Pocos rituales definen tanto a una cultura como el de

inteligentes, que nos permiten mucha más libertad de ver lo que queramos; sin embargo, estos nuevos ídolos herejes no ..
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There is nothing more mysterious than a TV set left on in an empty room. It is even stranger than a man talking to himself or a woman standing dreaming at her stove. It is as if another planet is communicating with you. Jean Baudrillard, America

God is in the TV Marilyn Manson, «Rock is Dead»

Pocos rituales definen tanto a una cultura como el de las familias norteamericanas que se sientan noche tras noche frente al televisor para degustar lo que la prolija industria televisiva americana les ofrece. ¿Qué mejor ejemplo de esta tradición americana que el opening de The Simpsons, que por casi 30 años nos ha mostrado a la ya longeva familia disfuncional amarilla sentarse en el sofá frente al televisor para disfrutar de ese tan valioso tiempo de

calidad en familia? Esa secuencia meta-televisiva es icónica para ilustrar la relación de los americanos con el dios tele, con sus profetas Letterman, Leno y Conan, y con sus sagradas escrituras, la TV Guide; toda la familia se reúne para participar de la ceremonia del entretenimiento tras un largo día de escuela, de trabajo o de labores domésticas, fijan sus ojos en el televisor y se pierden por algunas horas en la evasión televisiva. Eso sí, se pierden en familia. La ironía es

obvia: ese tiempo de comunión familiar transcurre entre la interacción mínima entre los miembros de la familia donde la única comunión es la de las risas al unísono producidas por la sitcom de moda o la competencia por adivinar quién es el asesino antes de que termine la película. Es evidente que la televisión es una parte esencial de la vida de los norteamericanos, que ha forjado una identidad y que, más que un medio de entretenimiento, es una entidad viva, autoconsciente, que cambia con los tiempos y que, incluso cambia los tiempos. Quienes consideran la televisión como un simple idiotizador de masas ignoran la importancia que la televisión tiene sobre la cultura. Más allá de los clichés y de las posiciones anti-televisión de esas personas demasiado

inteligentes que solo dicen cosas obvias (la televisión es estúpida, la masa que ve televisión es estúpida, ver televisión es el equivalente a una lobotomía, etcétera, etcétera), la televisión representa uno de los grandes hitos tecnológicos y culturales del siglo XX. En el siglo XXI quizás el televisor ha comenzado a acumular polvo por culpa de nuestras laptops, tablets o teléfonos celulares inteligentes, que nos permiten mucha más libertad de ver lo que queramos; sin embargo, estos nuevos ídolos herejes no han alcanzado aún el impacto que el dios Televisor causó en el mundo. La revolución televisiva: audio e imagen se conjuran para brindarnos posibilidades innumerables de entretenimiento con tan solo pulsar un botón. Quizás hoy en día sea difícil entender lo innovador de la televisión, pero para la sociedad estadounidense de la posguerra, la televisión fue el nacimiento de un nuevo paradigma no solo de entretenimiento, sino de vida. Los programas de televisión comenzaron a moldear a las familias norteamericanas a la vez que las entretenían; los comerciales hicieron correr a las personas a las tiendas para comprar

productos

innecesarios

pero

irresistibles;

los

noticieros

y

las

transmisiones en vivo de eventos importantes, políticos, deportivos o de cualquier otro tipo, crearon en los espectadores la sensación de que ellos también pertenecían al acontecer. El televisor se convirtió en el centro del hogar y la vida familiar; en un placebo para los solitarios que comenzaron a sentirse conectados a algo en medio de su aislamiento; en el eje de la sociedad que imponía las

