El honesto embaucador

de Siracusa, uno de los más grandes e imponentes de los construidos en el mundo antiguo. ¿Qué pensaría Esquilo si supier
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OPINION

Sábado 23 de junio de 2012

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DAMIEN HIRST, UNA SORPRENDENTE CELEBRIDAD DEL ARTE CONTEMPORANEO

La lección principal de Prometeo

El honesto embaucador MARIO VARGAS LLOSA PARA LA NACION

OSVALDO QUIROGA PARA LA NACION

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SIRACUSA

O es exagerado decir que quienes amamos el teatro soñamos con recorrer los antiguos anfiteatros griegos. Gracias a este diario, que muchos años atrás me envió a cubrir un festival de cine en Taormina, pude conocer su extraordinario anfiteatro griego. Días atrás, en una nueva visita, comprobé que esa construcción erigida al lado del mar descubre por sí misma algo de la esencia del teatro. Porque no hay teatro sin espacio. Y ese mismo sitio evoca tanto a las fiestas dionisíacas, que dieron origen al arte dramático, así como a una cultura que supo reflexionar sobre los problemas más profundos de los mortales a través de obras nunca superadas en hondura y eficacia dramática. En ese sentido, el mayor impacto de este viaje fue asistir a la representación de Prometeo encadenado, la obra de Esquilo, en el Teatro Griego de Siracusa, uno de los más grandes e imponentes de los construidos en el mundo antiguo. ¿Qué pensaría Esquilo si supiera que sus obras siguen representándose dos mil quinientos años después en los mismos teatros que él solía frecuentar? Es domingo por la tarde y el clima es apacible. Los árboles se mueven con un viento ligero que viene del mar. La percusión anuncia la llegada de Prometeo, el mismo que robó el fuego para los hombres, símbolo de la vida, de la energía y de la inteligencia que mueve a los humanos. Zeus no perdona lo que hizo. Pero tampoco puede matarlo porque Prometeo es un titán, es decir, uno de los antiguos dioses descendiente de Urano (el cielo) y Gea (la tierra). Entonces, lo sujeta a una roca en la que quedará eternamente clavado, y además de la falta de libertad y las inclemencias del tiempo, soportará suplicios indecibles: “El perro alado de Zeus, el águila sangrienta, te irá devorando todo el día, y con tu negro hígado un banquete celebrará”. El anfiteatro de Siracusa parece estremecerse con el sufrimiento de Prometeo. Desde cualquier lugar en que esté situado el espectador, la acústica es perfecta. Las gradas están atestadas de jóvenes que siguen atentamente la acción. Quizá perciban que Prometeo representa la hiriente lucidez de la injusticia y que fue su amor por los mortales y el apego a la verdad lo que lo llevó a la triste situación que padece. Pero Prometeo fue más allá al ofrecerles a los hombres ciegas esperanzas. Esas líneas, que no han sido estudiadas lo suficiente, y que convierten a Esquilo en contemporáneo de Samuel Beckett, el autor de Esperando a Godot, la pieza teatral más importante del siglo XX, iluminan una verdad de enorme trascendencia. Acaso sin saberlo, el héroe de Esquilo les dice a los humanos que más allá del deseo y del empeño que ponga cada uno en su vida, hay algo duro como una roca a lo que no es posible acceder. Ciegas esperanzas significa también que el hombre construye una vida, aun sabiendo que en algún recodo del camino le espera la muerte. Y algo más: que la existencia más auténtica no deja de ser al mismo tiempo cierto simulacro construido como un castillo de arena que cualquier viento puede derrumbar. Diez minutos antes de las siete de la tarde, se encienden las luces en el Teatro Griego de Siracusa. El hombre que encarna a Prometeo, el excelente Massimo Popolizio, dirigido con mano maestra por Claudio Longhi, sigue allí, de cara a la intemperie, en una estructura de vidrio que representa la montaña a la que está sujeto su personaje. Las mujeres del coro están vestidas en tonos marrones, con telas que parecen de gasa transparente. En algún momento, juegan con el agua que rodea el espacio escénico. Prometeo recibe la visita del Titán Océano, que expresa la sumisión al poder, sea justo o injusto; después llega Io, metamorfoseada en vaca, condenada a vagar de un lugar al otro y perseguida por un tábano enviado por Hera, mujer de Zeus, que la odia porque supo despertar la pasión de su cónyuge y, por último, se acerca al lugar Hermes, que insta a Prometeo a que revele el secreto que pone en peligro el poder de Zeus. Pero Prometeo, que fue el primero en saber qué significan los sueños en la vida, sabe también que la libertad es ir contra el destino. Aceptar el destino es renunciar a cambiar el mundo. Es, además, conformarse con identificaciones que pueden convertir la vida de cualquier ser humano en una cárcel. Los estudiosos de la tragedia griega tienen indicios de que esta obra es parte de una trilogía que concluye con Prometeo liberado. Si fuera cierto, podría decirse que cierto sufrimiento es necesario para alcanzar la libertad. Esa libertad que nos permite hoy, en Siracusa, comprender una vez más que el teatro es una experiencia del cuerpo. Bajamos las gradas del teatro griego e imaginamos a aquellos espectadores que recorrían estos mismos senderos. El pasado y el presente se acercan tanto que provocan emoción. Algo del orden de la verdad sobrevuela esta tarde mágica e irrepetible como el teatro mismo. © LA NACION

