Platón en el Mundial

15 jun. 2010 - anfitriones para ejercer la prostitución (una de las grandes industrias mundiales, sobre la que hay más s
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NOTAS

Martes 15 de junio de 2010

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SOMBRAS DETRAS DE LO QUE PRETENDE SER LA FIESTA MAYOR DEL FUTBOL

¿Qué voy a hacer ahora? ARTURO PEREZ-REVERTE PARA LA NACION

MADRID L segundo gin tonic, Pencho se vuelve hacia mí. Hace quince minutos que aguardo, paciente, esperando que se decida a contármelo. Por fin hace sonar el hielo en el vaso, me mira un instante a los ojos y aparta la mirada, avergonzado. “Hoy he cerrado la empresa”, dice al fin. Después se calla un instante, bebe un trago largo y sonríe a medias, con una amargura que no le había visto nunca. “Acabo de echar a la calle a cinco personas.” Puede ahorrarme los antecedentes. Nos conocemos desde hace mucho tiempo y estoy al corriente de su historia, parecida a tantas: empresa activa y rentable, asfixiada en los últimos años por la crisis internacional, el desconcierto económico español, el cinismo y la incompetencia de un gobierno sin rumbo ni pudor; el pesebrismo de unos sindicatos sobornados; la parálisis intelectual de una oposición corrupta y torpe; la desvergüenza de una clase política insolidaria e insaciable. Pencho ha estado peleando hasta el final, pero está solo. Por todas partes le deben dinero. Dicen: “No te voy a pagar; no puedo; lo siento”, y punto. Nada que hacer. Los bancos no sueltan ni un euro más. Las deudas se lo comen vivo. Y él también, como consecuencia, debe a todo el mundo. “Debo hasta callarme”, ironiza. Todo al carajo. Lleva un año pagando a los empleados con sus ahorros personales. No puede más. Cinco tragos después, con el tercer gin tonic en las manos, Pencho reúne arrestos para referirme la escena. “Fueron entrando uno por uno –cuenta–. La secretaria, el contable y los otros. Y yo allí, sentado detrás de la mesa, y mi abogado en el sofá, echando una mano cuando era necesario... Se me pegaba la camisa a la espalda contra el asiento, oye. Del sudor. De la vergüenza... Lo siento mucho, les iba diciendo, pero ya conoce usted la situación. Hasta aquí hemos llegado, y la empresa cierra.” Lo peor, añade mi amigo, no fueron las lágrimas de la secretaria ni el desconcierto del contable. Lo peor fue cuando llegó el turno de Pablo, encargado del almacén. Pablo –yo mismo lo conozco bien– es un gigantón de manos grandes y rostro honrado, que durante veintisiete años trabajó en la empresa de mi amigo con una dedicación y una constancia ejemplares. Pablo era el clásico hombre capaz y diligente que lo mismo cargaba cajas que hacía de chófer, se ocupaba de cambiar una bombilla fundida, atender el correo y el teléfono o ayudar a los compañeros. “Buena persona y leal como un doberman –confirma Pencho–. Y con esa misma lealtad me miraba a los ojos esta mañana, mientras yo le explicaba cómo estaban las cosas. Escuchó sin despegar los labios, asintiendo de vez en cuando. Como dándome la razón en todo. Sabiendo, como sabe, que se va al paro con 57 años y que a esa edad es muy probable que ya no vuelva a encontrar jamás un trabajo en esta mierda de país en el que vivimos... ¿Y sabes qué me dijo cuando acabé de leerle la sentencia? ¿Sabes su único comentario, mientras me miraba con esos ojos leales suyos?” Respondo que no. Que no lo sé, y que malditas las ganas que tengo de saberlo. Pero Pencho, al que de nuevo le tintinea el hielo del gin tonic en los dientes, me agarra por la manga de la chaqueta, como si pretendiera evitar que me largara antes de haberlo escuchado todo. Así que lo miro a la cara, esperando. Resignado. Entonces, mi amigo cierra un momento los ojos, como si de ese modo pudiera ver mejor el rostro de su empleado. Aunque, pienso luego, quizá lo que ocurre es que intenta borrar la imagen del rostro que tiene impresa en ellos. Cualquiera sabe. “«¿Y qué voy a hacer ahora, don Fulgencio..?» Eso es exactamente lo que me dijo. Sin indignación, ni énfasis, ni reproche, ni nada. Me miró a los ojos, con su cara de tipo honrado y me preguntó eso. Qué iba a hacer ahora. Como si lo meditara en voz alta, con buena voluntad. Como si de pronto se encontrara en un lugar extraño, que lo dejaba desvalido. Algo que nunca previó. Una situación para la que no estaba preparado, en la que durante estos veintisiete años no pensó nunca.” “¿Y qué le respondiste?”, pregunto. Pencho deja el vaso vacío sobre la mesa y se lo queda mirando, cabizbajo. “Me eché a llorar como un idiota –responde–. Por él, por mí, por esta trampa en la que nos ha metido esa estúpida pandilla de incompetentes y embusteros, con sus brotes verdes y sus recuperaciones inminentes que siempre están a punto de ocurrir y que nunca ocurren. ¿Y sabes lo peor?... Que el pobre tipo estaba allí, delante de mí, y aún decía: «No se lo tome así, don Fulgencio, ya me las arreglaré». Y me consolaba.”

