Un cruzado que dedicó su vida a luchar contra los ...

13 nov. 2014 - forzar la cruzada contra los escép- ticos y los incrédulos, a la que dedicó toda su vida. En algún moment
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Jueves 13 de noviembre de 2014 | adn cultura | 5

Un cruzado que dedicó su vida a luchar contra los incrédulos El hombre que inventó las viñetas cotidianas del “Créase o no” encontró en la televisión el aliado perfecto para difundir su repertorio de hechos raros, curiosos o increíbles seres famélicos, sus cuerpos lucían bastante estropeados y daban la impresión de haber envejecido tan prematuramente que sus aturdidas mentes resultaban incapaces de asimilar los cambios de los que eran víctimas, y por lo tanto sobrellevaban la situación sin mucha dignidad. Quizá debido a ello tenían siempre los ojos entrecerrados, como si quisieran calibrar bien lo que ocurría a su alrededor. A veces, cuando mi vecino estaba de regreso, yo lo ayudaba a desprenderse del traje. Entonces algunos de esos seres se acercaban y observaban nuestras operaciones sin mucho interés; la escena para ellos sería apenas un pliegue de descanso en su perpetua resignación. Una mañana cuando las nubes estaban más bajas que nunca, escuché continuos e insistentes ladridos. Parecían provenir de lejos, gracias a una rara combinación ambiental-acústica; por eso en un primer momento no les di importancia. Pero al rato pensé que el mismo estado de debilidad de los animales podía llevarlos a expresarse con muy poco énfasis, como si estuvieran enfermos o físicamente –y hasta mentalmente– apartados. En fin. Me acerqué al grupo que se congregaba cada día alrededor de la cisterna con la intención de identificar al autor de los ladridos. Todos los animales parecían estar a punto de la propia extinción. Miraban el agua como si tuvieran sed, aunque sin fuerzas para beberla. Y si gracias a la forma de sus cuerpos algunos de ellos exhibían todavía su fisonomía propiamente bestial, la pasividad y hasta cierto punto desconfianza o resquemor que mostraban hacia cualquier cosa que tuvieran cerca los convertía en incongruentemente humanos. Me acerqué un poco más y alcancé a oír, como si se tratara de un hilo de voz apenas perceptible dentro del grupo, alcancé a oír otra nueva serie de débiles ladridos, ahora también un poco lentos, en realidad parecidos a los de algún perro mecánico al que se le estuviera acabando la cuerda o la batería. Como es sabido, cuando envejecen los animales abandonan las diferencias que los separan de los humanos y se parecen a ellos. Por eso en un primer momento no advertí que en el grupo no había ningún perro de verdad. Me quedé pensando. Hasta estuve tentado de preguntarle a un oso que tenía cerca, con el hocico casi adherido al piso. Pero una nueva andanada de ladridos exhaustos, aunque en este caso pertenecientes a otra raza canina, se puso de manifiesto. Finalmente pude advertir, gracias a los cambios de tonalidad y altura por parte del ejecutante, dicho esto en términos exclusivamente musicales, momentos después de fijar la atención en un ser bastante diminuto, pude advertir que quien ladraba no era un perro sino un pájaro, quien no contento con ello perfilaba su pico como si gorjeara. Esto le daba a la escena un cariz medio inverosímil, ya que naturalmente el movimiento del animal no era compatible con la acción de ladrar, que como se sabe requiere de diferente actitud y de movimientos más toscos. Tomé la decisión de pedir explicaciones a mi vecino apenas regresara. Los truenos y tempestades de la lejanía, localizados en la frontera invisible de la planicie sureña, llegaban bajo la forma de una melodía que no alcanzaba a desarrollarse, quedaba trunca y arrancaba de nuevo como un silbido siempre recomenzado. Supuse que eso explicaba los ladridos: el temor, la conciencia del peligro, un afán de advertencia. Observé con atención: el pájaro era una calandria de tres colas, el de más virtuoso canto entre todas las aves del mundo, capaz incluso de aprender el de otros pájaros y repetirlo luego sin menoscabo durante días enteros. Había leído hacía tiempo que entre los pájaros ladradores, el hued-hued era en términos prácticos el insuperable decano. Habitaba en selvas frías y húmedas de la región, entre las frondas de los árboles y las enramadas de nivel inferior, probablemente sin advertir, al ladrar, que su canto tenía poco en común con el de casi cualquier otro individuo de género alado. Quise Continúa en la página 6

