sencillamente perfecto

Esta es la historia de Andrés de la Vega, un chico guatemalte- co que decide ... miso consigo mismo, pero ¿le quedará ti
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Un plan… sencillamente perfecto

Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico Dirección editorial: Sylvia Martínez Primera edición: marzo, 2012 Un plan… sencillamente perfecto © Fernando Grajeda © éride ediciones, 2012 Collado Bajo, 13 28053 Madrid éride ediciones ISBN libro impreso: 978-84-15425-71-7 ISBN libro digital: 978-84-16085-29-3 Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

FERNANDO GRAJEDA Un plan… sencillamente perfecto

éride ediciones

INTRODUCCIÓN

Cuando nos enfrentamos a muchos eventos inesperados en nuestras vidas que están fuera de nuestro control, sentimos miedo e incluso le reprochamos a Dios, creamos o no en Él. No nos damos cuenta de que una enfermedad, el romper una relación con alguien que hemos amado con todo nuestro corazón, el perder a un ser querido mediante una muerte inesperada, el que hayamos sido despedidos de un trabajo después de muchos años de servicio o el que tengamos una deuda económica que nos ahoga, son unas de las muchas formas que Dios utiliza para hablar directamente con nosotros. Estos eventos los podemos utilizar como una oportunidad para hacer un ‘alto’ en nuestras vidas y reflexionar sobre el propósito y la manera en que la estamos viviendo. Claro, todo esto si lo queremos ver desde esta perspectiva. Es muy fácil dejarse caer y tirar la toalla y nunca dejar atrás algo que nos ha marcado tan fuerte en la vida, y así vivir una vida infeliz y frustrada. Sin embargo, Dios tiene un plan para cada uno de nosotros y nos habla por medio de señales y de eventos en nuestra vida, que muchas veces no entendemos o no queremos entender. Esta es la historia de Andrés de la Vega, un chico guatemalteco que decide dejar su país a los 18 años, ya que se siente avergonzado de su propia familia; y porque sabe que irse de su país es la única forma de escapar de su realidad. Ayudado por alguien que le hizo mucho daño a su padre, emprende una aventura y viaja a estudiar a Inglaterra, donde posteriormente se convierte en un profesional exitoso. Su ambición maquiavélica y su esfuerzo hacen que a su corta edad sea un hombre con una carrera profesional envidiable en la industria financiera de Londres y del mundo. Cualquier persona que ve a Andrés podría pensar que es un tipo que lo tiene todo. Tiene un trabajo donde gana más dinero de lo que un día pudo imaginar, y que le hace viajar a todas las capitales financieras del mundo. Un chico que a sus 28 años ya es

dueño de su propio apartamento en un barrio muy exclusivo a las afueras de Londres y de un Aston Martin. Un ejecutivo que siempre está vestido con los trajes más caros del mundo. Un hombre que tiene todo bajo control y al que las cosas siempre le salen a su manera. Sin embargo, un día se da cuenta de que algo en su cuerpo no está bien. Tiene una masa en uno de sus testículos y se aterra. Escucha una palabra que nunca imaginó que escucharía: cáncer. Desde este momento se da cuenta de que no tiene a nadie a su lado, que por más dinero que pueda tener, está solo y vacío. En los últimos diez años se ha dedicado a alejar completamente a su familia de su vida. Conoció a una chica de la que se enamoró, pero la perspectiva de tener que sacrificar uno de sus sueños profesionales de vivir en Nueva York por amor, hizo que se alejara de ella completamente. El tener que enfrentar su propia mortalidad hace que se sienta vulnerable. Movido por el recuerdo de la persona que más ha amado en su vida, siente la inexplicable necesidad de querer estar cerca de ella: su abuela, quien murió cuando él tenía 12 años. Es por eso que toma una decisión «irracional» e impulsiva, y sin ningún tipo de agenda decide hacer un breve viaje a la tierra del olvido, a Guatemala. En este viaje, Andrés experimenta muchas situaciones que nunca había imaginado. El salir de su zona de comodidad hace que se exponga a muchos eventos, personas, emociones y sentimientos que le hacen apreciar lo que realmente es importante en su vida. Al reconocer lo que realmente es importante para él, hace un compromiso consigo mismo, pero ¿le quedará tiempo para poder vivirlo? Este es un libro que busca darle las herramientas al lector para poder enfrentar con mucha fortaleza algún evento inesperado que pueda poner en peligro su vida terrenal. Es una historia que busca demostrar que las grandezas materiales no siempre son la respuesta a nuestra felicidad, como lo pinta nuestra actual sociedad hedonista. Sobre todo, es una historia que quiere demostrar cómo entregándole nuestra vida a Dios y entendiendo que TODO –lo bueno y lo no tan bueno– que vivimos en nuestra vida tiene un propósito. Espero que con este libro podamos aprender a valorar cada mañana que abrimos los ojos, cada atardecer que observamos y cada abrazo que damos y que recibimos de la gente que amamos. Espero que al leer este libro los lectores puedan disfrutar más de

