeremoniale episcoporum, que prescribe el canto gregoriano para la salmodia y permite la música figurada en los versos del Gloria Patri y en el himno.

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Sin embargo, será lícito en las mayores solemnidades alternar, con el canto gregoriano del coro, el llamado de contrapunto, o con versos de parecida manera convenientemente compuestos. También podrá permitirse alguna vez que cada uno de los salmos se ponga enteramente en música, siempre que en su composición se conserve la forma propia de la salmodia; esto es, siempre que parezca que los cantores salmodian entre sí, ya con motivos musicales nuevos, ya con motivos sacados del canto gregoriano, o imitados de éste. Pero quedan para siempre excluidos y prohibidos los salmos llamados de concierto. C) En los himnos de la Iglesia consérvese la forma tradicional de los mismos. No es, por consiguiente, lícito componer, por ejemplo, el Tantum ergo de manera que la primera estrofa tenga la forma de romanza, cavatina o adagio, y el Genitori de allegro. D) Las antífonas de vísperas deben ser cantadas ordinariamente con la melodía gregoriana que les es propia; mas si en algún caso particular se cantasen con música, no deberán tener, de ningún modo, ni la forma de melodía de concierto, ni la amplitud de un motete o de una cantata. V. CANTORES 12. Excepto las melodías propias del celebrante y los ministros, las cuales han de cantarse siempre con música gregoriana, sin ningún acompañamiento de órgano, todo lo demás del canto litúrgico es propio del coro de levitas; de manera que los cantores de iglesia, aun cuando sean seglares, hacen propiamente el oficio de coro eclesiástico. Por consiguiente, la música que ejecuten debe, cuando menos en su máxima parte, conservar el carácter de música de coro. Con esto no se entiende excluir absolutamente los solos; mas éstos no deben predominar de tal suerte que absorban la mayor parte del texto litúrgico, sino que deben tener el carácter de una sencilla frase melódica y estar íntimamente ligado el resto de la composición coral. 13. Del mismo principio se deduce que los cantores desempeñan en la Iglesia un oficio litúrgico; por lo cual las mujeres, que son incapaces de desempeñar tal oficio, no pueden ser admitidas a formar parte del coro o la capilla musical. Y si se quieren tener voces agudas de tiples y contraltos, deberán ser de niños, según uso antiquísimo de la Iglesia. 14. Por último, no se admitan en las capillas de música sino hombres de conocida piedad y probidad de vida, que con su modesta y religiosa actitud durante las solemnidades litúrgicas se muestren dignos del santo oficio que desempeñan. Será, además, conveniente que, mientras cantan en la iglesia, los músicos vistan hábito talar y sobrepelliz, y que, si el coro se halla muy a la vista del público, se le pongan celosías. VI. ÓRGANO E INSTRUMENTOS 15. Si bien la música de la Iglesia es exclusivamente vocal, esto no obstante, también se permite la música con acompañamiento de órgano. En algún caso particular, en los términos debidos y con los debidos miramientos, podrán asimismo admitirse otros instrumentos; pero no sin licencia especial del Ordinario, según prescripción del Caeremoniale episcoporum. 29

16. Como el canto debe dominar siempre, el órgano y los demás instrumentos deben sostenerlo sencillamente, y no oprimirlo. 17. No está permitido anteponer al canto largos preludios o interrumpirlo con piezas de intermedio. 18. En el acompañamiento del canto, en los preludios, intermedios y demás pasajes parecidos, el órgano debe tocarse según la índole del mismo instrumento, y debe participar de todas las cualidades de la música sagrada recordadas precedentemente. 19. Está prohibido en las iglesias el uso del piano, como asimismo de todos los instrumentos fragorosos o ligeros, como el tambor, el chinesco, los platillos y otros semejantes. 20. Está rigurosamente prohibido que las llamadas bandas de música toquen en las iglesias, y sólo en algún caso especial, supuesto el consentimiento del Ordinario, será permitido admitir un número juiciosamente escogido, corto y proporcionado al ambiente, de instrumentos de aire, que vayan a ejecutar composiciones o acompañar al canto, con música escrita en estilo grave, conveniente y en todo parecida a la del órgano. 21. En las procesiones que salgan de la iglesia, el Ordinario podrá permitir que asistan las bandas de música, con tal de que no ejecuten composiciones profanas. Sería de apetecer que en tales ocasiones las dichas músicas se limitasen a acompañar algún himno religioso, escrito en latín o en lengua vulgar, cantado por los cantores y las piadosas cofradías que asistan a la procesión. VII. EXTENSIÓN DE LA MÚSICA REI.IGIOSA 22. No es lícito que por razón del canto o la música se haga esperar al sacerdote en el altar más tiempo del que exige la liturgia. Según las prescripciones de la Igiesia, el Sanctus de la misa debe terminarse de cantar antes de la elevación, a pesar de lo cual, en este punto, hasta el celebrante suele tener que estar pendiente de la música. Conforme a la tradición gregoriana, el Gloria y eI Credo deben ser relativamente breves. 23. En general, ha de condenarse como abuso gravísimo que, en las funciones religiosas, la liturgia quede en lugar secundario y como al servicio de la música, cuando la música forma parte de la liturgia y no es sino su humilde sierva. VIII. MEDIOS PRINCIPALES 24. Para el puntual cumplimiento de cuanto aquí queda dispuesto, nombren los obispos, si no las han nombrado ya, comisiones especiales de personas verdaderamente competentes en cosas de música sagrada, a las cuales, en la manera que juzguen más oportuna, se encomiende el encargo de vigilar cuanto se refiere a la música que se ejecuta en las iglesias. No cuiden sólo de que la música sea buena de suyo, sino de que responda a las condiciones de los cantores y sea buena la ejecución. 25. En los seminarios de clérigos y en los institutos eclesiásticos se ha de cultivar con amor y diligencia, conforme a las disposiciones del Tridentino, el ya alabado canto gregoriano tradicional, y en esta materia sean los superiores generosos de estímulos y encomios con sus jóvenes súbditos. Asimismo, promuévase con el clero, donde sea posible, la fundación de una Schola cantorum para la ejecución de la polifonía sagrada y de la buena música litúrgica.

