El realismo estético - Universidad Nacional de Colombia

evolución de la música moderna o como las figuras gorgianas ..... do así sus escritos, tal vez hubiese obtenido el premi
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Capítulo ii

El realismo estético

escuela tan importante como la del contrapunto y la fuga en la

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evolución de la música moderna o como las figuras gorgianas

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La revolución en la poesía. Las severas restricciones que los dramaturgos franceses se impusieron respecto a la unidad de acción, lugar y tiempo, al estilo, a la construcción de los versos y las frases, a la elección de las palabras y los pensamientos, fue una

en la oratoria griega. Atarse así puede parecer absurdo; no hay, sin embargo, otro medio para salir de la naturalización que limitarse primero del modo más estricto (quizá más arbitrario). Se aprende así paulatinamente a marchar con gracia incluso por angostas pasarelas que salvan vertiginosos precipicios, y se lleva uno como botín la máxima flexibilidad de movimiento [...] Lessing desacreditó en Alemania la forma francesa, es decir, la única forma artística moderna, y remitió a Shakespeare, y así se perdió la continuidad de ese desaherrojamiento y se dio un salto atrás al naturalismo, es decir, a los inicios del arte. De ello trató de salvarse Goethe, que siempre se sabía volver a atar nuevamente de diversas maneras; pero ni siquiera el más dotado llega más que a una constante experimentación, una vez que se ha roto el hilo de la evolución. Schiller debe la relativa seguridad de su forma al modelo involuntariamente venerado, aunque repudiado, de la tragedia francesa, y se mantuvo bastante independiente de Lessing (cuyas tentativas dramáticas, como es sabido, rechazaba). Después de Voltaire, a los franceses mismos les faltaron de pronto los grandes talentos que hubieran continuado la evolución de la tragedia, de la coerción a esa apariencia de libertad; más tarde también dieron, siguiendo el modelo alemán, el salto a una especie de rousseauniano estado natural del arte1.

Con la agudeza y concisión que le son características, Nietzsche esboza un amplio período de la evolución del pensamiento estético moderno. Llama la atención encontrar a un alemán del siglo xix tomando partido decididamente por el clasicismo francés. Y a mi juicio, Nietzsche acierta en la valoración de su substancia. Más allá de la esterilidad dogmática y academicista en que degeneraron, los elementos formales por él mencionados –unidad de acción, lugar y tiempo, estilo, construcción de los versos y las frases, elección 1 Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano (1876-1878), Akal Ediciones, Madrid, 1996, p. 145 s. Traducción de Alfredo Brotons.

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de las palabras y los pensamientos– coadyuvaron en su momento a la aclimatación de una disciplina, en principio exigida para la creación artística, pero que, dadas las características del momento, formaba parte de todo un proyecto socio-cultural: el arte es aquí exploración del complejo mundo pasional, y de él se esperan orientaciones para el obrar. Las tentativas de justificación de este conjunto de limitaciones formales impuestas a la expresión fueron diversas. Inicialmente, las normas se identifican con un buen gusto, en el que la aceptación de aquellas es indicio de pertenencia a un grupo social, garantizándose de esta manera la distinción social de quien las suscribe. Paulatinamente empieza a aducirse una supuesta continuidad de este canon estético con otro, subyacente a aquellas producciones que desde la antigüedad resistieron el paso del tiempo, elevándose como modelos perennes; de ahí las continuas referencias a las Poéticas de Aristóteles y Horacio. Todo esto dio lugar a la justificación “racional” de los juicios de gusto: el concepto de perfección a partir del cual podría juzgarse una creación artística se constituyó como sistema de las limitaciones formales prescritas, que ofrecía un sentido menos arbitrario que el de la mera distinción social para la actividad judicativa.



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La mirada distanciada de Nietzsche nos propone una evaluación global de este proceso: la justificación de la estricta limitación que imponen las prescripciones formales radica, en última instancia, en que sin ellas no hay salida del estado de naturaleza. No se trata de que la forma niegue el contenido natural; tan sólo impide su flujo inmediato, desorbitado y caótico, y lo obliga a recorrer por cauces que, en la medida en que se imponen, hacen posible la comunicación del contenido. De esta manera, y a pesar de los esfuerzos y pretensiones de los autores y críticos del clasicismo francés, es posible que las formas concretas por ellos elegidas carezcan de una fundamentación racional apodíctica e inapelable, y que en ese sentido sean, como afirma Nietzsche, arbitrarias: la diversidad cultural tan atendida en nuestros días así lo confirma. Pero a lo que Nietzsche apunta es a la necesidad de forma, que para el caso concreto de la Europa moderna, fue suplida por el clasicismo francés. Según él, el genio de autores como Goethe o Schiller consiste precisamente en su voluntad de forma, es decir,

Acaso no resulte tan afortunado el voluntarismo que se transluce en la declaración nietzscheana. Su lamento parecería traducirse en fórmulas tales como “si Lessing no hubiera existido”, o “si hubiera sido más perspicaz...”, o “si los franceses post-volterianos no se hubiesen dejado contagiar del virus –romántico– alemán...”, etc. Tampoco es seguro que su valoración haga justicia cabal a los esfuerzos de Lessing por dotar a la nación alemana de una poética, y que eran ajenos a la negación de la necesidad de la sujeción formal. Así mismo, aunque su aversión por el romanticismo es clara –”salto atrás al naturalismo, es decir, a los inicios del arte”, retroceso “a una especie de rousseauniano estado natural del arte”–, es poco lo que Nietzsche nos dice acerca de la necesidad –es decir, de las causas– de dicha transformación, que no necesariamente ha de ser calificada como retroceso. Pero todas estas últimas objeciones sobrepasan ya los límites temáticos del presente trabajo. Anteriormente he afirmado que, en las primeras fases del proceso moderno de civilización, la experiencia estética de lo bello –y principalmente la artística– cumple con una función pedagógica; se trata de un dispositivo complementario de los mecanismos de mo2 Al respecto véase el ensayo de Norbert Elias, “Estilo kitsch y época kitsch” en la compilación de ensayos del mismo autor, La civilización de los padres y otros ensayos, Editorial Norma y Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, ps. 59-77.

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Y si de su sujeción –no importa que involuntaria– a las formas se deriva la relativa seguridad de la producción schilleriana, ello es porque en las formas el artista encuentra cauces establecidos por los que ha de transcurrir su ímpetu creativo, y que además hacen las veces de vínculo asegurado con su público. Nietzsche también percibe acertadamente los efectos de la disolución del canon clasicista: en adelante, “ni siquiera el más dotado llega más que a una constante experimentación”. Se trata, pues, de una creciente inseguridad formal que desde entonces y hasta nuestros días afectará a la producción artística2.

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en su saberse “volver a atar nuevamente de diversas maneras”, en un momento en que el llamado clasicismo, incluso en Francia, empezaba a hacer crisis.

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nopolio de la violencia física, y que apunta a una transformación de la personalidad de las clases altas de la sociedad. El examen de esta vinculación entre la experiencia de lo bello y su utilidad moral es el tema del presente capítulo. Pero antes de abordar con algún detalle este tema, quisiera explicar la noción de realismo estético que sirve de título al presente capítulo. El sentido en que aquí se utiliza esta expresión proviene de Kant, quien cuando la introduce no se refiere explícitamente al clasicismo francés, ni a sus vinculaciones con su momento histórico. No obstante, es indudable que el objeto mencionado es aquél, y en cuanto a éstas, su explicitación es parte del contenido de este capítulo. El contexto en el que Kant introduce la noción de realismo estético es interesante, y por ello me permito reseñarlo brevemente. En el parágrafo 56 de la CJ menciona Kant dos “lugares comunes” que en su concepto constituyen la antinomia del gusto. Como es de esperar, ambos tienen tanto su verdad como su limitación. La solución de la antinomia consiste en explicitar esa verdad y en superar esa limitación, que a menudo se reduce a un equívoco. Despejado el equívoco se disipa la apariencia de contradicción.



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Acerca del primer lugar común –”cada cual tiene su propio gusto”–, dice Kant que es usado por quienes carecen de gusto, con el propósito de protegerse así de eventuales censuras contra los juicios que emiten (cfr. CJ, § 56, b 232). En la base de tal afirmación está el supuesto de que el fundamento de determinación del juicio de gusto es meramente subjetivo (placer o dolor), y por lo tanto el juicio no tiene derecho, pero tampoco aspira, al necesario asentimiento de otros. Este primer lugar común supone ya la afirmación del carácter puramente estético (placer y dolor) del juicio de gusto, y como veremos supone ya la negación de lo que Kant va a denominar realismo estético. En cuanto al segundo lugar común, una versión un tanto modificada, pero de todas maneras fiel al pensamiento de Kant, es la siguiente: sobre el gusto no se puede disputar, aunque sí discutir. La diferencia entre estas dos actividades es crucial, y Kant la explica en los siguientes términos:

conceptos, como fundamentos demostrativos, con lo que asume

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conceptos objetivos como fundamento del juicio. Pero donde esto

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Discutir (Streiten) y disputar (Disputieren) son por cierto lo mismo en la medida en que mediante la recíproca oposición de los juicios, buscan producir la unanimidad de los mismos. Pero difieren en que el último espera realizarla a partir de determinados

se tenga por irrealizable, del mismo modo se estimará el disputar como irrealizable (CJ, § 56, b 233).

Con respecto al primer lugar común, que da cabida a la tesis de la antinomia –”el juicio de gusto no se funda en conceptos; de lo contrario se podría disputar sobre ello (decidir mediante demostración)” (CJ, § 56, b 233)– la solución de la antinomia ha de preservar su énfasis estético, superando no obstante el relativismo individualista que le es inherente, y que contradice la pretensión de universalidad consubstancial al juicio de gusto. El segundo lugar común da cabida a la antítesis: “El juicio de gusto se funda en conceptos; de lo contrario, y dejando de lado su diversidad, no se podría discutir sobre ellos (tener la aspiración a la concordancia necesaria de otros con este juicio)” (CJ, § 56, b 233). La antítesis pone de presente la limitación de la tesis, pero aunque acepta la imposibilidad de disputar, no es satisfactoria por cuanto no esclarece plenamente en qué se funda la posibilidad de discutir: afirmar a secas que “en conceptos”, podría conducir a la negación de la verdad que, no obstante su limitación, porta la tesis, a saber su afirmación del carácter estético del juicio. No es mi objetivo en este momento examinar detenidamente la solución de la antinomia. Por ello me contento con decir que Kant se propone encontrarla afirmando que la noción de concepto se usa de manera diferente en la tesis y en la antítesis. Si se especifica que aquélla se refiere a conceptos determinados, y ésta a conceptos indeterminados, la contradicción se mostrará como aparente. Sí me interesa en cambio volver a la noción de disputar, cuyo abandono está supuesto tanto en la tesis como en la antítesis, lo que significa que ya ninguna de las dos posiciones por ellas representadas considera factible juzgar en materia de belleza según conceptos objetivos, es decir, determinados. Por el contrario, el disputar

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es consustancial a una de las variantes –la realista– del racionalismo estético, concepto éste que introduce Kant en el parágrafo 58 de la CJ. Para una cabal comprensión de la noción de racionalismo estético es preciso atender a su significación polisémica en el empleo que Kant hace de ella. Así, pues, el racionalismo estético puede ser realista o idealista. Para Kant, su propia doctrina estética es racionalista-idealista y, según ella, en los eventuales conflictos entre juicios de gusto no se tratará de disputar a partir de conceptos determinados, sino de discutir a partir de conceptos indeterminados. Además, en el interior de la vertiente realista del racionalismo estético, distingue Kant dos posibilidades de fundación del principio del gusto: una empírica, según la cual los fundamentos de determinación del juicio de gusto son dados a posteriori a través de los sentidos, y otra racionalista, que considera posible juzgar a partir de un fundamento a priori. Para evitar confusiones, en adelante emplearé el concepto de racionalismo en tanto que perteneciente al realismo. Para la primera acepción reservaré el calificativo de idealismo a secas.



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Kant se refiere al empirismo y al racionalismo in abstracto como variantes del realismo estético. Aunque no es difícil encontrar que el desarrollo de la reflexión estética francesa del siglo xvii podría ejemplificar in concreto tales categorías. Así, el momento empirista del clasicismo francés estaría representado por los consensos iniciales de las elites, que les permitían distinguirse socialmente de otros grupos subalternos. Pero la incorporación de nuevos sectores sociales y la diversificación de las elites que esto supone, pondrá de presente la limitación de los consensos empíricos, que con la mayor “naturalidad” prescindían de todo gusto que se ubicara por fuera del consenso, y que despectivamente era calificado como del peuple. La cuestión del gusto requerirá entonces de la elaboración de un canon racional, que pretende dotar al connaisseur de fundamentos judicativos que van más allá del simple capricho, e incluso del consenso empírico. En un proceso de maduración argumentativa, lo que nació como consenso empírico más o menos arbitrario de una determinada elite, aspira ahora a una fundamentación de jure más allá del mero factum.