A

MADRID

diferencia de dos exposiciones dedicadas a Picasso en Londres –una, en la Tate Britain, documentando su influencia sobre el arte moderno en el Reino Unido y la segunda, en el Museo Británico, con la edición completa de la Suite Vollard–, a las que se podía entrar sin demora por el limitado número de visitantes, para acceder a la gran retrospectiva consagrada en la Tate Modern a la obra de Damien Hirst, tuve que hacer una cola de tres cuartos de hora. No sólo la abundancia de público llamaba la atención; también, el gran número de jóvenes y de parejas, algunas con niños en los brazos. Los pequeños la pasaban bastante bien en las salas de la muestra. Se divertían mucho con el revoloteo de las moscas en la urna de cristal donde reposa la cabeza sangrante de una vaca (Mil años 1990) y todavía más en la instalación llamada Dentro y fuera del amor, un cuarto artificialmente humidificado con mariposas vivas, cuencos de frutas, superficies blancas y cajones con flores. Pero a algunos de estos precoces aficionados los asustaron los corderos y las reses seccionados quirúrgicamente y los tiburones dientudos conservados en formol; a veces rompían en llanto. La exposición misma no tenía mayor interés, salvo desde el punto de vista sociológico, pues resultaba sumamente instructivo espiar las reacciones de los visitantes ante los objetos que la poblaban. La mayor parte hacía un esfuerzo visible por descubrir, detrás o dentro de los anaqueles atiborrados de remedios, pinzas, tijeras, espátulas, guantes elásticos, órganos en yeso, o en las bolitas y globos suspendidos en el aire por el soplido de una secadora de pelo o el ventilador de una caja de colores chillones, la idea, la razón, la propuesta intelectual o estética, el misterio que confiriese a semejantes materiales algo que justificara la admiración, el respeto, o, por lo menos, la curiosidad del público. Muchos no podían ocultar su decepción, pero la disimulaban, con comentarios que rehuían lo primordial y se aferraban a lo adventicio: “¿El dispositivo será mecánico o eléctrico?”, “¿Deberán cambiar el formol cada cierto tiempo o durará toda la eternidad?”. Los más osados se atrevían a sonreír o a reírse abiertamente de lo que veían, como diciendo, entre guiños: “De un artista puede esperarse cualquier cosa, ya lo sabemos”. Los que se han tomado muy en serio aquello que allí se exhibía son, claro está, la comisaria de la exposición, Ann Gallagher, sus colaboradores y la media docena de autores de los ensayos del catálogo que la acompaña. El verdadero embauco está en esas páginas y, sobre todo, si los críticos se creen lo que firman. En síntesis, para entender cabalmente lo que Damien Hirst (o, más bien, los operarios de su taller) fabrican, hay que moverse con desenvoltura en una galaxia donde rutilan Immanuel Kant y Sigmund Freud, las complejidades de la Anatomía, la Farmacopea, la industria proveedora de instrumental clínico para los hospitales, Marcel Duchamp, Francis Bacon, Kurt Schwitters, las técnicas de la publicidad de la empresa Saatchi, los secretos del tallado de diamantes y las filosofías y teologías relacionadas con la muerte. Uno de ellos revela, como un dato de capital importancia, que en los primeros “gabinetes médicos” que concibió Hirst en los años 80, los remedios y pastillas que figuraban en sus repisas procedían todos de las recetas de su abuela enferma, a quien el artista quería mucho.