modas, las frases pegajosas y los chistes, la manera de ver el mundo y de relacionarse en él. La televisión se convirtió en una máquina generadora de deseos y aspiraciones autosuficiente, pues ella misma ofrecía las respuestas para satisfacer los deseos y cumplir las aspiraciones. No pretendo en este ensayo valorar positiva o negativamente la televisión, sino mostrar cómo la televisión ha sido importante en todos los ámbitos de la vida estadounidense, enfocándome sobre todo en el impacto que ha tenido sobre la literatura, tomando como ejemplo la obra de David Foster Wallace. La cita de Baudrillard que sirve de epígrafe a estas páginas habla del carácter del televisor, un aparato cuyo propósito es el de ser visto y que es incapaz de saber si tiene en frente a un espectador o un sillón vacío. Ese televisor encendido sin que nadie lo esté viendo sigue funcionando, sigue transmitiendo el mundo del otro lado del cristal, un mundo de apariencias, que es autoconsciente no solo de que es observado, sino también de que es una ficción. Este televisor que sigue funcionando sin ser visto por nadie es análogo a la literatura posmoderna: el texto se vuelve autoconsciente y autorreferencial, se sabe una representación de otra representación, del lenguaje, de la misma forma que lo que se transmite en el televisor se sabe ficción de otra ficción: la persona que está detrás del cristal sabe que está siendo observada, pero debe actuar como si no estuviese siendo observada y a la vez representar un papel, ya sea el de actor, presentador de noticias, presidente de un país tercermundista o fenómeno de circo. Esta relación entre la televisión y la narrativa norteamericana, que va mucho más allá de los puntos en común en cuanto a autoreferencialidad y autoconsciencia, de las últimas décadas es explorada de manera genial y profunda por David Foster Wallace en su ensayo E Unibus

Pluram: Television and U.S. Fiction1, al que haré referencia constantemente en estas páginas.

Antes de aproximarme a la relación que existe entre la televisión y la narrativa de Foster Wallace, se hace necesaria una breve contextualización sobre el papel del arte y la literatura a partir de los años de la posguerra en Estados Unidos. El cambio en la sensibilidad y en los paradigmas del americano producto de la mentalidad de la posguerra significaron también un cambio en la manera de concebir el arte: Estados Unidos finalmente comenzó, sino a aceptar masivamente, si por lo menos a dar el beneficio de la duda al arte abstracto y a otras representaciones artísticas subversivas, rupturales y hasta entonces consideradas poco artísticas. Un ejemplo de esto es la incorporación de elementos de la cultura popular a las artes y a la literatura. Andy Warhol puso lo pop en un primer plano en la pintura, hecho que proponía y a la vez representaba un cuestionamiento sobre los parámetros del arte y su significación. Al respecto escribe Foster Wallace (1997): La apoteosis del pop en el arte de la posguerra determinó un nuevo matrimonio entre la cultura de elite y la cultura popular. Porque la viabilidad artística del posmodernismo fue consecuencia directa, nuevamente, no de ninguna novedad en el terreno del arte, sino de la nueva importancia de la cultura comercial de masas.

Esta asimilación de lo pop también se dio en la literatura, en la que las referencias a música, programas de televisión, películas, celebridades y demás elementos de la cultura de masas comenzaron a abundar en las páginas de los narradores jóvenes. Esta incorporación de elementos populares al arte y la literatura no tuvo, por lo general, una intención de denuncia o de diagnóstico histérico de la sociedad; en la literatura existe una mirada irónica o una burla de lo popular que es a su vez fascinación, pero nunca una reprimenda amargada hacia el entretenimiento masivo, pues estos narradores, nacidos en los años 60 y 70, son conscientes de que a través de lo que se proyecta en las pantallas de televisión se puede esbozar una imagen acertada de lo que implica ser americano. Dice Foster Wallace:

Las referencias a la cultura pop se han convertido en metáforas tan potentes en la narrativa americana, no solamente por lo muy unidos que estamos los americanos en nuestra exposición a las imágenes de masas, sino por nuestra psicología culpable e indulgente respecto a esa exposición. Dicho de forma simple, las referencias pop funcionan tan bien en la narrativa contemporánea porque a) todos reconocemos esas referencias, y b) todos nos sentimos un poco incómodos por reconocer esas referencias.

Más adelante expresa que Si los padres de la Iglesia posmodernista consideraron las imágenes pop referentes y símbolos válidos para la narrativa, y si en los años setenta y ochenta esta llamada a los elementos de la cultura de masas se desplazó del uso a la mención —es decir, ciertas vanguardias empezaron a tratar el pop y el consumo de televisión como temas válidos en sí mismos—, la nueva narrativa de la imagen usa los mitos fugaces y recibidos de la cultura popular como un mundo en el que imaginar ficciones sobre personajes «reales», si bien mediados por la cultura pop.