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26. En las lecciones de liturgia, moral y derecho canónico que se explican a los estudiantes de teología, no dejen de tocarse aquellos puntos que más especialmente se refieren a los principios fundamentales y las reglas de la música sagrada, y procúrese completar la doctrina con instrucciones especiales acerca de la estética del arte religioso, para que los clérigos no salgan del seminario ayunos de estas nociones, tan necesarias a la plena cultura eclesiástica. 27. Póngase cuidado en restablecer, por lo menos en las iglesias principales, las antiguas Scholae cantorum, como se ha hecho ya con excelente fruto en buen número de localidades. No será difícil al clero verdaderamente celoso establecer tales Scholae hasta en las iglesias de menor importancia y de aldea; antes bien, eso le proporcionará el medio de reunir en torno suyo a niños y adultos, con ventaja para sí y edificación del pueblo. 28. Procúrese sostener y promover del mejor modo donde ya existan las escuelas superiores de música sagrada, y concúrrase a fundarlas donde aún no existan, porque es muy importante que la Iglesia misma provea a la instrucción de sus maestros, organistas y cantores, conforme a los verdaderos principios del arte sagrado. IX. CONCLUSIÓN 29. Por último, se recomienda a los maestros de capilla, cantores, eclesiásticos, superiores de seminarios, de institutos eclesiásticos y de comunidades religiosas, a los párrocos y rectores de iglesias, a los canónigos de colegiatas y catedrales, y sobre todo a los Ordinarios diocesanos, que favorezcan con todo celo estas prudentes reformas, desde hace mucho deseadas y por todos unánimemente pedidas, para que no caiga en desprecio la misma autoridad de la Iglesia, que repetidamente las ha propuesto y ahora de nuevo las inculca. Dado en nuestro Palacio apostólico del Vaticano en la fiesta de la virgen y mártir Santa Cecilia, 22 de noviembre de 1903, primero de nuestro pontificado. S.S. PIUS X

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MÚSICA SAGRADA PRINCIPIOS Y NORMAS FUNDAMENTALES

"La Liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro" (S.C.n°7). La Liturgia requiere para su celebración el concurso de todas las artes: arquitectos, escultores, pintores, construyen y adornan la casa, la música es la portadora de la palabra sagrada usando como principal instrumento la voz del pueblo cristiano. Es notable el hecho de que mientras el sacerdote no puede subir al altar sino revestido con el alba y la casulla, la palabra no se despoja nunca del vestido musical. Esto es porque ejerce una función sagrada : o la plegaria sube a Dios en el silencio, o bien, es proferida para invitar a Dios a volver más soberana su presencia en nuestras almas. 1.- Enseñanzas del Magisterio de la Iglesia: Juan Pablo II en un Encuentro con los cantores de la Capilla Sixtina les decía: "Me gustaría detenerme más largamente a recorrer con vosotros los documentos del Magisterio de la Iglesia referentes a la música y al canto sagrado. Comenzando con San Gregorio Magno y hasta mis predecesores inmediatos, la Iglesia siempre se ha ocupado con solicitud particular de esta parte importante de la liturgia" 1 Y en la homilía con ocasión del primer Centenario de la Asociación Santa Cecilia explica: "Han pasado casi 80 años desde el "Motu propio" Inter Pastoralis Officii, emanado de San Pío X, el 22 de noviembre de 1903, en un período difícil para las condiciones de la música sacra, la cual -como notan los especialistas- no mantenía el decoro que corresponde al culto divino. El documento de mi santo predecesor fue, durante más de medio siglo, estímulo fecundo de frutos abundantes de arte auténtico y de profunda espiritualidad. El Concilio Vaticano II, por su parte, publicaba una Constitución sobre la Liturgia, que, refiriéndose explícitamente al citado Motu Propio de San Pío X, dedicaba una parte relevante a la música sacra (S.C. 112-121), y en marzo 1967, la entonces Sagrada Congregación de Ritos publicaba una amplia y articulada Instrucción con el título "Musicam Sacram" 2 Para sintetizar las fuentes de referencia a las que hay que recurrir cuando nos preguntamos qué entiende la Iglesia por música sagrada y cuales son los principios y normas fundamentales para su recta ejecución, transcribimos los tres primeros parágrafos de la Carta Pastoral en torno a la Música Sagrada de la Conferencia Episcopal de Puerto Rico: "La Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, conocida como Sacrosantum Concilium, fue promulgada el 4 de diciembre de 1963. Su capítulo VI trata de 1

