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24 jun. 2007 - Kirchner no lo pasa muy bien con el tercero, que receta cortesía, corrección y pruden- cia. El primero, “
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Notas

Domingo 24 de junio de 2007

LA NACION/Página 29

La mentira, ¿siempre tiene “patas cortas”?

Turbaciones en el país feliz de Kirchner

Por Mariano Grondona

Por Joaquín Morales Solá

OLEMOS atribuir a los políticos en campaña cierto grado de exageración. Si se exagera la exageración, empero, se cruza la frontera que la separa de la mentira. ¿Cuánto mienten los políticos? La suposición general es que, salvo las honrosas excepciones que afortunadamente existen, los políticos no suelen decirnos sino aquella parte de la verdad que coincide con sus intereses. Por eso, cuando descubrimos que alguno de ellos mintió, nos entristecemos pero no nos sorprendemos. Otra cosa ocurre cuando sorprendemos en una mentira a alguien en quien confiábamos ciegamente. Si un político a quien suponemos, como Homero a Ulises, “fecundo en ardides”, nos miente, decimos que “qué le hace una mancha más al tigre”. Pero si alguien que se había elevado a la consideración pública como un dramático ejemplo de sinceridad, de autenticidad, admite que mintió, aun cuando su mentira haya sido menor, nos perturbamos. A partir de su mentira en un caso concreto, ¿podremos creerle en todo lo demás? Esta es la duda perturbadora, desgarradora, que acaba de sembrar entre nosotros Juan Carlos Blumberg. La mentira es moralmente condenable. ¿Es, además, políticamente eficaz? Media biblioteca dice que sí. “Miente, miente, miente, que algo quedará”, reza la fórmula mil veces repetida del ministro de propaganda de Hitler Joseph Goebbels. El propio Hitler pretendió elevar este dicho a la categoría de un principio cuando afirmó en Mi lucha (Mein Kampf) que “cuanto más grande sea una mentira, tanto más fácilmente caerá en ella la masa del pueblo”. Maquiavelo, por su parte, observó que el mundo político es el mundo de las apariencias, no el de la realidad. Pero también hay media biblioteca que apunta en sentido contrario. Dice un conocido refrán, por ejemplo, que la “mentira tiene patas cor-

A economía ha sufrido en los últimos días como nunca desde la recuperación de la gran crisis. Parte de la industria debió parar por falta de gas o de electricidad. Las restricciones para la producción aumentan con el correr de las horas. Algunas empresas comenzaron a suspender personal. La suspensión no incluye el pago de salarios. Edificios céntricos, donde están las oficinas de muchas compañías, se quedan sin electricidad a las 18 en punto. Es la hora en que comienza, justamente, la noche del invierno austral. Hasta las salas de cine se vieron obligadas a racionar electricidad. Hay una sociedad que camina paralela a esas penurias de la economía. En los barrios elegantes se abren las ventanas para regular la calefacción. Los automóviles abarrotan las calles de Buenos Aires conducidos por una sola persona. Algunas casas y otros tantos edificios de viviendas parecen árboles de Navidad, encendidos por dentro y por fuera. ¿Por qué debería haber sacrificios? Los precios de los combustibles en la Argentina son abismalmente inferiores a los de América latina. En el país feliz de Kirchner, en medio de un mundo con serias carencias de combustibles, una sola cosa arruina la sensación incierta de opulencia energética. Está en los barrios pobres y en el sufrido segundo cordón del conurbano, que consumen sólo gas en garrafa. Su precio está liberado y es extraordinariamente superior al del gas domiciliario. Los pobres terminan, así las cosas, subsidiando el consumo energético de las clases sociales más altas. El precio de esos servicios debió ser siempre selectivo, pero al revés: son los sectores pudientes los que tienen que pagar más que los pobres. Falta de inversión. ¿Por qué no llega el gas domiciliario a esos barrios? Son las exclamaciones que

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No es lo mismo la gran mentira que la pequeña; tampoco es lo mismo mentir para dañar que mentir en pos de un fin en sí mismo loable tas”, porque, a la larga, no se sostiene. Lo cual coincide con la famosa advertencia de Abraham Lincoln según la cual “es posible engañar a mucha gente poco tiempo y a poca gente mucho tiempo, pero no a toda la gente todo el tiempo”. Esta observación es el fundamento de nuestra fe en la democracia. Mentir está mal. Pero aun para el que no se detiene en consideraciones morales, aun para el pragmático más desprejuiciado, ¿conviene mentir?

