NOTAS
Martes 10 de febrero de 2009
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LA META DEBE SER DUPLICAR LA PRODUCCION NACIONAL
El peligro de la “indigencia expresiva” ENRIQUE A. ANTONINI
E
PARA LA NACION
L menosprecio del idioma es una tendencia de nuestro tiempo. Poco es el interés que despierta expresarse correctamente y escribir bien, lo que, sumado a la poca atención que se le brinda a la lectura, nos encontramos frente a un panorama ciertamente desalentador. Como bien lo señala Jorge Velásquez Betancur en su artículo Cruzada por el idioma, solamente gracias al uso adecuado del lenguaje las personas pueden participar en la vida del conglomerado social al que pertenecen y se hallan en la capacidad de incluirse en la sociedad en que viven y trabajan. Este autor colombiano acuñó el término “indigencia expresiva”, para calificar a aquellos individuos que tienen una limitación poderosa en sus capacidades de expresión mediante el lenguaje escrito o hablado, y debido a esa incapacidad lingüística, los considera una especie de minusválidos para los actos de comunicación y expresión. Por su parte, el presidente de la Academia Argentina de Letras, Pedro Luis Barcia, fue mucho más contundente, pues ha planteado que lo que no se expresa por la boca se expresa por el palo, la pedrada o los puñetazos. Ello es efectivamente así, y podemos comprobarlo casi a diario. Ante la ausencia del diálogo, cuando no es la palabra la que tiene primacía ni el don de convencer, de defender o de impugnar, se abre la vía de la fuerza y de la prepotencia. Ejemplos no faltan: piquetes, marchas, cortes de rutas, amenazas, entre otras manifestaciones de intolerancia. Si queremos influir en los demás, es imprescindible saber utilizar la comunicación mediante un correcto uso del lenguaje, que se constituye en la principal herramienta que tenemos a nuestro alcance para interactuar en sociedad. Si bien los avances tecnológicos deben ser bienvenidos, ya que entre otras muchas ventajas, contribuyen a facilitar la comunicación entre las personas, no es menos cierto que su mala utilización favorece la deformación del lenguaje. Los sintéticos mensajes de texto que se envían por medio de los teléfonos celulares son, en este sentido, una muestra cabal de lo que queremos decir. El sistema provoca que la generalidad de nuestros jóvenes utilice un vocabulario reducido y deformado cuando, paradójicamente, la lengua castellana se destaca por ser rica en terminología. Las reducidas dimensiones de las pantallas de estos teléfonos imponen restricciones en la cantidad de caracteres admitidos, según el modelo del celular. Es así como se abrevian palabras, se sacrifican vocales, se omiten mayúsculas, haches, acentos y otros signos de puntuación. Esta nueva manera de comunicarse resulta un mecanismo rápido, fácil y económico, pero ha generado un impacto negativo en el uso del lenguaje, caracterizado por la utilización de un cúmulo de códigos y signos, todos arbitrarios e informales. Hoy todo exige velocidad. Miremos, por ejemplo, el caso de la fotografía. No se puede esperar a que las fotos se revelen. Todo tiene que ser instantáneo. Las cámaras digitales, con las maravillosas prestaciones que brindan (mejorar un gesto adusto, modificar escenarios, etc.) han hecho desaparecer la ilusión que significaba esperar que las fotos volvieran del laboratorio reveladas. Ahora, con sólo pulsar un botón, la imagen puede verse en el momento y, si no agrada, modificarse según el gusto del consumidor. Con el lenguaje pasa algo similar. Se lo manipula para que pueda entrar como mensaje de texto en una pantalla de un teléfono celular y hacerlo, en numerosos casos, incomprensible para quien lo recibe. No se trata de defender a ultranza la inalterabilidad del lenguaje. Por el contrario, debe admitirse que hay expresiones, modismos y vocablos que con el tiempo pierden vigencia y deben ser reemplazados por otros. Lo grave de la cuestión es que de tanto utilizar un lenguaje abreviado y deformado se lo termine incorporando como algo definitivo y se lo utilice en otros ámbitos, fuera