Juan Pablo II: Audiencia con los Cantores de la Capilla Musical Pontificia, L' Osservatores Romano, 17 de mayo de 1981, pag. (297)13 2

Juan Pablo II: Homilía durante la Misa celebrada en la Basílica de San Pedro, con ocasión del primer centenario de la Asociación Italiana de Santa Cecilia, 21 de septiembre, L' Osservatore Romano, 5 de octubre 1980, pag (699) 19. 32

la música Sagrada y en él expone la doctrina y los principios generales, por los que debe regirse su uso en la liturgia renovada. En vista de los problemas surgidos como resultado de los cambios realizados en los ritos sagrados y de la participación activa de los fieles, la Sagrada Congregación de Ritos, con la aprobación de S.S. el Papa Pablo VI, publicó el 5 de marzo de 1967, la Instrucción "Musicam Sacram" (M.S.) que entró en vigor el 14 de mayor de ese año.Tres años más tarde la misma Sagrada Congregación promulgó la III Instrucción para la recta aplicación de la Sagrada Liturgia conocida como "Litrugicæ Instaurationes (L.I), el 5 de septiembre de 1970" 3 Dice la Constitución S.C. "En efecto, el canto Sagrado ha sido ensalzado tanto por la Sagrada Escritura como por los Santos Padres y los Romanos Pontífices, los cuales en los últimos tiempos, empezando por San Pío X, han expuesto con mayor precisión la función ministerial de la música sagrada en el servicio divino" 4 Hacen referencia los Padres Conciliares especialmente a la Constitución Apostólica "Divini Cultus" de Pío XI y la Encíclica "Musicæ Sacræ disciplinæ" de Pío XI, que cita Juan Pablo II en el encuentro con los cantores de la Capilla Sixtina. Pese a las normas explícitas de los documentos eclesiales en casi todos los países hay datos inquietantes para el futuro de la música sacra. Las Scholas y escolanías desaparecen una tras otra, los organistas y músicos de valía se desinteresan de un oficio en el que aparentemente no tienen ya nada que hacer. Se ha introducido música que tiende a niveles más bajos y los fieles no obtienen sino malamente y con archivo prematuro, sin preparación, sin garantías técnicas serias la participación activa que les habría prometido el Concilio, y que ahora sienten rebajadas a muy mediocres condiciones bajo su aspecto musical. Esta minoración ha tomado la forma agresiva y transgresiva a las instrucciones de la Santa Sede. La propaganda transgresiva en general se funda no en los textos auténticos del Vaticano II o en documentos aclaratorios, sino en ciertos slogans simplistas que hacen decir exactamente lo contrario, por ejemplo que el Concilio ha prohibido el Canto Gregoriano y el latín, que ha suprimido los coros y el órgano. Las normas, sin embargo, son claras, La Tercera Instrucción para la exacta aplicación de la Constitución sobre la Liturgia dice: "No todo género de música, canto o sonido de instrumentos musicales, sin igualmente aptos para alimentar la oración y expresar el Misterio de Cristo... De modo que no solo las palabras, sino también la melodía, ritmo y uso de instrumentos estén conformes a la dignidad y carácter sagrado del lugar y del culto divino‖5

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Carta Pastoral de la Conferencia Episcopal de Puerto Rico, L' Osservatores Romano, 5 de julio de 1981, pag (385) 9. 4

Constitución Sacrosantum Concilium, 4 de diciembre de 1963, n° 112.

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Tercera Instrucción para la exacta aplicación de la Constitución sobre la liturgia, n°3 33

Esos problemas y otros como la desacralización, la calidad de la música, destinación de las composiciones sagradas, merecen no un prolongado silencio, sino información basada sobre la difusión y las citas de los textos auténticos. El Cardenal Villot, Secretario de Estado decía al Congreso Nacional Italiano de Música Sacra: "Será, por tanto necesario evitar e impedir que se admitan en las celebraciones litúrgicas formas musicales profanas, y en particular aquel canto, que por su estilo excesivamente alborotado, agresivo y ruidoso, perturba la serena calma de la acción litúrgica y no puede conciliarse con sus fines espirituales y de santificación‖6 1. La Sacralidad de la Acción Litúrgica y especialmente de la Santa Misa Juan Pablo II repetidas veces ha resaltado el carácter de la Sacralidad de la Liturgia y especialmente en la Eucaristía. La Carta Dominicae Cenae, a todos los Obispos de la Iglesia sobre el Magisterio y el Culto de la Eucaristía dedica un largo parágrafo a este aspecto esencial: "El carácter de "sacrum" de la Eucaristía, esto es, de acción santa y sagrada. Santa y sagrada porque en ella está continuamente presente y actúa Cristo, el Santo de Dios, "ungido del padre, para dar libremente y recobrar su Vida. "Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza". -Es El, en efecto, quien representado por el celebrante, hace su ingreso en el santuario y anuncia su Evangelio. Acción santa y sagrada, porque es constitutiva de las especies sagradas, del "Sancta Sanctis", es decir, de las cosas santas -Cristo el Santo- dadas a los santos", como cantan todas las liturgias de Oriente en el momento en que se alza el pan Eucarístico para invitar a los fieles a la Cena del Señor. El Sacrum de la Misa no es por tanto una "sacralización", es decir una añadidura del hombre a la acción de Cristo en el Cenáculo, ya que la Cena del Jueves Santo fue un rito sagrado, liturgia primaria y constitutiva, con la que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró sacramentalmente, El mismo, el misterio de su pasión y Resurrección, corazón de toda Misa. Derivando de esta liturgia, nuestras Misas revisten de por si una forma litúrgica completa, que, no obstante esté diversificada según las familias rituales, permanece sustancialmente idéntica. El "Sacrum"de la Misa es una Sacralidad Instituida por Cristo. Las palabras y la acción de todo sacerdote, a las que corresponde la participación consciente y activa de toda la asamblea eucarística, hacen eco a las del Jueves Santo. El sacerdote ofrece el Santísimo sacrificio "in Persona Christi" (...) La toma de conciencia de esta realidad arroja una cierta luz sobre el carácter y sobre el significado del sacerdote celebrante que, llevando a efecto el Santísimo Sacrificio y obrando "in Persona Christi", es introducido e insertado, de modo sacramental ( y al mismo tiempo inefable), en este estrictísimo "Sacrum", en el que a su vez asocia espiritualmente a todos los participantes en la asamblea eucarística. Este "Sacrum", actuando en formas litúrgicas diversas, puede prescindir de algún elemento secundario, pero no puede ser privado de ningún modo de su Sacralidad y 6