Esta generación de escritores nacidos en los años 60, entre los que destacan, aparte de Foster Wallace (1962), Chuck Palahniuk (1962), Bret Easton Ellis (1964), Jonathan Lethem (1964) y Jonathan Frazen (1959), fue la primera generación de norteamericanos para los que el televisor era, más que un aparato extraño, parte fundamental de la vida. Al respecto dice Foster Wallace que «la generación de americanos nacidos después de 1950 es la primera para la cual la televisión ha sido algo que vivir en lugar de algo que mirar. Nuestros mayores tendían a ver el televisor igual que las flappers veían el automóvil: como una curiosidad convertida en lujo convertido en seducción». Este grupo de escritores tiene tanta influencia de los padres de la Iglesia posmodernista» (Thomas Pynchon, Don DeLillo), como de los postestructurlistas franceses, como de los programas de televisión populares que crecieron viendo: es la generación de Saturday Night

Live, de Entertaintment Tonight, de M*A*S*H*, de los programas de entrevistas y los programas de concursos, de los videos musicales de MTV y de un sinfín de programas de televisión que van desde lo ridículo y de mal gusto hasta los shows inteligentes en los que la televisión comenzó a burlarse de sí misma.

De la misma forma que Warhol puso en el primer plano del arte lo banal, lo mundano, lo no artístico, estos escritores comprendieron la importancia que tenía lo popular, inyectaron a la literatura con el oxígeno renovador de la cultura de masas y no solo se quedaron en lo puramente referencial: no es tan sencillo como que los personajes beban Coca-Cola, vean videos musicales en MTV y se parezcan a personajes de series de televisión; el mundo televisivo, como caso más emblemático, se convirtió en un tema literario en sí mismo, los escritores comenzaron a ficcionalizar la ficción televisiva, temas como el consumo o la realidad de la pantalla cobraron importancia, y los límites entre lo banal y lo culto se diluyeron hasta generar esta nueva narrativa americana experimental, metaficcional, irónica y plagada de elementos populares y fascinantemente innovadora. Sea una banalización del arte o el arte de la banalización, la pregunta dejó de tener importancia en el momento en que los escritores rechazaron cualquier tipo de esnobismo literario obsoleto; simplemente narrativa de lo americano, de la cultura americana a secas, sin distinciones anacrónicas entre

alta o baja cultura. Si bien se burlaron de la televisión y sus convencionalismos y clichés, también entendieron la importancia que tuvo para Estados Unidos, siendo ellos y no los críticos televisivos quienes realmente se plantearon una problemática interesante acerca del lugar que ocupaba la televisión en la vida de los americanos. «Little expressionless animals» y «My appearance» son dos cuentos de Girl with

curious hair, el primer volumen de cuentos de David Foster Wallace. Ambos relatos giran en torno al mundo televisivo, muestran la realidad de la televisión no desde la perspectiva del espectador sino desde adentro, la realidad tras la pantalla: ambos cuentos traspasan el cristal y descubren el mundo de los vestidores, las reuniones de ejecutivos de televisión, lo que ocurre en las pausas comerciales y todos aquellos mecanismos y engranajes con los que funciona la televisión que la mirada del espectador no debe descubrir. La mirada del autor juega con la realidad de la televisión, que nos miente mostrándose pasiva, siempre observada, indefensa ante nuestras miradas, cuando la verdad es que lo que nos muestra es lo que ella quiere que veamos.