AP

Hirst posa frente a su obra El viaje increíble en una casa de remates londinense, en 2008 A juzgar por la entrevista que concedió Damien Hirst a Nicholas Serota y que aparece en el catálogo, el artista que, según la señora Ann Gallagher, “ha impregnado más la conciencia cultural de su tiempo”, no tiene en gran estima a sus admiradores, ni tampoco al arte que practica, ni trata de dar seriedad y dignidad a sus creaciones mediante anfibológicas referencias culturales o poniéndose bajo el ala protectora de imponentes pensadores o artistas. Por el contrario, habla de su trayectoria con una desarmante sinceridad, explicando, en cierto modo, la elección de sus opciones artísticas en función de sus carencias y limitaciones. Hubiera querido ser pintor pero advirtió que pintaba muy mal y optó por los collages en los que se sentía menos deficiente. Cuando descubrió el arte con-

Uno de sus méritos es haber demostrado que se puede ser un artista de prestigio sin demostrar destreza alguna ceptual, el surrealismo y el minimalismo, todo mezclado, entendió que había un camino –el del gesto, el desplante y el espectáculo– en el que él podía superar sus defectos e, incluso, triunfar. Uno de sus méritos es haber demostrado que en nuestra época se puede ser un artista, incluso de gran prestigio, sin demostrar destreza alguna en lo que se refiere a pintar o esculpir, simplemente haciendo lo que todavía no se ha hecho, y procurando que haya en esto algo novedoso y llamativo, que, sin significar ruptura o rechazo radical de una tradición, lo parezca. Cuando Hirst habla de los pintores que, cree, han ejercido una influencia sobre él, como Sol LeWitt o Naum Gabo, e incluso Francis Bacon, no se refiere para nada a sus méritos estrictamente plásticos, sino a sus actitudes y posturas, a que añadieron al territorio del arte lo

que antes de ellos no era ni podía ser considerado “artístico”. A diferencia de sus enrevesados y tramposos críticos, que dan a su persona y a sus obras unos baños delirantes de empaque y dignidad intelectual, estética y filosófica, Damien Hirst parece bastante consciente de la extraordinaria superchería en que se ha convertido hoy, para muchos, el oficio que practica. El no pretende disimularlo, sólo aprovecharlo: lo acepta tal como es y saca de ello todas las ventajas posibles. No es exagerado decir que se trata de un honesto embaucador, que, en un mundo en el que ahora todo vale, donde el auténtico talento y el funambulismo andan confundidos, él pasa sus mercancías por lo que verdaderamente son, sin escrúpulos ni pretensiones, dejando que se ocupen de envolverlos en argumentos y justificaciones de densa tiniebla y especiosa dialéctica, esos críticos, galeristas y marchantes que, como los publicistas alquimistas de Saatchi, saben convertir todo lo que brilla en oro, vender gato por liebre e imponer su propia tabla de valores y de jerarquías en medio de la confusión que ha reemplazado las viejas certidumbres y patrones estéticos. No faltará quien recuerde que, a lo largo de la historia, no sólo el arte, toda la cultura ha estado siempre hospedando en su seno a embaucadores de rauda figuración y que sólo con la discriminación que ejerce el tiempo retornaron luego al anonimato del que nunca debieron salir, alejándose por fin de los auténticos creadores a quienes, por la ceguera de sus contemporáneos, llegaron a hacer sombra. Eso es cierto. Pero no creo que nunca en la historia del arte haya habido nadie como Damien Hirst, desprovisto del más elemental talento y originalidad, que, en vez de disimular esta condición, la exhibe en todo lo que hace con perfecta desfachatez, y haya conseguido pese a ello escalar todos los peldaños de la consideración del establishment (la bibliografía que le está dedicada es abrumadora) hasta

