OPINION
Miércoles 26 de octubre de 2011
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LIBROS EN AGENDA
LOS 200 LIBROS MAS REPRESENTATIVOS DE LA LITERATURA NACIONAL
José Bianco, un esteta de la prosa
El discutible canon argentino
SILVIA HOPENHAYN
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PARA LA NACION
A ruptura no siempre implica creación. Es decir, no todo lo que rompe, crea algo nuevo. El arte se presta a esta dialéctica. En sus distintas formas. El estallido o la miniatura en la pintura; la mixtura en la lengua. Ultimamente las novelas vienen con salpicado de palabras de distintos estratos y géneros. En algún momento Alan Pauls habló de “ficción chabona” –un término que enojó mucho a los escritores más jóvenes–, como si bastara con la jerga para romper con el estatuto de la lengua. Quizá la novedad pase más por lo que se escucha que por lo escrito. La oralidad siempre fue un punto de encuentro. Una de las novelas más aptas a esta efervescencia social de la lengua, y también más bellas y agudas, es La virgen cabeza (Eterna cadencia), de Gabriela Cabezón Cámara, donde la lírica nueva no pierde consistencia ni siquiera en el postulado de una ópera cumbia. Las frases parecen relamer los bordes de la cultura, los restos, las creencias más absurdas, el amor y su venganza. Así, en lo literario se puede revertir la idea del empobrecimiento de la lengua. La felicidad de las palabras pasa por otro lado. ¡Y es lo que escasea!, tanto en novelas que se ensalzan con amores históricos como en ficciones rupturistas, recias, que hacen de lo disfuncional (en las familias, entre los amigos) una supuesta estética acorde con nuestros tiempos. No hay que olvidar lo bien escritos que pueden estar los libros. Lo nuevo no siempre se rige por lo último. Es el caso de las dos novelas breves de José Bianco (1908-1986), Las ratas y Sombras suele vestir, ahora publicadas por El cuenco de plata, con un ajustado prólogo del crítico y poeta cordobés Silvio Mattoni, titulado “La perfecta ironía”. José Bianco fue secretario de redacción de la revista Sur de 1938 a 1961 y, de manera discreta y fecunda, marcó el espíritu cultural de una época. La belleza de sus frases no proviene sólo de su inmersión en la cultura (gran traductor de Henry James, Stendhal, Beckett y Eliot); son frases que enarbolan un secreto. El lector debe ser un creyente (de la ficción) para llegar a descubrirlo. Hay pues que creerle al narrador cuando escribe en el segundo capítulo de Las ratas: “Estas páginas serán siempre inéditas”. La lectura es el momento mismo de la aparición del texto, de su hacerse público. Los temas son los de siempre: las intrigas familiares, el desdén, las despedidas, la música, la melancolía, lo insoportable. Todo en una casa, sopesando ratas blancas de cola rosa. La ironía a la que se refiere Mattoni está en la convivencia; y en el poder insinuante de la frase, cuya belleza se constituye en la captación de lo humano, de lo mísero y lo excelso. Como la observación del narrador en Sombras suele vestir: “El sufrimiento ajeno le inspiraba demasiado respeto como para intentar consolarlo; Bernardo Stocker no se atrevía a ponerse del lado de la víctima y sustraerla al dominio del dolor”. © LA NACION
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LUIS GREGORICH PARA LA NACION