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A esta búsqueda se añade como refuerzo un motivo adicional que ya he mencionado anteriormente: se trata de la existencia de determinadas obras que supuestamente han merecido el aplauso de todos los tiempos. Para estos críticos, eso significa que tales obras realizan las exigencias de un canon objetivamente válido, que trasciende los gustos particulares de las diversas épocas históricas, y que es susceptible de ser explicitado conceptualmente. La racionalización del canon estético, y por ende su objetivación, sólo resultaba posible mediante la asociación del gusto con elementos que sobrepasaran el disfrute empírico de la sociabilidad entre pares. Según Kant, la única posibilidad de conferir validez objetiva a juicios que expresan un sentimiento tan arbitrario como el placer, radica en vincularlos con elementos extra-estéticos, en este caso morales. Así: De acuerdo al primero [es decir al empirismo - l.p.], el objeto de nuestra complacencia no sería distinto de lo agradable; según el segundo [es decir el racionalismo - l.p.], si el juicio reposara en determinados conceptos, no sería distinto de lo bueno (CJ, § 58,

b 247). Bueno significa aquí un genérico bueno para algo, y los críticos franceses no habrían dudado en incluir aquí su concepción de moralidad, por ellos llamada utilidad. Mediante su asociación subordinada a la utilidad, el principio del juicio de gusto supera entonces la relatividad de una justificación empirista que aduce tan sólo el bon ton de la pertenencia a una elite social, o el mero deleite individual. En el momento en que el gusto se vincula con los principios funcionales y objetivos de la utilidad moral, gana criterios de objetividad, y de ahí la denominación kantiana de realismo estético. Y aunque el siglo xvii alcanza a entrever eventuales discordancias entre el gusto y las reglas, es decir, entre el placer y la utilidad moral, el conflicto no alcanza todavía las dimensiones que Kant reconoce ya con toda claridad: desde su punto de vista, ya distanciado de los planteamientos del siglo xvii, en la vinculación racionalistarealista del juicio de gusto con lo bueno, toda belleza sería expulsada del mundo, y en su lugar sólo quedaría un nombre particular, tal vez para una cierta mezcla de los dos tipos de complacencia antes mencionados [es decir, la

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complacencia de lo agradable y la de lo bueno - l.p.] (CJ, § 58,

b 243). La urgencia kantiana de una fundamentación del principio del juicio de gusto puro es todavía ajena a esta primera fase –realista– de la modernidad estética. Ésta no conoce aún una necesidad tal, y toda exigencia de placer desvinculado de la utilidad moral es identificada con el mero placer de lo agradable. De esta manera, la relatividad del placer agradable –a menudo calificado de mal gusto propio de la plebe– sólo puede transformarse en la objetividad del placer de lo bello –el buen gusto del conocedor– mediante su fusión con lo útil, cuya definición no se supone empírica y caprichosa, sino racional y objetiva. La obra de arte –normalmente reducida al poema en la reflexión de los críticos de la época– consiste en el adecuado manejo de la norma estilístico-racional y el aprovechamiento de sus posibilidades estético-placenteras. Aderezada con la liviandad gozosa que le es propia, la producción artística tiene como función primordial la de ofrecer pautas de comportamiento para una determinada elite social. En palabras de Boileau, “que vuestra Musa, fértil en sabias lecciones, una por doquier lo sólido y lo útil a lo placentero”3.



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No obstante la crítica kantiana al racionalismo estético –que destruye la belleza al subordinar el placer a la utilidad–, éste tiene su verdad y ella ha de ser preservada: no todo el contenido del racionalismo puede ser excluido de la fundamentación del juicio de gusto, so pena de que éste quede reducido, como ocurre en la tesis de la antinomia, a mero juicio sobre lo agradable. De ahí que la diferenciación kantiana dentro del racionalismo en realismo e idealismo, conserve para el idealismo su adscripción racionalista, a la vez que lo diferencie del realismo que exhibe las limitaciones propias de la primera fase de la modernidad estética. En efecto, caracterizando con palabras de Kant el canon neoclásico, éste considera que el juicio de gusto “concierne teórica, y por tanto también lógicamente (aunque sólo en un enjuiciamiento confuso), a la perfección del objeto”. Pero para que la noción de perfección del objeto, que sirve 3 Nicolás Boileau, Art poétique (1674), Canto iv, versos 135-145. En adelante cito como Arte poética, indicando a continuación el canto y los versos correspondientes.

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como referencia objetiva a partir de la cual se decide en la divergencia de juicios, tenga sentido, es preciso fundar dicha perfección no en el placer que produzca el objeto (que será individual, o, a lo sumo, grupal), sino en su conformidad a fin, es decir, en su utilidad moral. El racionalismo realista debe concebir en el objeto bello un fin real o intencional, expresable en conceptos objetivos –no importa si “claros” o “confusos”– que posibiliten la justificación demostrativa del juicio y fuercen también demostrativamente a su reconocimiento universal –disputar–. Por su parte, la tesis de la antinomia sintetiza un complejo proceso social que dio al traste con la estética realista. Tal vez Kant no pensaba en ello cuando afirmaba, con mucho acierto pero casi casualmente, que el lugar común que la origina –”cada cual tiene su propio gusto”– era el recurso defensivo empleado por quienes “carecen de gusto”. Pero éstos no son otros que los excluidos del realismo estético –sea empirista o racionalista–. El que a pesar de su unilateralidad la tesis sea tenida en cuenta como significativa para la configuración de la antinomia, no significa otra cosa que la emergencia social de nuevos grupos que, intimidados o no, ponen en cuestión el consenso estético-moral de la elite. No sólo no comparten sus gustos, sino que los dispositivos de control moral en ellos contenidos también muestran su limitación, en tanto que relativamente eficaces sólo para un grupo social reducido. Desde una perspectiva histórico-social, la tesis de la antinomia también expresa una nueva necesidad social: su reivindicación de la complacencia como el elemento constitutivo del gusto es una reacción contra la insatisfacción que genera una vida civilizada que exige la inhibición de los apetitos. Pero la antítesis advierte contra la reducción de la complacencia a la esfera puramente individual, que se origina precisamente como consecuencia de la desaparición de la objetividad que el realismo estético pretendía ofrecer para el juicio de gusto. Con la anterior exposición confío en haber aclarado la elección del título que encabeza este capítulo. En lo que sigue me propongo desarrollar con algún detalle el concepto de realismo estético. Aunque, como ya lo he dicho, la formulación de la antinomia kantiana del gusto lo supone como momento ya superado, su cabal comprensión

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redunda en la de la antinomia y, en general, en la de la doctrina estética kantiana. 1. El público de la poesía: la cour et la ville

Nicolás Boileau (1636-1711), el más reconocido crítico francés del siglo xvii, hace suyo a Horacio para imputar a la poesía los méritos de la vida urbana y civilizada: Antes de que la razón, explicándose por la voz, hubiese instruido a los humanos, y les hubiese enseñado las leyes, todos los hombres seguían a la naturaleza grosera, y dispersos por los bosques corrían hacia la pastura. La fuerza ocupaba el lugar del derecho y la equidad. El homicidio se ejercía con impunidad. Pero, finalmente, la armoniosa dirección de la palabra suavizó la rudeza de estas costumbres salvajes, reunió a los humanos esparcidos por los bosques, encerró las ciudades con muros y murallas, asustó a la insolencia con la vista del suplicio, y puso a la débil inocencia bajo el amparo de las leyes. Este orden fue, se dice, el fruto de los primeros versos (Arte poética,

iv, 135-145. El

resaltado es mío).

Si las rigurosas prescripciones de la etiqueta cortesana estipulaban el comportamiento deseado para nobles guerreros en proceso de civilización, las también rigurosas prescripciones de la poética complementaban el complejo dispositivo que acabaría por transformar la personalidad ruda de guerrero en la de un elegante, y para la posteridad tal vez amanerado, cortesano. El caso paradigmático es, como ya se ha dicho, el de la corte de Luis xiv en Versalles.



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Pero la cabal comprensión de esa función pedagógica requiere de un examen de las características del público específico sobre el que aquella recae: Estudiad la corte (cour) y conoced la ciudad (ville); la una y la otra son siempre fértiles en modelos. Si Molière hubiese ilustrado así sus escritos, tal vez hubiese obtenido el premio de su arte. Si menos amigo del pueblo (peuple), en sus doctas pinturas no hubiese hecho gesticular tan a menudo a sus figuras (Arte poética, iii, 394).

Independientemente de si su juicio sobre Molière es acertado o no –Voltaire se preguntaba quién podría obtener el premio si

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Molière no lo hubiera merecido–, los versos de Boileau establecen inequívocamente cuáles son las capas sociales destinatarias de la producción poética: no se trata ya tan sólo de la cour, a la que por lo demás no pertenece Boileau, sino también de la ville. También es claro cuáles grupos sociales quedan excluidos como destinatarios de la poesía: el peuple, supuestamente atendido por Molière, para detrimento de su calidad artística4. También resulta ilustrativa su recomendación en el sentido de que la producción poética ha de ajustarse a las necesidades de esta elite social: en una relación de retroalimentación, el poeta debe extraer sus modelos de ella, evitando temas y estilos (por ejemplo, la excesiva gesticulación) exitosos sólo dentro de las capas populares. Erich Auerbach ha estudiado el proceso de configuración de la cour et la ville como grupo unitario, que culmina hacia mediados del siglo xvii5. Inicialmente los dos sectores se encuentran bastante diferenciados. La cour se compone principalmente de los nobles agrupados en torno del rey, y en ella se da una estricta jerarquía que va desde los príncipes de la casa real hasta los gentilhombres. Después de un largo proceso de centralización monárquica, para la época que nos ocupa este estamento ya ha sido privado de todo poder político, no obstante que conserva su primacía social. Esta nobleza, apartada en el tiempo de la formación cortesana medieval pero también del humanismo renacentista, recae ocasionalmente en aventuras guerreristas (recuérdese la muy decisiva revuelta de La Fronda) pues se debate en el tedio y la ociosidad6. Condenada a la impotencia política y a la improductividad económica, su su4 “La literatura clásica es ante todo la de un grupo social relativamente restringido: la corte y la ciudad, decía Boileau [...] El público al que se dirigían los clásicos franceses no pasaba de algunos miles de personas reunidas alrededor de París y de Versalles. El restringido auditorio de los escritores clásicos, compuesto en su mayoría por nobles y burgueses, es un auditorio de connaisseurs”. Henry Peyre, ¿Qué es el clasicismo? [1933], ps. 43 y 44. Este autor atribuye a Voltaire el cálculo del número de entendidos o de gentes de gusto que formaban la buena sociedad en dos o tres mil personas (art. Gusto, en el Diccionario filosófico de Voltaire). 5 Erich Auerbach, Das französische Publikum des 17. Jahrhunderts. En lo que sigue me atengo básicamente a los resultados de este estudio. 6 Para un análisis detallado véase el estudio citado de Wolf Lepenies, particularmente el capítulo iii, “Ordnungsüberschuß, Langeweile und die Entstehung resignativen Verhaltens”.

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pervivencia depende exclusivamente del favor del rey, quien cultiva cuidadosamente tal situación de dependencia, pues le resulta funcional para el balance de poderes con las capas burguesas, que apuntala el dominio de la institución monárquica. Por lo que a la ville se refiere, ya de la declaración de Boileau puede inferirse que ella no es identificable con las clases populares –le peuple–. Es cierto que todavía durante buena parte del siglo xvii éstas asistían al teatro, formando parte del parterre, imprimiéndole su colorido particular: público impaciente, ruidoso, violento, que ocupa el lugar más barato del teatro, que es también el que ofrece mejores condiciones acústicas, y que gusta de entremezclarse abruptamente con la representación que transcurre en el escenario. Pero durante el transcurso del siglo, distintas medidas, incluso de orden policivo, van reduciendo la importancia del peuple (escribientes, pajes, lacayos, soldados). Y sin que llegue a ser excluido por completo del público teatral, su presencia es neutralizada. Cada vez más, el tono del parterre viene dado por un público proveniente de familias pudientes y con cierta tradición, comerciantes acomodados que satisfacen las demandas de lujo de la alta sociedad, e incluso por aquella parte de la nobleza que, distanciándose de Versalles, asiste a las funciones inaugurales del teatro parisino. Pertenece también a este público la gran burguesía, que por su nacimiento no es apta para frecuentar la corte.



