Matamos más gente que un soldado

14 sept. 2011 - rápido y no paraba en la estación. Además, para tener ... en la estación de Flores con destino a Once pe
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INFORMACION GENERAL

Miércoles 14 de septiembre de 2011

I

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Tragedia en las vías | Historias de desesperación y dolor

Gallardo, el chofer del colectivo 92

El instante en que la madre y la esposa se enteran de que el cuerpo de Pablo Pola estaba en la morgue

Gabriel Canavide, el primer socorrista FOTOS DE MAURO ALFIERI Y SILVANA COLOMBO

FILIBERTO GALLARDO, EL COLECTIVERO

CECILIA POLA, PAREJA DE UNA VICTIMA

MARIA MANSILLA, VECINA

GABRIEL CANAVIDE, POLICIA

Lloran al chofer de la línea 92

Una búsqueda y el peor final

“Me despertó un estruendo”

“Se cortó la luz y sólo oía gritos”

Parados alrededor de una mesa, los choferes miraban con atención el noticiero y comentaban sobre el accidente. Nicolás Pucciarello, chofer de la línea 92 desde 1977, se separó del grupo y se metió en otro cuarto. De una pila de libretas de trabajo sacó la de Filiberto Gallardo, el chofer de 33 años que falleció ayer a la mañana mientras conducía el interno de la línea 92 que chocó contra una formación del Sarmiento. “Lo lloré porque era un buen pibe. Era laburador, responsable, una persona fabulosa. Mirá que tuvimos choferes malos y buenos, pero éste era un pibe fuera de serie. Desde que entró sólo se adelantó un par de veces”, dijo Pucciarello a LA NACION. Antes de guardar la libreta del conductor fallecido, sacó la foto carnet de ese documento y la puso en el bolsillo de la camisa, debajo del suéter. “Me la voy a guardar”, le dijo a Raúl Dietz, un compañero que estaba frente a una computadora que mostraba el video del accidente. Dietz asintió con la cabeza y dijo: “Hoy [por ayer] yo largué ese colectivo a la 1.20 y a las 5.33”. Gallardo había entrado a trabajar en la línea 92 el 18 de octubre de 2005. Tenía dos hijos pequeños. En la terminal del 92, en Puente 12, todos sus compañeros se lamentaban por la tragedia y criticaban el funcionamiento de las barreras de toda la línea Sarmiento. “Se dieron todas: no andaba la barrera, que estaba a 45°, el guardabarreras se fue y el tren que venía de Once era rápido y no paraba en la estación. Además, para tener visión tenés que pasarte con el coche y después no te da tiempo a reaccionar”, relató Pucciarello.

Cecilia ya estaba en su trabajo cuando lo empezó a llamar al celular. El primer llamado lo hizo a las 8.15, pero él no atendió ni ése ni los demás. Pablo Pola, su pareja, tenía el teléfono apagado. Como todas las mañanas, Pablo había tomado el colectivo 92 en la avenida Directorio al 4900, en Mataderos, rumbo a Parque Centenario, donde tomaba el 65 para llegar hasta su trabajo, en una oficina de la empresa Edenor. Pero la preocupación de sus familiares y amigos comenzó cuando desde el trabajo les avisaron que nunca había llegado. El accidente ocurrido a primera hora en el cruce de Artigas y las vías del Sarmiento hizo que todos se movilizaran: familiares, amigos y compañeros de trabajo fueron a recorrer los hospitales para dar con su paradero. Cecilia llegó al mediodía junto a Marta, madre de Pablo, y otras personas al hospital Alvarez, situado a pocas cuadras de donde ocurrió el accidente. “No hay una lista general acá –se quejó Cecilia–. Lo seguimos buscando: tiene ojos marrones, llevaba un buzo azul, jean negro y una mochila negra”. Minutos más tarde, en la puerta del hospital, una compañera de trabajo de Pablo recibió un mensaje de texto: unos amigos lo habían ubicado en la morgue. La madre y la pareja se enteraron así. Pablo tenía 38 años, vivía con su pareja y no tenían hijos. En diálogo con LA NACION, su madre lo recordó así: “Era un excelente hijo, una excelente persona, querido por todos. Los que lo conocían, familia y amigos, estamos destrozados. Más no te puedo decir”.

