Tangos perversos y enrarecidos

17 jul. 2010 - conocimiento respetuoso, la exageración paródica y la distancia: sólo así puede cantarse la perversa milo
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MÚSICA | DI LISCIA Y STEIMBERG

adnJUAN EMAR Un dandi surreal El chileno Álvaro Yáñez (18931964), inteligente promotor del arte contemporáneo, publicó en los años treinta, con el seudónimo Juan Emar, una serie de libros narrativos que son hoy objeto de un culto afortunado

dad de mármol. Nada les comuniqué. Y Piticuti volvió a morder. Al fin tanto atropello a nuestros conciudadanos empezó a pesarnos en la conciencia. Para absolvernos decidimos juntar dinero. La suma total la dividimos en cuatro partes iguales para entregarlas cariñosamente a los transeúntes decimosexto, trigésimo segundo, cuadragésimo octavo y sexagésimo cuarto. Y nos dirigimos al barrio más indigente de la ciudad. Piticuti quedó en casa encerrado. Con estupor noté que no sentía ni hilos que se quedan, ni hilos que se anticipan, ni sexo. Sabía que, al dar dinero, tenía que producirse lo mismo que al herir. Lo sabía... Nada más. No sé qué ocurrió con mis amigos. El caso es que Baldomero Lonquimay dijo: –No vale la pena hacer esta caridad. Y Desiderio Longotoma: –Vamos a tomar una copa. ¡Basta de necedades! Y volvimos, la noche siguiente, a nuestras correrías con Piticuti. En otra ocasión Desiderio Longotoma nos dijo con aire misterioso: –Tengo un nuevo proyecto que realizar con nuestro fiel compañero. Mañana lo comunicaré solemnemente. Pero al otro día amaneció muerto Piticuti. Lo enterramos en el jardín de la casa de su amo. Sobre su cuerpo echamos tierra. Sobre la tierra, una lápida de cemento. Desiderio Longotoma cayó en gran tristeza. No quiso jamás revelarnos su proyecto. Sólo repetía: –Ahora... ¿para qué? Y yo no volví nunca más a sentir la profunda, la desgarradora voluptuosidad de esos hilos nocturnos y temblantes. ¡Pobre Piticuti! Veintitrés años más tarde.

Hace hoy una semana. ¡Volví a sentir! Avanzaba yo hacia el cerro que hay en el centro de esta ciudad. Eran las 8 de la noche. Pasaban muchos transeúntes, muchos coches, autobuses y tranvías. Brillaban faroles y letreros luminosos. Aquello mareaba. Al costado izquierdo del cerro hay un dédalo de callejuelas bastante complicado y que han complicado aún más con la apertura de nuevos pasajes y plazoletas y con la construcción de complejos y enormes edificios residenciales. Mas yo conozco bien ese barrio. Mi intención era llegar a uno de ellos en donde tiene su departamento una mujer que me inquieta y me atrae. De pronto, a pocos metros ya del cerro, me ofusqué. Vacilé por un centésimo de segundo. Todas aquellas vías se me confundieron, se me enredaron en un embrollo tan súbito e inesperado que me punzó la sensación aguda de un misterio –oscuro, temible, efervescente– que surgía en todo aquel barrio. Y en aquel misterio que así bulló, Ella estaba. Ella lo vivía con su cuerpo entero. Con su sexo. Y yo, a pesar de embrollos y complejidades, seguiría adelante y llegaría como un sonámbulo, suspendido por una voluptuosidad angustiosa. Entonces el barrio todo, al revolverse con Ella, rebotó en mi sexo. ¡Había vuelto a sentir! Durante el espacio de un centésimo de segundo. Poco importaba. ¡Había vuelto a sentir! Y había aprendido que existe una relación entre la configuración de una ciudad y nuestros más encubiertos deseos. Así, como antes, gracias a los colmillos de Piticuti, había aprendido que, desde cierto ángulo de vista, hay también relación clara entre ellos y los seres que van caminando por las calles. Pensé entonces volver a la tumba de nuestro antiguo compañero y, como ofrenda a su memoria, depositar algo sobre ella. Pero, ¿qué depositar? No lo sé. Todo cuanto he imaginado me ha presentado acto continuo varias fallas. Ahora creo que lo mejor será colocar en un extremo de la lápida un caracol. Y quedar allí, de pie, inmóvil, hasta que la cruce entera, de largo a largo, quedar allí hasta que se pierda de vista, lejos, ojalá en el mar.

Tangos perversos y enrarecidos POR PABLO GIANERA De la Redacción de La Nacion

s probable que, hacia 1999, cuando publicó Figuración de Gabino Betinotti, el semiólogo y escritor Oscar Steimberg tuviera ya la expectativa de una música para esos poemas y letras, o incluso que la hubiera oído íntimamente. El gesto era lamborghiniano; el libro, de hecho, está dedicado “a los Lamborghini”, a los dos: a Leónidas y a Osvaldo. La idea general consiste en hacer una reescritura sentimental y paródica del tango presidida por la doble figura, condensada en un único nombre imaginario, de los payadores Gabino Ezeiza y José Betinotti. Más de una década después, el compositor Pablo Di Liscia escribió esa música tácita, aunque enteramente original y válida por derecho propio, y la grabó en un disco que recién editó el sello BAU con el mismo título del libro. El registro recupera casi íntegramente el texto de Steimberg (se suprime por ejemplo el “recitado” final) pero se mantiene el orden de los tangos y milongas y también el de las “Glosas”, esas prosas breves que puntean las letras y arman un relato paralelo, escenas de la vida imaginaria de Gabino. El trabajo del poeta sobre las letras se proyecta en el del músico. Los tangos de Di Liscia son reconocibles y verosímiles, pero suenan enrarecidos, desplazados, poco enfáticos, vistos a través de un lenguaje contemporáneo. Aparecen impensadas tensiones armónicas (basta escuchar “Viejo criado”, reverso de “La casita de mis viejos”) y la línea vocal suele chocar sutilmente con el acompañamiento, como si hubiera allí una diferencia insalvable. Parte del éxito del disco pertenece a la voz de Brian Chambouleyron, que se ubica en un punto justo entre el conocimiento respetuoso, la exageración paródica y la distancia: sólo así puede cantarse la perversa milonga “Te evoco por el percal”. Completan el grupo instrumental Santiago Segret en bandoneón, Mirta Wymerszberg en flauta, Diego Schissi en piano, Juan Pablo Navarro en contrabajo y el propio Di Liscia en guitarra. En cada una de las glosas, el plan cambia. La instrumentación se vuelve allí escasísima; no suele quedar sino la guitarra y el sonido procesado; en dos ocasiones (glosas II y XII), se escucha, casi como documento, la voz de Steimberg. “Pero entonces empezó otra moda, la del tango roto, a cachos”, anota el poeta, precisamente en una glosa. El de Di Liscia no es un tango fantasmal o desgarrado. Es más bien un tango completamente consciente de sí mismo y ya muy pasado. Tal vez Figuración de Gabino Betinotti sea la carroña del tango. Pero la carroña, en todo caso, de una carne que se amó.

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Sábado 17 de julio de 2010 | adn | 11