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A este grupo pertenece así mismo la mayoría de quienes conforman el núcleo intelectual de la época, y particularmente los connaisseurs de los asuntos poéticos. Muy pocos de ellos provienen de la vieja aristocracia feudal, y en cambio muchos sí de la robe. Su tendencia al ascenso social, y con ello sus posibilidades de influir sobre y de ser influidos por la nobleza, es particularmente marcada. Sus oficios (burocracia estatal, consejeros, abogados, financistas, notarios, administradores) también están muy ligados a la institución real de venta de cargos, y en el curso de pocas generaciones se alejan del comercio y de las actividades económicamente productivas. Todo ello se aviene bien con el ideal del otium cum dignitate, y permite el acercamiento de este grupo a la ociosidad económica de la nobleza.

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La institución social que tiende el puente entre estos dos sectores y que hace posible su configuración como una unidad que no obstante conserva sus diferencias –la cour et la ville– es el salón. Sin el influjo de la ville, la nobleza tendió al manierismo y fue ajena a todo sentido de medida, naturalidad y sobriedad. Aunque antipopular, esta nobleza todavía proclive a la aventura guerrera, compartía gustos teatrales con el pueblo: los cambios violentos de escenas, las aventuras, y una cierta disposición a dejarse envolver por ilusiones fantásticas. Molière es víctima de la incomprensión de este grupo, que no obstante, y bajo el influjo del teatro y de los críticos clásicos, habría de aprender a reformar su gusto. Por su parte, el burgués tuvo que efectuar el aprendizaje del desclasamiento propio del ascenso social. Ante todo, tuvo que huir de la vida productiva, y hubo de borrar, a menudo durante el transcurso de generaciones, todos los rasgos que la actividad productiva imprimía en su personalidad7: “Rien du poète, tout de l´honnête homme”, es el elogio del duque de Saint-Simon para Racine. El lugar de tales aprendizajes y entrecruzamientos fue el salón, institución femenina por excelencia: Y así se originó por primera vez, en casa de Madame de Rambouillet, la atmósfera de educación (Bildung), asemejamiento, calidez social, suavidad del trato, cultivo de las relaciones, acomodamiento de la vida íntima al buen tono social, ocultamiento de todo lo de alguna manera insondable, la atmósfera que incluso hoy los extranjeros sienten como específicamente social-francesa” (Auerbach, op. cit., p. 31 s.).

Vistos con nuestra mirada contemporánea, el salón y su ideal de honnêteté pueden aparecer como socialmente excluyentes, y en efecto lo eran. No cualquier hombre podía pertenecer a un salón. En tanto que ideal de la cour et la ville, la honnêteté presupone un efectivo desentendimiento de las actividades económicas, y el desprendimiento de la seriedad propia de todo oficio. Ello sólo resulta 7 Buenos ejemplos de las dificultades burguesas para comprender y asimilar este je ne sais quoi propio de la honnêteté, que no se funda en la abundancia económica ni en los méritos profesionales, son la comedia de Molière Le bourgeois gentilhomme, y la sátira iii de Boileau titulada Le repas ridicule. Rápidamente el burgués aprende a silenciar sus raíces profesionales, pero su comportamiento forzado y artificial, carente de la liviandad propia del bon ton, sigue delatando, al menos en las primeras generaciones, dicho origen.

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posible para una aristocracia (la cour) enteramente dependiente en su sobrevivencia del favor real, sin funciones distintas a las decorativas, o para una burguesía (la ville), que puede sobrevivir al margen de sus actividades productivas y profesionales originales, mediante la compra de puestos y privilegios. Pero aunque excluyente, la honnêteté no es un ideal estamental: en el salón no valen el nacimiento o la sangre –valores caros para la tradicional noblesse d´epée–, ni los méritos individuales –valores burgueses–. Lo que importa es el cuidado interno y externo de la persona que pertenece al círculo, y que se traduce en una sociabilidad refinada que no tiene en cuenta membresía estamental o profesional, ni confesión religiosa. Ahora bien, la exigencia de prescindir de estos factores estrictamente individuales en el trato social, no implica su anulación sino, precisamente, su reconocimiento consciente por parte del honnêt homme. Esta es tal vez la mayor dificultad con que se topa el burgués8: a la honnêteté pertenece el se connaître. Las características estamentales dificultan el trato interestamental, y por ello la atmósfera propia del salón proscribe su expresión, aunque sin anularlas



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8 En su afán de ascenso social, Monsieur Jourdain, el protagonista del Bourgeois gentilhomme de Molière, llega a autoengañarse acerca de sus orígenes sociales. Su mujer, una burguesa sin aspiraciones a la honnêteté, se comporta y se reconoce como tal. Por ello interpela a su marido: “Y vuestro padre, ¿no era comerciante como el mío?” (Acto iii, Escena xii). Pero éste no puede prescindir de las maneras propias de su origen en el trato social, es decir no puede acceder a la honnêteté, precisamente porque quiere negar y olvidar dicho origen: “Hay idiotas que quieren decirme que él [su padre] fue comerciante” (Acto iv, Escena v). También resultan significativos los personajes de los maestros de música, danza, esgrima y filosofía que el señor Jourdain contrata, no por amor a dichas actividades, sino en un intento por hacerse a aquello que es supuestamente apreciado por les gens de qualité. Los maestros perciben claramente que el arribismo social de su discípulo y patrón impide su relación genuina con respecto a las artes que ellos enseñan: “Desearía para él –dice el maestro de danza– que se conociera mejor (qu´il se connût mieux) de lo que lo hace con las cosas que le damos” (Acto i, Escena i). Pero que tampoco los maestros poseen la honnêteté, es algo que Molière representa jocosamente en la gresca que ellos tienen entre sí, motivada por la cuestión acerca de cuál de las profesiones (música, danza, armas o filosofía) resulta más importante para el estilo de vida pretendido por el señor Jourdain.

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Este reducido grupo social, reunido en torno al ideal de la honnêteté, es denominado como la cour et la ville. Este es el público destinatario de la producción poética:

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de hecho y, sobre todo, sin eximir a su portador de la necesidad de su reconocimiento. Lo contrario conduce al se meconnaître, es decir al ridículo de pretender ser quien no se es9.

La cour et la ville son una unidad que se configura en el transcurso del siglo, y que podemos caracterizar ya como público en sentido moderno. Por cierto que ambas partes de esta unidad están claramente separadas en relación con su rango formal; pero existen cruces permanentes, y, ante todo, cada una ha perdido para sí el fundamento de su especificidad. La nobleza como tal ha llegado a perder toda función, y sólo se conserva aún como entorno del rey. La burguesía, en la medida en que pertenece a la ville, está ciertamente enajenada de su función original como clase activamente productiva. La cour et la ville se funden en una cerrada capa social, en virtud de su inutilidad parasitaria y de su ideal de formación (Auerbach, p. 45).

Una mínima determinación de las características sociales del público receptor forma parte del contenido mismo de esta específica teoría estética. A partir de este conocimiento podemos explicar no sólo el contenido y los alcances de las prescripciones estéticas, sino también ciertos “vacíos” de la teoría. El caso más notorio es el desarrollo, bastante incipiente, de las reflexiones acerca de categorías estéticas centrales como gusto o genio. En efecto, los aportes más originales de la reflexión estética del siglo xviii, Kant incluido, se centran precisamente en estos dos problemas, que escasamente ocuparon al siglo precedente. De manera 9 Desde este punto de vista, podemos considerar que el ideal del honnêt homme, es el antecedente histórico más próximo de la moderna categoría de ciudadano. Aquel no es todavía el hombre genérico, portador por nacimiento de determinados derechos y dignidades. Pero el salón fue tal vez el primer laboratorio moderno en el que se configuró un tipo de relación social, no fundada en las determinaciones estamentales o profesionales de sus miembros, pero que no era posible sin el reconocimiento de aquellas por parte de éstos. Por lo demás, tal como lo observa Auerbach, la calificación de honnêt homme se aplicaba también a gentes de la antigüedad o de culturas distintas como la hindú.

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inversa, el siglo xvii centra su atención en problemas alrededor de lo bello, frente a los cuales el siglo siguiente habría de ocuparse apenas tangencialmente, y ello para abrir campo a la categoría de lo sublime. Por lo que al gusto y al genio se refiere, hacia finales del siglo xviii, un crítico francés, La Harpe, constata con cierto asombro: Pero lo que podrá sorprender es que estas dos palabras, el genio, el gusto, tomadas abstractamente, no se encuentran nunca ni en los versos de Boileau, ni en la prosa de Racine, ni en las disertaciones de Corneille, ni en las piezas de Molière. Esta manera de hablar... es de nuestro siglo10.

Incluso en los artículos que la Enciclopedia dedica al gusto, puede percibirse una cierta inseguridad en el uso del concepto de gusto: éste no se desprende aún de sus connotaciones fisiológicas, y sólo metafóricamente se aplica al terreno de la crítica artística. Con todo, su contenido central es relativamente claro: ¿qué fundamentos pueden aducirse en pro de una validez no meramente individual de sus juicios?



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El problema también se plantea para el siglo xvii, si bien no de manera tan aguda. Si este siglo puede darse por satisfecho remitiendo la solución del problema a las características, más o menos objetivas, que ha de exhibir lo bello, es precisamente porque cuenta con un público relativamente homogéneo en su gusto, que conoce y acepta un canon, y que en consecuencia se considera competente para juzgar y dirimir eventuales disputas: son los connaisseurs, es decir, la cour et la ville. Es cierto que no siempre puede afirmarse que las disputas hayan quedado efectivamente zanjadas11. Pero más importante que ello, es el hecho de que existe la confianza en que son zanjables, y 10 Citado por Knabe, op. cit., “art. Gusto”, p. 239. 11 Caso paradigmático es la querella desatada por el juicio de la Academia Francesa sobre El Cid de Corneille. De los múltiples panfletos y textos que la constituyen, resalto dos: el anónimo “Discours à Cliton sur les observations du Cid”, atribuido sin certeza al propio Corneille (en adelante citaré como Anon., Discurso a Cliton) y “Les sentiments de l’Académie Françoise sur la tragi-comedie du Cid” de Chapelain, en Armand Gasté, La Querelle du Cid. Pièces et pamphlets. Digno de atención es el hecho de que, aunque en ocasiones la disputa tiende a recaer sobre la justeza misma de las reglas, la tendencia más general se refiere a si su aplicación fue justa o no, lo que presupone su aceptación.

El realismo estético ii

ello mediante el recurso a un sistema de principios, cuya aceptación ninguno de los miembros del círculo pondría en cuestión. El adecuado cumplimiento de la prescripción de Boileau –”No ofrezcáis al lector sino lo que pueda agradarle” (Arte poética, I, 104)–, remite de inmediato no sólo a este conjunto de normas, sino a un grupo de espectadores bastante homogéneo en cuanto a su aceptación de las mismas: para el tipo de receptor en el que piensa Boileau, sólo lo que concuerda con las reglas puede resultar agradable. Cuando se plantea el problema específico del gusto, el siglo xvii se satisface con asociaciones vagas entre conceptos no racionales (bon sens, sentiment naturel, sentir) y la raison. El problema que ocupará al siglo xviii está ya ciertamente esbozado: cómo hacer justicia al elemento de espontaneidad sensible presente en un juicio, al mismo tiempo que dar cuenta del fundamento que éste ha de tener para ser intersubjetivamente vinculante. Pero si las soluciones nos resultan insatisfactorias, ello se debe más que a incapacidad, al hecho de que el problema no era percibido con las urgencias posteriores. En el prefacio a la edición de sus obras de 1701 –y es significativo que no sea dentro del texto mismo de su Arte poética– Boileau parece verse forzado a emplear el concepto de gusto en su acepción especializada de crítica de arte: Por mucho que una obra sea aprobada por un pequeño número de connaisseurs, si no posee una cierta aprobación y una cierta sal apta para estimular el gusto general de los hombres, nunca pasará por buena obra, y será necesario que, finalmente, los connaisseurs mismos concedan que se equivocaron al darle su aprobación. Si se me pregunta en qué consisten esa aprobación y esa sal, respondería que es un je ne sais quoi que mejor se puede sentir, que expresar12.

97 Según esta declaración, excepcional en Boileau, no sólo los connaisseurs pueden equivocarse en su aplicación de las reglas, sino que éstas parecen ser insuficientes para garantizar la calidad de una obra13; se requiere, además, que ésta posea un je ne sais quoi, que 12 Nicolás Boileau, “Préface des Oeuvres diverses” (edición de 1701) en Satires, Épîtres, Art poétique, p. 49. En adelante citado como Préface. 13 Más tajante, pero siempre de acuerdo con el espíritu de Boileau, es Chapelain: “una pieza de teatro es buena cuando produce una satisfacción



es objeto de sentimiento más que de comprensión racional. Pero ciertamente que la declaración es extrema: el desacuerdo se da en casos excepcionales. Y de todas formas, de manera inmediata, Boileau vuelve sobre sus pasos: Sin embargo, en mi concepto éste [el je ne sais quoi - l.p.] consiste principalmente en no presentar nunca al lector más que pensamientos verdaderos y expresiones justas (Boileau, Préface).

