El nómada de Aggar ii - AG Escudero

tenía el arco en alto, y en la yema de los dedos aún sentía el cosquilleo de la flecha que acababa de disparar. Estaba c
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El nómada de Aggar ii El último cazador RELATOS DE AG. ESCUDERO WWW.AGESCUDERO.COM

Ilustración: Befumero | befumero.com

El último cazador

Relato de AG Escudero

La liebre correteó entre las rocas y las matas secas. El aire de la sierra soplaba fresco y el silencio era casi absoluto. Escarbó en la tierra, ayudándose de su olfato para buscar cualquier rastro de comida. Si tenía suerte, terminaría encontrando algún tallo delgaducho o quizá unos hierbajos resecos. Dio tres pequeños saltitos hacia un grueso árbol pelado y mustio. Sus raíces eran tan gruesas y estaban tan retorcidas que daba la sensación de estar anclado al suelo por una garra de nueve dedos. El animalito resopló con frustración cuando se dio cuenta de que allí no iba a encontrar nada que le llenase la barriga. Saltó colina abajo, levantó las orejas al escuchar cómo el aire se cortaba y dejó de sentir hambre cuando una flecha le atravesó el cuello limpiamente. —Un corazón tranquilo y una respiración firme. No hay ningún otro secreto. Si vas a quitar una vida, debes hacerlo de manera limpia y eficaz. Un único disparo. Si yerras, debes perdonar a tu presa. Ella no tiene la culpa de tu torpeza y la muerte hay que otorgarla en paz. No es justo matar a una criatura con el miedo en el corazón. Si por el contrario, la herida que provocas no es mortal, para eso tienes el cuchillo. No te demores, te acercas y rematas. Lucha si es necesario y sé letal. No hagas sufrir. Es muy sencillo ser un carnicero o un asesino, no tanto ser un cazador. El nómada escuchó en silencio las palabras del maestro cazador. Todavía tenía el arco en alto, y en la yema de los dedos aún sentía el cosquilleo de la flecha que acababa de disparar. Estaba contento. Había sido eficaz. Había matado en paz, como el hombre le había enseñado. Había aprendido que, al matar, se formulaban dos compromisos. El primero implicaba hacerlo con limpieza y compasión, y él había cumplido. Ahora le tocaba acatar la segunda parte de ese contrato inviolable. El maestro cazador y el aprendiz se acercaron hasta la presa abatida. El nómada agarró la liebre por las orejas y sacó el cuchillo de su vaina. La luz del atardecer destelló en la hoja igual que el fuego brilla en el reflejo de una mirada. —Has matado. Ahora tienes que honrar esa muerte. Utiliza tu acero con respeto. No mancilles el cadáver; dale forma. Corta, abre, separa. Recibe la vida que se te ha entregado y deja que su espíritu marche en paz. No profanes, solo agradece. El nómada desprendió la piel de la liebre ejerciendo apenas cuatro incisiones. Extrajo la carne y separó las vísceras. Las entrañas serían utilizadas para fabricar trampas con las que atraer otras presas y los huesos servirían para fabricar puntas de flecha, horquillas y agujas. Nada se desperdicia; ese era el segundo compromiso por una vida arrebatada. El maestro se puso a preparar la hoguera. Unas chispas primero, después unas cuantas brasas, y por último una hermosa llama danzarina. Colgaron la carne de la liebre sobre dos ramitas sobre la lumbre y dejaron que se cocinara. —Aprendes rápido. Desde que te encontré, sabía que tenías mucho potencial, pero no me esperaba esto. El encuentro entre el nómada y el cazador se produjo una semana antes de aquella lección bajo el árbol seco de la colina. En su viaje, el nómada había llegado hasta una serranía al sur de la meseta de Fantra. Sabía cómo sobrevivir en la estepa y en las llanuras, pero aquel nuevo paraje suponía un reto para él. Prestó atención a la voz de la Tierra; encontró agua y pequeños frutos que apenas se podían comer, pero el esfuerzo que suponía atravesar aquellas montañas le exigía mucha más energía de la que los escasos dones de la tierra le otorgaban. Tras varios días infructuosos de pasar hambre y frío, descubrió que no era el único ser pensante de aquel lugar. El encuentro fue pacífico, casi ritual. Se