Villot, Jean, Carta del Secretario de Estado al Congreso de la Asociación Santa Cecilia, La Música Sacra en la Evangelización. L’Oss.Rom.20 de octubre de 1974, pag.15 34

sacramentalidad esenciales porque fueron queridas por Cristo y transmitidas y controladas por la Iglesia. Este "Sacrum" no puede tampoco ser instrumentalizado para otros fines. No admite ninguna imitación "profana", que se convertiría muy fácilmente (si no incluso normalmente) en una profanación. Esto hay que recordarlo siempre, y quizá sobre todo en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a borrar la distinción entre "sacrum" y "profanum" dada la difundida tendencia general (al menos en algunos lugares) a la desacralización de todo.7 En tal realidad la IGLESIA TIENE EL DEBER PARTICULAR DE ASEGURAR y COLABORAR EL SACRUM DE LA EUCARISTÍA (....) La Sacralidad de la Eucaristía ha encontrado y encuentra siempre expresión en la Terminología teológica y litúrgica (44). Hablamos del "Divinum Mysterium", del "Sanctissimun", o del "Sacrosanctum", es decir del "Sacro", y del "Santo" por excelencia. Hay ritos litúrgicos que, para inspirar el sentido de lo sagrado, exigen sean el silencio, estar de pie o de rodillas, bien sea las profesiones de fe, la incensación del Evangelio, del altar, del celebrante y de las sagradas Especias. Es más, tales ritos reclaman la ayuda de seres angélicos, creados para el servicio del Dios Santo: con el Sanctus de nuestras Iglesias Latinas, con el "Trisagion" y el "Sancta Sanctis de las liturgias de Oriente. Este sentido de Sacralidad objetiva del misterio eucarístico es tan constitutiva de la fe del pueblo de Dios que con ella se ha enriquecido y robustecida. N° 45. por ejemplo en la invitación a comulgar, esta fe ha sido forrada para descubrir aspectos complementarios de la presencia de Cristo Santo: - el aspecto epifánico revelado por los bizantinos, ("Bendito el que viene en nombre del Señor, el Señor es Dios y se ha aparecido a nosotros). - el aspecto relacional y unitivo, cantado por los armenios, ("un solo Padre Santo con nosotros, un solo Hijo Santo con nosotros, un solo Espíritu Santo con nosotros)" 8 2. Importancia de la música en la liturgia "El Concilio Vaticano II, en su Constitución Sacrosanctum Concilium, puso de relieve con gran vigor (cf SC 112) la función "ministerial" que se atribuye a la música sacra. Realmente las palabras, que tanta importancia tienen en la celebración litúrgica, por medio del canto resaltan todavía más y reciben una especial expresión de solemnidad, belleza y dignidad que permiten a los asistentes sentirse se en cierto modo más próximos a la santidad del misterio mismo operante en la liturgia" 9 La palabra es el signo principal y máximo de que se sirve la liturgia. En la sustancia misma de los sacramentos la palabra es el coeficiente determinante. San Agustín a propósito del bautismo

7

Juan Pablo II, DOMINICAE CENAE, Carta a todos los Obispos de la Iglesia sobre el Misterio y el culto de la Eucaristía, 23 de marzo de 1980, L' Oss.Rom. pag.151-152 8

Juan Pablo II, Op.cit.

9

Juan Pablo II, Carta al Arzobispo de Colonia, Card. Joseph Hoffner, 25 de mayo 1980, L'oss. Rom. 7 de septiembre 1980, pag.629 35