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A manía clasificatoria y (como habría dicho Borges) la superstición del sistema métrico decimal contribuyen a que, con cierta regularidad, nos veamos enfrentados a tomar en cuenta las 10, 50 o 100 mejores obras de la literatura, o a igual número de prestigiosas realizaciones científicas o tecnológicas, o a parecida cantidad de excelentes films o actores de Hollywood, Oscar o no mediante. Hay, para todo, un canon, según la optimista definición de Harold Bloom, una tabla de posiciones elaborada por críticos competentes que debería –decimos nosotros– acentuar su carácter democrático a medida que son más los que opinan. En el caso de Bloom, en su conocida obra El canon occidental, el crítico es él mismo, que con buenas y malas razones elige a los mejores escritores de Occidente, “un catálogo de libros preceptivos” formado por 26 autores, con claro predominio de la etnia anglosajona. Las dificultades que ofrecen estas nóminas jerarquizadas quedaron expuestas recientemente. Bajo la convocatoria conjunta de la Biblioteca Nacional y del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti (ex ESMA), se presentó, a partir del 6 de octubre, una muestra con (lo que los organizadores estimaron como) los 200 libros que constituyen “un mapa” de la cultura argentina, con énfasis en la literatura y, en menor medida, en las ciencias sociales. La cifra elegida constituyó un homenaje al Bicentenario de la Revolución de Mayo. El proceso de selección fue encomendado a dos docenas de escritores, intelectuales y catedráticos universitarios, en su mayoría de reconocido prestigio. Curiosamente –y ésta es la primera grieta en el criterio de selección adoptado– entre los 200 títulos figuran libros de buena parte de estos “jurados”. Es obvio que no hubo mala fe en este elegirse unos a otros, pero habría resultado más transparente la negativa reglamentaria a terminar perteneciendo a las dos categorías: seleccionadores y seleccionados. La lista obtenida podrá gustar más o menos. También es inevitable que refleje determinada ideología, en este caso una mezcla de la atmósfera de Carta Abierta, del nacionalismo peronista y de ciertos cruces con la calle Puan. Nada de esto resulta inquietante. Preocupa y confunde la forma del armado, que aparentemente se construyó sobre la base de un mínimo de diez títulos pedidos a cada uno de los seleccionadores, con lo que se llegaría al absurdo de que, para llegar a doscientos, todos, o casi todos, deberían haber presentado títulos distintos, sin saber los que ofreció el vecino. El resultado final puede haberse visto afectado por esta fragilidad metodológica. Reconozcamos, sin embargo, que escoger 200 libros puede ser más difícil que hacerlo con cinco, aunque la primera de las dos cifras parece capaz de englobar, sin vacilaciones, un archivo muy completo de la cultura argentina. Más allá de su facilidad o complejidad, consideramos incumplida la tarea. Hay nombres y títulos que quizá sobren, como ocurre con todas las listas, pero en cuanto a las omisiones, bien podría afirmarse, parafraseando a Macedonio Fernández: si falta uno más, no cabe. Incluir dos “libros” de Eva Perón, que quizá los dictó, vaya y pase. Tiene poco sentido incorporar el Ferdydurke de Witold Gombrowicz, que pertenece, con derechos naturales, a la literatura polaca. Sería lo mismo que adjudicar casi todos los libros de Julio Cortázar a la literatura francesa. Merece aplauso, en cambio, la inclusión del Nunca más y, por ejemplo, del libro de Pilar Calveiro (Poder y desaparición) acerca de
los campos de concentración de la última dictadura. Lo que resulta irresistible, aun con la carga de gusto y subjetividad que la empresa implica, es salvar del ninguneo a unos cuantos que faltan. Permítasenos el derecho de construir nuestro propio listado. Los lectores juzgarán. Empecemos por la narrativa. Nada de nuestros clásicos Eduardo Wilde y Miguel Cané, ni de Benito Lynch, ni de Arturo Cancela. Ningún libro de Manuel Peyrou (El estruendo de las rosas), ni de Juan Filloy (Op Oloop), ni de Bernardo Verbitsky (Un noviazgo), ni de Roger Pla (Los Robinsones), ni de María Esther de Miguel (La amante del restaurador), ni de Marco Denevi (Rosaura a las diez), ni de Abel Posse (Los perros del paraíso), ni de