su vida y que juntos podamos ser luz en un ambiente que ha estado agobiado por una crisis económica y social que hemos experimentando en los últimos años, y que poco a poco está terminando con cualquier tipo de esperanza social y, sobre todo, espiritual. Finalmente, deseo que con este mensaje de amor los lectores puedan darse cuenta y crean que realmente Dios tiene «Un plan… sencillamente perfecto» para cada uno de nosotros. FERNANDO GRAJEDA

Capítulo I

Suena la alarma de un reloj que retumba simulando las campanas de una catedral. Son tan solo las 4:30 de la mañana. Como es usual, Andrés de la Vega solamente deja que suene la primera campanada y un minuto después empieza a prepararse para salir de su apartamento en Richmond, al oeste de Londres, en dirección al parque donde ritualmente corre diez kilómetros cada mañana. El único día que no sale a correr es el domingo, ya que desde pequeño éste ha sido un día en el que se permite romper la rutina de la semana. Aunque llevase diez años tras haber salido de Guatemala para aventurarse a vivir una vida llena de grandezas a las que él nunca estuvo acostumbrado de pequeño, quiso mantener esa tradición de que el domingo era el único día en que se podía dar el lujo de romper con la rutina de la semana. A las 4:33 a.m., Andrés ata las cintas de sus zapatillas de tenis, se pone su atuendo de corredor, y se ajusta el iPod al brazo. Después de correr, regresa a casa y se ducha exactamente a las 5:30 a.m. A las 5:40 a.m. se viste para salir a trabajar. Como es ya tradición, todos los días que va a su trabajo viste su traje negro, camisa blanca y corbata negra, como si fuera un trabajador de funeraria. Él siempre ha creído que vestirse de esta manera refleja elegancia, seguridad y sobre todo poder. No es que se vista de esta forma porque no tenga más trajes o más camisas. Al contrario, Andrés es un «City boy», director a sus 28 años en una casa financiera en el corazón del centro financiero de Londres, con un sueldo de doscientas cincuenta mil libras esterlinas sin contar su bonificación anual. Sin embargo, se viste de esta forma porque quiere creer que así refleja ser un tipo exitoso. Tiene 13 trajes negros –todos de Armani–, 25 camisas blancas, y 10 corbatas negras italianas exactamente iguales. Nunca nadie ha visto a Andrés vestido en otro color de traje, corbata o camisa que no sean negros y blancos.

