Recuerdos difusos Visitantes del más allá La muerte

9 ene. 2010 - Porter, Goyen, en su rol de crítico literario, desautori- zó el valor de la célebre novela de Capote Desay
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ÁNGELES Y HOMBRES

LAS MARISMAS

FANTASMAS

POR ARNALDUR INDRIDASON

POR EDUARDO BERTI (COMPILADOR)

POR WILLIAM GOYEN

RBA TRAD.: KRISTIN ARNADÓTTIR 288 PÁGINAS $ 64

ADRIANA HIDALGO 539 PÁGINAS $ 83

LA COMPAÑÍA TRAD.: ESTHER CROSS 170 PÁGINAS $ 55

Recuerdos difusos

Visitantes del más allá

La muerte viene del frío

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acido en Trinity, Texas, el escritor William Goyen (1915-1983), de ascendencia vasca, luego de residir en Nueva York y de viajar ampliamente por Europa, enseñó escritura creativa en las universidades de Princeton y de Columbia. A mediados de los años cincuenta su talento irrumpió en los cuentos de Ghost and Flesh y en la novela The House of Breath, textos en los que ya se respiraba la mórbida pero fascinante atmósfera del gótico sureño. Por sus narraciones cortas y largas, durante mucho tiempo, la crítica lo comparó, acertadamente, con Flannery O’Connor y Carson McCullers. Pero en el embrujo de los climas melancólicos del Sur también confluía la áspera realidad de la llanura texana. La captación misteriosa del mundo cotidiano, a su vez, lo acercó al que fue durante un tiempo su amigo, Truman Capote. Casado con la actriz Doris Roberts y luego de un romance con la escritora Katherine Anne Porter, Goyen, en su rol de crítico literario, desautorizó el valor de la célebre novela de Capote Desayuno en Tiffany’s, lo que no fue sino el comienzo de una actitud de independencia respecto del escenario principal de la literatura de Estados Unidos. Ángeles y hombres, en su pertenencia al territorio ambiguo de lo fantástico, propone una suspensión de la credibilidad para conducir al lector a un recorrido por el dolor más íntimo de un puñado de personajes atrapados en el difuso universo de sus propios recuerdos. En “El camino de Rhody” y “Sobre el pueblo”, apreciamos el singular testimonio acerca de la excepcionalidad de vidas destinadas al fracaso, donde la incógnita sobre el sentido de la existencia se impone a la narración. “De buena madera” y “El enfermero” coinciden en la memoria del horror y en la emotividad feroz de los desastres de la guerra. La evocación sentimental triunfa en “Memoria de mayo” y en “Ángeles y hombres”. Ambos acentúan la sutil incertidumbre de pasado y presente que intenta afirmar la desaparición física sólo como un desliz aparente, fantasmal, pero nunca como una realidad. El crudo paisaje texano de algunos de los cuentos es uno de los grandes logros de Goyen, en la medida en que la tradición emotiva del gótico sureño se conjuga con la presencia rústica del nomadismo laboral, de la subcultura chicana y de los estertores de la reciedumbre del cowboy. En una cuentística de la seducción del lenguaje, Ángeles y hombres, merced a una notable traducción, funde el tono rememorativo con la dimensión mística de la voz de sus personajes para resucitar la violencia de la experiencia del mundo y la sorpresiva visceralidad de la identidad más acallada.