Wallace juega con este choque de realidades creando ficciones sobre el rostro verdadero de la ficción televisiva, eso sí, sin caer en ningún momento en una valoración positiva o negativa, mucho menos moralista y aburrida del mundo del entretenimiento. Lo que logra el autor es más bien desnudar a la televisión, mostrar el rostro humano de las figuras aparentemente perfectas que nos muestra la pantalla y permitir al lector formarse su propia opinión. Si bien hay una burla implícita y un insistente subrayado de lo ridículo, no se trata de ironizar eternamente sin llegar a ningún lado, sino de una especie de relación disfuncional entre el espectador-escritor y la televisión: los programas son tontos pero fascinantes; la televisión es predecible y está llena de clichés pero no podemos dejar de verla e incluso escribimos sobre ella. La ironía realmente reside –y Foster Wallace estaba muy consciente de ello– en el hecho de que esta nueva narrativa se permitía burlarse de la televisión, pero a la vez se alimentaba de ella, se sentía fascinada por el entretenimiento muchas veces barato y los comerciales idiotas. Ambos cuentos, más allá de la forma como presentan ese mundo televisivo, son en sí muestras geniales de esa nueva narrativa, llámese o no posmoderna, que floreció en Estados Unidos en gran parte gracias a la televisión y a la cultura pop. «Little expressionless animals» ha sido, desde la primera vez que me acerqué al libro, mi cuento favorito de los que conforman el volumen. Debo advertir que en este análisis me interesaré únicamente por el papel que juega en el cuento la televisión. Soy consciente de que dejo muchas cosas por fuera, sé que al interesarme solo por este aspecto banalizo al relato, dejo infinidad de aspectos importantes de lado y le resto su enorme valor estético, pero hacer un análisis global del cuento requiere de un estudio mucho más extenso. Julie Smith se ha convertido, de un día para otro, en una celebridad gracias a su aparición en el popular programa de concursos Jeopardy!, en el que Julie ha aparecido por cientos de episodios, invicta imbatible. Ese peculiar show de concursos, en el que el presentador da una respuesta a la que los concursantes deben proporcionar una pregunta, sirve de eje al cuento, mas no es el único punto interesante. El cuento está narrado de una manera que, a falta de un

adjetivo más adecuado, podemos llamar cinematográfica: de estilo minimalista, con saltos en el tiempo, con episodios intercalados de distintos personajes, el cuento muestra la realidad humana del programa de concursos. El lector logra saber quién es Julie: sabemos que fue abandonada junto a su hermano autista en medio de una carretera; nos enteramos de que en esa carretera una vaca inexpresiva estuvo mirándola todo el día hasta que aceptó que su madre no volvería a buscarlos a ella y a su hermano; sabemos que gracias a este episodio Julie no soporta a los animales y sus rostros inexpresivos, a los que asocia con los rostros de los hombres; somos voyeristas que ven de cerca su relación con Faye Goddard, una empleada de la cadena de televisión; en fin, nosotros los lectores conocemos a Julie. Pero, ¿conoce el espectador ficticio de Jeopardy! a la señorita Smith? Julie vive entre dos realidades, su realidad, en la que es ella misma, y la realidad del programa, en la que no es otra

cosa que la muchacha bonita y

extremadamente inteligente que ha ganado en cientos de programas de

Jeopardy! El espectador ficticio de este programa ve, obviamente, a esta segunda Julie, inhumana, la America’s Sweetheart de la televisión, porque precisamente la televisión funciona como un espejo en el que se refleja lo que el espectador quiere ver. Y lo que el espectador quiere ver es a alguien que es

como él, alguien del común que ha tenido éxito, que ha logrado traspasar la barrera social de la pantalla y ahora está del otro lado, siendo parte del espectáculo y no mero espectador. Gracias a Julie Smith y su extraño encanto, los ratings de Jeopardy! se disparan, los anunciantes están dispuestos a pagar el triple gracias al furor que causa Julie en Estados Unidos. Esto lleva a los ejecutivos del canal a desechar las reglas del programa, según las cuales si un concursante gana cinco programas seguidos debe retirarse. Uno de los ejecutivos del programa la define de esta forma: Esta chica infunde trascendencia a la trivialidad. La humaniza, le otorga el poder de emocionar, de evocar y de inducir, el poder de la catarsis. Le da al concurso esa claridad y a la vez ese misterio que todo el mundo en esta industria ha estado buscando a tientas durante décadas. Una especie de unión de cabeza

concursante, corazón, vísceras y dedo que pulsa el botón. Ella es, o puede llegar a ser, la encarnación del concurso. Es puro misterio.