A las 5:50 a.m. se dispone coger un tren con destino a la estación de Waterloo desde la estación de Richmond. En el camino a la estación compra un pequeño croissant de jamón con queso y un café latte con leche descremada en una tienda orgánica francesa. Durante su jornada de Richmond a Waterloo no se despega ni un segundo de su BlackBerry. Lee el Financial Times, revisa sus correos y proyecta la estrategia de cómo ese día hará más dinero. Al llegar a la estación de Waterloo a las 6:15 a.m. camina por 20 minutos hacia su oficina en la calle de Cheapside, muy cerca de la estación de Bank, en el corazón de Londres. Aunque podría coger el metro desde Waterloo para Bank, desde que fue promovido a director dos años atrás, ha preferido caminar o coger un taxi en uno de esos días lluviosos y grises de Londres. Prefiere caminar a tener que oler al asqueroso del pordiosero en la plataforma del metro, o escuchar los chillidos de un bebé que llora porque tiene hambre, o al estudiante que escucha música electrónica a todo volumen. Andrés cree que él ya no está en un nivel en el cual tenga que aguantar todas estas cosas tan ordinarias para cualquier otro londinense. Entra a su despacho siempre antes de las 6:35 a.m. Al dar el primer paso desde la recepción de su pequeña oficina, ubicada en el décimo piso del edificio, baja la mirada y trata de buscar la manera de no tener ningún tipo de contacto con nadie. Cada vez que Andrés entra, sus compañeros de trabajo se sienten incómodos, empiezan a mirarse unos a otros y nunca falta el chico nuevo que grita desde su pequeño cubículo «buenos días, Andrés», queriendo creer que él será el elegido para obtener una respuesta. Como es usual, lo único que recibe es un silencio todavía más profundo del que había antes de que Andrés hiciera su aparición. Todos le temen y algunos incluso lo han llegado a odiar. En una ocasión hizo que Tom –un colega un poco mayor que él– trabajara el día que su esposa dio a luz a su primer hijo. Era un viernes por la mañana y los mercados financieros todavía estaban cerrados cuando Tom, muy emocionado, llegó a la oficina a compartir con sus colegas que ese día sería padre. Sus colegas compraron café y croissants en una tienda cercana a sus oficinas para celebrar la buena noticia. Obviamente, Andrés no se encontraba todavía presente en la oficina cuando la celebración tomó lugar. Al llegar y encontrarse con esta escena, se dirigió a Tom y le pidió que fuera su despacho.

—¿A qué se debe esta ridícula celebración? —gritó Andrés, al mismo tiempo que secaba el sudor que le corría por la frente por el enojo que estaba sintiendo. —Pues… eh... —en ese momento, incluso Tom olvidó el porqué de la celebración—. Es que… hoy es el día en el que… seré padre por primera vez —respondió Tom como queriendo chillar. —¿Tú realmente crees que el que vayas a ser padre nos representará una ganancia financiera en esta compañía, para que tú y todos ellos estén perdiendo el tiempo de esta manera? Al decir la última palabra, Andrés se volteó, y dándole la espalda se puso a jugar con una pelota de golf que cogió de su escritorio mientras observaba la majestuosa Catedral de Saint Paul’s, que se podía vislumbrar desde su edificio. Tom se quedó perplejo por lo que acababa de escuchar. Después de todos los sacrificios que él y todos sus compañeros habían hecho por complacer al cabrón de Andrés, no podía creer que esto estuviera sucediendo. —Si quieres tomarte el día libre será mejor que no regreses más — dijo Andrés sin mirarlo a la cara. Tom salió de su despacho con los ojos rojos y secándose una pequeña lagrima que iba acercándose hasta su nariz. Sus compañeros ni siquiera preguntaron qué había sucedido, porque vieron la expresión de desaliento en su amigo. No podían creer que en el siglo XXI esto estuviera sucediendo. En ese momento, estos esclavos ricos modernos decidieron dejar su pequeña celebración de lado para poder seguir haciendo más dinero para sus ‘amos’, no importando que los mercados financieros estuvieran todavía cerrados. Nadie podía creer la actitud de Andrés, y no entendían cómo podía existir un hombre tan solitario y tan ambicioso como él. Pero para su jefe Richard Stephens, las cualidades de Andrés lo ayudaban a llenar su bolsa de más dinero, y por eso lo aguantaba tal y como era.