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© LA NACION

El autor es novelista y periodista, miembro de la Real Academia Española

Platón en el Mundial SERGIO SINAY

L

E debo al fútbol grandes alegrías y también me ha proporcionado enormes tristezas. Las he vivido en la tribuna y también jugándolo (en canchas de once, de siete, de cinco, en potreros legendarios, en pisos posibles e imposibles, de césped, de tierra, sintéticos, de cemento). Fui, como espectador, a todas las canchas del país y a varias del exterior. Hice grandes amigos gracias al fútbol y pude compartir momentos entrañables, también gracias a él, con personas con las que jamás hubiera tenido coincidencias en otros planos. Me encargué, con constancia, de que mi hijo Iván fuera hincha de River, como correspondía, y hasta vi cómo se convertía en un jugador mucho más dúctil y habilidoso que yo. Esa función paterna la cumplí. A las diferentes instancias en las cuales el fútbol tocó mi vida, le debo varios hijos y hermanos del corazón. Y con algunos de ellos ni siquiera nos une la pasión por la misma camiseta. Tuve la fortuna de conocer y entrevistar un par de veces a Dante Panzeri, un hombre moral, y de leer repetidamente, siempre con asombro y deleite, su perenne Fútbol, dinámica de lo impensado. Y su pluma, como las de Félix Frascara, Borocotó y Pepe Peña, contribuyeron desde El Gráfico a hacerme disfrutar desde chico de las buenas lecturas. En muchos partidos a los que asistí vi bellas coreografías a cargo de inspirados intérpretes, asistí a notables despliegues de inteligencia, a sublimes muestras de solidaridad y de cooperación. Y fui testigo de actos de egoísmo, de trampas groseras, de estúpidas violencias. Comprobé, en fin, que se juega como se vive. Por estos motivos, y otros similares, cada cuatro años, hacia mediados del año, me invade un creciente malestar. Y va de mal en peor. Ocurre cuando veo que se presenta como Campeonato Mundial de Fútbol a un evento económico y político que ya casi nada tiene que ver con este hermoso

PARA LA NACION

deporte y que, impunemente, lo ha vaciado de sus mejores contenidos. El Mundial es el espacio en el que se abren y se cierran grandes negocios, no sólo futbolísticos. Quienes tienen algo para vender llevan allí a sus potenciales clientes, los seducen y los rematan (y no se trata sólo de negocios deportivos). Corporaciones diversas se cuelgan, literalmente, del evento. Miles de mujeres son trasladadas a los países anfitriones para ejercer la prostitución (una de las grandes industrias mundiales, sobre la que hay más silencios e hipocresía que políticas activas); otras miles de mujeres locales son usadas para lo mismo. También los ejecutivos del negocio de la droga (otra de las mayores industrias del planeta) saben