“Mentime, Carlos” El indoeuropeo men alude a los movimientos a veces felices y a veces descarriados de nuestro espíritu. De él provienen el latín mens y el castellano “mente”, así como las numerosas expresiones, sanas o enfermas, a las que la mente da lugar como, por ejemplo, “demente”, “manía”, “vidente”, “musa” y “música”, “amnesia”, “mencionar” y, por supuesto, “mentir”. Véase aquí la impecable definición de nuestro diccionario: “Mentir es decir lo contrario de lo que se sabe”. El fin de la mentira es engañar, “dando a la mentira apariencia de verdad”. También cabe aludir aquí a “engañarse” a uno mismo, que es “cerrar los ojos a la verdad por ser más grato el error”. El análisis de la mentira ha ocupado por milenios a la filosofía, desde el célebre ensayo sobre la mentira de San Agustín (354-430) hasta un libro clásico de nuestro tiempo, Mentir (Lying), de Sissela Bok. Es que la mentira se presta a numerosas distinciones. No es lo mismo la gran mentira que la pequeña. Tampoco es lo mismo mentir para dañar que mentir en pos de un fin en sí mismo loable. ¿Qué decir, por ejemplo, de la mentira “piadosa”, que Bok llama “blanca” (white), que se le dice a un enfermo terminal, o de las fábulas que se les cuentan a los niños, que aún se manejan por mitos, cuando se les hace creer en las generosas visitas de los Reyes Magos o de Papá Noel? ¿Cuánto mienten, en cambio, los gobiernos, no ya a los niños sino a los adultos y no ya para beneficiarlos sino para ocultarles una verdad a la que tienen derecho? En un reciente artículo, El negocio de mentir, Roberto

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Cachanosky acaba de acusar al gobierno de Kirchner de mentir con el concurso del nuevo y poco creíble Indec no sólo en cuanto a las cifras reales de la inflación, sino también en cuanto a las cifras reales del presupuesto, tratando de que creamos en un superávit tan generoso como inexistente, o cuando nos dice que no hay crisis energética sino, a lo más, pequeñas molestias derivadas del alto crecimiento económico. Falta explicar lo que podríamos llamar la “popularidad” de la mentira. ¿Por qué caemos tan fácilmente en ella? Quizá la explicación reside en la alusión del diccionario al verbo “engañarse”. A veces cerramos los ojos frente a la verdad. Maquiavelo escribió que “aquel que desee engañar, siempre encontrará a alguien que desea ser engañado”. Basta una anécdota para cerrar esta sección. En un viaje de regreso de Oriente, el avión que transportaba al presidente Menem y a varios de sus ministros empezó a fallar. Menem procuró calmar a los demás pasajeros repitiendo la famosa frase de Julio César, cuando les dijo a sus compañeros de un barco que corría el riesgo de zozobrar: “No temáis, lleváis a César”. En el vuelo que venía de Oriente, Menem procuraba inspirar la misma confianza. Pero uno de sus ministros, que seguía aterrado, atinó a pedirle: “Carlos, por favor, mentime”.

El caso Blumberg ¿En qué medida se pueden aplicar estas reflexiones a la mentira sobre su título de ingeniero de Juan Carlos Blumberg? Algunos dirán, en su defensa, que la falta fue en definitiva pequeña porque su prestigio no provenía de su condición universitaria, sino de la tragedia de su hijo Axel y del temple heroico que le permitió transformarla en una cruzada. En este punto, cabe una pregunta: ¿por qué nos importan tanto a los argentinos los títulos universitarios? Alberdi escribió una vez que prefería un zapatero honesto a un abogado sinvergüenza. Carlos Fuentes también nos advirtió que “en tanto los mexicanos venimos de los aztecas, ustedes vienen de los barcos”. Era una manera elegante de decirnos que somos una sociedad plebeya. Con una o varias generaciones de distancia, la mayoría de los argentinos venimos de los barcos. No hay entre nosotros, como en Roma, patricios y plebeyos. Pero aun los plebeyos necesitan algo similar a los títulos de nobleza porque el hombre es, después de todo, un ser jerárquico.