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produjo un intercambio de comida y agua, después compartieron historias y por último fluyeron las risas. Desde entonces, el cazador le enseñaba cómo leer la sierra desde la umbría a la solana. No era tan diferente de escuchar la voz de la Tierra. Si se miraba con atención, la propia sierra te decía dónde estaban las mejores bayas y las mejores bellotas, por dónde pasaban los pocos animales que quedaban allí y cómo moverse con el viento para no delatarse por el olor. La noche refrescaba incluso junto al calor de la lumbre. La sierra se llenaba de sonidos que no se escuchaban durante el día. Aquello, como decía el cazador, era una señal de que la tierra no estaba tan muerta como quería hacernos creer. —Antes había bondad en estas sierras. La montaña otorgaba regalos a los cazadores dignos. Pero esa bondad, esa complicidad, se ha esfumado como un pedo en el agua. Los dones ya no se otorgan, hay que arrancarlos. La mancha pálida que era la luna a través de la capa de polvo brillaba con fuerza aquella noche. El cazador explicó que cuando la luna brillaba de esa manera se le llamaba , pero no supo decir por qué. Quizá se le hubiese dado ese nombre porque la luz que emitía en noches como aquella llenaba todo cielo, tornándolo plateado al reflejarse en la suciedad del aire. Era en noches como aquella cuando debían contarse las mejores historias, esas que necesitan de una atmósfera especial para que calen con fuerza en el espíritu de quien las escucha. —Eran noches como la de hoy las que me devolvían las ganas de vivir. No siempre he cazado solo, ¿sabes? En mi tiempo éramos muchos. Cada uno llevábamos una máscara diferente con el rostro del depredador que inspiraba nuestro espíritu. Yo fui el más joven de todos y llevaba la faz del lobo, aunque todos me llamaban . Recuerdo a Ulfen el Oso, con más pelo que cabeza y más fuerza que miedo. También estaban los hermanos Bor y Sor, que compartían el rostro del hurón. Eran escurridizos como ratones y cabían por cualquier madriguera. Rico el Coyote, el más veloz de todos. Foggen bigotes de Zorro; era astuto como ningún otro. Luego había uno que nos superaba a todos en fiereza, una bestia muy humana. Su nombre se ha convertido en leyenda. Lugo el Carcayú. Fue él quien me encontró abandonado entre unos matorrales y me convirtió en el cazador que ves hoy frente a ti. Y no te pienses que eso es poca cosa. Un cazador de verdad solo toma a un pupilo durante toda su vida. No se busca crear escuela, ni recibir alabanzas, ni reconocimiento. La caza no es oficio, es vida. Es algo por lo que respirar, sangrar y sudar. Un maestro cazador no transmite su técnica ni sus conocimientos, de eso nada. Lo que perdura, lo que se traspasa, es el espíritu, y el espíritu no se puede repartir, se tiene que quedar intacto. Viaja de carne a carne, de una máscara a otra. El lobo se convierte en carcayú y así perdura su ser. >>Recuerdo a otro cazador por encima de todos los demás; uno al que todos admirábamos y respetábamos como al que más. Nunca hablaba ni tampoco le vimos jamás sin su máscara. Entre nosotros corrían historias sobre el rostro que se ocultaba tras la efigie de madera. Nos inventábamos todo tipo de fábulas: sus ojos eran de fuego y debían permanecer ocultos; su rostro era el de una bestia enfurecida y provocaba la locura a todo aquel que la miraba; sus artes y su fuerza residían en el silencio y el secreto, por lo que si sus facciones se revelasen, perdería todos sus dones; decíamos que no poseía rasgos, tan solo una pátina lisa de piel blanca sin ojos, narices ni labios. Pero una cosa te diré, si su naturaleza oculta suponía un acertijo para nosotros, aun mayor misterio despertaba el animal grabado sobre la careta que lo ocultaba. ¿Acaso sabes qué es un pájaro, mi errante amigo? ¿Has oído alguna vez