llegar a ser requerido por instituciones como la Tate Modern y los museos más importantes del mundo. Su éxito económico está a la altura, y acaso supera, el artístico. En octubre de 2004 vendió, a través de Sotheby’s, su Pharmacy de Notting Hill por unos quince millones de dólares, y en septiembre de 2008 el remate que hizo, prescindiendo de galeristas y marchantes, siempre a través de Sotheby’s, de 244 nuevas obras obtuvo la astronómica suma de 111 millones y medio de libras esterlinas (es decir, más de 150 millones de dólares). Lo que significa que Damien Hirst es acaso el más caro artista vivo de nuestro tiempo. ¿Su futuro está garantizado? Si todo dependiera del mercado del arte, sin duda. Pero, ¡ay!, advierto una amenaza en el por-

Hirst parece consciente de la superchería en que se ha convertido hoy, para muchos, el oficio que practica venir de este Rastignac de la pintura del siglo XXI: la poderosísima Real Sociedad Protectora de Animales del Reino Unido. Auguro que los severos inspectores de esta institución no dejarán pasar impune el sacrificio de las decenas de millares de gráciles mariposas, a las que el artista mató, con el agravante de arrancarles las alas, para engalanar Enlightenment y una serie de sus cuadros, ni el genocidio de millones de moscas inocentes para empastelar con ellas la masa viscosa que recubre su famoso Sol Negro. No es imposible que la Real Sociedad Protectora de Animales ponga fin, o cause un serio quebranto, a la flamígera carrera del muchacho de Leeds que comenzó a hacer arte a los 16 años fotografiándose junto a la cabeza seccionada de un cadáver en la morgue de su ciudad natal. © LA NACION

Penurias de un burgués pequeño HECTOR M. GUYOT

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OPEZ salió de su casa apurado, el café quemándole la garganta. A la media cuadra tropezó con una baldosa floja –olvido de la cuadrilla municipal– y se fue de bruces al suelo. Antes de caer, extendió su brazo derecho y amortiguó el golpe a costa de una torcedura en los dedos medio y anular. Se incorporó de un salto. Iría a hacerse ver la mano al traumatólogo. Al menos así aprovecharía la prepaga, que le estaba costando una fortuna. Al agujero en el pantalón lo vio cuando subía al colectivo. A la altura de la rodilla. Cuando pensó en volver, ya era tarde: la marea humana que lo recibió arriba lo había llevado al medio del coche, y por el modo en que estaban todos anudados llegar hasta la puerta le insumiría unos minutos y varias paradas. No sabía qué le dolía más, si los dedos de la mano derecha, el agujero en el pantalón o un codo de dueño impreciso que se le estaba clavando en el esternón. El colectivo lo escupió en la avenida y, ante el ruido del tren, corrió hacia la estación. Falsa alarma: era el que iba en sentido contrario. A juzgar por la muchedumbre que colmaba el andén, el tren al centro venía demorado. “Quince minutos”, precisó uno. “Todos los días igual”, se quejó otro. “Un nuevo accidente”, intervino un tercero. Qué más daba. Había que esperar. Y esperó media hora. Como una burla cruel, los trenes que venían de la Capital pasaban semivacíos.