escribía: "Quita las palabras y entonces, ¿qué es el agua, sino simple agua? Añada la palabra a la materia y se tiene el sacramento." La palabra es el principio formal y constitutivo del culto, sin la cual, todo lo demás es pura sombra, residuo inerte. Un culto sin palabras es un culto de sombras, de imágenes inertes, sin verdadera significación simbólica. La palabra es la "lumbre" del culto. "El Motu propio de San Pío X, ya citado antes, explica con admirable claridad y concisión la finalidad de la música sagrada, tanto es así, que ni el Concilio Vaticano II, ni la legislación posterior han considerado necesario repetirla. Consideramos conveniente citarlo literalmente: "La música sagrada, como parte integral de la liturgia es dirigida al objetivo general de esta liturgia, a saber la gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles. Ayuda a aumentar la belleza y esplendor de las ceremonias de la Iglesia, y ya que su función principal es revestir el texto litúrgico, que se presenta a los fieles, con una melodía apropiada, su finalidad es hacer el texto más eficaz, de modo que los fieles por este medio sean movidos a mayor devoción y que se tornen mejor dispuestos a recoger para si los ritos de gracia que vienen de la celebración de los sagrados misterios" (TLS,1) 10 3. La música destinada a la liturgia debe ser sacra. "La Iglesia ha insistido e insiste, en sus documentos, sobre el adjetivo "sacro", aplicándolo a la música destinada a la liturgia. Esto quiere decir, que ella, por su experiencia secular, está convencida de que esta calificación tiene un valor importante. En la música destinada al culto sagrado -ha dicho Pablo VI- "no todo es válido, no todo es ilícito, no todo es, bueno" sino solo cuanto, en armonía de dignidad artística y de superioridad espiritual, puede "expresar plenamente la fe, para gloria de Dios y para edificación del Cuerpo Místico". 11 "Por tanto no se puede afirmar que toda música sea sacra por el hecho y desde el momento en que se inserta en la liturgia; en esta actitud falta ese sensus Ecclesiae", sin el cual el canto, en lugar de ayudar a fundir los espíritus en la caridad puede ser fuente de malestar, de disipación, de rompimiento de lo sagrado, cuando no de división en la misma comunidad de los fieles". 12 La música destinada a la liturgia debe ser "sacra" por características particulares, que le permitan formar parte integrante y necesaria de la liturgia misma. La Iglesia por lo que se refiere a lugares, objetos, vestiduras, exige que tengan una predisposición adecuada a su finalidad sacramental, mucho más lo exige para la música, que es uno de los más altos signos manifestativos de la Sacralidad litúrgica; así pues, quiere que posea una predisposición adecuada a esta finalidad sacra y sacramental con características particulares, que la distingan de la música destinada, por ejemplo, a la diversión, a la evasión o incluso a la religiosidad amplia y genéricamente entendida" 13 10

Juan Pablo II: Carta al Arzobispo de Colonia, cardenal Joseph Höffner, 25 de mayo de 1980, L'Osservatores ROmano 7 septiembre 198o, pag.629. 11

Pablo VI, L'Oss.Rom, 25 de abril 1971, pág.9

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Juan Pablo II, Homilía Asociación Santa Cecilia, ib.n°3

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Juan Pablo II, op.cit. n°4 36

Compara el Santo Padre en esta Homilía los lugares, objetos, vestiduras, los signos sacros llamado "signo sonoro". Y concluye que la música, como signo sonoro es un signo más importante, es más alto que los otros signos y por lo tanto requiere mayor Sacralidad. "El signo sonoro -decía el Card. Villot- no podrá ser signo litúrgico, sino está de acuerdo con el espíritu de la acción litúrgica y en conformidad con la naturaleza de cada uno de los momento de ella (Instruc.Tercera,3.c). 14 El Concilio Vaticano II ha podido afirmar -expone en otra parte el Santo Padre- que el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria e integral de la liturgia solemne", y que "la música sacra será tanto más santa cuanto más íntimamente esté unida a la acción litúrgica, ya sea expresando con mayor delicadeza la oración y fomentando la unanimidad, ya sea enriqueciendo con mayor solemnidad los ritos sagrados"(S.C, 112)" 15 4. Géneros musicales que la Iglesia ha declarada sacros por excelencia. La Iglesia ha declarada cuáles son los géneros musicales que poseen con excelencia la predisposición artística y espiritual en consonancia con el divino misterio: son el canto gregoriano y la polifonía".16 Al lado de estos dos géneros va el canto popular sacro" (ib) Advertir el Patrimonio Realmente las palabras que tanta importancia tienen en la celebración litúrgica, por medio del canto resaltan todavía más y reciben una especial expresión de solemnidad, belleza y dignidad que permiten a los asistentes sentirse en cierto modo más próximos a la santidad del misterio mismo operante en la liturgia. Por este motivo el Concilio juzgó muy conveniente advertir a todos sobre el enorme y rico tesoro de tradición musical que se encuentra en las diversas familias litúrgicas orientales y occidentales, el cual recogido en el transcurso de los siglos todavía ahora se practica como reflejo y cultura humana de los diversos pueblos" 17 Conservar el Patrimonio "Además el Concilio inculca al mismo tiempo a todos lo necesario que es, en fin de cuentas aplicar toda clase de energías y actividades para que se conserven tales riquezas de la Iglesia, así como dedicar concretamente para esa tarea a promotores y cultivadores de la música sacra". (ib)

14

Cardenal Villot, Carta al Congreso Nacional Italiano de Música Sacra, septiembre de 1973, L'Oss.Rom.1974, pag.503 15