«¿Una especie de ídolo de culto?» pregunta otro ejecutivo en la reunión. Efectivamente Julie se ha convertido en un ídolo para las masas, en una encarnación del siempre cambiante sueño americano, que para la década de los 80, en la fue escrito y está ambientado el cuento, tenía como una de sus máximas cúspides a la pantalla de televisión. Pero Julie no es ella misma objeto de deseo, es una reina momentánea que encarna el deseo verdadero: el de estar del otro lado del cristal contestando a las preguntas de Alex Trebek y ganando miles de dólares mientras millones de espectadores observan deseando estar en tu lugar. Foster Wallace plantea este juego entre el adentro y el afuera de la televisión de forma genial. El texto contiene las claves de su propio juego entre realidades: Se oyen historias, ¿sabes? (…) sobre gente solitaria o un poco chalada que solo tienen la tele en la vida. Sus padres o quien sea que los educó los planta delante de la tele y mientras crecen la tele llega a convertirse en su único mundo emocional. Es todo lo que tienen y, en cierto modo, el hecho de que estén fuera del aparato y todo lo demás esté dentro se convierte en la única manera que tienen de definirse a sí mismos como seres con identidad distintiva (…) Y luego te enteras de que a veces uno de ellos sale por alguna razón en la tele. Por accidente (…) Lo enfocan entre el público de un partido de béisbol o lo entrevistan en la calle sobre un referéndum o algo así. Luego se va a casa, se planta delante del aparato y de pronto mira y se ve dentro de la tele (…) Y a veces te enteras de que se vuelven locos.

En el caso de Julie Smith, estos límites entre la realidad de adentro y la de afuera se diluyen cuando los ejecutivos del programa deciden darle un giro al show para destronar a la reina y cerrar su dinastía de la manera más dramática posible. Al enterarse de que Julie tiene un hermano autista al que mantiene con el dinero que gana en el show, los productores, olfateando una mina de oro en forma de rating, deciden encontrar a este hermano misterioso para que sea él

quien destrone a Julie. Foster Wallace deja ver el verdadero rostro del espectáculo, el de la máquina inhumana de entretenimiento en la que los sentimientos no juegan ningún papel. Lo importante es el rating y lo que están dispuestos a pagar los anunciantes por esos brillantes anuncios que le prometen al espectador el éxito instantáneo si bebe tal marca de refresco, si usa esta otra colonia y si maneja este moderno automóvil. Ocurre aquí un fenómeno interesante: la ficción que es de por sí Jeopardy! se ficcionaliza aún más, alimentándose de la televisión misma, ¿o es que no parece este plan de los productores ejecutivos del show una grotesca soap opera estadounidense? «Little expressionless animals» es un juego magistral de apariencias y planos de realidad y ficción, de intimidad y espectáculo, de ser y parecer, que se desarrolla en los pasillos de la América corporativa y su industria del entretenimiento. No puedo evitar pensar en la idea de que el narrador es una especie de cámara capaz de infiltrarse en la vida privada de los personajes y de develarnos a nosotros, los lectores, ese mundo que es infranqueable para el espectador televisivo, por eso el lenguaje del narrador tiene este tono impersonal, distante, casi aséptico, inexpresivo. El lenguaje en el texto cobra vida a través de los diálogos, que revelan el rostro humano escondido tras la plasticidad de la televisión; los diálogos revelan –con gran belleza a nivel de lenguaje en muchos casos– secretos, verdades y un mundo interior que no interesa a la Televisión –con mayúscula, porque trasciende y se convierte en una entidad viva que rige la vida de los que están delante y los que están detrás de la pantalla–, cuyo interés es servir de reflejo idealizado del espectador que pasa seis horas al día frente al televisor, incapaz de salir al mundo, o entretener a los miembros de esa familia disfuncional a la que ofrece no solo evasión sino también una excusa para evitar hablar entre ellos. El lector es el único que puede penetrar más allá de las apariencias y descubrir que la mayoría de los personajes que pululan por los pasillos y por el set de Jeopardy! lo hacen con máscaras que cubren su verdadera identidad. Julie cuenta la experiencia de su infancia solamente a Faye, todos lo que la vitorean y están enamorados a distancia de ella no tienen idea de quién es en

realidad; otro ejemplo de este juego de apariencias se da en ese diálogo genial entre a Julie y Faye en el que ambas juegan a inventar razones que expliquen por qué Faye es lesbiana. También la mirada de este narrador-cámara nos lleva a descubrir los secretos del bronceado y seguro de sí mismo Alex Trebek, pues nos son reveladas sus conversaciones con un psicólogo. En todo caso se trata de ocultar, mentir, jugar y salir al mundo con una máscara. Lo pop en el relato no es evidente únicamente en el hecho de que gire alrededor de un programa de televisión; no es tan sencillo como un simple juego de referencias, se trata más bien de traspasar las barreras infranqueables para el espectador y contar la historia de Julie Smith más allá de sus apariciones en Jeopardy!, porque Julie existe más allá de esa media hora de televisión, al igual que Alex Trebek, ese personaje de televisión convertido ahora en una

