Suzi Brown Las cosas que quedan con nosotros El lugar favorito ...

Edward y Nicola, fingían que no sabían dónde estaba ella. Después de un rato, ella separaba las ramas, una capa de pelo,
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Suzi Brown Las cosas que quedan con nosotros El lugar favorito de las dos niñas estaba bajo las ramas del sauce llorón. Sadie, la niña menor pensaba que, atrás de esas ramas—como dedos largos y flacos y cubierto de mini hojas de terciopelo verde—ella era invisible. Por eso, cuando todos jugaban al escondite, ese lugar siempre era su escondite preferido. Todo el mundo podía ver su pelo—rubio y desordenado de jugar—su cara alborotada, sus zapatillas—las que se iluminaban cuando daba una patada en el suelo—todo eso se podía ver a través de las lágrimas del sauce llorón. Sin embargo, como la fantasía, realmente las mentiras, son gran parte de la niñez, su hermana, Lola, y sus padres, Edward y Nicola, fingían que no sabían dónde estaba ella. Después de un rato, ella separaba las ramas, una capa de pelo, y se revelaba la ganadora del juego. Pero ese día no hubo juegos y ella no fue la ganadora. Porque al día siguiente, ellos tendrían que despedirse de su hogar y de su país. Ese día, la familia estaba en Silver Birch, la casa de los abuelos, que estaba fuera de la ciudad, fuera de Londres. La casa estaba situada en una calle principal, ruidosa y un poco contaminada. Sin embargo, había un muro de piedra y árboles en frente de la casa para que todo en el interior estuviera tranquilo, casi silencioso. Además, en el patio trasero, con el césped infinitamente largo y las zarzamoras, se sentía como si estuvieran en un lugar totalmente diferente. Aunque ellos habían vivido en Londres, la mayoría de las memorias de Sadie venían del campo, del Leicester, del Silver Birch, bajo los ramos del sauce llorón. Cuando se aburrían del escondite, Lola y Sadie caminaban por el jardín largo y recogían las moras. Ellas debían colectarlas en unos tazones y las traían a su abuela para que ella hiciera un postre. Pero cuando ellas regresaban, los tazones siempre estaban medio llenos, y sus dedos y

labios siempre estaban púrpuras. En el jardín de los vecinos del lado derecho había pequeños huertos de frutillas más pequeñas pero más dulces que las que se puede comprar en el supermercado. Ellos eran buenos amigos de los abuelos, y a veces permitían que las niñas tiraran unas frutillas del suelo. Para las chicas, esas cosas simples—encontrando las bayas maduras, saboreando cada una cuando ellas casi se derretir en la lengua, lamiendo el jugo de las jugosas bayas mientras goteaban en riachuelos por sus brazos—eran las únicas que ellas querían. Otras veces, había más personas para jugar con Lola y Sadie: Toda la familia, los primos y los vecinos veían al campo, añadiendo vida a la casa calma, que olía a muebles antiguos y a la comida cocinándose. En el jardín, Sadie no era la única admiradora del sauce llorón. Todos usaban las ramas y las hojas para esconder del sol o hacían una siesta después de un almuerzo tradicional ingles: tomates, jamón y queso y quizás unos huevos hervidos. También ellos encontraron un respaldo en el tronco y un compañero callado. Y esto necesitaban los adultos después de un día con la implacable energía de todo los niños. Situada en un lado del jardín, Sadie miraba por el largo y verde tramo del césped, entrecerrando sus ojos como si le hiciera bajar la mirada. Ella agarró la mano de su padre y dijo, “corramos como una chita!” Y al oír eso, Edward apretó la mano pequeña y húmeda, y corrió con Sadie hasta el extremo del césped. A Nicola no le gustaba a correr, pero siempre estaba allí cuando ellos regresaban, sonrojados y jadeados, listos para encontrarse con el resto, para relajarse y burlarse de esa manera de los ingleses, cáusticos y sarcásticos. Si Sadie quería encontrar a Lola, podía tropezarse con ella recostada en el gran sillón, gastado de largas conversaciones, siestas y ensueños. Siempre la miraría con un libro, completamente arrellanada en la historia y las personajes. Cuando ella leía un libro, estaba cerrada del todo el mundo alrededor, solo enfocando en las páginas en frente de sus ojos, y el