El pensamiento verdadero y la expresión justa aluden a una interpenetración entre el contenido y la forma poética, en la que esta última ejerce las funciones directrices. Un contenido que violente lo que la forma es capaz de recibir, no es verdadero. La grandeza del poeta reside entonces en vivificar la forma, en descubrir y aprovechar sus posibilidades expresivas, de modo que sepa evitar la repetición rutinaria al mismo tiempo que prevenir, tal como es el caso en la honnêteté, todo desbordamiento inesperado. También por ello, y sin negar la capacidad no tanto creadora cuanto innovadora del artista, Boileau y su siglo preferirían hablar de talentos más que de genios: ¿Qué es un pensamiento nuevo, brillante, extraordinario? A diferencia de lo que están persuadidos los ignorantes, no es en absoluto un pensamiento que nadie haya tenido nunca, ni haya debido tener. Por el contrario, es un pensamiento que cualquiera ha debido tener, y que alguno se atreve a expresarlo como el primero. Una buena expresión sólo es buena expresión cuando dice una cosa que todos pensaban, pero aquel la dice de una manera viva, fina y nueva (Boileau, Préface).



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Son pues los ignorantes, es decir los que están por fuera del círculo de los connaisseurs y que no pertenecen a la cour et la ville, quienes confunden la calidad artística con lo inesperado, cuya expresión conllevaría la ruptura de la forma estilística aceptada; su destinarazonable. Pero, así como en la música y en la pintura no estimamos que todos los conciertos ni todos los cuadros sean buenos, así plazcan al vulgo, si no se observan bien los preceptos de estas artes, y si los expertos que son en ello los verdaderos jueces no confirman mediante su aprobación la de la multitud; así, no diremos apoyados en la fe del pueblo, que una obra poética sea buena porque le satisfizo, si los doctos no están también satisfechos con ella” (Chapelain, p. 360).

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tario previsible es le peuple. Por su parte, el público conocedor sabrá apreciar el aprovechamiento de las posibilidades que ofrecen las formas estilísticas. Éstas poseen una relativa flexibilidad, de la que el buen artista sabe sacar partido; además, como la forma no es sometida a contenidos inéditos, es decir excesivamente individuales, su flexibilidad basta para que, sin romperse, pueda conferir a la expresión un aire de vivacidad, fineza y novedad. 2. La poética moderna y la Poética aristotélica: el contenido moral de la tragedia

Anteriormente he afirmado que la supuesta existencia de obras que resisten el paso del tiempo mereciendo un aplauso unánime por parte de distintas épocas históricas, se convierte en un poderoso aliciente que invita a superar una justificación meramente elitista de los criterios del gusto. No se trata tan sólo de que su aceptación se constituya en signo de distinción social o de pertenencia a una elite (la cour et la ville), sino de que la creencia en un consenso transhistórico tan amplio autoriza a pensar en la existencia de un canon básico que lo funda y que es susceptible de ser explicitado14. Los tratados poéticos de la antigüedad formarían parte de esta empresa, que debe ser completada por los tratados modernos. Más que como confrontación, la recepción de los antiguos se entiende entonces como continuación de una búsqueda común, no exenta de las correcciones que imponen los nuevos tiempos, pero no obstante concordante en los principios fundamentales. Pierre Corneille, por cierto que el más heterodoxo de los clásicos franceses, plantea en los siguientes términos su relación con Aristóteles: 14 Véase, por ejemplo, la siguiente declaración de un autor perteneciente ya al siglo xviii. En ella se alude a los efectos civilizadores del realismo estético, y que se extienden a diversas épocas históricas: “Láncese una mirada sobre la historia de las naciones: siempre se verá que la humanidad y las virtudes civiles, de las que aquella es su madre, siguen a las bellas artes. Por ello Atenas fue la escuela de la delicadeza, y Roma, a pesar de su ferocidad originaria, se atemperó [...] No es posible que los ojos más groseros, viendo cada día las obras maestras de la escultura y de la pintura, teniendo delante de sí edificios soberbios y regulares; que los genios menos dispuestos a la virtud y a las gracias, a fuerza de leer obras noblemente pensadas y delicadamente expresadas, no adquieran un cierto hábito del orden, de la nobleza, de la delicadeza”. Charles Batteux, Principes de la Littérature (1774), p. 142 s.

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Existen muchos visos de que lo que ha dicho este filósofo acerca de los diversos grados de perfección de la tragedia tenía completa justeza para su tiempo y en presencia de sus compatriotas; en absoluto deseo dudar de ello. Pero así mismo no puedo impedirme decir que el gusto de nuestra época no es de manera alguna el de la suya, en lo que se refiere a la preferencia de una especie sobre otra; o al menos que en este último punto, lo que agradaba a sus atenienses no agrada igualmente a nuestros franceses. Y no encuentro otra manera para hacer llevaderas mis dudas, permaneciendo al mismo tiempo en la veneración que debemos a todo lo que él ha escrito acerca de la poética (Corneille, DTr, p. 46).

Las reflexiones de Corneille merecen suficientemente nuestra atención: se trata de uno de los más brillantes dramaturgos pertenecientes a lo que Kant llamaba realismo estético. Una vez consolidada su fama como poeta, se enfrenta como teórico con el legado aristotélico. Confiado en una comunidad fundamental con el Estagirita, hace gala de gran agudeza al señalar y “corregir” aspectos neurálgicos de la Poética. Una vez más, el punto que aquí nos concierne es el de la dimensión pedagógica y moral de la poesía dramática. Las relaciones entre las exigencias formales y el placer que debe producir la obra no estuvieron exentas de tensión. Así por ejemplo, y a propósito de la polémica que desató el estreno de su Cid (finales de 1636 o comienzos de 1637), el autor anónimo –sin certeza a veces identificado con el propio Corneille– del Discours à Cliton sur les Observations du Cid justifica la heterodoxia formal de la pieza en los siguientes términos, bien diferentes por cierto de los últimos que citábamos de Boileau: •

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Entre nosotros no se estima a un hombre como sabio por escribir muchas cosas, sino por decir nuevas. Por otra parte, la novedad que podría ser viciosa resulta de tal manera agradable en nuestra poesía, que nos resultaría fastidioso tener que aprobar siempre las obras de la antigüedad por buenas que ellas sean. No es pues esto una falta de nuestra nación, sino una señal de preeminencia y una prerrogativa de los espíritus bellos; pues es una acción más vigorosa del entendimiento producir algo a partir de sí, que admirar o imitar acciones de otros. Cuando a nuestros puertos llega una gran flota, no se tiene curiosidad de saber cuánto traen

taleros cargan con ellos (Anon., Discurso a Cliton, p. 260).

La autonomía poética, es decir la libertad frente a las reglas que provienen de la antigüedad, es cuestión de libertad de espíritu y de dignidad nacional. Pero al mismo tiempo, la reivindicación de la especificidad nacional es garantía de acceder a un público, también específico, y en esa medida de producir placer en él. La respuesta de la Academia redactada por Chapelain en 1638 no se hace esperar:

El realismo estético

las gentes honestas (les honnêstes gens) hacen los libros, y los cos-

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los buques, sino qué traen de raro y de precioso. En una palabra,

No se trata aquí de satisfacer a los libertinos y viciosos que no hacen más que reír ante adulterios e incestos, y a quienes no inquieta ver violar las leyes de la Naturaleza siempre y cuando se diviertan. No se trata de agradar a quienes miran todas las cosas con un ojo ignorante o bárbaro” (Chapelain, p. 360).

Hecha esta precisión restrictiva acerca de los destinatarios del teatro, podría parecer que existe una contradicción entre quienes consideran que el verdadero fin de la poesía dramática es deleitar, y quienes, avaros con respecto al tiempo de los hombres, sostienen que lo útil es su verdadero fin. Pero la contradicción es, a los ojos de la Academia, tan sólo aparente: los partidarios del placer son demasiado razonables como para autorizar un placer que no fuera conforme a la razón. Es necesario creer, si no quiere hacérseles injusticia, que ellos han querido hablar del placer que no es el enemigo sino el instrumento de la virtud, que purga al hombre, sin disgusto e insensiblemente, de sus hábitos viciosos, que es útil porque es honesto (honnêste), y que nunca puede dejar de lamentar, ni en el espíritu cuando se la ataca, ni en el alma cuando se la corrompe (Chapelain, p. 359).

La concordancia entre exigencias tan diversas es provisionalmente asegurada. En 1660, cuando Corneille publica sus discursos teóricos, su punto de vista es el de la Academia. Ahora califica como inútil, por obvia, la discusión acerca de la utilidad de la poesía. Según él, Aristóteles ha afirmado que el fin último del drama es agradar, pero ello no de cualquier forma, sino según las reglas. La limitación es importante, pues las reglas se justifican precisamente como vehículo y garantía de la utilidad moral: “es imposible agra-

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dar según las reglas, sin que se encuentre allí mucho de utilidad” (Corneille, PDr, p. 8)15. No obstante, y esto me parece importante, con suma agudeza Corneille reconoce no sólo que el texto aristotélico es ambiguo en su tratamiento de las reglas, sino que nunca menciona explícitamente la utilidad moral, y en cambio sí es muy explícito al afirmar que el fin del poema es el placer (al respecto, véase mi interpretación de la Poética aristotélica en el anexo a esta investigación). La supuesta ambigüedad aristotélica es subsanada entonces mediante el recurso a Horacio: Pero no es menos verdad que Horacio nos enseña que no lograríamos agradar a todo el mundo, si allí no entremezclamos lo útil, y que las gentes graves y serias, los ancianos, los amantes de la virtud, se aburrirían con ello, si no encontraran allí nada de provecho. [...] Así, y aunque lo útil no entra [en el poema dramático - l.p.] sino bajo la forma de lo deleitoso, no deja por ello de serle necesario” (Corneille, PDr, p. 8).



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Superado así este primer y tan importante “vacío” aristotélico, Corneille examina las diversas formas posibles de presencia de lo útil en el poema. La más obvia es la introducción de sentencias e instrucciones morales a lo largo de la obra. Aunque este recurso es legítimo y Corneille confiesa usarlo en ocasiones, se requieren precauciones para que su introducción resulte adecuada: raramente han de figurar en los discursos generales; si no se aplican a casos concretos, se tornan en lugares comunes que aburren haciendo languidecer la acción. Así mismo puede resultar poco verosímil ponerlos en boca de, o esperar que sean atendidos por, personajes apasionados como suelen ser los de las piezas teatrales. Su empleo debe ser entonces juicioso, atendiendo a que los personajes que los 15 Con todo, este autor, que acepta la función moral de las reglas, no deja de percibir las limitaciones estrictamente dramáticas que conllevan. Así, en las Advertencias al lector que preceden a los discursos mencionados, afirma con respecto a la regla que prescribe la unidad de tiempo: “Creo que siempre debemos hacer todo lo posible en su favor, hasta forzar un poco los acontecimientos que tratamos para acomodarlos a ella; pero si no puedo lograrlo, incluso la olvidaría sin escrúpulo, y no querría perder un buen tema por no poderlo reducir a ella” (Corneille, PDr, p. 4).

Una segunda forma de presencia de la utilidad en el poema dramático

El realismo estético

se encuentra en la pintura ingenua de los vicios y de las virtudes,

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introduzcan no estén alterados por la pasión o por el calor de la acción.

que nunca deja de tener su efecto cuando está bien realizada, y sus trazos son tan reconocibles que no puede confundírselos el uno en el otro, ni tomar el vicio por la virtud. Entonces ésta, aunque sea infeliz, se hace amar siempre; y aquél, aunque resulte triunfante, siempre se hace odiar. A menudo los antiguos se satisficieron mucho con la pintura, sin ponerse en el trabajo de hacer recompensar las buenas acciones y castigar las malas (Corneille, PDr, p. 10).