¿Por qué nos importan tanto a los argentinos los títulos universitarios? El grado universitario ha sido nuestro único título de nobleza ¿Cuál ha sido entonces nuestro título de nobleza? El grado universitario. A partir de esta necesidad, nuestra sociedad empezó a doctorar a una nueva capa de “nobles” intelectuales. De ahí que llamemos “doctores” no sólo a los médicos, sino también a los abogados o a esos otros nobles que son los ingenieros, los arquitectos y los licenciados. Esto explica en parte la falta de Blumberg, pero el problema es que su “pequeña” mentira, tolerable en otros casos, es más grave en el caso de alguien que había cimentado un renombre intachable, porque basta una sola nube para oscurecer la imagen de un gran hombre como el que creíamos que era Blumberg. Habrá que esperar un tiempo para saber si la imagen del máximo referente moral que teníamos contra el azote de la inseguridad podrá recuperarse. Estuvo mal Blumberg en mentirnos desde su alto sitial. Estuvo bien en reconocer su falta sin apelar a excusas. Ahora falta saber si, para bien de él mismo y del menguado capital de credibilidad que aún le queda a nuestra sociedad, el padre de Axel conseguirá finalmente remontar la cuesta.

Las palabras

Conductor “El Vaticano, alarmado por el impresionante aumento de muertes por accidentes de tránsito en todo el mundo, difundió el Decálogo del Conductor, en el que recuerda qué virtudes deben practicarse a la hora de conducir un auto.” (De la crónica periodística.)

¿Dónde está el piloto? El conductor ha enloquecido y el mundo corre peligro de estrellarse. ¿Tan grave es la situación que el propio Vaticano, especializado más bien en el tránsito a la vida eterna, se ha sentido obligado a salir a la calle para infundirles a los conductores un poco de respeto? Es posible: parece que los arcángeles allá arriba están trabajando a destajo. Por culpa de conductores irresponsables, incapaces o agresivos aumentó notablemente el número de almas recién llegadas a la oficina en la que se decide quién va al infierno y quién va al cielo, y ya no hay Cristo que pueda con ellas. Esa es la razón pública de estos mandamientos de la Iglesia para la ruta, pero hay otra secreta. Estos consejos no deben ser tomados sólo en sentido literal, sino como parábola, al mismo tiempo. No se va de los autos de fe a la exposición del auto sin paradas intermedias, y por eso en las líneas de este decálogo tiene que haber mensajes que vayan más allá del

tránsito, por muy preocupante que el tránsito sea. Visto así, está muy claro que no son sólo los conductores de vehículos los aludidos, sino también los conductores de las personas y los pueblos, hoy dedicados a toda clase de excesos. El francés Sarkozy tuvo que desmentir de modo no demasiado convincente que estuviera conduciendo borracho, cosa prohibida en el sexto mandamiento. Los conductores de las naciones más opulentas parecen destinatarios del cuarto: “Sé caritativo y ayuda al prójimo en la necesidad”. Kirchner no lo pasa muy bien con el tercero, que receta cortesía, corrección y prudencia. El primero, “No matarás”, puede aplicarse todo el tiempo, y con el quinto (“Que el automóvil no sea para ti ocasión de pecado”) se alude a la lujuria desvergonzada que nos rodea, sin penitencia ni escarmiento y, lo peor, sin permitir que nadie suba para dar una vuelta.

Hugo Caligaris

Los gasoductos llevan y traen menos gas que el que pueden transportar. No hay más gas que ése; la Patagonia está seca y Salto Grande, también surgen de voceros oficiales no bien se plantea aquella contradicción económica y social. Comienza el debate. La primera parte de esa discusión se refiere a si existe o no una situación de crisis energética en la Argentina. El Gobierno a veces masculla que sí la hay (el propio Kirchner lo aceptó en los últimos días), pero en el acto se rectifica. Se rectifica, sobre todo, en los hechos: no hace nada. Una crisis expresa una situación excepcional que necesita de decisiones excepcionales. Brasil padeció una seria crisis energética en el año 2000. El entonces presidente Fernando Henrique Cardoso dispuso en el acto drásticas medidas, casi draconianas, para desalentar el consumo domiciliario y preservar el consumo industrial. Kirchner suele decir que ése no es un buen ejemplo: la vida política de Cardoso se terminó poco tiempo después. Kirchner siente que octubre está a la vuelta de la esquina y que otra ronda de poder los espera a él y a su esposa. El país debe, por lo tanto, seguir sintiendo la percepción de la felicidad. ¿A qué precio? ¿Por cuánto tiempo? La economía ha crecido más del 48 por ciento en los últimos cinco años. El consumo de gas domiciliario, por ejemplo, se quintuplicó. También aumentaron las necesidades energéticas de la industria y de la producción agropecuaria. La producción energética, en cambio, casi no se ha movido. La inversión en exploración y explotación de petróleo y gas no fue suficiente. El Gobierno maltrata a las empresas por la inversión escasa. Las empresas piden, sin pedirlo explícitamente, que el Gobierno termine con las excepcionalidades de la vieja crisis y construya otro marco regulatorio, con tarifas más parecidas a las vigentes en el mundo. El mundo está exhausto por el precio del petróleo y del gas, producidos en regiones muy inestables. Kirchner se ocupó en los últimos días de golpear sobre las empresas que transportan el gas desde el sur y desde el norte del país. ¿Acaso no trasladan todo el gas que hay? Nadie sabe si el Presidente está mal informado o si decidió cambiar por su cuenta el ángulo de la discusión. En rigor, los actuales gasoductos