mundo ficticio que tenía en sus manos. Edward también tenía este don de ahuyentar el mundo afuera de su libro o su trabajo o cualquiera cosa que hacía. Sadie odiaba cuando trataba de llamar la atención de Lola y Lola no la oía, aunque Sadie decía, “Lola. Lola! LOLA! ¡No me ignores!” Pero ella no estaba ignorando a su hermana. Ella era una soñadora, y algunas veces era difícil despertarla. Estos sillones no solo eran los sitios para los ensueños, sino paro los sueños también. Y Nicola se dio cuenta de esto, muchos años antes, su primera vez en la casa de los padres de Edward. Después de un vuelo largo sin dormir, un viaje en coche para llegar a se casa, y una cena muy fuerte con vino rico y un postre que podía alimentar a un ejército entero, todos se sentaban en la sala de estar para ver el discurso de la reina. Había un fuego en la chimenea y la comida y el vino se mezclaba en Nicola como un encantamiento, dándola más y más cerca de dormir. Es posible que hubiera sobrevivido a todo esto, pero la voz de la reina fue justo bastante para llevar el sueño al extremo: su voz de sonidos de alta frecuencia y la manera extraña en que pronunciaba cada palabra actuaba como una canción de cuna de la que no podía escapar. Y así fue como, la primer vez en que todos se conocieron, Nicola roncaba a través del discurso de la mujer más importante de Inglaterra. Peores cosas podrían haber sucedido, pero el puro hecho de que algo pasó, algo—en la opinión del padre de Edward—tan “Americana” que esto, pasó en el viaje para encontrar los padres de Edward, fue lo peor para ella. Edward y Nicola por entonces vivían en Nueva York, pero en un viaje que Edward hizo para visitar su hogar, los dos fueron a Inglaterra juntos, para que Nicola pudiera conocer a sus suegros futuros. Ellos tomaron el vuelo nocturno, y aunque Nicola usualmente podía dormirse en cualquier lugar, ese noche, en ese avión, su mente no pudo relajarse. Ella ya sabía que Edward era el hombre con el que iba a pasar todo su vida—ha sabido esto desde el primer instante en que

lo conoció. Esto no era como el último tiempo en que estaba prometida—cuando solo tenía diecinueve años y prácticamente era una niña sin idea de lo que quería. En su vida como la había sabido hasta ese punto, era común casarse joven, quedarse en el mismo barrio y repetir los mismos errores que los otros. Solo fue cuando su padre, que usualmente no se cruzaba las vidas íntimas de sus hijos, preguntó a Nicola sobre que hablaba con su novio, y cuales cosas tenían en común, y cuales eran sus deseos juntos. Y ella no sabía nunca de esto. Días después, dejó una nota en el bar en el que su novio trabajaba y nunca le volvió a hablar en su vida. Pero en ese tiempo, que sentía como otra vida—otra Nicola—ella era segura. Segura que su vida no iba a ser como los otros, en Brooklyn, con la misma escena y la misma gente que no cuestionaba ni imaginaba ni quería algo más que lo que estaba frente sus ojos. Edward representaba todo que ella podía dejar atrás. Aunque solo era por algunos días, ella ya estaba en un avión venía hacía un nuevo país, quizás una nueva vida. Nicola definitivamente quería explorar esta nueva vida, pero al mismo tiempo, ella tenía un poco de miedo, porque en la mayor parte de su vida no había hecho muchas cosas nuevas. Nicola nació en Brooklyn en una casa con sus padres, su hermana, sus dos hermanas y su abuela arriba. Jugaba en las calles con todos los niños del barrio, atendía una escuela católica, y más o menos seguía el statu quo. Y entonces, un día, conoció a Edward en el café de una de los Torres Trump en Midtown Manhattan. Y esto iba a definir el camino de su vida. Al otro lado del océano, Edward se crió con su padre, un doctor, su madre, una enfermera, y su hermano menor, que pasaba mucho de su niñez en un internado en el campo de Inglaterra. Edward—alto, atlético y con talento musical—era como el hijo perfecto. Iba a una escuela de chicos, donde podía ejercer su naturaleza competitiva, recibiendo las notas más altas,