En los mundiales, el deporte se convierte en un evento económico y político que casi nada tiene que ver con la belleza del juego adónde se amplía en esas fechas un mercado apetecible. Países sedes con serios problemas sociales derivan fondos cuantiosos a la construcción de infraestructuras que después no pueden sostener, y lo hacen con una decisión que habitualmente no tienen para encarar temas como el hambre, la violencia y la educación. Millones de dólares se mueven en especulaciones salvajes entre clubes y representantes, mientras que los jugadores se exhiben en la vidriera mediática. Un espectáculo obsceno en un mundo que no resuelve (pese a que sus dirigentes crean sucesivos G-4, G-7, G-11 o G-100) temas urgentes y dramáticos de inequidad. El poder mundial le es cedido a una sociedad anónima llamada FIFA, cuyo

código de ética no ha sido publicitado, si es que existe. Quien ama el fútbol y lo sigue sabe, con dolor, que hace tiempo que la pelota está manchada y que cuando se estudian las huellas digitales en esas manchas aparecen las de casi todos sus actores, jugadores incluidos. El Mundial es otro escenario en lo que esto se suele poner en evidencia. El negocio se cuida con celo y con eficiencia. Y a todo esto habría que agregarle las especulaciones y manipulaciones de la política en torno al fútbol. Hay gobiernos que apuntan más a “un buen Mundial” de su selección que al desarrollo de políticas eficientes y conductas honestas, despreciando, de ese modo, no sólo a la política, sino a sus propios pueblos. Los antiguos espejos de colores se cambian así por pelotas de vinilo. De esto los argentinos sabemos mucho (y en estos días nos lo recuerdan), pero, en honor a la verdad, la actitud es pandémica. Un consuelo superficial sería considerar el fútbol como la continuación de la guerra por otros medios. Sin un Mundial cada cuatro años, acaso habría más testosterona dedicada a desatar guerras. Pero si se toma en cuenta que, entre los oficialmente declarados y los que no lo están, en el mundo hay hoy casi un centenar de conflictos bélicos, este argumento queda en un pueril juego sociológico. La temporada de mundiales abarca un par de meses en los que somos inexorablemente sometidos a una asfixiante intoxicación publicitaria por medio de la cual algunas marcas intentan lavar sus caras y otras, darlas a conocer. Los patrios colores de la camiseta tienen entonces los auspiciantes más insólitos e inesperados, muchos de los cuales no son empresas argentinas, aunque apelen a invocaciones nacionalistas que hubiera aplaudido el propio Mussolini y que, en algunos avisos, me recuerdan a mis libros de lectura de la escuela primaria. Pero valga recordar que, después de todo,

el Mundial es una fiesta global y los negocios son hoy globales. Si no, que lo digan los mentados fondos buitre. Resulta, cuanto menos, paradójico y curioso que tengamos tanto tiempo, energía y espacio en el disco rígido de nuestras mentes para vivir pendientes de lo que, si sale bien, será no más que un buen negocio para unos pocos, y que a veces carezcamos de un minuto para preguntarnos qué estamos haciendo de nuestras vidas, si las estamos viviendo de acuerdo con nuestros principios y valores, si hemos avizorado qué les da sentido. Aunque, lo reconozco, es también comprensible. Porque todo esto gira en torno al fútbol y no podría ser generado por

Quien ama el fútbol y lo sigue sabe, con dolor, que hace tiempo que la pelota está manchada y que muchos dejan en ella sus huellas digitales ningún otro deporte ni por otra manifestación popular. Lástima grande que los mundiales tengan tan poco contenido de fútbol real y tanto de sabor artificial. Así como nos hemos acostumbrado a creer que si una etiqueta nos dice “sabor limón” o “dulce de leche”, allí hay de veras limón y dulce de leche, así llegamos a creer que el Mundial es la fiesta máxima del fútbol. Como los habitantes de la caverna de Platón, que, de espaldas a la entrada, confundían las sombras reflejadas en el fondo de la cueva con la realidad, nos rendimos ante la sombra de lo que fue una bella creación humana y ahora es sólo un gran show con forma de pelota. © LA NACION