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hablar del águila, el halcón o el cuervo? Una vez habitaron esta tierra. Eran bestias emplumadas; criaturas del aire capaces de abandonar la tierra y surcar el cielo. ¿Te lo puedes creer? No, tu rostro es el mismo que puse yo cuando me contaron esto la primera vez. Siempre me han fascinado las historias de los pájaros. Sus ojos eran como el oro y podían ver al más pequeño de los ratoncillos correteando entre las piedras mientras ellos rozaban las nubes con su espalda. Caían en picado desde el cielo diez veces más rápido que la más veloz de las flechas y lo capturaban con sus garras en el tiempo que transcurre entre un latido y el siguiente. Y qué garras. Más letales que cualquier colmillo de oso y más afiladas que las de un gato. El perfecto cazador. El más letal de los predadores y el más certero también. Igual de eficiente y rápido era el cazador sin rostro. Cabeza de Pájaro, así le llamábamos. Pues ese era el animal que representaba su máscara: con sus dos ojos del color del oro y la boca en forma de zarpa. Azuzó las llamas y descolgó las presas. La carne se había hecho y el olor les humedecía la lengua. Comieron sin prisas, limpiándose la grasilla que chorreaba por sus labios con cada mordisco. No existía en Aggar mejor sabor que el de la comida ganada con el propio esfuerzo. —Solo quedo yo, ¿sabes? De todos los chiflados que corríamos por esta sierra soy el último que sigue cobrando presas. Vi morirse a algunos de mis compañeros, por las fiebres, por el frío, por el hambre o por las heridas. Qué más da. La manera de irse no importa un cagao. Cuando a uno le toca, le ha tocado. Los que no se murieron se terminaron marchando a buscar otros cotos de caza, otros retos. Ya te dije que yo era el más lozano de todos, y tú me ves, estoy ya hecho un viejo. A estas alturas todos se habrán dormido ya, habrán cazado lo que tenían que cazar y vivido lo que tenían que vivir. Buenas gentes, todos ellos. Hasta el último de ellos me enseñó el respeto que hay que tenerle a la vida, al bicho que matas. Porque ese bicho se está muriendo para que tú sigas respirando. Eso no hay que olvidarlo nunca, amigo errante. Porque toda vida es un regalo, incluso cuando la quitas. Aparecieron un instante antes del alba, cuando el sueño es más pesado y las ganas de despertar más escasas. Saqueadores de la estepa, vulgares ladrones que quitaban a los demás lo que no podían conseguir por sí mismos. Eran flacos y enclenques, además de cobardes, pero eran muchos. Primero fueron a por el cazador, que por lo viejo que era resultaba la presa más fácil. Aun así, se llevaron una sorpresa cuando el hombre se despertó y les plantó cara. No se esperaban que se revolviese con aquella rabia, que lanzase los puños con tanta contundencia. Hasta los dientes usaba para defenderse. La escaramuza despertó al nómada. Era más joven y más rápido que su compañero, sus puñetazos eran como pedradas y sus reflejos recordaban a los de un gato. Terminó sangrando por los nudillos antes de tener tiempo de desenfundar el cuchillo, pero cuando la hoja silbó en el aire, la danza cambió y se volvió roja. Acuchilló al primero, sintió un fuerte golpe en las costillas, luego otro en la mandíbula, devolvió una patada y degolló al segundo. Cabezazo y destripar. Ya iban tres. Sintió un oscuro dolor en la parte trasera de la cabeza y todo se volvió muy oscuro. Lucho por pensar, por mantenerse consciente. Un giro rápido de cintura y el puñal se clavó en el pecho del siguiente. Los dos cayeron al suelo. Al nómada le faltaba la respiración, pero tenía que continuar peleando. Recuperó el cuchillo y miró alrededor. Casi todos los saqueadores que quedaban huían como lagartijas. Se habían esperado un trabajo rápido y fácil, no la carnicería en la que se había convertido. Solo uno de ellos no se había dado cuenta de la estampida que se producía a su alrededor y continuaba