La lista obtenida, es inevitable, refleja una ideología mezcla de la atmósfera de Carta Abierta y de la calle Puan Angélica Gorodischer (Kalpa imperial). Agreguemos: nada de Juan José Hernández (El inocente), ni de Tomás Eloy Martínez (Santa Evita), ni de Alberto Laiseca (Los Sorias), ni de Hebe Uhart (Relatos completos), ni de Marcos Aguinis (La cruz invertida), ni de Liliana Heker (Zona de clivaje), ni de Rodolfo Rabanal (El apartado), ni de Jorge Asís (Flores robadas en los jardines de Quilmes), ni de Alicia Steimberg (Músicos y relojeros), ni de Mempo Giardinelli (Santo oficio de la memoria), ni de Elvio Gandolfo (Ferrocarriles argentinos), ni de Jorge Barón Biza (El desierto y su semilla). Nada del inclasificable Juan Rodolfo Wilcock (El templo etrusco). Está bien, en el género del cómic, haber incluido a Héctor Oesterheld. Pero ¿por qué omitir a Quino, que con su Mafalda y demás creaciones se ha convertido en uno
de los más agudos críticos de nuestras clases medias, y a Roberto Fontanarrosa, que merece estar tanto por Boogie el Aceitoso e Inodoro Pereyra como por alguno de sus tomos de cuentos? Seguramente es discutible incluir, en una selección de libros (si bien su índole y formato están hoy en permanente discusión) a expresiones ejemplares de otro medio de comunicación como la radio, pero cedemos a la tentación de mencionar, por lo menos, dos nombres, sabiendo que nos quedaremos cortos. Los dos tienen que ver no tanto con cierta impostación de la voz o con la inteligencia para preguntar y contestar, como con una inventiva verbal, un uso creativo del lenguaje, de nuestro español rioplatense, que los vincula con la literatura. Uno de ellos, Alejandro Dolina, ha publicado, además, buenos libros; la otra, Niní Marshall, es uno de nuestros genios por encima de cualquier forma o género. Le llega el turno al teatro. Muy bien por la presencia de Armando Discépolo, aunque faltó Gregorio de Laferrère. Mal por la ausencia de tres auténticos maestros y renovadores de nuestra dramaturgia: Carlos Gorostiza, Roberto “Tito” Cossa y Ricardo Monti. En poesía las cosas se ponen graves. Parecen no haber existido Almafuerte, Enrique Banchs, Conrado Nalé Roxlo (ni siquiera como Chamico tuvo lugar), Ricardo Molinari ni el Carlos Mastronardi de Luz de provincia. No busquemos la Poesía vertical de Roberto Juarroz, porque no está. No busquemos a José Pedroni, a José Sebastián Tallon, a Alberto Girri, a Horacio Armani, a Mario Morales, a Edgar Bayley, a Francisco Madariaga, a Oscar Portela, a Diana Bellessi, a Arturo Carrera. Tampoco están. ¿Y una antología de letristas de tango? Con Homero Manzi, Celedonio Esteban Flores y Homero Expósito, entre otros. Hubiera estado bien. ¿Y los poetas del rock nacional? Reconozco mis pobres conocimientos en la
materia, pero me atrevo a impulsar, por lo menos, a Luis Alberto Spinetta. En el ensayo de interpretación nacional, no debía faltar Eduardo Mallea (Historia de una pasión argentina), y en el ensayo sobre filosofía y lenguaje echamos de menos a Santiago Kovadloff (El silencio primordial). Cierro esta nómina reivindicativa, este modesto desagravio, con Carlos Vega (Danzas y canciones argentinas. Teorías e investigaciones), Ana María Barrenechea (La expresión de la irrealidad en la obra de Borges), Félix Luna (Soy Roca), Adolfo Prieto (La literatura autobiográfica argentina) y esa obra única que son las Voces de Antonio Porchia. Manuel Gálvez figura, pero no con sus monumentales cuatro tomos de Recuerdos de la vida literaria.