Juan Pablo II, op.cit. n°2

16

Juan Pablo II, op.cit. n°4

17

Juan Pablo II, Carta Card. Hoffner, op.cit. 37

Conservar VIVO el PATRIMONIO Explica el Santo Padre que no sólo es necesario conservar el patrimonio, sino conservarlo vivo. No es suficiente con que se ejecute en "salas de concierto". Ejecutar la música sacra en salas de concierto, no es conservar vivo el patrimonio, sino como piezas de museo, piezas muy valiosas por cierto, pero piezas de museo en fin. El Santo Padre pide que se conserve vivo el patrimonio, es decir con la capacidad fresca actual, de educir de los fieles la inefabilidad ante el misterio: "El propio fervor en esta materia, que lleva a organizar y celebrar actualmente Congresos de Música sacra, puede ayudar muy eficazmente a que se descubran las riquezas internas de la mencionada tradición musical y a que se defina cada una de sus partes, a fin de que LA MÚSICA TAMBIÉN se conserve CUIDADOSAMENTE VIVA en la LITURGIA de la IGLESIA".18 El nº116 de la Cons, Sacrosanctum Conciliium dice: "La Iglesia reconoce el canto gregoriano como el propio de la liturgia romana, en igualdad de circunstancias, por tanto, hay que darle el primer lugar en las acciones litúrgicas. "En un período en el que se ha difundido el aprecio y el gusto por el canto gregoriano, cuya excelencia está universalmente reconocida, es preciso que en los lugares, en los que ha surgido, se ponga nuevamente en su sitio de honor y se practique según la medida de la capacidad de cada una de las comunidades litúrgicas en particular con la repercusión de los pasajes más significativos y de aquellos que, por su facilidad y práctica tradicional, deben llegar a ser los cantos comunes que expresan la unidad y la universalidad de la Iglesia (Int, Iubiiate Deo)".19 5. Incorporación de la tradición musical propia El Santo Padre en la carta dirigida al Card. Hoffner indica las condiciones en que debe ser incluida la música propia de los pueblos en la música sacra. La Constitución Sacrosanctum Concilium dice: "Como en ciertas regiones, principalmente en las misiones hay pueblos con tradición musical propia que tiene mucha importancia en su vida religiosa y social dese a esta música la debida estima y el lugar correspondiente no sólo al formar su sentido religioso sino también al acomodar el culto a su idiosincrasia." (S,C,119) Al citar y explicar este parágrafo de la Constitución Conciliar, el Santo Padre resalta la especificación de que con pueblos con tradición musical propia en su vida religiosa. Muchos han sido los pueblos que han tenido la música como la más alta expresión de lo sagrado.

18

Juan Pablo II, Carta Card. Hoffner, op.cit.

19

Juan Pablo II, Homilía Santa Cecilia, n°4 38

La Sacralidad natural Rudolf Otto, autor protestante, describió en su libro "Lo santo", con admirable concisión, el sentido de lo sacro que han tenido todos los pueblo, captación pre-cristiana. Según la descripción de 0tto, Dios aparece como lo tremendo. Es entrevisto en un ámbito de misterio, que trasciende, de algo secreto, no cotidiano, que produce en el alma temor y temblor, una suerte de estremecimiento sacro. Dios es lo SANTO, lo GRANDE, lo PURO, lo OTRO. "El componente de lo tremendo queda íntegramente reproducido en el término MAJESTAD TREMENDA".20 El hombre religioso se sienta del todo dependiente y "desde el fondo de su alma exclama: Yo nada, Tú todo".21 En segundo lugar, Dios os captado como algo fascinante, como alguien que atrae, capta, embarga, encandila. La divinidad aparece como "lo más alto, lo más vigoroso, bello y querido, lo mejor de cuanto puede pensar el hombre".22 El poder embriagador y dionisíaco de la presencia de Dios. De ahí la necesidad casi espontánea de que el acto religioso se rodee de solemnidad, único marco adecuado para la expresión de lo inefable. "En este ser, a un tiempo infinitamente tremendo e infinitamente admirable, consiste el doble contenido positivo que el sentimiento percibe en el mysterium".23 Este "misterio tremendo" y "misterio fascinante", son experiencias antagónicas que constituyen juntas el valor de lo santo en contraposición a lo profano, y esta experiencia es la que los pueblos han expresado a través de la música. En los pueblos primitivos toda la música tiene al principio una función religiosa, posteriormente comienza a separarse y a desarrollarse la música profana. Para manifestar esa "sacralidad", en muchos pueblos primitivos no se utiliza una entonación vocal corriente, sino que ésta es cambiada para expresar su función sacra, la voz es "enmascarada". Los historiadores de la música puedan distinguir los instrumentos sacros o profanos, por el tipo de construcción. Por ejemplo los instrumentos egipcios de uso religioso están muy trabajados, los de uso profano son rústicos, así, tenían un arpa de uso profano y un arpa de uso religioso. El sistro (instrumento de percusión en el que el leve sonido se produce por el entrechoque de pequeñas láminas de metal) es un ejemplo de un instrumento sagrado de otro pueblo incorporado a la liturgia. Su sonido débil y tintineante, se escuchaba en el momento de mayor "sacralidad", y por eso parece haber influido sobre la Iglesia copta, para el empleo de la campanilla. "La Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la razón íntima de todas ellas".24