nunca contento aunque obtuviera la mejor nota. Corría mucho, participaba en el partido de fútbol, tocaba el piano y visitaba la biblioteca para que le recomienden de libros, que podía leer en solo algunos días. Él podía resolver cualquiera ecuación de cálculo. Pero no podía impresionar a su padre. Cuando tenía diecinueve años, fue aceptad a la Universidad de Cambridge, la mejor escuela en Inglaterra para matemáticas, y después de sus tres años allí—dónde tomaba muchísimos exámenes, se encontraba con otros personas de orígenes similares y, algunas veces, gastaba bromas infantiles—se mudó a Londres, unas horas de su ciudad natal, pero bastante cerca del rechazo de su padre, y, con sumisión silencia, la desaprobación de su madre. Por cinco o seis años viví en Londres, trabajando mucho en varios empleos como contador, saliendo con muchas mujeres y corriendo en muchas carreras, tratando validarlo y demostrando a sí mismo. Pero cuando se fue anunciada una oportunidad para trabajar en Nueva York, no necesitó pensar antes de decir “sí.” Toda la gente sabía que esta isla pequeña, con rascacielos enormes y la silueta más conocida del mundo, era el lugar en el que cosas pasaban y cambio empezaba, y si Edward estaba buscando algo, iba a encontrarlo en Nueva York. Cuando les contó a sus padres lo que había decidido, su padre, después de años de desaprobación, lo trató como un traidor. Y su madre se quedó de pie, al lado de su padre, sin decir nada. Edward les dio un beso de despedida pero no miró atrás. Unas semanas después, aterrizó en el aeropuerto JFK. Y esto iba a definir el camino de su vida. Desde el momento en que se conocieron, Edward y Nicola sabían que su relación se basaría en el compromiso. Edward se fue a los Estados Unidos con un contrato de empleo de un año. Y por este poco tiempo, no hablaron sobre el hecho de que había decisiones difíciles en su

futuro sobre donde vivirían. Después de un año, Edward decidió renovar su contrato. Esto les dio a la pareja otro año de felicidad, al fin del cual habría gran cambios. En Junio del segundo año de conocerse ellos, Edward y Nicola se casaron en una iglesia, demasiada grande para los invitados, en la Quinta Avenida de Manhattan. Esta boda como así había sido el sueño de Nicola desde su niñez en su barrio al otro lado del río. Edward sabía que una boda en Nueva York incluyera más gente de la vida de Nicola, su familia y sus amigos, y también sus memorias. Pero el hermano de Edward viajó felizmente con su nueva esposa, y sus padres, un tanta de mala gana, tomaron el vuelo caro tras el océano Atlántico para ver a su hijo, que con tanto potencial, se había casado con una mujer de Brooklyn, que tardó siete años en graduarse de la universidad, y finalmente terminó con un título en arte de La Universidad de Diseño de Nueva York. A Edward le encantaba la creatividad de Nicola, y su capacidad de vivir una tipo de vida llena de sentimientos y color. Por estas razones, Edward quería que Nicola estuviera lo más feliz posible en este día especial. Porque sabía que directamente después, los dos se tendrían que mudar a Londres. Nicola tenía miedo. ¿Qué sabía ella sobre una vida en un país con una reina, con gente de acentos muy correctos, un lugar en que ella no tenía una comunidad? Pero al mismo tiempo, quería esta mudanza, este cambio, esta manera de despedirse de su pasado. Quería esta oportunidad de probar que ella seguía un camino diferente. Sabía que se iba a sentir sola, especialmente porque Edward iba a estar muy ocupado con su trabajo, pero, ¿qué es la vida sin desafíos? Después de vivir en Londres por diez años, siendo ahora una familia de cuatro, con dos niñas que empezaban sus cortas vidas en Inglaterra, Edward y Nicola decidieron mudarse, cruzando otra vez el océano.

Ellos no querían desarraigar a su familia y mudarse por cualquiera razón. Pero tuvieron que hacerlo para que Nicola pudiera estar en su país otra vez; para que Edward aprovechara de las oportunidades en los Estados Unidos; para que las niñas tuvieran las mismas experiencias de su madre; para que todos ellos vivieran en posiblemente el país mas libre del mundo. Y, además, ellos se mudaron porque el padre de Nicola estaba enfermo. Él se contrajo al asbesto en la Guerra Coreana, y cada día, desde que había hecho un hogar con su esposa y criado a los cuatro hijos y cuidado a su familia, sus pulmones se estaban debilitando. A la edad de setenta años, los médicos le dijeron que todavía tenían algunos buenos años para vivir, pero tarde o temprano, el asbesto iba a alcanzar. Nicola quería estar más cerca de su padre durante sus últimos años, y como los padres de Edward gozaban de buena salud, y como Edward podía tener el mismo empleo en New Jersey, se decidió que toda la familia se mudaría a los Estados Unidos. Obviamente, Edward no sabía que su padre también iba a morir cuando ellos estaban viviendo en el extranjero. Para Lola, esta mudanza fue como el fin del mundo. Ella tenía seis años y, por su parte, tenía costumbres muy arraigadas—costumbres que empezaron en Inglaterra, y debían quedar en Inglaterra. Aunque la madre había vivido en Brooklyn la mayor parte de su vida, Lola hablaba con fuerte acento inglés. Un acento solo no define una identidad, pero esta era una característica concreta que la vinculaba a ella con su tierra natal. Como si no quisiera soltar sus raíces, ella se agarraría a su acento por tanto tiempo como pudiera. Años después, cuando dejó de hablar naturalmente de esta manera, ella inmediatamente volvería a hablar como una chica perfectamente inglesa cuando sus abuelos la llamaban por teléfono desde el otro lado del océano. Pero no pasó lo misma para Sadie. Sus padres dijeron que ella ya se volvió una Americana en el vuelo a través del océano. Los dos años que la separan de su hermana, tuvieron