Marcelo Stiletano la nacion

R

obert L. Ripley encontró en la televisión un aliado perfecto para reforzar la cruzada contra los escépticos y los incrédulos, a la que dedicó toda su vida. En algún momento habrá pensado, como le pasó a cualquier lector habitual de las viñetas cotidianas del “Créase o no” publicadas (todavía hoy) en decenas de diarios del mundo, que los hechos raros, curiosos o increíbles presentados allí con textos y dibujos tenían muchas más probabilidades de ser dados por ciertos si llegaban a ponerse en movimiento a la vista de todos. El ver para creer necesitaba una prueba televisiva para completar sus propósitos. Los cuadritos gráficos del “Créase o no” (publicados durante muchísimos años en el ángulo superior de la página de historietas de La NacioN, a la izquierda de Trudy) habían superado largamente la prueba de la popularidad. Pero la TV podía ampliarla y expandirla todavía más. Y el Créase o no de la pantalla chica, emitido por primera vez en la cadena NBC el 1° de marzo de 1949, tuvo al mismísimo Ripley como presentador y conductor. Disponible hoy a través de YouTube (una maravilla que, de vivir hoy Ripley, lo hubiese desvelado), ese programa ofrece al espectador actual mucha más ingenuidad que rigor científico. Para justificar sus argumentaciones, Ripley recurría allí a varios colaboradores. Algunos tenían estampa de especialistas y otros mostraban nada más que un entusiasta convencimiento. Vistos en 2014 por un espectador curtido en horas y horas de demostraciones televisivas, las argumentaciones de Ripley aparecen difíciles de sostener, pero pueden disculparse en nombre de las limitaciones que ofrecía la televisión en vivo y también a partir de la seguridad que nunca abandonaba al mentor de la idea. Buena parte del éxito de cualquier proyecto divulgador descansa en la voluntad a prueba de balas de quien lo expresa. Ripley no pudo ver todo lo que pasó después. Al morir de un ataque cardíaco el 27 de mayo de 1949, el ciclo televisivo que había imaginado sobrevivió apenas un par de temporadas y concluyó a fines de octubre de 1950. Pero la idea perduró, se multiplicó por cientos en los diarios del mundo durante las siguientes décadas y encontró en los años 80 el esplendor de una segunda vida. Gracias a ese regreso, el nombre de Ripley se hizo más famoso que nunca en todo el mundo. Este Créase o no, el de mayor fama televisiva de la historia, llegó a la Argentina en 1987. Eran tiempos en que nadie estaba pendiente como hoy por ver un programa de éxito el mismo día de su emisión en el país de origen. En Estados Unidos su ciclo de cuatro tem-

poradas (1982-1986) ya había terminado, pero eso no impidió que al año siguiente de la despedida norteamericana se ganara de inmediato al público argentino desde la pantalla de Canal 9, que no tardó en convertirlo en una de las insignias de su programación. Ese interés se sostuvo sin mengua durante las sucesivas repeticiones del ciclo, que se extendieron sin pausa hasta 2003. El canal encontró al mediodía un espacio perfecto para sostener el rating. Hay simbiosis entre ciertos horarios y ciertos programas que se convierten en garantía de éxito (de Los tres chiflados a El Zorro). El Créase o no fue uno de esos casos. Con el respaldo de un productor tan sagaz como Jack Haley Jr. (hijo del Hombre de Lata de El mago de Oz y responsable tras las cámaras de varias de las transmisiones del Oscar), este Creáse o no encontró unas cuantas llaves que contribuyeron a que se transformara en uno de los preferidos del público: una idea de alcance universal, un par de consignas fácilmente asimilables, una estructura ciertamente original para la época y la elección del mejor presentador posible. Lo de Jack Palance resultó todo un hallazgo. Famoso por la galería de villanos que representaba casi sin esfuerzo gracias su aspecto intimidante, Palance encontró en este ciclo televisivo un camino de reconciliación con el público que concluyó con el Oscar al mejor actor de reparto ganado en 1991 y un par de inolvidables pasos de comedia en compañía de Billy Crystal en el escenario, con flexiones de brazos incluidas. En Créase o no, Palance se convertía en una persona amigable, didáctica, dispuesta a compartir con el telespectador los secretos de ese conjunto de enigmas y descubrimientos dignos de la incansable mente de Ripley. Sin embargo, cuando se lo escucha en la versión original, esa voz conserva en sus inflexiones y en su respiración buena parte de la actitud intimidante y malévola de su extensa galería de villanos de película. Lo hacía con un calculado y mínimo toque de deliciosa perversidad. Para mostrarnos que lo extraño, lo fantástico y lo inesperado que prometía cada emisión ya había sido visto, probado y conocido por él. Ningún otro anfitrión podía hacerlo mejor. ¿Qué presentaba Palance? Curiosidades propias del libro Guinness de los récords, demostraciones de pruebas científicas, extravagancias de la naturaleza, usos y costumbres ancestrales descubiertas por la producción del programa alrededor del planeta. Una galería que con el tiempo perfeccionaron, con la ayuda de mejores efectos visuales y sonoros, los canales temáticos que hoy se dedican desde la televisión paga a hacer divulgación científica desde todos los ángulos. Buena parte de esa televisión le debe al Ripley televisivo de los años 80 (que luego siguió con altibajos hasta 2003) el haber sentado las bases de sus logros actuales. Aunque usted no lo crea. C