del de la comunicación por celular o por chat, a través de Internet. Por ejemplo, en establecimientos educativos, académicos o laborales, en los que provoca inconvenientes con el resto de la comunidad, que no comprende esa forma de expresarse. La comunicación por medio de los mensajes de texto está representada por símbolos e íconos que hacen que las personas que no tenían faltas de ortografía comiencen a dudar de las reglas gramaticales que siempre tuvieron como válidas. Lejos de ser pulido, nuestro lenguaje se ve más pobre tras la necesidad de hacer todo breve. Los expertos y teóricos en educación estiman que es en el habla y el buen uso del idioma donde se percibe la deficiente educación de los jóvenes. Es por ello por lo que “N stoy d aqrdo con ste lnguaj, kro q mata l idma”. (No estoy de acuerdo con este lenguaje; creo que mata al idioma.) © LA NACION
Tiempo de esfuerzos CARLOS CONRADO HELBLING PARA LA NACION
U
NA imagen vale más que mil palabras. La fotografía mostraba, en un periódico de fines de mayo de 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial en el territorio europeo, a una anciana desesperada y perdida entre las ruinas de lo que había sido una ciudad alemana. Hurgaba entre los escombros en busca de algo para comer debajo de los restos de lo que quizás había sido su casa. Los ojos fijos en la cámara denotaban una mezcla de impotencia y desolación. Cuatro años más tarde, Alemania ya era una república federal, contaba con un Parlamento independiente, había comida para todos, los transportes funcionaban y se reconstruía la educación. El marco alemán comenzaba a afianzarse como moneda cuya estabilidad duraría hasta integrarse con el euro, en enero de 1999. La laboriosidad sin límites de horario, el esfuerzo y la tenacidad lograron esta reconstrucción. Alemania resurgió de sus cenizas con un tremendo esfuerzo. Por eso viene a cuento recordar la imagen. Por el contrario, a nosotros, los argentinos, parece habernos resultado difícil convertirnos en una nación moderna en este último medio siglo. Una nación integrada social y económicamente, seria, provista de instituciones confiables, llena de esperanza. Se me dirá que somos distintos, que ellos son alemanes y nosotros tenemos nuestra historia. Sin embargo, nuestro pueblo, en muchos casos individuales, es meritorio y talentoso. Nuestras carencias están en la falta de solidaridad hacia el prójimo, en soportar aberrantes diferencias socioeconómicas, carecer de laboriosidad y sentido del ahorro y, sobre todo, en la falta de una ambición nacional. Es fundamental la ausencia de una moneda estable. Después de tantos decenios de padecer estos males, parece que nadie se inmuta demasiado. El ciudadano común se ha acostumbrado a vivir en este marco. Sólo a una minoría le duele profundamente el progresivo deterioro de la Argentina
en estos últimos años. Me rehúso a pensar que este deterioro es irreversible. No lo acepto. Si una nación totalmente destruida, como fue la Alemania de 1945, logró erguirse, nosotros poseemos todas las condiciones para imitar ese ejemplo. La tarea que proponemos es, sin duda, ciclópea. Un dato desgarrador surge ante nosotros: en junio de 1945, en San Francisco, 50 naciones se reunieron para crear la Organización de las Naciones Unidas. La República Argentina se contaba entre sus miembros constitutivos y es la que, de lejos, más ha declinado en todos los campos. Duele admitirlo, pero es una triste realidad. Resulta cómodo señalar a los sucesivos gobiernos de estas últimas décadas como
Como respuesta a la crisis, y para retomar la senda perdida hace tiempo, la Argentina debe trabajar muy duro responsables de esta decadencia, pero no se nos oculta que igual o mayor responsabilidad le cabe a una sociedad civil desaprensiva y a sus dirigentes. Durante todos estos años ambos aceptaron y contribuyeron a ese deterioro que adquirió, lustro tras lustro, vicios crecientes. La situación merece toda nuestra atención. Ojalá, por Dios, que un día no se hable de una “Argentina que fue”. Durante estos meses de verano, los medios impresos y televisivos nos muestran la imagen de millones de turistas en los diversos centros de veraneo. Parecería que en la Argentina real todo el mundo veraneara. Pero no podemos ni debemos ignorar que, al mismo tiempo, un igual o mayor número de nuestros compatriotas viven bajo la línea de pobreza, sin educación, sin la posibilidad de un porvenir que les permita vislumbrar tiempos me-