La finalidad moral de la obra dramática exige tan sólo la pintura objetiva de la virtud y del vicio. En principio, e independientemente de los desenlaces de la trama, la sola exactitud de la descripción tendría que bastar para que la virtud resulte amable, y odioso el vicio, sin que para ello sea necesario que los buenos triunfen y los malos pierdan. Los antiguos tendían a reducirse a esta pintura, y por ello, en rigor, no ha de reprochárseles. Pero Corneille es plenamente consciente de los gustos –necesidades– de su época: por exigencia de su público, el poeta dramático moderno ha dado en culminar sus obras “con el castigo de las malas acciones y la recompensa de las buenas, lo cual no es un precepto del arte sino un uso que hemos adoptado” (Corneille, PDr, p. 11). La anterior práctica de los modernos nos ilustra acerca del sui géneris carácter platónico de este público específico: los efectos pedagógicos y morales –o inmorales, en el caso de Platón– del teatro presuponen la estrecha cercanía entre el mundo del escenario y el mundo real. La escrupulosidad exigida en el seguimiento de las pautas establecidas para la creación artística –por lo demás no siempre suficientemente atendidas por poetas como el propio Corneille– sólo puede explicarse en virtud de la función educativa y de civilización que se le atribuye, y que el arte comparte con la etiqueta. En efecto, bajo el influjo de la etiqueta, la vida en la corte es una puesta en escena, como puesta en escena son los sucesos actuados en el teatro. Los límites que separan al escenario de la realidad

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eran tan tenues como pueden serlo para un niño de nuestros días: si algo ocurre en el escenario, ello significa que lo mismo también puede llegar a ocurrir en la realidad, ese theatrum mundi16. De esta manera, lo que se prescribe para y proscribe del teatro –y de las bellas artes en general–, también se prescribe para y proscribe de la realidad: No podríamos ver a un honnête homme en nuestro teatro sin desearle prosperidad y sin enfadarnos por sus infortunios. Por eso, cuando éste acaba hundido, salimos con pena y nos embarga una especie de indignación contra el actor y los actores. Pero cuando los sucesos satisfacen nuestros deseos y la virtud es coronada, salimos plenos de alegría, y sentimos satisfacción total con la obra y con quienes la han representado. El resultado feliz de la virtud a pesar de los contratiempos y de los peligros nos impulsa a abrazarlo; y el resultado funesto del crimen o de la injusticia es capaz de aumentar nuestro horror natural ante éstos, por el temor de una infelicidad semejante (Corneille, PDr, p. 11)17.

La última forma de presencia de la utilidad moral es específica de la tragedia. Se trata de “la purgación de las pasiones por medio de la piedad y del temor” (Corneille, PDr, p. 12). También aquí Corneille, con acierto, reconoce el laconismo del texto aristotélico; éste resulta suficientemente explícito en cuanto a que la tragedia debe



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16 Al respecto véase Richard Sennet, El declive del hombre público (1974), en particular la parte segunda, “El mundo público del Ancien Régime”. Sennet aborda en esta sección la persistencia, no obstante sus modificaciones, del canon clasicista durante el siglo xviii. Por su parte, en la primera mitad del siglo xvii, Chapelain advertía: “Los malos ejemplos son contagiosos, incluso en los teatros. Las representaciones fingidas no causan sino crímenes demasiado verdaderos, y existe un gran peligro en divertir al pueblo mediante placeres que pueden producir algún día dolores públicos. Nos es preciso abstenernos de acostumbrar sus ojos y sus oídos a acciones que debe ignorar, y de enseñarle ora la crueldad, ora la perfidia, si no le enseñamos al mismo tiempo el castigo correspondiente, y si a la salida de estos espectáculos no se lleva al menos un poco de miedo entre mucho de satisfacción” (Chapelain, p. 360 s.). 17 El mismo sentido tienen las siguientes observaciones de Corneille: “Una precaución que debemos tomar es la de preservar a nuestros héroes del crimen tanto como sea posible, e incluso eximirlos de empapar sus manos en sangre, a no ser que sea en un justo combate” (DTr, p. 51). “Nuestra máxima de hacer amar a nuestros principales actores no era de uso en los antiguos” (DTr, p. 52).

La piedad por una desdicha en la que vemos caer a nuestros

El realismo estético

semejantes nos conduce al temor de algo similar para nosotros;

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excitar la piedad y el temor en el espectador, pero no es claro en su significado cuando afirma que por este medio “purga pasiones semejantes”. Pero no obstante el reconocimiento de esta vaguedad, la exégesis corneilliana no se hace esperar:

este temor, al deseo de evitarlo; y este deseo, a purgar, moderar, rectificar, e incluso a arrancar en nosotros la pasión que, a nuestros ojos, precipita en esa desdicha a las personas que compadecemos, por la sencilla razón, pero natural e indudable, de que para evitar el efecto es necesario suprimir la causa (Corneille, DTr, p. 33).

Como acertadamente anota Erwin Rottermund en un comentario a este pasaje, la representación del mundo pasional se vuelve central para la concepción moderna de la tragedia, pues la pasión es el motor de la acción trágica: El afecto conduce a la catástrofe; la actio fatal no viene “desde afuera”, sino del alma agitada. Mediante el intento de mostrar, dada su condición diferente, la afectividad potencialmente igual de la persona dramática y el espectador, se refuerza una vez más la significación de las pasiones representadas, y se especifican los afectos centrales de la tragedia: ambición, amor, odio, venganza (Rottermund, p. 247).

Si nos remitimos a la caracterización aristotélica de las acciones mencionada en mi anexo, resulta evidente que para Corneille, la “acción trágica” por excelencia sería la imitación de lo que, en la Ética nicomáquea se califica como acciones voluntarias con ignorancia. La acción que desencadena el tránsito de la dicha a la desdicha tiene su origen en un carácter vicioso, es decir, en un modo de ser inadecuado con respecto a la pasión. Pero así mismo, podemos afirmar que según esta concepción, los personajes tienden a obrar con ignorancia, es decir, desconociendo aquello que no obstante están obligados a conocer. El tema (mythos) de la tragedia se convierte entonces en una exploración del tortuoso mundo pasional y de sus consecuencias, y todo ello con miras a la ilustración y aleccionamiento del espectador, es decir, a posibilitar en él un modo de ser adecuado con respecto a la pasión (virtud).

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Por su parte, numerosas veces insiste Boileau en el precepto horaciano de la imitación de la naturaleza: “Que la naturaleza sea pues vuestro único estudio” (Arte poética, iii, 360). Sin embargo, por naturaleza se entiende principalmente la naturaleza humana, en su complejidad pasional. Frente al resto de hombres, el poeta se distingue por su capacidad de penetración en las profundidades del corazón humano: generosidad, ambición, amor, celos, odio, venganza: La naturaleza, fecunda en extraños retratos, está marcada en cada alma con diferentes trazos. Un gesto la descubre, una nimiedad la hace aparecer: pero no todo espíritu tiene los ojos para conocerla (Boileau, Arte poética, iii, 369).



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El drama francés del siglo xvii no conoce límites para explorar y representar los más altos grados de la pasión, salvo los que se derivan de las exigencias retórico-estilísticas. Pero justamente con éstas garantiza el cumplimiento de sus propósitos didácticos: la frialdad formal característica de esta dramaturgia representa la distancia racional a partir de la cual es posible conocer y manejar las pasiones, sin ser arrastrado por ellas. Todo esto se aparta en mucho de lo que, a mi juicio, podemos inferir con legitimidad del texto aristotélico sobre la tragedia: en él no encontramos ninguna referencia acerca de que su tema central hayan de ser las pasiones, y la negación del carácter (ethos) como núcleo del mythos apunta más bien en la dirección contraria. Esto no quiere decir que la concepción aristotélica de la tragedia excluya la exploración de las pasiones; sólo que ésta sería posible si se adecúa como medio para un fin (ergon) que no es ni el conocimiento, ni el manejo adecuado de las pasiones. De éstas, las únicas mencionadas son fobos y eleos, mas no como efectos que se producen en el espectador a partir de la imitación de acciones realizadas voluntariamente, sino de aquellas producidas por una equivocación que no compromete el valor moral del agente. Finalmente, fobos y eleos son pasiones a purgar, muy posiblemente mediante su incremento artificial. Para Aristóteles no se trata pues de un interés pedagógico que busca moderar en un justo medio el influjo pasional sobre el carácter, sino de la eliminación profiláctica, así sea temporal, de afectos perturbadores. Pero en la diversidad de poetas y críticos franceses existe un acuerdo en sentido contrario:

un hecho paradójico (visto desde la posición de Schadewalt): se fundamenta una interpretación no aristotélica de la catarsis, que desconoce la esencia de fobos y eleos como `afectos elementales´ a expulsar, precisamente con la ayuda de la doctrina peripatética del justo medio (Rottermund, p. 247).

El realismo estético

la reducción de su exceso a un justo medio; así, se deriva de allí

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No puede tratarse de una liquidación total de los afectos, sino de

En este contexto no ha de sorprender entonces el fino desconcierto que experimenta Corneille frente al tipo ideal –Edipo– de tragedia aristotélica. El personaje ha de situarse en el medio de la excesiva virtud y del excesivo vicio, y por una falta, o debilidad humana, cae en una desdicha que no merece. Aristóteles ofrece como ejemplos de ello a Edipo y Tiestes, con lo que verdaderamente no comprendo en absoluto su pensamiento. Me parece que el primero no comete ninguna falta, aun cuando mate a su padre, porque no lo conoce, y no hace más que disputar el camino como hombre sensible a un desconocido que lo ataca con ventaja. Sin embargo, como el significado de la palabra griega hamartia puede extenderse a un simple error de desconocimiento, tal como era el suyo, admitámoslo con este filósofo, aunque yo no pueda ver qué pasión es la que nos ofrece para purgar, ni de qué podamos corregirnos según su ejemplo (Corneille, DTr, p. 35).

Si el ergon trágico fuera la pedagogía moral, entonces la consecuencia lógica que extrae Corneille es que Aristóteles, acaso influido por el limitado repertorio teatral de su tiempo que sustenta su doctrina, impone unas limitaciones innecesarias y hasta contraproducentes para el logro de tal fin18. Para Corneille, el temor en la versión aristotélica resulta a tal punto condicionado por la piedad, que su fuerza persuasiva puede llegar a anularse, y se pregunta entonces si la purgación no es más que una estratagema de Aristóteles para defender la tragedia de los ataques platónicos19. Según Corneille, 18 “Si la purgación de las pasiones se hace en la tragedia, sostengo que ella debe hacerse de la manera como la explico; pero dudo si alguna vez ella lo ha hecho, e incluso en aquellas que tienen las condiciones que pide Aristóteles” (Corneille, DTr, p. 35 s.). 19 “Como él [Aristóteles - l.p.] escribía para contradecirlo [a Platón - l.p.], mostrando que no es adecuado expulsarlos [a los poetas - l.p.] de los estados

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la doctrina aristotélica sólo sería rescatable si se la entiende de tal manera que baste con uno de los dos sentimientos para que pueda darse la purgación, aunque teniendo en cuenta “que la piedad no puede ocurrir sin el temor, y que el temor puede llegar sin la piedad” (Corneille, DTr, p. 38). Así mismo, no es necesario que estos sentimientos se den siempre a propósito del mismo personaje: la piedad puede ser suscitada por un inocente, y el temor por un personaje distinto a éste20. Resulta claro que estas modificaciones van encaminadas a salvaguardar el efecto del temor, y con él el carácter moral de la tragedia. Sin embargo, las anteriores modificaciones de la doctrina aristotélica obligan consecuentemente a otras. Por mi parte, he afirmado que la exclusión aristotélica de personajes muy virtuosos o muy viciosos que caen de la dicha en la desdicha, o de viciosos que pasan de la desdicha a la dicha resulta de su inadecuación para los fines no morales de la tragedia. Ellos desvían la atención del espectador hacia el campo de las acciones voluntarias, pero el yerro trágico es ajeno a ellas. Pero si, como lo afirma Corneille, el fin de la tragedia es la utilidad moral, entonces tales exclusiones pierden su sentido, y si se las acepta, sería preciso rechazar muchas piezas del teatro moderno, que no obstante resultaron exitosas.



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bien civilizados (policés), quiso encontrar esta utilidad en estas agitaciones del alma, con el fin de hacerlos recomendables por la misma razón en que el otro se apoya para desterrarlos. Le faltaba aquel fruto que puede nacer de las impresiones que constituyen la fuerza del ejemplo: el castigo de las malas acciones, y la recompensa de las buenas, no eran costumbre de su siglo, mientras que nosotros sí lo hemos hecho en el nuestro. Y no pudiendo encontrar una utilidad sólida, exceptuando la de las sentencias y los discursos didácticos, de los que la tragedia puede prescindir según su opinión, la ha substituido por otra que tal vez no es más que imaginaria. Temo realmente que en este punto, el razonamiento de Aristóteles no sea más que una bella idea, sin que jamás tenga su efecto en la verdad” (Corneille, DTr, p. 36). 20 Y sobre esta nueva base se da el intento corneilliano de interpretación de Edipo: su desdicha suscita nuestra piedad pero no nuestro temor: ningún espectador teme dar muerte a su padre o desposar a su madre. El temor, y por ende la pasión a purgar, sería con respecto a la curiosidad por conocer el futuro, que nos lleva a consultar predicciones y a tomar decisiones equivocadas con base en ellas. Pero entonces quienes hacen nacer nuestro temor son Layo y Yocasta, quienes cuarenta años antes de la acción representada, consultaron el oráculo.

