Vistazo involuntario a la prostitución en monterrey

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Vistazo involuntario a la prostitución en Monterrey:

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En las bancas de cualquier parque en nuestra ciudad, descansan sus habitantes y se intercambian historias. Esta es la de dos personas normales que durante la hora de la comida se salen de la plática ligera para asomarse al mundo del comercio sexual. Texto: Paula de anda @PaulaShan Fotoarte: Alexo Gráfico

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n hombre de canas pintadas y gafas oscuras se sienta a mi lado en una banca de la Plaza Hidalgo, en el centro de Monterrey. Me habla del clima, como si no bastara con levantar la vista para saber que este medio día está nublado. Me hace preguntas, las más gastadas: dónde trabajas, qué te gusta hacer, qué estudiaste. Vine aquí a ordenar mis ideas, a tomarme un descanso de la los vaivenes de la redacción. Vine aquí a desentenderme de mis labores de reportera y conseguí una historia. Estoy distraída, la conversación del hombre no me interesa, pero luego suelta una frase que hace que me incorpore: —Tengo algunas chicas, son edecanes, yo las maquillo, las arreglo, las visto… Vuelvo a estar en esa banca toda yo, cuerpo, oídos, interés, curiosidad periodística, preguntas. Ahora sí dialogamos. Me cuenta que da clases en una prestigiosa escuela de Monterrey, cálculo diferencial y otras materias relacionadas con la química. Me siento con la confianza de tutearlo. Suelo hablarle de usted a quien me intimida pero este hombre no lo hace porque su aspecto es roído: el cabello pintado, el cutis más o menos terso en contraste con las arrugas del cuello y las manos, los zapatos viejos y con un boleado que mal esconde su deterioro. Usa una corbata azul marino tejida que luce pasada de moda, tétrica, todo él luce así, como venido de otra década, sucio, viejo, gastado. El hombre me adula. Me dice que con esas piernas puedo cobrar caro, me recomienda cobrar, meterme con ricachones, no con chamaquitos universitarios. Lo dice casualmente, como si me hubiera recomendado ir a tal estética para cortarme la orzuela. Me cuenta que está esperando a una amiga suya que es su asistente y que le ayuda con las chicas. —¿Y cómo son las chicas? ¿muy guapas? —pregunto. —Ni tanto —responde él—, y las más guapas no son las que más cobran. A las que mejor les va es a las sensuales, las que tienen sex appeal. Fíjate, la que va a venir ahorita es un forro de mujer pero no le va muy bien… Tiene cara de niña buena y a los hombres eso no les gusta mucho. La pregunta obligada, pensando en mi salario no tan jugoso como periodista recién graduada: —¿Y cuánto cobran tus chicas? Su respuesta es la más cómoda: depende.

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—¿Cómo que depende? Su respuesta en una anécdota: —Tengo un cliente que es de Allende, un hombre guapo, de esos rancheros panzones, grandotes, bigotones, unos ojazos. Le pidió a una de mis chavitas que se desnudara. No la tocó, sólo la vio desnuda y luego le dijo: ‘Aquí te van 2 mil pesos para que te compres un vestido bonito’. Dos mil pesos por encuerarse frente a un ranchero. Pero él hombre insiste: coger es bien rico, pendejas las que no cobran. El hombre es químico farmacobiólogo, o al menos eso dice. Además de dar clases es cosmetólogo. Voltea a ver mi falda floreada y después mis piernas. —Tú tienes una piel muy bonita pero traes una resequedad horrible-. Me pide que le llame después para que me regale unas cremas humectantes. También me recomienda unos tratamientos de algas anticelulíticos. —Colágeno no necesitas porque traes buena nalga, pero sí te voy a tener que inyectar un antigrasa en el abdomen porque ya vi que traes pancita-. El hombre hace planes mientras yo detengo mis cavilaciones sobre la prostitución, las escorts, los padrotes, para preguntarme: ¿en qué momento llegamos a este punto de la conversación? Pero la curiosidad puede más. Cuando el hombre habla de sus chicas, su agencia de edecanes, no parece hablar de negocios, de una empresa con ánimos de lucro, más bien pareciera un organizador de eventos que no cobra, que lo hace por amor al arte, el poseedor de un hobbie. Me cuenta que algunas de sus chicas ya tienen sus clientes frecuentes, que ellos las traen en buen carro, que pueden ganar hasta 12 o 13 mil pesos en dos fines de semana. —Nada más media hora, ¿para qué quieres más? Luego los hombres se ponen cursis, te salen con que ‘me estoy enamorando de ti’, se ponen a llorar, te salen con que ‘mi esposa me está dejando’. No, mi amor, qué flojera. Por eso media hora y ya. A medida que el hombre habla, tengo más preguntas. —¿Y cómo contacta a las chicas con los clientes? Me responde como alguien que domina el tema, como un trabajador hablando de su oficio, su pasión. —Mira, imagínate, yo organizo una carne asada en mi casa o en la casa de un amigo. Allí llevo a las chicas bien arregladitas. Yo me encargo de arreglarlas. A ti te voy a poner brillantina en las piernas para que quedes bien chula… Mira, ese hombre de allá, ¿lo ves? El baboso no te quita la vista de encima, qué bruto, de seguro la tiene bien tiesa—. Escondo mi incomodidad con una risita y más preguntas.