jores. Son nuestros hermanos, nuestros compatriotas. A diario nos topamos con ellos sin que la mayoría de nosotros se detenga a pensar qué será de ellos en el futuro. Y son muchos. Ante este cuadro que nadie puede desconocer, propongo un esfuerzo titánico en común, casi inimaginable, al igual que el efectuado por Alemania a partir de 1945. Estimo que todos los argentinos coincidimos en cuál es el camino por recorrer: sólo una duplicación de nuestra producción nos hará fuertes y libres. Frente a una creciente crisis mundial, que se avecina a pasos agigantados y que nos afectará fuertemente, la Argentina debe adoptar a la brevedad la determinación férrea, aunque sea sólo por 12 meses, de asumir una economía de guerra o de posguerra. Medidas básicas por adoptar: regular al máximo el régimen de feriados, cambiar la legislación que regula las limitaciones en las condiciones de trabajo, suprimir los privilegios y regulaciones empresariales, laborales y sindicales (Alemania se levantó trabajando de sol a sol los siete días de la semana y todas las horas necesarias), imponer la doble escolaridad, suprimir las listas sábana. Además, cada habitante deberá contar con una libreta de trabajo en la que constará su documento de identidad, número de jubilación, ganancias, para dificultar las evasiones fiscales y también evitar la gente indocumentada. Hacer uso de la televisión y otros medios para instruir a los ciudadanos por medio de la educación a distancia, enseñar desde lo más sencillo, como respetar las reglas de tránsito, hasta cuestiones más complejas. Pensamos en el aprendizaje general de la lectoescritura y la capacitación digital, indispensables en el siglo XXI, y en la enseñanza de oficios básicos como electricista, carpintero o tractorista. ¿Enuncio una utopía? ¿Es posible? ¿Nuestros compatriotas y dirigentes estarían dispuestos a sacrificar, por un
año o dos, su actual modo de vida, sus placeres y su ocio, para emprender un gran esfuerzo de esta naturaleza? Muchos creerán, quizá, que estas propuestas son producto de un sueño de una noche de verano. Nos corresponde a nosotros, sólo a nosotros, decidirnos a repechar esta cuesta. Otros países lo han logrado. Singapur es hoy un ejemplo. Corea está muy cerca de lograr ese mismo objetivo. Este encuadre es el camino irreemplazable por recorrer para nuestra supervivencia, para hacer frente a la tormenta que se avecina, y que será fuerte. Es cierto que nuestros hermanos argentinos desprovistos de todo en el país de la pampa húmeda, del trigo, del petróleo, han prestado hasta ahora su aceptación tácita a esta pobreza. Somos un pueblo manso que convive dentro de este marco. No por ello deja de ser una flagrante injusticia. Mi honda preocupación, a la vez que mi exhortación a cambiar, están, pues, enunciadas. La senda democrática instalada en 1983 nos señala un camino irrenunciable y que debe transitarse no solamente el día del voto popular. El sistema republicano bien ejercido es una forma de vivir, es una forma de caminar, con sus logros y errores. Debe ser nuestra meta cotidiana en un mundo cada vez más globalizado e interconectado, corroído por una sociedad de consumo y una voracidad por el dinero que a veces parece irrefrenable. Cada uno de nosotros debe reflexionar y definirse en su fuero interno. Haremos así honor a nuestros abuelos, la mayoría de ellos inmigrantes, que supieron dar todo para construir esta Argentina que fue y podrá ser, sin duda. Estas palabras tomadas de la Oración por la Patria, lo dicen todo: “Que nos sea concedida la sabiduría del diálogo y la alegría de la esperanza”. © LA NACION El autor es economista y especialista en temas internacionales. Fue presidente del Banco de la Nación Argentina.