persona paradójicamente gracias a un texto de ficción. La asimilación de lo pop permite que Alex Trebek sea un personaje importante en la literatura; permite que la historia se cuente también a través de recortes de revistas que documentan el ascenso y la caída de Julie Smith. Todo forma parte de una misma visión de mundo del estadounidense, las referencias no son ajenas, son elementos comunes de la cultura que se abrieron paso a la literatura precisamente porque cobraron una importancia enorme dentro de la vida de los americanos que los escritores plasman en sus obras. El otro cuento al que me referí previamente se titula «My appearance», y es también un ejemplo de esta narrativa de la televisión a la que se acerca Wallace, aunque creando un efecto inverso. Mucho más sencillo en su forma que «Little expressionless animals», cuenta la anécdota de una actriz de 40 años, llamada Edilyn, protagonista de una exitosa serie de televisión, y su aparición en el programa de David Letterman. El show de Letterman tiene la reputación de ser un programa ridículo que se sabe ridículo y exacerba su ridiculez hasta el límite; los invitados son expuestos ante las preguntas incómodas de Letterman, lo que preocupa al esposo de Edilyn, un ejecutivo de televisión que insiste en asesorar a su esposa durante su aparición en el programa. El esposo de Edilyn, preocupado de que su esposa quede en ridículo ante Letterman, insiste en

mecanizar las respuestas de su esposa siguiendo una especie de patrón preestablecido que parece indicarle que sea cualquier cosa menos ella misma: «Haz bromas pero poniendo cara de póquer. Actúa como si supieras desde que naciste que todo es tópico, que todo está comercializado, que todo es superficial y absurdo. Y que ahí está precisamente la gracia de todo». Digo que el caso de «My appearance» se da a la inversa porque Edilyn, tras pasar las horas previas cargada de nerviosismo y ansiedad (repitiendo constantemente que necesita un Xanax), termina saliendo al set a confrontar a Letterman como ella misma, y no como el personaje prefabricado que su esposo quiere que encarne. La entrevista, a pesar de los momentos de tensión, que Edilyn sabe manejar muy bien, termina siendo un éxito. Letterman resulta para Edilyn un tipo bastante sincero y agradable, y es su propio esposo el que, al final del cuento, termina pareciéndole un desconocido. En este caso lo que aparece en la pantalla cuando se transmite el show de Letterman no es una actuación: la actriz está siendo ella misma delante de las cámaras, y la verdadera ficción está detrás de ellas, encarnada en el esposo de Edilyn, quien a pesar de ser un ejecutivo exitoso de televisión parece representar esa «paranoia antitelevisiva» de la que habla Foster Wallace en el ensayo citado previamente.

Decir que la televisión cambió al mundo es una obviedad. Lo interesante está en ver cómo la televisión tuvo tal impacto que incluso cambió la forma de concebir el arte y la literatura. David Foster Wallace fue un escritor de una inteligencia enorme, y de una capacidad aún mayor de observar y tratar de dar forma a los fenómenos de su entorno. Estos cuentos que tienen como leit motif programas televisivos no son odas al entretenimiento de masas ni condenas a la vacuidad de los programas televisivos. Son reflejos del temperamento de una sociedad que pasaba seis horas diarias en promedio frente a sus aparatos de televisión. Estos narradores jóvenes no estuvieron exentos de estas altas dosis diarias de televisión, pero en vez de ser como esos tipos molestos que se mofaban de los programas y aun así no podían dejar de verlos, escritores como Foster Wallace

tomaron la televisión como un medio interesante sobre el cual escribir, como una fuente de nuevas posibilidades narrativas. Al final ocurrirá como en la cita de Braudillard que sirve de epígrafe a este ensayo: un televisor encendido sin que nadie lo vea, pero que sigue transmitiendo, que sigue hablando en un lenguaje propio y extraño, transmitiendo realidades irreales que no por ello dejan de ser interesantes. Lo son incluso más. Y no hay nadie allí para apagarlo.

Wallace, D. F. (1989). La niña del pelo raro (4ta ed.). Barcelona: DeBolsillo Wallace, D.F. (1997). Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer [versión de Kindle].