Capítulo II

Se debe decir que llegar a tener la posición económica y profesional que Andrés tenía a tan corta edad, en una ciudad tan competitiva y ajena como lo era Londres, no le fue nada fácil. Andrés provenía de una familia de clase media de Guatemala, en la que su padre –don Rafael– trabajaba en una empresa familiar de contabilidad que había fundado el abuelo de Andrés en los años cincuenta. Su madre –doña Margarita– era un ama de casa empedernida que siempre veló por el cuidado de sus hijos y de su casa. Su hermana Mariela era cuatro años mayor que él, pero nunca tuvieron ningún tipo de relación cercana. En casa, todos vivían atemorizados por el carácter solitario y rebelde de Andrés desde que era un niño. Él siempre fue un chico muy independiente, y cuando tenía algún capricho, todos hacían lo posible para consentirlo, porque temían cómo reaccionaría si no lo hacían. Sus padres nunca se tomaron el tiempo para entenderlo, ya que preferían que pasara el momento incómodo de su capricho y luego lo olvidaban. La única mujer que logró tocar su corazón y realmente rompió esa barrera que él construía con cualquier persona que se acercara fue su amada abuela Anita. Andrés pasaba todas las vacaciones escolares de tres meses con su abuela, hasta el día en que ella murió. Doña Anita –la madre de don Rafael– vivía en una casa antigua, de estilo español colonial, a las afueras de la ciudad. Esta casa estaba construida sobre un plano cuadrado, con seis cuartos, una sala y un comedor enorme que se encontraban en un mismo piso. En el medio de la casa había una majestuosa fuente que estaba rodeada por un jardín repleto de girasoles y jazmines. Para doña Anita, su jardín era fuente de vida, de energía. Andrés nunca entendía por qué ella le decía que las flores, los árboles o un atardecer eran los placeres de la vida, y aunque él la veía llena de vida y felicidad no entendía cómo esto la podía hacer tan feliz. Ella era una mujer sabia y simple.

Doña Anita era la única persona que no le temía a Andrés, ya que ella también era una mujer de carácter fuerte. Era la única persona que no le consentía sus caprichos. Durante los tres meses que Andrés pasaba con doña Anita, ella le enseñaba cómo podar la grama en el jardín, y le enseñaba los secretos de cómo cuidar sus girasoles y jazmines. Andrés, hasta cierto punto, se sentía libre y se sentía él mismo cuando pasaba tiempo en compañía de su abuela. El último día de su estadía de sus vacaciones a sus 12 años, Andrés correteaba por el jardín cuando se tropezó con la cinta de sus zapatos y se cayó. Al caer, se golpeó levemente su rodilla, pero este golpe lo hizo llorar empedernidamente. Al escuchar los sollozos de su nieto, doña Anita corrió para ver lo que había sucedido. Lo que vio le partió el corazón. El ver a su nieto llorar como quien hubiera perdido al ser que más ama, la hizo entender que Andrés no lloraba por el dolor de su golpe, sino por el dolor de dejarla una vez más. El dolor de dejar su libertad. Andrés, al sentir a su abuela tan cercana a él, la abrazó tan fuerte como pudo, como queriendo decirle que la echaría mucho de menos. Ella no entendía el porqué de esta escena tan intensa de su nieto, pero simplemente lo abrazó, lo besó y le dijo que todo estaría bien. Al entrar al salón de la casa, su abuela puso en su tocadiscos antiguo una pieza de Edith Piaf –su cantante francesa favorita– y le pidió a Andrés que bailara con ella. Mientras bailaban, doña Anita le dijo: —Mi querido Andrés, tú eres un chico muy especial y único. Andrés no entendía por qué le estaba diciendo esto, pero decidió escucharla y plantó su mirada en los ojos de su abuela. Inexplicablemente, tuvo el presentimiento de que sería la última vez que podría contemplar esos bellos ojos negros. —Recuerda que tú eres el único que puede decidir qué será de tu vida. Ni tu padre, ni tu madre, ni siquiera yo, decidiremos qué es lo mejor para ti. Eso solo tú lo sabes. Nunca dejes de soñar y de trabajar duro por lo que quieres. Andrés no pudo contenerse y soltó una lágrima y la abrazó más fuerte. Doña Anita continuó diciendo: —Siempre estaré aquí contigo, y quiero que sepas que te amo con todas las fuerzas de mi corazón. La música terminó de sonar. Abuela y nieto dejaron de bailar y a los pocos minutos los padres de Andrés llegaron a buscarle. El pequeño se despidió de su abuela, le guiñó el ojo, la abrazó y la besó. Pudiera ser que doña Anita –y el mismo Andrés– sabían lo que