–sin las ampliaciones cuestionadas por presuntos hechos de corrupción– llevan y traen menos gas que el que pueden transportar. No hay más gas que ése. Además, la Patagonia está seca y Salto Grande, también. No llueve y la nieve está intacta. El gas no es mucho y la electricidad retrocede. El problema se reduce, en última instancia, a que la oferta y la demanda de gas y de electricidad corren parejas en momentos de cierta normalidad. Al Presidente le queda una única solución: decretar un estado permanente de primavera o de otoño en la Argentina. Un poco más de frío en el invierno o un poco más de calor en el verano hacen saltar la demanda por encima de la oferta. El actual invierno tuvo ya una ola de frío polar y se aguardan otros fenómenos parecidos para los próximos dos o tres meses. Pero no es necesario llegar a esos fríos patagónicos para que el sistema tambalee. El sistema colapsa por mucho menos y el consumo industrial debe ser reducido para que la felicidad social no sucumba. En la medida en que se acerquen las elecciones, menos posibilidades habrá de que Kirchner sincere los impudores del sistema energético. Una parte de la demanda eléctrica se solventa, relativamente, con la importación de fueloil que se le paga a Venezuela según los precios internacionales y que el Estado argentino subsidia luego con tarifas internas eufóricas de alegría. Podrá seguir haciéndolo mientras tenga superávit y éste no se destine para mejores causas. El problema es el gas. Para peor, Evo Morales, el amigo imprevisible de Kirchner, le quitó la mitad de las exportaciones de gas a la Argentina en el peor momento de la crisis local. En verdad, los amigos de tal linaje convierten en inservibles a los enemigos. La Argentina tiene dos recursos comprobables para abastecerse de gas. Uno es Bolivia, precisamente, pero no se trata sólo de ampliar los gasoductos argentinos. Antes, las petroleras internacionales deberían hacer fuertes inversiones en el país de Evo para que exista el gas que transportarían los gasoductos locales. Las ambigüedades del presidente boliviano han acobardado ya cualquier proyecto de inversión a largo plazo. El otro es el gas que existe en las reservas de Tierra del Fuego. Pero la ampliación de los gasoductos no es una obra simple, porque éstos

¿Quién se hará cargo de notificar a los argentinos de la crisis energética? ¿Será Néstor o Cristina Kirchner? ¿O un presidente de otro color político? deberán atravesar el estrecho de Magallanes. ¿Con qué dinero se financiarían? ¿Otra vez echarán mano a los cuestionados fideicomisos? ¿Qué empresas harán inversiones para que se derroche un recurso no renovable? Este es otro aspecto del problema. El petróleo y el gas se terminarán algún día y nadie arriesga su capital para que otros sean felices mediante el despilfarro de cosas singularizadas por la finitud. Un debate sordo, seco, imperceptible existe entre el Presidente y los inversores. La única diferencia consiste en que aquél habla y éstos prefieren el silencio público. La crisis energética, aceptémosla por su nombre, está ahuyentando otras inversiones, que necesitan que les garanticen el suministro de energía. Nadie garantiza eso en un país que ya tiene serios problemas con la inversión externa. ¿Quién se hará cargo de notificar a los argentinos de la crisis energética y de crear las condiciones para una mayor producción de combustibles? ¿Será Néstor o Cristina Kirchner? ¿O será un presidente de otro color político?