20

Rudolph Otto, Lo Santo, Revista de Occidente, Madrid 1965, pag.33

21

Rudolph Otto, Op.cit.pag.35

22

Rudolph Otto, op, cit. pag.65

23

Rudolph Otto, Op.cit. pag.69

24

Concilio Vaticano II, Const.Gaudium et Spes,n°44 39

Este conocimiento permitirá a la Iglesia distinguir en las tradiciones las sagradas de las profanas. Es por eso muy importante considerar que SOLO LA MÚSICA SAGRADA de los pueblos es lo que se debe incorporar, NO LA MÚSICA PROFANA, puesto que la incorporación de tradiciones profanas, lleva necesariamente a la desacralización. Reflejo claro de la actualidad de esta norma es el n° 63 de la Instrucción "Musicam Sacram". Después de tres años y medio de cambios y adaptaciones, la Santa Sede consideró necesario precisar en relación al uso de instrumentos en la liturgia: "Al permitir usar instrumentos musicales se debe tener en cuenta LA ÍNDOLE y LAS TRADICIONES de cada nación. Sin embargo, los instrumentos que, según el juicio y el uso común, SON PROPIOS DE LA MÚSICA PROFANA, manténganse completamente fuera de toda acción litúrgica y de los ejercicios piadosos".25 Entre los instrumentos que trajeron los españoles a América, figuraba, la vihuela, instrumento similar a la guitarra, de larga tradición española, donde desempeñó un importante papel en la música profana, popular y docta. En América hispana, se adopta inmediatamente y se convierte en el instrumento preferida para expresar toda la emotividad melódica que enriquece el panorama folklórico, pero nunca fue instrumento sacro, ni para los españoles ni para los hispanoamericanos, por lo que no se justifica su introducción en la liturgia. Este criterio de gran sentido común, aparece ya en las Misiones de América, especialmente con los jesuitas, que adaptaban y dejaban introducir los propios cantos, mientras paralelamente les enseñaban a los aborígenes, canto llano y polifonía, llegando a tener una cultura musical sacra mayor que la de nuestros fieles. Lo mismo ocurría con los instrumentos: primero iban dejando sus propios instrumentos y luego incorporando los litúrgicos. Los aborígenes podían construir instrumentos y ejecutarlos con gran perfección. "El espíritu misionero hizo que los "doctrineros", utilizaran con sagacidad y buen conocimiento el canto llano y el contrapunto. Enseñaron a los indios más dotados los rudimentos del canto gregoriano y derivaciones más o menos simples en las que se incluían voces instrumentales. La habilidad artesanal pronto permitió utilizar en el servicio litúrgico las chirimías (especie de clarinete) y bajones (del tipo del fagot), que perduraron largo tiempo en las prácticas de la Iglesia e hizo posible la construcción de órganos aceptables con plantas de la región. En general, se puede decir que durante este período Colombia en especial Bogotá, tuvo una cultura musical de primera línea en el terreno de la polifonía religiosa. La práctica ordinaria en las iglesias era activa y de valor, como atestiguan obras de los grandes maestros de la época: Francisco Guerrero, Tomás Luis de Victoria, Mateo Romero, y otros, conservados en la Biblioteca de la Catedral del Bogotá".26 Nuestra Señora de los Reyes Magos de Yapeyú, cuna de San Martín, llegó a ser en nuestra patria, una gran Escuela Musical, a ella llegaban no solo indígenas de otros pueblos, sino 25

Instrucción Musicam Sacram, 14 de mayo de 1967, n° 63

26

Enciclopedia de la Música, Grijalbo, SA, 1979, pag.792 40

candidatos a músicos de los Colegios de los jesuitas de las ciudades de Hispanoamérica. Para dar solemnidad a los festejos de la Coronación del Rey Don Fernando, en Buenos Aires se pide un coro de Yapeyú , y un testigo cuenta: "Cantaron aquí las vísperas, la Misa y las letanías, junto con otros cánticos, de tal suerte, con tanta gracia y arte, que, quien no los estuviese mirando, creería que eran músicos de alguna de las mejores ciudades de Europa que hubiesen venido a América".27 Según dijimos anteriormente en el uso de instrumentos se debe tener en cuenta la índole y tradición de cada nación y solo pueden admitirse siempre que sean aptos y convengan a la dignidad, santidad del templo, y esté ordenado a la gloria de Dios y edificación de los fieles. Por eso el Concilio Vaticano II continuado con la tradición de la Iglesia exhorta a que se tenga gran estima al órgano. Juan Pablo II en un discurso lo recuerda: "El órgano pertenece, su composición elemental, no solo a los más antiguos instrumentos musicales de la humanidad, sino que entre ellos alcanzó también en el curso de la historia un puesto de honor, incluso en los ambientes regios. En los tiempos más recientes la Iglesia ha hecho una llamada de gran autoridad, nada menos que a través del Concilio Vaticano II, a mantener en gran estima el órgano de la iglesia latina, como instrumento musical de tradición. Así dice literalmente la Constitución de Sagrada Liturgia: "Su sonido puede aportar un esplendor notable a las ceremonias eclesiásticas y levantar poderosamente las almas hacia Dios y hacia las realidades celestiales". Que mediante su música melodías y embelesante eleve a Dios los corazones de los creyentes en la oración y en el canto de la Iglesia, que el los disponga también a través de una celebración eucarística más agradable, a servir a Dios en su vida con un corazón alegre. La música habla, cuando la palabra enmudece (San Agustín). Ella expresa lo inefable, lo sublime. La música muda del órgano es capaz precisamente de significar, en su forma peculiar, los misterios litúrgicos, es capaz de interpretar y de avivar "adoración en espíritu y en verdad" (jn.4,23). Que su lenguaje, comprensible a todos los hombres por encima de todas las fronteras, sirva para la consecución del amor y de la paz".28 6. Música sacra contemporánea "Vosotros músicos, que tenéis el don admirable y misterioso de transformar el sentimiento del hombre en canto, de adecuar el sonido a la palabra, dad a la Iglesia, a la liturgia, composiciones nuevas, siguiendo las huellas de tantos músicos que han logrado mantener su inspiración artística en perfecta y fecunda sintonía con las altas finalidades y exigencias del culto católico". "La Constitución Sacrosanctum Concilium del Vaticano ll ha resaltado fuertemente el gran valor del canto y lo ha abierto a formas nuevas, de acuerdo siempre con el mismo objetivo que es "la gloria de Dios y la santificación de fieles" (cf.SC 112-121)