pasaría después, y por eso supieron vivir su último momento tan intensamente. Al día siguiente ella ya no se levantó de su cama. Durante su sueño tuvo un ataque al corazón y murió sin dolor alguno. La vida de Andrés después de este día no volvió a ser la misma. A sus 12 años, Andrés se convirtió en un niño todavía más solitario, y con el pasar de los años y de la adolescencia, se volvió un chico más rebelde y caprichoso. Cinco años después de la muerte de su abuela, y mientras terminaba el último año de colegio, Andrés le dijo a su padre que él se iba a ir de Guatemala a estudiar, no importando cómo ni cuándo, pero que él estaba convencido de que se iba. Su padre, quien siempre soñó con tener una relación cercana con su hijo, simplemente le dijo: —Mijo, como padre quiero verte realizado —lo dijo con cierto temor a la reacción de su hijo—, y aunque puede ser muy difícil para mí poder pagarte la vida que tú deseas, te pido que nunca pongas la falta de dinero como obstáculo para alcanzar tus sueños. Después de esta conversación, Andrés se prometió a sí mismo dos cosas: la primera fue salir de su país lo antes posible; y la segunda no ser un fracasado como su padre. Al llegar a la mayoría de edad y lograr graduarse en el colegio supo que era hora de actuar. Una noche, mientras la familia compartía la rutinaria cena en casa, en la que su padre jugaba el rol de juez y trataba de averiguar cómo había estado el día de cada uno, la madre de Andrés mencionó que había escuchado de una amiga que el tío de Andrés -el hermano de don Rafael- había conseguido comprar una casa en Miami. Si el ambiente ya era incómodo, esta noticia incrementó la tensión, e hizo que don Rafael se levantara y se excusara de la mesa como si alguien le hubiera faltado al respeto. La reacción de don Rafael se debía a que él había roto todo tipo de relación con su hermano José Roberto después de la muerte de su madre. Como es usual en una buena familia latinoamericana, habían existido problemas con la herencia de doña Anita. Don José Roberto –un abogado de renombre- había logrado quitarle a su hermano la parte de la herencia que ella había dejado para los dos. Éste vendió la casa de campo en la que doña Anita había vivido sus últimos años y donde Andrés pasaba sus meses de vacaciones, para capitalizarlo y reinvertirlo en su bufete de abogados, mientras que don Rafael continuó viviendo modestamente como contador en la humilde empresa que había empezado su padre.

Al escuchar lo de la casa en Miami, Andrés tuvo una idea. Si tanto dinero tenía el cabrón de su tío para pagar una casa en Miami, ¿qué pasaría si le hiciera un préstamo para que se fuera a estudiar fuera? A él, en lo personal, no le importaban las consecuencias. Él tenía muy claro que no quería terminar como su padre, y al tener a alguien de éxito en su familia, ¿por qué no hacer un intento? Por un momento recordó la frase de Maquiavelo: «no importan los medios una vez se consiga el fin». Una tarde, Andrés visitó a su tío en su bufete sin que nadie lo supiera. Al llegar a la recepción de su oficina, que se encontraba en una zona muy exclusiva de la Ciudad de Guatemala, Andrés preguntó por su tío. La recepcionista le preguntó que quién lo buscaba y él alzó su cuello, sacó su pecho y muy orgullosamente dijo: «su sobrino». Don José Roberto lo recibió mientras estaba hablando por teléfono, pero se sorprendió tanto de verlo después de seis años, que inmediatamente dejó caer el teléfono, se levantó de su silla y lo abrazó. Andrés no sabía qué hacer, porque sabía que su tío se había portado como un cabrón con su padre, pero en él veía la posibilidad de lograr su objetivo. Con un poco de mal modo lo abrazó también, y al cabo de dos segundos lo soltó esperando que éste hiciera lo mismo. Pero no sucedió. Su tío continuó abrazándole y le susurró entre dientes: «perdóname, hermano mío». Andrés supo que ése era el sentimiento de culpabilidad que don José Roberto sentía con su padre, pero no le dio la más mínima importancia. Supo que sin haber dicho nada, ya tenía a su tío en la posición que él quería. En la posición de vulnerabilidad. Andrés tomó asiento, y sin rodeos y con mucha convicción le dijo: —Tío, realmente cometiste un grave error con lo que hiciste cuando murió la abuela. Don José Roberto, al escuchar estas palabras de su sobrino, se quedó perplejo. Intentó defenderse, pero no sabía qué decir. Él sabía que había sido un verdadero cabrón. Andrés continuó: —No te imaginas lo que hiciste sufrir al fracasado de mi padre. Le quitaste su única posibilidad de poder tener dinero. Y eso no sólo lo sufrió él, sino especialmente nosotros, mi madre, mi hermana y yo. Su tío no sabía ni qué decir. En su experiencia de 40 años como abogado nunca se había sentido tan intimidado por alguien como ahora, con un chico de tan solo 18 años que se mostraba convencido y seguro de sí mismo.