“Me despertó un estruendo terrible, me vestí, bajé y vi el desastre. Me dijo el diariero que el tren había arrollado a un colectivo 92 y, entonces, le dije: «¡Seguro que la culpa la tiene el colectivero, porque cruzó la barrera baja!»” María Mansilla tiene 65 años, vive sobre la calle Gervasio Artigas, a menos de 20 metros del lugar de la tragedia. Durante 40 años se desempeñó como enfermera de varios centros asistenciales privados y, en los últimos años, trabajaba en la atención de pacientes con distintas discapacidades en ALPI. La mujer fue tajante sobre el porqué del accidente. Y señaló al chofer del colectivo como el principal culpable de la tragedia. “Después, hablé con mi amiga que, justamente, es la esposa de «Beto», el chofer del colectivo accidentado de 92, y le dije: «Perdoname, pero lo mejor que le pudo pasar a tu marido es haberse muerto. De haberse enterado que provocó la muerte de tantos pasajeros se iba a querer matar o iba de por vida a la cárcel.»” Mansilla, con más de 30 años en el barrio, no es la primera vez presenciaba este tipo de accidentes en el paso a nivel de la calle Artigas. “La gente que baja o sube del tren –agregó Mansilla–, muchas veces es imprudente, pero lo del colectivero no tiene perdón alguno. Se fijó que venía el tren de Moreno pero, seguro, cuando quiso mirar para el lado opuesto, lo agarró el tren que venía de Once. Además, la barrera estaba rota o la rompió el colectivo u otro vehículo antes, pues en el piso quedó un pedazo.”

Reaccionó con rapidez. Organizó una evacuación en plena oscuridad y entre los hierros retorcidos. Fue el primero en dar aviso a la policía y solicitar ayuda. Era un pasajero más del tren que estaba detenido en la estación de Flores con destino a Once pero, en pocos minutos, y gracias a su experiencia como oficial mayor de la Policía Metropolitana, se convirtió en el primer eslabón de la cadena de rescate de este fatal accidente. Gabriel Gustavo Canavide iba camino a su trabajo en la División Intervenciones Complejas (DIC), en la villa 1-11-14, como todos los días. “Sentimos un golpe terrible y todos los pasajeros se cayeron al piso; segundos después se cortó la luz y sólo oía gritos”, contó a LA NACION en diálogo telefónico. Con ayuda de otro pasajero, Canavide logró abrir la puerta del coche del tren en el que viajaba y comenzó a rescatar a los pasajeros. “Estaba de civil, me puse la placa para que la gente me reconociera como oficial y colaborara. De inmediato, me comuniqué con el comando único central de la Policía Metropolitana para solicitar ayuda. No sabía exactamente las dimensiones del accidente, pero sí que se trataba de una situación muy grave –dijo Canavide, aún conmocionado–. Vi gente destrozada bajo los hierros de los trenes y me quedé hasta las 8.30 ayudando a los pasajeros heridos y en estado de shock. Cuando todo terminó y llegué a la base me puse a temblar como una hoja, recién ahí caí en la cuenta de lo que había sucedido.”

Instantáneas del horror que se apoderó del barrio Tras el impacto, miles de pasajeros intentaban salir por las ventanillas y suplicaban ayuda EVANGELINA HIMITIAN LA NACION

El colectivo de la línea 92, tras el violento impacto que lo dejó aprisionado entre el andén y uno de los trenes JORGE BOSCH

“Matamos más gente que un soldado” Los maquinistas arrollan un promedio de 30 personas en toda su vida laboral; sufren graves traumas FRANCO VARISE LA NACION Como una paradoja cruel, la vida laboral de los maquinistas de trenes está marcada por la muerte. La muerte con manos, piernas y rostros que no se olvidan. En toda su carrera llegan a arrollar un promedio de 30 personas cada uno antes de jubilarse: muchos adelantan el retiro por los efectos psicológicos que eso les produce. “Nos jubilamos como si fuéramos veteranos de guerra... matamos sin querer más gente que un soldado de Vietnam”, expresó el secretario general de La Fraternidad, Omar Maturano. Los datos de la empresa TBA indican que el promedio de muertos sólo en la línea Sarmiento, donde ayer se produjo el estremecedor accidente, es de una persona por día. Por año

más de 400 personas fallecen bajo las ruedas de un tren en el centenar de pasos a nivel por los que circulan las seis líneas ferroviarias que atraviesan la ciudad (eso incluye accidentes y suicidios). En el gremio ferroviario se sabe que el Sarmiento y el Roca son los peores ramales y, entre los maquinistas, intentan huir de ese destino infausto. “Al que le toca el Sarmiento sabe que larga de entrada con un muerto por día: es muy duro... en los cursos de capacitación te hacen la cabeza de que vas a tener muchos arrollamientos. ¿Pero cómo te preparás para cargar con la muerte de un chico que iba a la escuela y al que ves como a tu hijo?”, se preguntó Maturano. La mayoría de los casos de accidentes en las vías son suicidios. “La gente que quiere matarse busca el tren. No se puede hacer nada,