Borges habría sido capaz de dar el ejemplo, sacrificando alguna de sus inclusiones para que la lista resultara más justa Perdón por los que olvido. Preferí no internarme en el espinoso territorio de los más jóvenes. En la muestra de 200 títulos que nos permitimos comentar, en este vértigo de nombres y obras que de todos modos celebramos, aparecen autores con varios libros incluidos: por ejemplo, Jorge Luis Borges, con siete; Juan Bautista Alberdi, Roberto Arlt y Ricardo Piglia, con cuatro; Julio Cortázar, Esteban Echeverría, Juan Gelman, Ezequiel Martínez Estrada, Domingo Faustino Sarmiento, Juan José Saer y Rodolfo Walsh, con tres. Borges seguramente habría sido capaz de dar el ejemplo, sacrificando alguna de sus inclusiones, para que la muestra nos pareciera a todos más justa, mejor balanceada históricamente, y no tan expuesta a la coyuntura y a los intereses políticos. © LA NACION
Dos hemorragias que pueden frenarse MARCOS AGUINIS
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AS muertes originadas por accidentes viales y ferroviarios pueden ser evitadas en su gran mayoría. Pero pareciera que fuese más divertido hablar y lamentarse que imponer la solución. Sobre esto discutí largo con Guillermo Laura, quien fogonea la ley Promitt (ver www.autopistasinteligentes.org). Esta ley pondría en marcha una sencilla política de Estado que volcaría enormes beneficios a nuestro país al disminuir notablemente dos hemorragias: las muertes por accidentes de ruta y tren, y el desparramo de una fantástica suma de dinero (el impuesto al combustible) que ahora se extravía por túneles inciertos, como el de las viviendas Schoklender, que también se nutrieron de ese impuesto. Sobre el asunto ya publiqué artículos y hubo un editorial de LA NACION. Vuelvo al tema porque avergüenza la inexplicable demora del Congreso en aplicarse a discutir un proyecto que le fue enviado en el año 1998 (¡hace 13 años!). Un proyecto que ya fue respaldado unánimemente por legislaturas provinciales, municipales y por el Cimop (Consejo Interprovincial de Ministerios de Obras Públicas), además de ser reclamado por numerosas organizaciones sociales. Pero… ¡sigue cajoneado! En ese tiempo ya se hubiera podido completar una fabulosa red nacional de autopistas y rehabilitar nuestros ferrocarriles, para conectar la integridad del país. Sin aportes
PARA LA NACION
del Estado: eso es lo novedoso. ¡Y es lo que asusta! Nos paraliza el prejuicio de que las grandes obras deben ser realizadas por el Estado, cuando la realidad nos muestra que el Estado muchas veces es el responsable de despilfarros, desvíos y frustración. Me explico. Se trata de desarrollar verdaderas autopistas, como las que se iniciaron en Alemania y luego se construyeron en Estados Unidos y en China. Urge cambiar el sistema actual, basado en el pago de peaje, que ya cumplió veinte años de vigencia y no ha parido un solo kilómetro de autopista o de autovía. Nada de nada. En la última década se contrataron –¡y publicitaron!– siete autopistas por peaje y todas fracasaron. Patético. La pregunta del millón: ¿cómo se pagaría la nueva y maravillosa red de autopistas y rehabilitación ferroviaria? Sin aportes presupuestarios del Estado –es la clave–, sin concesiones a los amigos, sin retornos ni extorsiones, sin corrupción ni zigzagueos burocráticos, que son los demonios de nuestra cotidianidad. Lo asombroso consiste en que los recursos sobran, pero no son utilizados debidamente porque intereses perversos quieren eternizar negocios que no bendicen al país. Fíjense: los usuarios pagamos 4000 millones de dólares anuales como impuesto al combustible. Ese impuesto fue establecido en 1932 por