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La lectura corneilliana justifica la recomendación de Aristóteles que dice que el virtuoso –o el inocente– no ha de caer en la desdicha, pues ello desviaría la piedad del espectador por la víctima hacia su indignación por el victimario. Y si el muy vicioso tampoco ha de caer en ella, es porque no se puede sentir piedad por algo que merece, ni temor por algo que un espectador no tan pérfido nunca llegará a realizar. Pero cuando estas dos razones desaparecen, de modo que un hombre de bien que sufre excite más piedad por él que indignación contra quien lo hace sufrir, o que el castigo de un gran crimen pueda corregir en nosotros alguna imperfección que tenga relación con él, me parece que no es problemático exponer en la escena a hombres muy virtuosos o muy malos en la desgracia. He aquí dos o tres maneras que tal vez Aristóteles no supo prever, porque no se veían ejemplos de ello en los teatros de su tiempo (Corneille, DTr, p. 40).

Quiero reseñar un último “ajuste” corneilliano a la Poética de Aristóteles. Con respecto a los acontecimientos que deben considerarse temibles y dignos de compasión, Aristóteles dice, escuetamente, que deben preferirse los que ocurren entre amigos o familiares, más que los que se dan entre enemigos o desconocidos21. A mi juicio, la razón principal de ello reside en que tal cercanía incide poderosamente en la felicidad o infelicidad de los agentes trágicos y en los efectos simpatéticos sobre el espectador: no es lo mismo si el yerro trágico ocasiona la perdición del ser querido, o de un desconocido. Pero esta explicación no hubiera satisfecho a Corneille, para quien los lazos de sangre o la ligazón amorosa entre perseguido y perseguidor se muestran como un recurso adecuado, sólo si potencian el conflicto moral: Las oposiciones entre los sentimientos de la naturaleza y los arrebatos de la pasión o la severidad del deber forman poderosas 21 “Necesariamente se darán tales acciones entre amigos, o entre enemigos, o entre quienes no son ni lo uno ni lo otro. Pues bien, si un enemigo ataca a su enemigo, nada inspira compasión, ni cuando lo hace, ni cuando está a punto de hacerlo, a no ser por el lance mismo; tampoco, si no son amigos ni enemigos. Pero cuando el lance se produce entre personas amigas, por ejemplo si el hermano mata al hermano, o va a matarlo, o le hace otra cosa semejante, o el hijo al padre, o la madre al hijo, o el hijo a la madre, éstas son situaciones que deben buscarse” (Aristóteles, Poética, 1453b15-24).

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agitaciones, que son recibidas por el espectador con placer (Corneille, DTr, p. 41)22.

En el contexto de las acciones entre amigos o familiares, Aristóteles (Poética, 1453b26-1454a9) presenta cuatro tipos posibles de acción trágica: que los personajes estén a punto de ejecutar la acción a sabiendas, y no la ejecuten (Hemón frente a Creonte en Antígona); esta situación es rechazada por Aristóteles pues es repulsiva y no trágica, y falta lo patético. No es excelente, pero sí mejor, el segundo tipo en el que los personajes obran con pleno conocimiento (Medea dando muerte a sus hijos). Mejor aún cuando el personaje ejecuta la acción sin conocer al otro, y después de ejecutada lo reconoce (Edipo): no hay repugnancia y la agnición es aterradora. Excelente cuando, estando a punto de hacer algo irreparable por ignorancia, se produce la agnición antes de hacerlo, y no se lo hace (Ifigenia).



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Desde la interpretación que he propuesto, fácilmente pueden reconocerse las razones que llevan a sustentar la tercera posibilidad: es el caso típico de una acción realizada por ignorancia y que acarrea funestas consecuencias para la felicidad del agente. Pero las mismas razones valen para el cuarto tipo: aunque en este caso la acción no se realiza, el agente está a punto de realizarla, también por ignorancia; y aunque los efectos catastróficos no lleguen a concretarse, el espectador los vive como inminentes, y esto basta para la producción del temor y la compasión. Que el cuarto tipo sea superior al tercero es algo que puede explicarse en términos estéticos, sin recurrir a consideraciones morales: la realización de la acción que daña involuntariamente al amigo fácilmente puede dar lugar a sentimientos perturbadores de repugnancia, no obstante que no se condene al agente. Por el contrario, la no realización de la acción, siempre y cuando se llegue a suscitar la compasión y el temor, eliminaría la interferencia neutralizadora que representaría un eventual sentimiento de repugnancia. 22 Naturalmente que esto puede ocurrir en muchas tragedias antiguas. Tal es el caso paradigmático de la Antígona de Sófocles, en donde se escenifica el conflicto entre el derecho natural-fraterno que esgrime Antígona para enterrar a Polinices, y la ley de la ciudad que lo prohíbe (Creonte). No creo que Aristóteles destierre de la tragedia este tipo de conflictos, pero en todo caso no son ellos el núcleo central de la acción trágica.

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Los clásicos franceses aceptan el cuarto tipo, sin simpatizar con el tercero. Ello quiere decir que, a pesar de su acuerdo nominal, sus motivos para aceptar el último tipo son distintos a los de Aristóteles. Para ellos, la agnición sería en este caso el reconocimiento oportuno del personaje que iba a ser afectado por la pasión del agente, reconocimiento que conduce a este último a abstenerse de realizar la acción perversa. En cuanto al tercer tipo de acciones, es preciso decir que no se presta en absoluto para la redefinición corneilliana. Por ello nuestro autor opta por dejarlo de lado, aduciendo la poca verosimilitud que representa, en los tiempos modernos, el que un padre no reconozca que a quien va a causar un mal es precisamente su hijo. Así mismo, la compasión que pueda despertar la suerte del inocente cuya identidad es desconocida por el agente, queda sepultada bajo el impacto de su catástrofe. El contenido central de la acción trágica se oculta entonces ante los ojos del espectador: Pero cuando se obra con el rostro descubierto, y se sabe a quien se desea [dañar - l.p.], el combate de las pasiones contra la naturaleza, o del deber contra el amor, ocupa la mejor parte del poema; y de ahí nacen las emociones grandes y fuertes que renuevan todos los momentos y redoblan la conmiseración. [...] Sé que la agnición es un gran ornamento en las tragedias: Aristóteles lo dice; pero es cierto que ella tiene sus incomodidades (Corneille, DTr, p. 45).

Resulta significativo, y también muy consecuente, el reconocimiento que hace Corneille del primer tipo de acciones, explícitamente rechazado por Aristóteles. Con éste, Corneille acepta la inconveniencia dramática del abstenerse de realizar la acción que dañará al conocido, si ello responde a un simple cambio de voluntad injustificado. Pero ve otras posibilidades muy fructíferas para el drama: cuando a pesar de todo su esfuerzo por realizar la acción, fuerzas superiores no sólo impiden al agente llevarla a cabo, sino que lo someten al dominio de aquellos a quienes deseaba perjudicar. En ese caso, del que los ejemplos teatrales de su tiempo privaban a Aristóteles, se pueden ofrecer desenlaces morales que no eran la moda entre los antiguos: que los buenos se salven por la perdición de los malos. Desde este punto de vista, el tipo de acción rechazado por Aristóteles resulta superior al por él mismo considerado excelente,

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en el que la agnición impide finalmente la realización de la acción fatal. Para la visión moral de Corneille, el tipo de acción preferido por Aristóteles sólo da lugar a la piedad por el que está a punto de ser dañado. Por el contrario, el tipo de acción por éste rechazado, si es convenientemente manejado, da lugar a una clara enseñanza: el vicioso a sabiendas no sólo fracasa al no poder realizar su acción, sino que sucumbe frente al inocente. 3. La verosimilitud

Esclarecido el carácter moral del ergon de la tragedia moderna, quiero examinar algunos de sus aspectos técnicos, en la medida en que apuntalan a este tipo preciso de finalidad23. Según Bray, la regla central de los modernos es la verosimilitud, que se aplica a tres objetos: a la fábula (mythos), a la representación (regla de las unidades), y a las costumbres de los personajes (teoría del decoro). En términos generales, lo que está en juego con la verosimilitud es el problema de las relaciones entre la ficción artística y lo que su receptor concibe, o debe concebir, como real. La verosimilitud de la fábula

El primer asunto a examinar es pues el de la verosimilitud de la fábula. Aristóteles parece haber distinguido aquí tres tipos de hechos: los reales, o que han sucedido, y que en tanto tales son objeto de la historia más que de la poesía. Los posibles, es decir los que podrían ocurrir, y que son objeto de la poesía en tanto que sean al mismo tiempo verosímiles. Y, finalmente, los hechos verosímiles, que son aquellos que el público cree que pueden ocurrir, y que no incluyen necesariamente a todos los posibles, ni a todos los reales, y que son el objeto de la poesía. •

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Con Aristóteles, los clásicos franceses comparten la idea de que la imitación artística no puede ser una copia de modelos, tal y como éstos existen en la realidad histórica. Pero los motivos difieren en uno y otro caso. Mientras que Aristóteles deslinda poesía de historia en cuanto que ésta es el reino de una casualidad que, de 23 No es mi propósito realizar una exposición detallada del contenido y de muchas de las discusiones a que fueron sometidos estos principios. Para estos efectos, véase René Bray, La formation de la doctrine classique en France, Librairie Nizet, París, 1926.

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ser reproducida, arruinaría los efectos de la mimesis poética, los franceses alteran los modelos externos –sean estos tomados de la realidad, o incluso de las creaciones poéticas antiguas– en la medida en que éstos contengan rasgos de comportamiento bárbaros. Lo real contiene, al fin y al cabo, mucho de “vergonzoso”, y en ese sentido es un objeto más adecuado para la historia. La verdad que el arte ha de reproducir se designa entonces, para diferenciarla de la verdad histórica, como verosimilitud24 . Según Bray (p. 195), ha sido el italiano renacentista Castelvetro quien divide, influyendo con ello decisivamente sobre los franceses, las posibles relaciones entre lo posible y lo verosímil en los siguientes términos: lo posible verosímil, lo posible inverosímil, lo imposible verosímil y lo imposible inverosímil. Materia de creación poética son tan sólo lo posible verosímil y lo imposible verosímil. Sólo Corneille se apartará de este punto de vista general al reivindicar para la creación poética el aserto aristotélico 25 según el cual lo que ha sucedido (historia) es posible, así resulte, al menos en principio, inverosímil. Pese a su desplazamiento desde la irreverencia juvenil, en él subsiste siempre la tensión entre la función moral de la regla y su eventual inconveniencia dramática: nada ha 24 “Pero sostenemos que no todas las verdades son buenas para el teatro, y que algunas de ellas son como esos crímenes enormes, en los que los jueces hacen quemar los procesos junto con los criminales. Hay verdades monstruosas que es preciso suprimir por el bien de la sociedad, o que si no se las puede esconder, es necesario contentarse con resaltarlas como cosas extrañas. Es principalmente en esas ocasiones que el poeta tiene derecho de preferir la verosimilitud a la verdad, y de trabajar mejor sobre un tema ficticio y razonable que sobre uno verdadero pero no conforme a la razón. Y si está obligado a tratar un material histórico de esta naturaleza, entonces debe reducirlo a los términos del decoro (bien-seance), sin tener respeto por la verdad, y debe más bien cambiarlo por completo que dejarle algo que sea incompatible con las reglas de su arte; el cual, proponiéndose la idea universal de las cosas, las limpia de los defectos y de las irregularidades particulares que la historia, por la severidad de sus leyes, está obligada a soportar” (Chapelain, p. 365 s.). Más adelante afirma el mismo autor: “No es que la utilidad no pueda producirse mediante costumbres que sean malas; pero para producirla mediante malas costumbres, es necesario que finalmente ellas sean castigadas y no recompensadas” (Chapelain, p. 372). 25 “Lo que no ha sucedido, no creemos sin más que sea posible; pero lo sucedido, está claro que es posible, pues no habría sucedido si fuera imposible” (Aristóteles, Poética, 1451b15).

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de ser imposible para el teatro, y éste debe adaptarse a los temas y no a la inversa. Pero la tendencia dramatúrgica preponderante rechaza una historia que, aunque verdadera, sea inverosímil. La libertad con respecto a la historia es entonces más bien una restricción. La creación dramática moderna se orienta hacia lo posible verosímil, es decir, hacia aquellos hechos cuya ejecución no tropieza con ningún obstáculo (lo posible), y que además resulta aceptable como tal para el público (lo verosímil). A su turno, dentro de lo verosímil se distingue entre lo ordinario y lo extraordinario26. Una vez más, Corneille, aunque con limitaciones bien definidas, se aparta de la tendencia general no sólo en cuanto que ésta proscribe la verdad en pro de lo verosímil, sino también porque proscribe lo verosímil extraordinario y acepta sólo lo verosímil ordinario. En palabras de D´Aubignac: Lo verdadero no es el tema del teatro, porque existen muchas cosas verdaderas que no deben ser vistas allí... Lo posible tampoco será el tema, pues hay muchas cosas que se pueden hacer, y que no obstante serían ridículas y poco creíbles si fuesen representadas... Sólo pues lo verosímil puede fundar, sostener y terminar un poema dramático: no se trata de que las cosas verdaderas y posibles sean proscritas del teatro, sino de que sólo se admiten allí en tanto que tengan verosimilitud27.