16 | adn | Sábado 9 de enero de 2010

n Ulises, James Joyce arriesga una definición: “¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres”. Los diccionarios son más categóricos: “Figura de una persona muerta que se aparece a los vivos”. Además, aseguran, esa persona muerta no llega con buenas intenciones. Los fantasmas acompañan a los seres humanos desde los primeros tiempos. ¿Cuál es la razón de esa perseverancia? Stephen King, autor de numerosas historias de aparecidos, señala: “A medida que tomamos conciencia de nuestra muerte inevitable, descubrimos la emoción llamada miedo”. Sabemos que los fantasmas vienen del más allá y casi no tenemos elementos para combatirlos. Para los vampiros basta con un crucifijo o con una ristra de ajo. Frente a los fantasmas, estamos desarmados. El jesuita Henri Doré propone algunos métodos para amedrentarlos: el sonido de las campanas de un templo budista, por ejemplo, o la simple figura de una escoba. Buenas intenciones de Doré, que resultan poco convincentes. Lo cierto es que esas criaturas inmateriales se han materializado en magníficas piezas literarias. Eduardo Berti recogió algunos de esos textos y los ha reunido en una peculiar antología. En el prólogo anuncia que los primeros cuentos con fantasmas datan del año 500 a. C.; a partir de ese dato, establece una documentada crónica de cómo esas criaturas del más allá continuaron multiplicándose hasta llegar a nuestros días. Para el caso, elige a cuarenta y dos autores. Presenta a cada uno de ellos, pero no se limita a ofrecer los datos básicos –nacionalidad, fecha de nacimiento y fecha de muerte–, también brinda una clara exposición acerca de cada texto escogido y su ubicación en el espacio literario. Junto a los autores ineludibles –Hoffmann, Poe, Maupassant, Henry James, Chesterton–, encontraremos sabrosas rarezas, como el cuento del Marqués de Sade, y recuperaremos textos claves como los de Plinio, el Joven; Luciano de Samósata; Valerio Máximo, Flegón de Tralles, Gan Bao y Boccaccio. Nos volveremos a impresionar con Horacio Quiroga y con las historias de Charles Dickens y Sheridan Le Fanu. Por su parte, Saki y Mark Twain demostrarán que no todos los fantasmas provocan miedo. Como advirtiera el monje jesuita Doré, una simple escoba o el sonido de las campanas de un templo budista espanta a los fantasmas. Estoy seguro de que quien comience a leer esta antología guardará la escoba a buen recaudo e ignorará los sonidos del templo. Vale la pena correr el riesgo frente a la calidad de los textos presentados.

ercado por la noche ilimitada y la lluvia permanente de la extraña Reikiavik, el comisario Erlendur Sveinsson intenta resolver un asesinato y salvar a su hija, todavía adolescente y embarazada, de las drogas que la consumen y la dejan sin conciencia en cualquier tugurio mugriento. Es un ser deprimido, Erlendur, y un padre ausente, un hombre odiado por su ex mujer, culposo desde que era niño por un hermano muerto, sin voluntad más que para investigar crímenes. Todo ocurre en una geografía extraña, volcánica, de bosques bajitos, con 260 días de lluvia al año, una isla al borde del mundo que los diarios internacionales sólo mencionaron, hace poco más de un año, cuando Islandia se declaró en quiebra. Erlendur, nuevo personaje de la novela negra escandinava y protagonista de Las marismas, de Arnaldur Indridason, tiene una mezcla de la tremenda Lisbeth Salander y del lastimoso inspector Kurt Wallander, los protagonistas creados por Stieg Larsson y Henning Mankell. Sin embargo, acá hay más. Mientras Larsson y Mankell salen y entran de sus países –con novelas cuyos protagonistas tienen contactos en otros continentes e intrincados romances–, Indridason se queda en esa ciudad extraña, Reikiavik, donde, según las estadísticas aportadas por el propio autor, hay sólo dos crímenes por año. Dos son las novelas que se conocen del autor en la Argentina: La mujer de verde y, ahora, Las marismas, aunque ha publicado más de diez en su país y ya vendió más de cinco millones de ejemplares. Aunque Las marismas es la primera de la saga, acá circuló antes La mujer.... Allí, Indridason aborda sin eufemismos la violencia familiar y la vida chata de gente chata durante la Segunda Guerra Mundial en la Islandia ocupada por tropas de Estados Unidos. Ignorancia, maltrato, enojo y frialdad saldrán a la luz a partir del hallazgo de huesos humanos en los cimientos de una obra en construcción que descubre un niño. Las marismas, una novela exquisita, escarba en los antepasados de una familia y del discutido Banco de Información Genética creado en Islandia para saber el origen étnico de sus habitantes, que son pocos. El asesinato de un hombre de cerca de 60 años se mezcla en esta novela con el olor de los caballos, los tumores terminales y hereditarios y las drogas que consume Eva Lind, la hija escuálida del inspector. La trama es atrapante, las descripciones de las manías del policía son formidables, tanto como la profundidad del conflicto en el que él mismo se desenvuelve. No hay alegría ni humor en esta obra. Es una novela dura, agobiante y con cierto tono apocalíptico, sin futuro.

Armando Capalbo

Vicente Battista

Alejandra Rey

© LA NACION

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