la ley de vialidad, que determinaba un único destino: ampliar y mejorar la red de caminos. Cuatro mil millones son mucho dinero y alcanzan para pagar al contado 2000 kilómetros de autopistas anuales. En diez años se podrían terminar 20.000 kilómetros, más de lo que propone el Promitt. Es horrible el contraste de ese dato con este otro: la única autopista relevante que se inauguró luego de 19 años, apenas la que une Rosario y Córdoba, sólo cubre 400 kilómetros y ya tiene baches. El Promitt es tan simple que lo deja a uno perplejo. Esto lo hace parecer una utopía. Pero no lo es. Se basa en cambiar un modelo de gestión crónico y fallido, adaptándolo a otros tipos de servicios como el teléfono, la luz y el gas. ¿Cómo? No abonando estos servicios por adelantado, contra una promesa incierta. Se abona por un servicio que ya esté a disposición. Los argentinos cometemos el absurdo de pagar por adelantado autopistas que alguna vez –o nunca– se realizarán. Se recauda una suma fantástica como impuesto al combustible y no se lo aplica al objetivo para el que fue creado. Esos millones terminan en manos de funcionarios que lo reparten entre amigos, por lo tanto inmunes en el momento de rendir cuentas. Uno de los ejemplos resonantes de los últimos años es el caso Jaime, que, entre otros desfalcos, compró vagones-chatarra a España. Por eso la ley Promitt establece una
relación directa entre los empresarios que construyen primero las autopistas con su propia plata, y los usuarios que pagan después la tarifa en forma directa, sin intermediarios. Analicemos otro caso para comprender mejor. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si los 8500 millones de dólares que facturan el teléfono y el cable pasaran al Ministerio de Planificación para que su burocracia se encargase de pagar a los prestadores? Pues nos quedaríamos sin esos servicios en corto tiempo. Esto es lo que se hace con los 4000 millones de dólares que se recauda en concepto de impuesto a los combustibles. En un caso, los usuarios pagan a los propietarios obligados a brindar un servicio, y en otro, pagamos al Estado que no se acuerda del servicio. Por eso existen unos 52 millones de teléfonos y carecemos de una infraestructura vial moderna. La telefonía celular implica alta tecnología, mientras que en las carreteras se aplica una ingeniería básica. Pero hacer lo difícil y emperrarnos contra lo fácil es parte de nuestra locura. Dicho de otro modo, la ley Promitt estipula que será obligatorio habilitar la obra y recién después pagarla, como ocurre con los demás servicios públicos. Esta es la más eficaz protección: primero, las obras; después, el pago. Los tiempos de construcción se aceleran y se optimiza la calidad, porque los empresarios
quieren cobrar cuanto antes (apurarán los trabajos) y luego no tener que gastar en mantenimientos innecesarios (usarán mejor material). Vialidad Nacional viene construyendo autopistas, pero a un ritmo extremadamente lento. En las últimas décadas apenas completa 26 km por año. A este ritmo necesitaremos 440 años para concluir la red de 13.500 kilómetros que necesita la Argentina. El Promitt, en cambio, planifica avanzar a un ritmo de 1350 kilómetros anuales para concluir la red en sólo diez años. ¿Emergerán los estadistas que nuestra nación precisa para terminar con esas terribles hemorragias? ¿La hemorragia de quienes mueren por accidentes viales y la hemorragia de los miles de millones de dólares que se pierden en los laberintos de Schoklender, Jaime y tantos otros? Pero, a no desesperar. Gradualmente se va consensuando, sobre todo en las provincias, un creciente apoyo a esta política de Estado, que nada tiene que ver con el corto plazo de los populismos. Al margen de banderías partidarias piden al Congreso Nacional un urgente tratamiento de la ley Promitt para construir la infraestructura vial y ferroviaria moderna y eficaz que relanzaría potencialidades latentes de todo el país. Nos queda la esperanza de que terminarán por ser escuchados. © LA NACION