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sujetando al cazador por el cuello con una presa difícil de romper. El nómada se acercó hasta él y le clavó el cuchillo en la nuca. El hombre se desplomó como si no tuviese nada dentro. Apartó el cuerpo de una patada, haciéndolo rodar por un despeñadero, y trató de incorporar a su maestro. Tenía un filo incrustado entre las costillas y la sangre brotaba de la herida como el agua de una cantimplora atravesada por una flecha. —Quita esa cara, cachorro. La vida se me escapa, pero bien vivida que ha estado. Lo que podía enseñarte, enseñado se ha quedado. Ahora eres tú el último que queda, el último cazador. Las máscaras ya no valen, no necesitas ninguna. Tienes el rostro del mayor depredador que ha caminado por la tierra. Siempre lo has tenido, pero ahora sabes cómo usarlo, cómo llevarlo. La luz del amanecer despuntó por el este, las piedras y las paredes de la montaña se volvieron de oro. Una sombra cruzó sobre ellos, como si un pequeño pedazo del cielo se hubiese desgajado hacia ellos. El nómada levantó la vista y contempló la extraordinaria criatura que se había posado sobre una roca agrietada. Reposaba sobre solo dos patas, igual que los humanos, pero estas patas parecían hechas de cobre y acababan en zarpas afiladas, tan negras que podrían haber sido forjadas con el material del que se compone la noche. Estaba recubierta de un plumaje que le cubría el cuerpo entero, como una túnica de color pardo que lucía con altivez. Tenía la cabeza erguida y le miraba de frente, orgullosa de sí misma. Su mirada no se parecía a ninguna otra que el nómada hubiese mantenido antes. Aquellos ojos encerraban la misma esencia de la caza, reflejaban su severidad y su crudeza, pero también su belleza. Abrió el pico que tenía por boca y emitió un chillido que hizo vibrar su espíritu. Entonces se desplegó en todo su esplendor, abriendo dos alas que parecían querer abarcar todo el cielo, como una deidad olvidada que hubiese vuelto a la Tierra a reclamar su trono. El cazador moribundo también lo miraba y las lágrimas resbalaban por su cara hasta caer al suelo. Sus ojos ahora podían ver el alma de las cosas y era aquella belleza sublime la que le dio un último aliento. —Son mis hermanos, que han vuelto a por mí. Han venido en forma de águila para llevarme con ellos. Adiós, amigo mío. Vive por los dos, vive solo por vivir. El pájaro observaba la escena con atención, como si conociese el desenlace de antemano y aguardase a su final. Cuando el cazador expiró, la criatura batió sus alas y alzó el vuelo hasta perderse en el resplandor dorado que era el cielo. El nómada cogió en brazos el cuerpo de su maestro y lo recostó junto al árbol donde había abatido a su última presa. Sabía que las alimañas y las bestias de la sierra devorarían su carne y sus entrañas, pero, de alguna manera sintió que aquello era lo más apropiado. El cazador podría devolver así todo lo que la sierra le había regalado. Un último gesto de gratitud. Recogió sus cosas y continuó su camino. Hacía días que no sabía nada del perro. ¿Dónde se habría metido?

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Hasta aquí el segundo relato de la serie El Nómada de Aggar. Si has llegado hasta aquí, gracias por leerlo hasta el final, ¡espero que te haya gustado! Si es así, ya sabes que me haces un grandísimo favor si lo compartes con tus conocidos. por cualquier vía que quieras. Cada mes saldrá un nuevo relato, que publicaré en el blog, en formato PDF y EPUB, como este mismo. Para no perdértelos, puedes seguirme en las cuentas de Twitter @A_G_Escudero y @NomadaDeAggar, en Facebook https://www.facebook.com/agescudero.escritor , o suscribirte para recibirlos por correo en www.agescudero.com/ el-nomada-de-aggar Te recomendo la última opción: los suscriptores tienen un relato extra de regalo que llegará por navidades, y además participarán en un sorteo de un libro con toda la recopilación de relatos una vez estén terminados. ¡Te espero! A.G. Escudero

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