27

Instituto Nacional Sanmartiniano, La gloria de Yapeyú, IV, Nuestra Señora de los Tres Reyes, R.P. Guillermo Furlong, pag.51, 1978. 28

Juan Pablo II, Discurso del 12 de abril de 1981, L'Oss.Rom. 26 de abril de 1981, pag.16 (258). 41

"Es sabido, además, que la Constitución Conciliar sobre la liturgia exige que LAS NUEVAS COMPOSICIONES tengan las características de la verdadera música sacra" (S.C.121) 29 El Santo Padre con gran claridad en su enseñanza indica el modo en que se deben establecer en la música sacra contemporánea "firmes principios, que estén en concordancia con los verdaderos valores de las múltiples tradiciones nacionales". "Un estudio de ésta índole, para que se lleve a cabo como la ciencia exige, conviene que se extienda también a la investigación comparativa de las formas recientes con las antiguas. Porque la música sacra nueva, que ha de servir para la celebración de la liturgia en las diversas iglesias, puede y debe ir a buscar su más alta inspiración, la propiedad de lo que es sagrado y el legítimo sentimiento religioso, en las melodías precedentes y sobre todo en el canto gregoriano. Con toda razón se ha dicho, que el canto gregoriano, en relación con los otros cánticos, es como una estatua comparada con una pintura". 30 El Santo Padre a la Asociación Santa Cecilia, habla de lo que podríamos llamar "una evolución homogénea" de la música sacra, parafraseando así la llamada "evolución homogénea del dogma". Así como en teología se dice que solo puede haber evolución homogénea del dogma, es decir, crecimiento en el mismo sentido. Como se preguntaba San Vicente de Lerins: "Pero tal vez alguno diga: ¿Luego no habrá en la Iglesia de Cristo progreso alguno de la religión? Ciertamente existe ese progreso y muy gran progreso... pero tiene que ser verdadero progreso en la fe y no alteración de la misma. Pues lo propio del progreso es que algo crezca en si mismo, mientras lo propio de la alteración es transformar una cosa en otra". La Constitución Sacrosanctum Concilium afirma: "no se introduzcan innovaciones si no lo exige una utilidad verdadera y cierta de la Iglesia, y solo después de haber tenido la precaución de que las nuevas formas se desarrollen, por decirlo así, orgánicamente, a partir de las ya existentes". 31 El Santo Padre lo explica: "Es necesario que en la práctica musical litúrgica de la Iglesia latina se valorice el inmenso patrimonio que la civilización, la cultura, el arte cristiano han producido en tantos siglos, la aceptación eventual de formas y de instrumentos típicos de otras civilizaciones deberá realizarse con discernimiento, con pleno respeto a la índole de los pueblos, y con ese santo pluralismo que, es ante todo salvaguarda de los valores característicos de cada una de las civilizaciones y culturas, que solo de esta manera podrá acoger y asimilar con la prueba de una prudente y tamizada experiencia elementos de otra proveniencia que no la desvirtúen, sino que la enriquezcan" El Santo Padre a la Asociación Santa Cecilia decía: ―La composición y la ejecución de una auténtica música sacra, exigen una preparación específica tanto artística como espiritual - litúrgica‖.

29

Juan Pablo II Homilía a la As. Sta. Cecilia n°3

30

Juan Pablo II, Carta al Cardenal Hoffner, op.cit.

31

Con. Vat.II S.C. n°23 42

Y yo hoy, por la dignidad de la liturgia me dirijo, con estima y respeto a todos los músicos, porque también ellos están entre los ―amigos del auténtico arte‖, de los cuales la Iglesia ha declarado tener necesidad y a los que ha dirigido, en nombre de la belleza inspirada por el Espíritu Santo, la invitación a no dejar que se rompa alianza verdaderamente fecunda entre ella y el verdadero arte‖. 32 Los organismos pastorales litúrgicos, lamentablemente han creído resolver asuntos musicales sin el conocimiento de los músicos calificados. Es de pedir respetuosamente que se reexaminen las modalidades de la representación de músicos en tales organismos, tanto ante la Santa Sede como ante las jerarquías diocesanas. Sin embargo, haciéndonos eco fiel del Santo Padre, buscamos en el testimonio de grandes músicos de nuestra Patria el apoyo en cuanto a su preparación específica artística para que se siga realizando ese consorcio entre el arte y la fe.

“El que tenga sed, que venga a Mí; de su interior brotarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,47)

32

Juan Pablo II, Homilía a la Asociación Santa Cecilia, ib.n°3 43