PLANETA DEPORTE

Hinchada americana SIMON KUPER FINANCIAL TIMES

JOHANNESBURGO O se ven muchos hinchas extranjeros en esta ciudad, pero el grupo más grande es el de los estadounidenses. La gente de los Estados Unidos compró más entradas para este Mundial que la de cualquier otro país. “En las ventas públicas, los estadounidenses son más que la suma de los dos países siguientes”, señala orgulloso Sunil Gulati, presidente de la Federación de Fútbol de Estados Unidos. Contrariamente a lo que se cree, Estados Unidos es ahora una nación futbolística. El sábado, cuando su equipo enfrentó a Inglaterra, hubo millones de estadounidenses viendo el partido. La globalización ha difundido este deporte en el país como nunca antes. Es raro recordar la Copa del Mundo de 1994, que se disputó en Estados Unidos. En ese entonces los chicos estadounidenses pateaban obedientemente las pelotas bajo la guía paterna en los parques, pero sólo unos pocos tipos raros veían el Mundial, por canales de cable semiilícitos. Era algo tan marginal como el juego de ver quién arroja un enano más lejos. Desde entonces, Estados Unidos se ha globalizado rápidamente. Hay dos grupos de estadounidenses que siguen el fútbol con entusiasmo. El primer grupo está integrado por inmigrantes: alrededor de 45 millones de hispanos viven ahora en Estados Unidos,

N

casi todos ellos procedentes de México, un país loco por el fútbol. El segundo grupo es el de la elite educada. David Downs, director ejecutivo del comité estadounidense que presenta la candidatura del país como sede del Mundial 2018 (o, más probablemente, el de 2022), dice de los semilleros futbolísticos norteamericanos: “No son necesariamente las granjas polvorientas del interior, sino también los suburbios de Washington DC o de San Francisco”. La televisión siempre ha sido el eslabón perdido del fútbol en Estados Unidos. Ese hecho cambió el 7 de febrero de 2005, cuando se inauguró el Fox Soccer Channel. ESPN también identificó a la nueva audiencia. De repente, uno puede sentarse en el sofá en Minneapolis y ver fútbol sin parar durante todo el fin de semana. Y hay gente que lo hace. Hay una creciente tribu estadounidense de fanáticos del fútbol que insiste en llamar “fútbol” (y no soccer) al deporte, y que aburre con sus largos análisis de los problemas defensivos del Manchester City. “Es la gente que mira la Premier League los domingos a la mañana –explica Gulati–, la gente que mira los partidos de la liga mexicana, de la liga salvadoreña, de la liga italiana.” Alguna gente incluso mira los partidos de la liga australiana... Las empresas televisivas estadounidenses pagaron 425 millones de dólares por los

derechos de los mundiales de 2010 y 2014, la cifra más grande pagada por un acuerdo así en cualquier país. Estados Unidos ocupaba, en cuanto al número absoluto de espectadores, el puesto número 13 en el mercado televisivo de los mundiales. En 2006, el país había ascendido al octavo puesto, señala Kevin Alavy, de Futures Sport+Entertainment, la organización que monitorea estos datos. Este año, Estados Unidos seguramente ocupará un puesto aún más alto en la lista.

Contrariamente a lo que se cree, Estados Unidos es ahora una nación futbolística. La globalización tuvo mucho que ver en esto Los extranjeros que se quejan de que los estadounidenses ni siquiera miran los partidos de su propia liga profesional están equivocados. La Liga Mayor de Fútbol es tan sólo una pieza del mosaico de la cultura futbolística estadounidense. Y, en todo caso, ahora los estadounidenses sí miran esos encuentros: la última temporada, el número de asistentes a los partidos superó al de la Asociación Nacional de Básquet y de la Liga Nacional de Hockey, pese a que los equipos

de fútbol jugaron menos partidos. Mientras visitaba Nueva York, hace quince días, encontré allí más referencias a la Copa del Mundo que en París, la ciudad donde vivo. Los neoyorquinos andaban por allí con camisetas de fútbol, los ómnibus exhibían anuncios de la cobertura televisiva del Mundial y los bares tenían carteles que proponían a los clientes que fueran a ver los partidos allí. Justo antes de que el equipo estadounidense volara a Sudáfrica fue recibido en la Casa Blanca por Barack Obama y por Bill Clinton. Normalmente, la única oportunidad en la que uno ve a dos presidentes juntos es cuando ocurre alguna catástrofe humanitaria. Ambos dirigentes políticos están impulsando al país como candidato para ser sede de un próximo Mundial. Gulati dice que eso encaja con la estrategia general de Obama de ampliar las relaciones y salir del aislamiento. “Es el tema del discurso de El Cairo: conectarse con el mundo de manera diferente, algo que francamente facilita el hecho de tener un pasaporte estadounidense.” Todos esos estadounidenses mirando el partido en Rustenburg o desde su sofá o en un bar son un signo de algo: la vida cotidiana de los estadounidenses se está globalizando. © LA NACION Traducción de Mirta Rosenberg