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26 “Lo verosímil ordinario es una acción que sucede más a menudo, o al menos tan a menudo como su contraria; el extraordinario es una acción que sucede, en verdad, menos a menudo que su contraria, pero que no permite una posibilidad tan demasiado fácil como para llegar hasta el milagro, o hasta esos acontecimientos singulares que sirven de materia a las tragedias sangrientas. Estos tienen su apoyo en la historia o en la opinión común, y sólo pueden servir de ejemplo para los episodios de la pieza de la que hacen parte, puesto que no son creíbles a menos que tengan este apoyo” (Corneille, DTr, p. 59 s.). 27 D’Aubignac, La practique du théâtre [1657], citado por Bray, p. 200. También dice el mismo autor: “Ya hemos dejado, como dice Séneca, el tiempo de la credulidad, y las fábulas ya no están de moda; es necesario ofrecer alimentos más sólidos a los espíritus, y si la antigüedad soportaba esas invenciones quiméricas, nuestro siglo quiere ser engañado más agradablemente y mediante acontecimientos que ameriten más creencia”. Por su parte, Boileau ordena: “Nunca ofrezcáis al espectador nada increíble. Lo verdadero a veces puede no ser verosímil” (Arte poética, iii, 47-48).

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La restricción que impone la modernidad a la noción de verosimilitud se explica en función de la tarea pedagógica y moral atribuida al arte. Con Aristóteles, la modernidad comparte la preocupación por ganar la atención del espectador: es importante que éste pueda aceptar, simpatéticamente, la ficción que se le presenta. Pero la modernidad, y no Aristóteles, justifica la exigencia de la verosimilitud en tanto que instrumento retórico idóneo para la consecución de la utilidad moral: En cuanto a la razón que hace que lo verosímil más que lo verdadero sea asignado como parte de la poesía épica y dramática, es que este arte, teniendo por fin el placer útil, conduce a los hombres más fácilmente a él mediante lo verosímil que no encuentra resistencia en ellos, que mediante lo verdadero. Éste podría ser tan extraño y tan increíble, que ellos se rehusarían a dejarse persuadir y a seguir su guía sólo a partir de su fe (Chapelain, p. 364 s.). La verosimilitud de la representación: las tres unidades

De la verosimilitud de la fábula pasemos a la verosimilitud de la representación, es decir al principio de las unidades de acción, tiempo y lugar que debe guardarse en el escenario. En el anexo he mencionado el hecho de que Aristóteles sólo se refiere a la unidad de acción, y que su fugaz mención a lo que posteriormente se interpretaría como unidad de tiempo28 debe interpretarse en relación con aquella: a diferencia de la épica, la representación de la acción trágica ha de concentrarse en lo que es necesario (nudo) para comprender el desenlace. En cuanto a la llamada unidad de lugar, no se encuentra ninguna mención en el Estagirita. Por lo que a los modernos se refiere, hemos visto que el interés moral del drama consiste en explicitar la relación causal entre actus interior y actus exterior, es decir, entre afecto y acción, suscitando con ello la noción de responsabilidad moral en el espectador. Pero esto supone un escenario adecuado para el transcurso de las acciones. En principio, dicho escenario no puede ser la realidad: ésta es demasiado compleja, en ella se confunden infinitos nexos causales, de tal modo que para la explicación cabal de un acon28 “Pues la tragedia se esfuerza lo más posible por atenerse a una revolución del sol o excederla poco”. Aristóteles, Poética, 1449b13.

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tecimiento dado tendríamos que acudir a una infinidad de eventos antecedentes o incluso concomitantes con respecto al que se quiere esclarecer, y de los que no puede afirmarse que dependan de la voluntad del agente. Así se explica la desconfianza frente a la imitación de lo verdadero, y también frente a la introducción de la extraordinario. Por tal motivo, los entrecruzamientos espacio-temporales de diversas tramas, o los entrecruzamientos de personajes de diversa procedencia social tan característicos del teatro shakesperiano son censurados como inverosímiles o como propios de un gusto bárbaro. Puesto que la experiencia artística ha de tener efectos sobre el comportamiento, en el arte el espectador ha de corregir su concepción de realidad, reemplazándola por otra, acaso simple pero en todo caso racional, y despojada de todo rasgo de arbitrariedad. Tal es, a mi juicio, la función esencial que desempeña el principio de las tres unidades dentro de la estética llamada por Kant racionalista-realista.



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A juzgar por la dureza de la batalla del teatro clásico con el llamado teatro irregular, hemos de suponer que la experiencia de lo real –por supuesto que en las capas populares, pero también en capas nobles en proceso de civilización– todavía admitía mucho de imprevisible, acercándose a eso que varios siglos después Alejo Carpentier, acaso para regocijo de los europeos racionalizados, diera en llamar lo real maravilloso, y que según él era característico de nuestra América. Lo verosímil simplifica la realidad: la representación de una acción, que sucede en un lugar, y cuya representación teatral no excede en mucho la duración previsible de la acción por fuera del teatro, no sólo resulta fácilmente comprensible para el espectador en virtud de su simplicidad, sino que induce en él una noción igualmente simple de la realidad, en donde las acciones son resultado de la voluntad del agente que maneja sus pasiones, y en donde no hay lugar a irrupciones extraordinarias que pudieran eximirlo de su responsabilidad. En su defensa de El Cid corneilliano, el heterodoxo autor anónimo del Discurso a Cliton no alude a la justificación moral del principio de las unidades. El centro de su ataque es la esterilidad dramática del mismo. Desde su punto de vista, la representación ha de ser una sombra de la historia, es decir, de la realidad, pero nadie exigiría que la sombra sea igual al cuerpo, sino tan sólo que le sea

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proporcionada. Según el Anónimo, es posible, aunque no necesario, que el principio de las unidades represente justamente dicha proporción para los argumentos poéticos simples; pero el poema simple, aunque legítimo, reduce el ámbito de realidad representado. No así con los poemas complejos, igualmente legítimos y normalmente más interesantes: En la naturaleza nada impide que dos cosas de la misma esencia no puedan estar juntas, y que no puedan configurar juntas un cuerpo más grande, y ocupar un lugar más grande, que lo que harían cada una aparte. De la misma manera, no es ningún absurdo que dos o más temas simples de tragedia o de comedia puedan estar juntos, y puedan configurar ambos un poema compuesto, que exigirá un tiempo más largo y un lugar más grande para su representación, que los que serían necesarios para representar a cada uno por separado (Anon., Discurso a Cliton, p. 254).

El apologista del Corneille temprano no llega a la afirmación weberiana de la irracionalidad de la realidad, pero sí es plenamente consciente de su complejidad, y afirma que ésta no es un obstáculo para su imitación dramática, siempre y cuando se libere de la tiranía esterilizante del principio de las unidades: Por la unidad de acción, sólo acomodan al teatro un tipo de historias, en lugar de acomodar todo tipo de historias al teatro. Por el lapso de veinticuatro horas restringen, en lugar de extenderla, la potencia de la imaginación y de la memoria, haciendo de los espectadores pequeños espíritus. Mediante la escena que asignan a un solo lugar, suprimen todos los casos fortuitos que están en la naturaleza y que imponen a las cosas la necesidad de encontrarse aquí o allá, con lo que destruyen la verosimilitud, regla fundamental de la poesía. He ahí una larga secuencia de acciones, que sucede en diversos países, en un largo período de tiempo. ¿Por qué, puesto que así y naturalmente suceden, no habrían de ser representadas de la misma manera? (Anon, Discurso a Cliton, p. 256).

La anterior declaración de guerra al principio de las unidades es ciertamente rica en contenidos. Yo me atrevería a calificarla de futurista, si bien a sus contemporáneos debió de parecerles peligrosamente retardataria. En efecto, la concepción aquí expuesta de una

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realidad altamente compleja amenaza con arruinar el sentido, simple pero racional, de realidad que la verosimilitud busca implantar. Pero probablemente el autor atisba un público distinto: no el de los pequeños espíritus fabricados por el principio de las unidades, ni tampoco uno que sucumbiría a la ilusión teatral confundiéndola con la realidad. El público aquí aludido no pide identificación entre escenario y realidad, y por ello no puede confundirlas. De él se espera una recepción en la que entra en juego su capacidad de abstracción, es decir, su memoria e imaginación. Por este motivo, la reducción por principio del poema a argumentos simples –tal es el efecto del acatamiento dogmático del principio de las unidades– y la necesaria exclusión de la complejidad histórica como tema poético sólo pueden redundar en el empobrecimiento espiritual: En primer lugar, les digo que quieren pasar por pequeños espíritus privando a su entendimiento de la facultad de operar de muchas maneras, que son posibles y normales en los buenos cerebros. Pues suplir el tiempo, suponer las acciones e imaginarse los lugares al ver representar una pieza de teatro, son operaciones del espíritu que en verdad sólo pueden ser bien hechas por los hábiles, pero que los más toscos pueden hacer de alguna manera, y en la medida en que posean un sentido común más o menos sutil (Anon., Discurso a Cliton, p. 267).



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Si El Cid corneilliano merece defensa, es porque presupone un espectador cuyo entendimiento es capaz de conjugar varias cosas en varios tiempos y lugares, como sombra de cosas que se encuentran en la naturaleza. El poeta permite que el espíritu del espectador se las figure con todas sus dimensiones, porque sabe ofrecer las claves que hacen de esta multiplicidad un conjunto coherente y proporcionado. En El Cid, Corneille no imitó modelos preestablecidos sino que inventó. Con ello buscaba agradar, pero así mismo ponía en peligro la ecuación difícilmente lograda entre el placer y la utilidad moral. Así alcanza a entenderlo su defensor cuando rechaza la pertinencia del prólogo como parte necesaria del poema dramático: La razón de esto es que no se asiste a nuestros espectáculos para escuchar amonestaciones y enseñanzas. Los oyentes no desean ser estimados tan toscos como para que tengan necesidad de que se les explique en un prólogo lo que se debe representar en toda una acción, ni tan libertinos como para que siempre y por

actores, y no mediante una lección estudiada y un coro añadido

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a su pieza (Anon., Discurso a Cliton, p. 261).

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doquier se deba gritar contra sus vicios y sus malas costumbres, destinando nuestras sillas públicas para tal función. Si el poeta quiere ofrecer alguna instrucción moral, ha de hacerlo sutilmente y como de pasada, mediante el juego y la recitación de sus

Que el defensor se anticipaba, y que los tiempos no estaban todavía maduros para el deslinde entre utilidad y placer en la obra de arte, es algo que la evolución del propio Corneille parece demostrar. No obstante, aún en la época madura de sus Discursos, la tensión entre las exigencias dramáticas (placer) y las limitaciones formales (utilidad moral) permaneció irresuelta. En lo que a la dimensión moral de la existencia se refiere, debemos a Erich Auerbach una interesante constatación: el mundo de las elites sociales del siglo xvii experimenta un intenso proceso de descristianización. No se trata de una oposición frontal con el cristianismo; por el contrario, se lo acata, e incluso Corneille explora con relativo éxito las posibilidades morales de una tragedia cristiana en su Polyeucte. Pero la tendencia general rechaza estos experimentos29 : el cristianismo va dejando de ser la substancia vital y es relegado a ser un sector más o menos yuxtapuesto a los sectores restantes. De ahí esa particular urgencia de encontrar nuevos puntos de referencia para la acción: a su manera, las artes en general, y el teatro en particular, estaban encargados de proporcionarlos. De ahí la rigidez de sus prescripciones formales: El drama serio medieval no tenía que preocuparse por él [es decir por el principio de la unidad de acción - l.p.], pues estaba supuesto. En la historia universal y sagrada, desde Adán, pasando 29 Boileau, por ejemplo, los condena reiteradamente: “Se dice que una tosca compañía de peregrinos montó en París públicamente la primera pieza. Y estúpidamente activa en su simplicidad, representó, por piedad, a los santos, a la Virgen y a Dios. El saber, disipando finalmente la ignorancia, hizo ver la devota imprudencia de este proyecto. Se expulsó a estos doctores que predicaban sin misión” (Arte poética, iii, 84). “Los misterios terribles de la fe de un cristiano no son susceptibles de ornatos alegres: por todas partes, el Evangelio no ofrece al espíritu sino penitencia por hacer y tormentos merecidos. Y la mezcla culpable de vuestras ficciones confiere incluso a sus verdades el aire de la fábula” (Arte poética, iii, 200).