LA NACION

Cuando llegó la formación y se abrieron las puertas, la gente brotó de sus entrañas como de un capullo que revienta. Aun así, en el espacio que quedó libre no cabía ni un cuarto de la gente que pugnaba por subir. Pero los trenes argentinos ignoran las leyes de la física y entró más de la mitad, a fuerza de una ciega obstinación. López quedó comprimido entre varios pasajeros, pero adentro. Cuando advirtió que sus pies no estaban en contacto con el piso y que aun así se movía, se dijo que había

Era un hombre práctico. Sufrir fortalece, se dijo, y en ese sentido era una suerte haber nacido en la Argentina llegado la hora de considerar el chárter. Pero no le daban los números. Si Mónica no hubiera insistido en mandar a los chicos a un colegio privado… En Retiro hizo la cola para tomar el 50. Buscó la billetera en el bolsillo del saco y no la encontró. Tanteó sus otros bolsillos y nada. Alguien se la había manoteado en el tren, se resignó. Y empezó a caminar. En Alem y Córdoba había un piquete de judiciales y tuvo que hacer un largo rodeo. Llegó al banco una hora tarde, pero sintió alivio. Después de aquel viaje, el trabajo

le pareció el paraíso. Sin embargo, las trampas acechan en todos lados: alguien había dejado un diario en su escritorio, y López, desprevenido, lo tomó. “Hasta hoy, un trabajador sólo ganó para pagar impuestos”, rezaba el titular. Promediaba el mes de junio. Y él era un trabajador promedio. De modo que desde principio de año hasta allí, según el Instituto Argentino de Análisis Fiscal, había trabajado sólo para liberarse de la carga tributaria que imponía el Estado. Contable como era, no le costó ir directo a los datos estadísticos. La Argentina, con una carga de impuestos del 46% sobre el salario promedio de un trabajador, estaba por encima de Italia, Francia y hasta Finlandia, todos con un 43%. Y muy por encima de México (20%), Estados Unidos (27%) y Suiza (29%). Un rápido cálculo mental lo llevó a descubrir que, si su jornada laboral iba de 9 a 18, todos los días trabajaba para el Estado hasta las 13.14. Recién a las 13.15 empezaba a llevarse monedas a su bolsillo. Trató de mantener la calma y de aclararse las ideas. La cosa era así: hasta las 13.14 trabajaba para pagar los servicios básicos que el Estado prestaba para todos. Entre ellos, la salud pública, el transporte, la educación, la seguridad. Claro, la Argentina no era Finlandia. Ni Suiza. Precisamente por ese detalle era para él tan importante y necesaria la segunda parte del día. Con ella pagaba la prepaga

para el grupo familiar, el colegio de los chicos, la garita de la esquina, la cuota del auto, los servicios. Y algún día hasta pagaría el bendito chárter. Pensó en la baldosa floja, en el codo en el esternón, en la billetera que ya no tenía, y apoyándose en un viejo tema de Pedro y Pablo que solía cantar en tiempos de su rebelde juventud se preguntó: ¿dónde va la plata cuando pago? En respuesta, sólo se le ocurrieron otras preguntas. ¿Acaso va a financiar los gastos de un Estado fallido? ¿A cubrir el aporte de la mitad de los trabajadores que están en negro? ¿A lubricar el funcionamiento de la política? ¿A enriquecer las cuentas de funcionarios corruptos? ¿Todo eso junto? Hasta allí llegaba la sabiduría simple y la perplejidad del contable López. ¿Dónde se la llevan? ¿Quiénes se la llevan? Meras preguntas. Lo que sí supo con certeza es que a partir de ahora para él trabajar ya no sería lo mismo. Era un hombre práctico y trató de encontrar consuelo. Sufrir fortalece, se dijo, y en ese sentido era una suerte haber nacido en la Argentina. Tres años de monaguillo en la más tierna infancia le habían enseñado que los pensamientos edificantes siempre ayudan. Sin embargo, sintió que algo le dolía, aunque no supo dónde localizarlo. Le dolía mucho. Más que los dedos de la mano, más que el agujero en el pantalón. © LA NACION