Sin ninguna palabra que saliera de la boca de su tío, Andrés terminó diciendo: —Tío, si quieres enmendar las cosas un poco, te quiero hacer una propuesta. Después de todo lo que ya había escuchado, don José Roberto ya no sabía ni qué pensar en esos momentos. Simplemente le respondió en un tono quebrado: —¿Qué… cómo… eh, cómo puedo ayudar a tu padre? Andrés fijó sus ojos en los de su tío antes de que éste volteara la cara y mirara hacia otro lado y le respondió: —Esto no tiene nada que ver con mi padre. Esto es conmigo. Ayúdame a mí a irme de este país de mierda. Ayúdame a salir de aquí. La abuela siempre me dijo que luchara por mis sueños, y con lo único que sueño es con dejar esta realidad, a mi familia. Por un momento, su tío no sabía lo que estaba sucediendo. No entendía cómo de un momento a otro Andrés le trataba de hacer sentir culpable por todo lo que había pasado y al siguiente le estaba diciendo que su padre era un fracasado y que quería irse de esa «mierda» de país. Don José Roberto se olvidó de lo que había sucedido en los últimos cinco minutos, de lo que le susurró a Andrés al oído, de la incomodidad que un chico de tan solo 18 años le había hecho pasar, y retomó su actitud normal. La de un cabrón. Se aflojó el nudo de la corbata y desabotonó el botón de la camisa que llevaba puesta, y le dijo ya en tono sereno: —Si lo que tú deseas es salir de este país y olvidarte de los fracasados de tus padres, yo te ayudo. Ahora, tú entiendes por qué hice lo que hice, ¿no? Andrés, sin titubear, le respondió muy tranquilamente: —Sí, te entiendo completamente. Yo hubiera hecho lo mismo. El tío, tratando de ser un camarada más le preguntó: —¿Y a dónde te gustaría ir, mi querido Andrés? Andrés respondió un poco molesto: —Oye tío, tampoco es para que creas que somos los mejores amigos que hay para que me trates así. Don José Roberto sonrió. —Regresando al tema, he pensado irme a algún lugar en Europa, ya que la mayoría de gente de este país se va a Estados Unidos y lo último que quiero es que me traten como otro «mojado» más. Creo que Europa, y en especial Londres, puede ser un destino académico que me prepare como yo quiero.

Don José Roberto no podía creer la madurez y la convicción de su sobrino, y simplemente le dijo que lo apoyaba y que simplemente le pedía que si era aceptado en la universidad y terminaba su carrera, que por favor nunca volviera a regresar a Guatemala. Andrés se lo prometió. Al salir del despacho de su tío, Andrés llevaba consigo la garantía de que una vez fuera aceptado en alguna universidad, su tío se haría cargo de los gastos y de un poco de dinero para su manutención. Lo único que le aconsejó es que no dijera nada en casa hasta que todo estuviera en papel. Cinco meses después, en una mañana soleada de agosto, Andrés cogía un vuelo con destino a Londres, dejando no solo a su país, sino también el corazón roto de su familia, en especial el su padre, quien llegó a conocer los detalles del acuerdo al que habían llegado Andrés y su tío. Nunca se había sentido tan traicionado como en ese momento en que vio a su hijo irse sin ni siquiera derramar una lágrima. Lo que había sucedido con la herencia no era nada comparado con el dolor de ver a su hijo irse, más el hecho que había un pacto con la persona que más daño le había hecho en su vida. Después de despedirse en el aeropuerto, Andrés no volvió a saber de su familia y emprendió lo que sería el camino al éxito que tanto había deseado.