mucho que ver con esto. Sadie no tenía las mismas costumbres que su hermana, y su acento, como su lugar en el mundo ingles, no estaba tan establecido. Cuando Lola cambiaría a hablar con su acento inventado, Sadie se sonreiría y burlaría, sin comprender que esa fue su manera a aferrarse a su vida en Inglaterra. Después de un tiempo, este pequeño recuerdo de vivir en Inglaterra desapareció, y cuando la abuela llamaba por teléfono, Lola sonaba como todo el resto de los americanos. Pero antes de todo esto, antes de mudarse, Lola ya tenía planes de volver a Londres, a su hogar: si nos quedamos en los Estados Unidos por tres años, voy a volver cuando tengo nueve años, y si nos quedamos allá por cinco años, voy a tener once años cuando esté aquí otra vez. Con esos cálculos incesantes, volvió locos a sus padres. Como la relación de Edward y Nicola, que desde el principio requería compromiso, tenía dos puntos de origen, e implicaba una doble identidad, sus dos hijas entraron al mundo encajando en dos mundos, al mismo tiempo que no encajan en ninguno. Lola y—dos años después—Sadie nacieron con dos pasaportes, cada uno representando una pieza de sus vidas, asegurando que una pieza siempre esté en el otro. ¿Por qué se mudaron a los Estados Unidos a la edad en la que las memorias empezaron a formarse? Después de crear las primeras relaciones y antes de tener conexiones reales? Ser miembro de la sociedad inglesa era casi imposible—ellas no habían vivido allí por quince años. Pero siempre había parte de ellas que quería volver a sus raíces, a su patria. Y por eso, nunca podían ser miembros puros de los Estados Unidos. Lola había resistido la mudanza a los Estados Unidos, y luego, cuando Sadie se dio cuenta de que apenas tenía cosas suyas en Inglaterra, ella también sentía tristeza al pensar en salir de su hogar original.

Por largo tiempo, la única razón que Nicola le dio a sus hijas para mudarse a los Estados Unidos fue que ella quería que sus niñas tengan la experiencia de crecer en los Estados Unidos. Aunque Lola y Sadie algunas veces se sienten como que viven en las orillas que separan dos mundos, finalmente entienden este sentido. Sus vidas de adulta empezaron en los Estados Unidos, y esto definitivamente, significa algo único. Aunque, al principio, Edward y Nicola la habían dicho a sus hijas que volverían a Londres después de cinco años, o como máximo, diez años, ellos se quedaron en su casa cómoda en Nueva Jersey, que, durante los años en que Lola y Sadie crecieron, cambió su color desde blanco, hasta amarillo, y finalmente el color que duraba, azul. Al repasar, Edward y Nicola no sabían si las palabras que les dijeron a sus niñas sobre la posibilidad de volver a su país natal fueron mentiras para conseguir una adaptación más fácil, o si realmente pensaban que la mudanza sería temporaria. Por parte de Nicola, ella extrañaba su país y su ciudad, y aunque ella había hecho buenos amigos en Londres y había visto a sus niñas hacer sus propios amigos y volver a ser perfectas chiquitas inglesas, había algo llamándola hacia sus raíces originales. Y Edward también, aunque sus verdaderas raíces venían de Inglaterra, sentía que las que plantaban en las orillas de los Estados Unidos estaban más fuertes de las que lo quedaban en Inglaterra. Las oportunidades del país en el que encontró el amor de su vida no se podían encontrar en otro país. Pensaba en su misma carrera, y pensaba en sus niñas. En los Estados Unidos, la actitud fue, “puedo hacer cualquiera cosa que me propongo.” Pero en Inglaterra, especialmente para las chicas, hay menos movilidad y diferente actitud hacía la posibilidad de hacer lo que se quiere. Finalmente, la familia se estableció. Edward y Nicola estaban contentos con su vida, que suponían expandirse sólo sobre dos estados—Nueva Jersey y Nueva York—y no sobre países.

Sin embargo, el deseo de mover—de salir, de mudar, de buscar—se queda con la familia, y ahora era en los mentes de Lola y Sadie. Ellas volvieron a la casa de sus abuelos e inmediatamente empezaron a caminar por el jardín. El sauce llorón había cortado años antes, pero las chicas, casi mujeres, se sintieron atraídas por el lugar en que solía estar. Ellas se sentaron en el suelo y se echaron, mirando hacía el cielo. Sí, ellas habían vuelto.