—¿Y luego qué pasa en la carne asada?— Pues van ejecutivos que yo invito, es como una fiesta, ya ahí en la carne asada las chicas se ponen a coquetear, los ejecutivos las ven, platican. —¿Y después? Hubiera sido más sencillo responder lo que pasa después: sexo, coger, cobrar, intercambiar coito por dinero. Pero el hombre le da vueltas al tema, me pregunta sobre mi trabajo. —¿Qué temas te gusta cubrir? Varios, respondo yo, todos, ninguno, no sé. Escribir, por ejemplo, sobre las personas y sus oficios, cosas así. Escribir, digamos, sobre jóvenes universitarias que se prostituyen para pagar sus estudios. Eso último no se lo dije. Tampoco le dije que movida por esa intención fue que terminé dándole mi número telefónico. —Mañana te hablo para ir a comer, te voy a presentar a un hombre guapísimo, ojo verde, alto, es gerente de la Chevrolet. —Y si está tan guapo, ¿por qué tiene que pagar por sexo? —Ay, ni modo que se lo hagas gratis, güey. Más anécdotas: Hay chicas que ya tienen su cartera de clientes y se la pasan muy bien. Otras chicas que trabajan unos meses y pronto compran un carro. —Tú, por ejemplo, te puedes ligar a este señor de la Chevrolet, te daría para el enganche de un Spark. —Pero yo no quiero un carro. —Cómo no lo vas a querer; las mujeres son vanidosas. Un carro, un celular, algo has de querer. Le digo que ya me tengo que ir y él se ofrece a acompañarme. Preferiría que cuando nos levantemos de esta banca él se desvaneciera, pero caminamos juntos hacia el edificio de la redacción. En el camino él hace planes: —Te voy a poner unas extensiones en el pelo… también te podemos inyectar para quitarte las estrías, ya vi que traes estrías en las bubis. —Pero a mí me gustan mis estrías y mi pelo así como está, yo creo que sí le puedo gustar a alguien así, sin tener que inyectarme ni ponerme extensiones, ¿no? —Y las piernas, con brillantina y en tacones... — Otra vez la sensación de no platicar, otra vez esto, más que una charla, parece dos monólogos cruzados. El hombre entra conmigo al edificio de la redacción. Temo que me acompañe hasta mi escritorio pero se detiene afuera del elevador. Me despido de él. Quedamos en ir a comer en próximos días para que me presente al tal gerente de la Chevrolet. En el transcurso de la semana estuve pensando en el reportaje que escribiría sobre la prostitución como financiamiento de las colegiaturas entre universitarias. Recordé que en la Plaza Hidalgo, el

hombre me habló sobre una estudiante de arquitectura del Tec de Monterrey y otra de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UANL que trabajan con él. Pensé en los títulos potenciales de mi reportaje. Pensé en la posibilidad de volverme reportera encubierta, asistir a una de esas “carnes asadas”, dejarme llenar las piernas de brillantina. Mis divagaciones fueron interrumpidas con la tercera llamada telefónica del hombre. Para despedirlo, le dije: “Te llamo después”. Nunca le llamé. Cuando la incomodidad es tal, cuando de plano no se puede cubrir un tema por miedo, vergüenza, falta de atrevimiento, hay reportajes que se quedan así, para después.

Epílogo

Reproduzco la charla que sostuve con el proxeneta y se la envío a mi editor, por si le interesa publicarla. Se queda allí, en la bandeja de entrada de su correo electrónico. Se difumina entre el ajetreo cotidiano de la redacción. Algunas semanas después de ese medio día en la Plaza Hidalgo, tomo un taxi al hotel NH de San Pedro. —Yo conozco todos los hoteles de Monterrey — dice el taxista, como hablando solo. —¿Por qué? —le pregunto. En lo que queda de camino, el taxista me cuenta que hace tiempo atendió a una joven durante cinco años, a quien llevó a todos los hoteles de la ciudad. El taxista se orillaba en el hotel en turno mientras ella se encontraba con su cliente en alguna de las habitaciones. Pasados pocos minutos, ella regresaba con el dinero cobrado por adelantado. Se lo daba a guardar al taxista, por eso él sabe cuánto cobraba: de 3 mil a 3 mil 500 pesos. Luego la joven volvía a irse durante no más de 90 minutos, a encerrarse con su cliente en alguna de las habitaciones. No le gustaba trabajar los fines de semana ni en las noches. Había jornadas de hasta tres visitas a distintos hoteles, tres clientes, 9 mil o 10 mil 500 pesos. Era muy guapa, recuerda el taxista, también hacía modelaje. Tenía 22 años. Una vez, un cliente le dio 80 mil pesos por concepto de aguinaldo. Otro (o tal vez el mismo) le regaló una camioneta de modelo reciente. El taxista me deja en la puerta del hotel NH. Tal vez las llantas ya habían tocado este mismo pedazo de suelo; hoy yo me bajo de ese taxi, hace mucho tiempo la prostituta lo hizo. Vine aquí a una charla-desayuno que oficializa un ex subsecretario de seguridad pública, pero por petición del ex funcionario, no dejan entrar a la prensa. Así que me voy sin hablar con él. A veces la nota viene de lo que te cuenta el taxista y no la figura pública.

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