Capítulo III

Durante sus primeros 18 años de vida, Andrés solamente había viajado a Miami en Estados Unidos. Este viaje fue cuando él tenía 13 años, después de que muriera doña Anita. Don Rafael y doña Margarita creyeron que sería buena idea aliviar el dolor de la muerte de la abuela con un viaje a Disney. Andrés, al día de hoy, no recuerda nada de ese viaje. Solamente recuerda pedirle dinero a su padre para comprar un helado y éste negándose porque realmente no tenía dinero. Fue por eso que el viaje de casi 16 horas a Londres con escala en Nueva York fue todo un evento en la vida de Andrés. Se sentía liberado. Tenía ganas de adueñarse del mundo. En ningún momento sintió tristeza por dejar a su familia o dejar su país. Al contrario, su felicidad aumentaba por cada milla que el avión se alejaba de Guatemala. Al aterrizar en el aeropuerto de John F. Kennedy en Nueva York, Andrés supo que su nueva vida sería de una escala que nunca había imaginado. Mientras esperaba el vuelo para Londres en la sala de espera del JFK, por primera vez observaba a gente de todo el mundo. Se sorprendió al ver a un grupo de judíos vestidos con sus trajes, sombreros y sus rizos cayendo por las orejas. Vio a un grupo de turistas japoneses que se mostraban las fotos de su viaje. Escuchó unos veinte idiomas durante su espera de dos horas. Observó a muchos señores vestidos con trajes elegantísimos, y aunque su conocimiento de trajes en ese momento era nulo, supo que eran trajes caros y deseó ser uno de ellos. No solo se sintió abrumado al ver tanta gente de todo el mundo, al escuchar tantos idiomas, sino que también se llegó a sentir intimidado. La seguridad que este chico sentía y reflejaba, por primera vez se vio amenazada. Durante diez minutos, Andrés sintió miedo por lo que le esperaba. Se sintió vulnerable al no saber cómo sería su nueva vida, quién lo ayudaría, quién le prepararía su comida, quién se haría cargo de él. Por primera vez dudó si había hecho lo correcto. Dudó acerca de si dejar la comodidad de vivir en

casa de sus padres había sido la mejor idea. Sin embargo, después de diez minutos de miedo, se dijo a sí mismo: «Me voy porque mis padres son unos fracasados. Ésta que es mi vida, la haré yo a mi manera». Puede que estos diez minutos fueran los últimos momentos en los que Andrés conoció el miedo y la incertidumbre. Después de estos diez minutos, la vida de Andrés sería controlada por él y solo por él. Andrés aterrizó en el aeropuerto de Heathrow después de 16 horas entre aviones y aeropuertos. En el momento en que bajó del avión dibujó una sonrisa picaresca y supo que se adueñaría de esta ciudad, que empezaría de cero y olvidaría su pasado. Desde ese momento, Andrés no volvió ni siquiera a darse la libertad de pensar en sus padres o en su hermana, solamente se permitía recordar a su abuela, pero a nadie más. Al salir del aeropuerto, cogió un taxi y pidió que lo llevara a lo que sería su nuevo hogar: los dormitorios de la universidad, que estaban ubicados muy cerca del Strand, en el centro de Londres. Andrés se había adelantado a pedir una habitación individual, ya que no quería darse el lujo de perder el tiempo con otros chicos estudiantes. Al llegar a su residencia, el taxista, con un acento inglés un poco confuso del norte de Inglaterra, le dijo de muy mal modo: —Son 35 libras, chico. Andrés no había entendido lo que le había dicho el taxista, y aunque lo hubiese entendido no sabía exactamente cuánto era una libra, y le extendió 20 dólares americanos pensando que sería lo mismo. El taxista, un poco impaciente, respondió con un tono de burla: —Oye, ¿eres idiota o qué? Esto no te paga ni siquiera la mitad del viaje. Aterrado y confundido, Andrés pensó en correr, pero sabía que perdería las dos maletas que llevaba con todas sus pertenencias. El poco inglés que Andrés creía saber en ese momento se congeló, lo olvidó. Cogió todo el efectivo que tenía, que eran 90 dólares, se los tiró en la cara y sacó las maletas. El taxista ni siquiera esperó a que terminara de sacar su segunda maleta por completo cuando arrancó el coche y le gritó, riéndose a carcajadas: —Es por idiotas como tú que nos hacemos ricos en este país. Ese primer encuentro con alguien ajeno al mundo que conocía le hizo hacerse una promesa: esa sería la primera y última vez que alguien se burlaba de él, y sobre todo que lo trataba como si fuese un tonto.