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por Jesús, hasta el Juicio Final, la unidad de cada época estaba realizada. Cada uno de los espectadores era permanentemente consciente de ella, y mediante la disposición del escenario le era recordada permanentemente. Todo lugar, toda época, todo objeto, toda altura del estilo se acomodaban en ese marco, todo estaba contenido en él. Sólo cuando éste se perdió, cuando ya no hubo más ni pueblo cristiano ni imagen del mundo cristiana, hubo que preocuparse por la unidad. De allí que el teatro medieval, así como el arte medieval en general, poseyera una libertad mucho mayor en el tratamiento de cualquier suceso. Para este teatro, y dentro de su marco, no existía ninguna limitación fundamental; no sólo tiempo y espacio podían cambiar a voluntad, no sólo las acciones diversamente configuradas tenían sitio unas junto a otras gracias a la referencia general común, sino que tampoco existía ningún miedo ante lo cotidiano, lo bajo y cómico dentro de lo serio y lo trágico; todo tenía su referencia al todo y en él su puesto necesario (Auerbach, op. cit., p. 26). La verosimilitud de los personajes: el decoro

Debo recordar una vez más que no es propósito de este trabajo el ofrecer una exposición detallada de los contenidos y discusiones a que fueron sometidos estos conceptos. Me limito en consecuencia a abordar aquellos aspectos que resultan más pertinentes para el tema central de este capítulo, que es la finalidad moral de la obra de arte.



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En lo que se refiere al principio del decoro, su exigencia más general, y también la más conocida, es que prohíbe mezclar la tragedia con la comedia. Ya Aristóteles había establecido la diferencia entre los dos géneros en los siguientes términos: la tragedia tiende a imitar a los hombres mejores de lo que son, y la comedia peores que los hombres reales (cfr. Aristóteles, Poética, 1448a17). Los poetas más graves “imitaban las acciones nobles y las de los hombres de tal calidad, y los más vulgares, las de los hombres inferiores, empezando por componer invectivas, del mismo modo que los otros componían himnos y encomios” (Poética, 1448b25). Ahora bien, la imitación de los hombres inferiores, o si se quiere de lo feo de los hombres, que hace la comedia, no es imitación de lo que de vicio puedan tener lo inferior o lo feo; de lo que se trata es de que

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Por su parte, y en concordancia con su propósito pedagógico, la modernidad estética enfatiza en el refinamiento que debe exhibir incluso la comedia:

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la fealdad, adecuadamente tratada, es risible, y ése es el fin de la comedia (cfr. Aristóteles, Poética, 1449a32).

El empleo de lo cómico no es ir a deleitar en la calle al populacho con palabras sucias y bajas. Es necesario que los autores bromeen noblemente; que su nudo bien formado se desate fácilmente; que la acción, caminando por donde la razón la guía, no se pierda nunca en una escena vacía; que su estilo humilde y dulce se realce a propósito; que sus discursos, por todas partes fértiles en buenas palabras, estén llenos de pasiones finamente manejadas, y las escenas siempre unidas una a otra. Absteneos de agradar a costa del buen sentido [...] Me gusta en el teatro un autor agradable que, sin desacreditarse ante los ojos de los espectadores, agrada por la sola razón y nunca la ofende. Pero para un falso gracioso con groseros equívocos y que para divertirme no tiene más que la suciedad, que se vaya si quiere, montado en su tablado de saltimbanquis, divirtiendo al Pont-Neuf con sus bagatelas desabridas, a representar sus mascaradas a los lacayos reunidos (Boileau, Arte poética, iii, 403).

Nótese que aunque la comedia imita lo trivial, lo cómico, lo no serio, incluso lo vulgar, la imitación misma no ha de ser vulgar, pues ello equivaldría a proponer la canonización de lo vulgar como deber ser. Adicionalmente, Boileau exige que incluso la comedia tenga un propósito, es decir que no sólo divierta, sino que también instruya. Finalmente, el criterio del “decoro” que garantiza el “buen gusto”, es característica de una elite social, la cual, por poseerlo, se distingue del populacho de lacayos que se reunía en el Pont-Neuf de París. Pero la regla del decoro prescribe también que una comedia, así sea refinada y de buen gusto, no debe mezclarse con elementos propios de la tragedia: “Lo cómico, enemigo de suspiros y de llantos, no admite en sus versos trágicos dolores” (Boileau, Arte poética, iii, 401). Y no se trata tan sólo de que la seriedad trágica sea un obstáculo para la comicidad de la comedia, sino de que ésta terminaría por arruinar la tragedia, volviéndola ridícula.

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Ahora bien, tras la distinción entre tragedia y comedia no se juega tan sólo la distinción social entre el noble y el burgués. Existe un aspecto adicional sobre el cual Erich Auerbach ha llamado la atención: En el teatro trágico, cada gesto corporal tiene que permanecer alejado de la caducidad y mortalidad de las creaturas. Tan sólo en el teatro cómico, en tanto que cómico, y dentro de límites decentes, ello puede ser tolerado. La muerte de Fedra (Racine) en escena abierta, en la que ella se presenta moribunda con el fin de confirmar la muerte, es algo que ya se sitúa en los límites de lo que por entonces resultaba tolerable. Pero bajo ninguna circunstancia es permitido que un héroe quebrantado corporalmente aparezca en la escena trágica. No es permitido nadie que sea viejo, enfermo, decrépito, deformado. En esta escena no existen ni Lear ni Edipo, a no ser que se sometan a las transformaciones requeridas por los preceptos del decoro. Y en esto consiste una de las diferencias decisivas con el teatro antiguo, que por lo demás en muchos otros aspectos valió como modelo. La separación de estilos se llevó mucho más lejos que en los antiguos (Auerbach, op. cit., p. 28).

Muchos testimonios confirmarían esta separación, este alejamiento de la figura seria y trágica con respecto a la decadencia, a la descomposición y, en últimas, a la muerte. Y muy significativo es que podamos encontrar testimonios de esa separación no sólo en el teatro, sino en la vida real misma. En sus Memorias, el duque de Saint-Simon nos ofrece una conmovedora anécdota. Se trata de la reacción de Felipe v, rey de España y nieto de Luis xiv, ante la muerte de su esposa la reina María Luisa. Cuenta Saint-Simon: El rey de España estaba sumamente apenado, pero un poco a •

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la manera regia. Le obligaron a ir de caza y a tirar para tomar el aire. En uno de esos paseos se encontró muy cerca del convoy que trasladaba los restos de la reina a El Escorial; lo miró, lo siguió con la vista y continuó de caza. ¿Acaso estos príncipes están hechos como los demás seres humanos? (Saint-Simon, Memorias, p. 294).

La descripción de Saint-Simon es en extremo instructiva: no se trata de que el rey sea indiferente ante la muerte de su esposa; por el contrario, se nos dice que estaba sumamente apenado, pero a la

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manera regia. Y es esta “manera regia” la que diferencia al rey del resto de seres humanos que se comportarían como en la comedia: darían gritos, mirarían y tocarían el cadáver, etc. Pero el rey se comporta como en la tragedia: conserva su distancia, mira de lejos a la muerte que tanto lo apena, y continúa realizando las actividades que le son propias. Ni en el teatro, ni en la vida real, la tragedia se mezcla con la comedia. Y es que en la comicidad de la comedia lo que se encuentra expresado es el elemento inestable y siempre cambiante de la vida. Bajtín ha mostrado esto de manera muy convincente en su interpretación de Rabelais30. La ironía, la burla, el lenguaje procaz y escatológico, el carnaval y la plaza pública disuelven las fronteras y las formas, ponen en cuestión las divisiones, anulan, así sea por un momento, los parámetros. Y este anular implícito en lo cómico equivale a una muerte que, en el caso de Rabelais, es también un nacimiento. La burla en la cultura popular de la alta Edad Media y del Renacimiento, está inscrita en una cosmovisión. Dentro de ella, el insulto escatológico es ambivalente: destruye, como cuando se le dice a alguien “¡usted es una mierda!”. Pero en Rabelais, es decir en la cosmovisión popular de la alta Edad Media, la mierda no sólo significa muerte, sino que también es abono fecundo. En la cultura moderna, al menos dentro de las clases altas, este tipo de cosmovisión no existe más: lo cómico pierde su ambivalencia, y deja de significar tanto destrucción como regeneración. Y ello vale tanto para la comedia refinada del siglo xvii, como para la mordaz ironía romántica del siglo xix. Al evitar que la comedia se mezcle con la tragedia, se busca preservar lo serio del contacto con lo cómico, es decir, que lo serio y lo estable no se vean amenazados por el contacto con lo que se descompone y llega a la muerte. Y es que, como un par de siglos más adelante afirmaría Tolstoi, la muerte, aunque inevitable, no parece tener ya sentido. Tal vez por ello esa presurosa rapidez del anuncio: “¡el rey ha muerto, viva el rey!”. Llegados al final de este capítulo, he de recordar su función dentro de la presente investigación. En sus orígenes, la modernidad supo 30 Mijaíl Bajtín, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (1965), Barral Editores, Barcelona, 1974. Traducción de Julio Forcat y César Conroy.

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reconocer, con Platón, el decisivo influjo de la mimesis artística sobre el mundo emotivo y pasional. Pero a diferencia de Platón, estimó que dicho influjo podía ser convenientemente dirigido y aprovechado en pro de la formación de la personalidad de las elites sociales. La concepción de lo bello se encuentra entonces fundida con las prescripciones éticas de la etiqueta. Su asimilación es testimonio de pertenencia a le monde, es decir, de distinción social. La diversificación y ensanchamiento de las elites sociales (la cour et la ville), obligan a una empresa de reformulación de los cánones estéticos, de modo que sin perder su carácter de distinción social para quienes se ajusten a ellos, ofrezcan no obstante una justificación más objetiva y menos caprichosa. En otras palabras, del carácter meramente empírico de un consenso restringido a determinados grupos sociales, se pasa a intentar su justificación racional. Tal empresa obliga a la vinculación –y subordinación– de la dimensión estética del gusto a los motivos racionales de la utilidad moral.



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Para la racionalización de la experiencia de lo bello, el realismo estético de la modernidad recurrió a la Poética de Aristóteles, previamente reelaborada en su recepción renacentista. El clasicismo francés pretendió encontrar en ella las prescripciones objetivas, avaladas por el tiempo, que garantizaban la utilidad moral de la producción poética. Me he detenido en la producción teórica de Corneille, por considerarlo un caso paradigmático y muy ilustrativo. Ya desde su juventud, experimentó la tensión entre las exigencias estéticas y la utilidad moral que se suponían aunadas en el producto bello. Sus contradictores (Chapelain) veían en la heterodoxia formal de su Cid un peligro para la utilidad moral. Sus defensores (el autor anónimo del Discurso a Cliton) reivindican su valor dramático, incluso a costa de la fidelidad formal, porque suponen un público consumidor ya civilizado, y con necesidades distintas a la de su educación moral. El Corneille maduro, que intenta sistematizar los principios teóricos de su producción artística, resulta más clásicamente ortodoxo. Pero por ello mismo, su recepción y confrontación con la Poética de Aristóteles resultan de sumo interés. El énfasis de sus críticas recae no sobre la supuesta intención moral que animaría al Estagirita, y que Corneille comparte. Se trata más bien de que las prescripciones

Bajo el supuesto de que la civilización, al menos de las clases altas, se ha cumplido, y con la emergencia de las capas medias urbanas hasta entonces reducidas a la “inexistencia” del peuple, la tarea pedagógica asignada al arte exhibe sus limitaciones: el desarrollo de una reflexión moral especializada indica la necesidad social de mecanismos de autocontrol más exigentes, de más amplia cobertura y más profundos alcances que los obtenidos por una “educación estética” como la proclamada por el clasicismo francés. Pero así mismo, y de manera simultánea, los desarrollos sociales, y particularmente los urbanos, crean nuevas necesidades que impulsan el desplazamiento de la producción artística hacia un nuevo campo prioritario: evitar el taedium vitae. Se tratará entonces de conjurar el aburrimiento y la melancolía que invaden al hombre citadino y relativamente civilizado en aquellos momentos que escapan a su actividad profesional y a sus ritmos cotidianos altamente racionalizados. En concordancia con estas nuevas necesidades, la reflexión estética desplaza sus acentos, y problemas que anteriormente merecieron una atención insuficiente, emergen ahora a un primer plano. El tema del próximo capítulo es pues el de estos desplazamientos en la reflexión estética, vistos bajo el prisma de sus agentes británicos.

El realismo estético

Pero más allá de la plausibilidad de la hermenéutica moderna de la Poética aristotélica, es importante resaltar que el recurso a ella permitió la configuración del canon llamado por Kant realismo estético. Aunque éste no sea un tema central de la CJ, su superación es presupuesto de los análisis allí expuestos. En esa medida, me pareció pertinente detenerme en él.

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formales aristotélicas resultan limitadas para el cumplimiento del fin moral de la poesía. Las críticas son agudas, sólo que no llegan a poner en cuestión la interpretación de la Poética, según la cual el ergon trágico era la utilidad moral.

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