PLANETA DEPORTE
Grandes supersticiosos S
I todo lo demás falla, pruebe con el vudú: es una regla que enseñan en las escuelas de negocios más progresistas. Ahora ha llegado a los hinchas de fútbol mexicanos. Mañana, México jugará un partido de clasificación para la Copa del Mundo. Será en los Estados Unidos, donde México no ha ganado en los últimos diez años. Un periódico deportivo mexicano imprimió cupones que los hinchas podían recortar y cambiar en los comercios de Radio Shack por muñecos de vudú de los jugadores estadounidenses. Los avisos del periódico mostraban el muñeco claveteado con alfileres. Después Radio Shack se avergonzó y retiró la promoción. Era una verdadera vergüenza. La superstición está desapareciendo del deporte. En el fútbol inglés, por ejemplo, ahora todas las derrotas se atribuyen a descabelladas decisiones del árbitro. Gennaro Gattuso, el futbolista italiano que, según se dice, se prepara para los partidos leyendo a Dostoievski en el baño, es un raro deportista moderno que se atiene a los rituales primitivos. Fuera de estas excepciones, deberíamos remontarnos a la década de 1970, que marcó el punto más alto de la superstición en el deporte. Aquí, como servicio gratuito para México, se reseñan algunas creencias y supersticiones del deporte. Johan Cruyff: el más grande futbolista holandés dependía de una serie obsesiva de rituales anteriores a cada partido. Durante la época que pasó en el Ajax,
SIMON KUPER FINANCIAL TIMES
esos rituales incluían darle un golpe en el estómago al arquero Gert Bals y escupir su goma de mascar en el medio campo rival antes del puntapié inicial. Cuando Cruyff se olvidó su chicle para la final de la Copa Europea de 1969, el Ajax perdió 4-1 con el Milan. Extrañamente, cuando le pedí a Cruyff una reflexión sobre las supersticiones, décadas más tarde, dijo que los jugadores no deberían creer en ellas. “Hay que asegurarse de que la superstición no influya”, me instruyó. El rechazo de Cruyff demuestra la incomodidad y la vergüenza que el presente atribuye a la superstición. Los rituales que sobreviven son, mayormente, clandestinos. Francia 1998: el arquero es el equivalente futbolístico del salvador. Tal vez por eso su cuerpo se trata a veces como un ícono primitivo que los suplicantes deben tocar para tener buena suerte. Los rituales franceses en la Copa incluían ocupar siempre los mismos asientos en el ómnibus del equipo, escuchar el éxito de la década de 1970 de Gloria Gaynor, I Will Survive, en el vestuario (tal vez ignorando que es un himno gay), y el beso culminante que el líbero Laurent Blanc depositaba sobre la cabeza calva del arquero Fabien Barthez antes del puntapié inicial. Francia ganó la Copa. Holanda 1974: lo mejor de la cabeza de un arquero es que es muy difícil extraviarla. Ojalá lo mismo se aplicara al casete que
el gran equipo holandés de Cruyff usaba como talismán en el Mundial 1974. En el autobús del equipo, antes de cada partido, los jugadores cantaban con el casete de Cats, un grupo pop ahora olvidado de una aldea de pescadores holandesa. Holanda derrotó a todos durante el torneo. Pero el día de la final nadie pudo encontrar la cinta. Los holandeses escucharon, en cambio, Sorrow, de David Bowie, y perdieron. Bobby Moore: el capitán de Inglaterra en las décadas de 1960 y 1970 tenía que ser el último que se pusiera el short en el vestuario. En 1981, el zoólogo Desmond Morris escribió en The Soccer Tribe, uno de los primeros libros que tomaban en serio el fútbol: “El compañero de equipo de Moore Martin Peters estaba fascinado por la manera en que Bobby se quedaba allí con el short en la mano, esperando a que todos los demás terminaran de vestirse”. Peters solía “tomarle el pelo”, como dijo él mismo despreocupadamente, y esperaba hasta que Moore se pusiera su short para sacarse su propio pantalón. Moore respondía quitándose nuevamente su short y esperando a que Peters volviera a ponerse el suyo. Este jueguito no tenía un final lógico, y tal vez explique por qué la buena suerte de Inglaterra se esfumó en la década de 1970. Bjorn Borg: el más grande tenista de la década de 1970 ganó cinco torneos
de Wimbledon adhiriéndose a una serie de rituales semejantes a los de Cruyff. “La noche anterior a su primer partido –escribió Tim Adams en su casi perfecto libro On Being John McEnroe–, Borg y su entrenador tomaban sus 50 raquetas Donnay bien tensadas y, durante un par de horas, probaban la tensión haciéndolas entrechocar suavemente y escuchando el sonido que producían. Luego, cada raqueta era colocada en el suelo de acuerdo con su tono musical respectivo.” Allí quedaban, en el suelo de la habitación de hotel de Borg, hasta que les llegara el día designado. El sueco tenía muchos rituales ridículos… y funcionaban. Pelé: el gran brasileño, en una oportunidad, le regaló una de sus camisetas a un admirador “sólo para descubrir que su desempeño había desmejorado después de hacerlo”, escribe Desmond Morris. Pelé envió a un amigo a buscar al admirador para que le devolviera la camiseta. Una semana más tarde el amigo le llevó la camiseta a Pelé. Inmediatamente, el jugador estuvo en plena forma. Morris concluye: “Su amigo tuvo buen cuidado de no decirle que la búsqueda había sido inútil y que simplemente le había devuelto al gran jugador la misma camiseta con la que había perdido tan infaustamente la semana anterior”. Sin embargo, la cosa parece haber funcionado perfectamente para Pelé. © LA NACION Traducción de Mirta Rosenberg