se te tiran abajo del tren”, explicó Maturano. El sindicato publicó el libro Verdugos inocentes, con relatos y vivencias acerca de cómo afecta la muerte a los maquinistas. “Es común que en los primeros 15 días después de un accidente, los muchachos duerman en posición fetal y no coman carne porque les recuerda el olor de la persona quemada al ser arrollada por el tren eléctrico. Ese olor se mete en la cabina”, explicó Maturano. Uno de los más antiguos maquinistas del Sarmiento carga con 89 muertes. ¿Y cómo se vive con este estigma?, consultó LA NACION. “Mucha gente queda mal; no puede llevar una vida digna”, dijo Maturano. Y agregó: “Hay casos de compañeros a los que les explota el hígado sin haber tomado nunca alcohol o que quedan internados en psiquiátricos. Imaginate

al tipo que llega a su casa después de arrollar a alguien y su mujer le hace problemas por una pavada... Se vuelven violentos”. Miguel González, maquinista, contó el año pasado su experiencia en una nota publicada en LA NACION: “Un matrimonio quiso ganarle a la barrera, no llegó y los choqué. La mujer salió despedida del auto y murió en el acto. Me dijeron que estaba embarazada. El marido murió cuando iba al hospital. De todo eso me enteré por rumores o comentarios; siempre sabemos de quién se trataba, a qué se dedicaba y demás. Un año después, me llegó una citación para declarar porque me habían iniciado un juicio por ese caso. Cuando pregunté quién era, supe que estaba vivo y que su mujer no estaba embarazada. En cierto modo fue un alivio...”

Cuando el reloj marcó las 6.23. Cristina Ruiz Díaz llevaba 27 minutos con la persiana levantada. Entonces, oyó la explosión. Pensó que se había caído un edificio. Empezaron a temblarle las piernas y las manos. El pánico se apoderaba de su cuerpo. “Calmate mujer, te va a dar algo. Debe haber explotado una estación de servicio”, le dijo Edgardo, su marido. Esta pareja acababa de abrir el quiosco que tienen sobre la calle Artigas, a metros del lugar del desastre. El hombre salió a la calle y miró al cielo. Oyó gritos. Era la postal del Apocalipsis. Brazos que se asomaban pidiendo ayuda. Pasajeros que desbordaban por las ventanillas con la cara cubierta en sangre. Gente que entraba, que salía, que desesperaba. Eduardo Gómez iba a bordo del tren. Se había subido al segundo vagón en Merlo, a las 6. Consiguió un asiento y se quedó dormido. “Escuché un ¡blum! y me golpeé la cabeza. Me caí de costado. Me levanté mareado y vi que todos empezaron a romper las ventanas para salir”, cuenta este hombre que trabaja como empleado de una empresa de seguridad en La Boca. “Estaba amaneciendo. Había mucha gente gritando. Vi gente herida, cortada, con golpes; personas corriendo para todos lados”, cuenta. Un médico le preguntó si estaba bien. El se tocó la cabeza y descubrió que tenía sangre y que le costaba mover el cuello. Las ambulancias y los patrulleros ya llenaban el lugar. “Dejame atender a la gente que está más grave. Si podés, andá caminando hasta al hospital Alvarez, que está a cinco cuadras”, le dijo el médico. En la vereda se acumulaban los heridos. Los médicos inmovilizaban a los pacientes con cuellos ortopédicos y les pedían que esperaran sentados en el cordón, hasta que pudieran trasladarlos. Sara Enríquez trabaja de encargada de un edificio en Flores. Tomó el tren del accidente en Merlo. “Estaba parada ya para bajarme en Flores, en el primer vagón detrás del furgón y entonces sentí el sacudón. Después se nos cayeron personas encima. La gente se pisoteaba”, cuenta Sara, que terminó en el Alvarez con contusión

de rodilla y cuello. Las zapatillas blancas se le tiñeron de rojo. “Había sangre por todos lados.” En medio del shock, decidió volver a entrar en el tren para buscar su mochila. Después, se quedó sentada en el andén, intentando contener a algunos heridos, para que no se durmieran o se desmayaran. Cuando estaba por subir al primer vagón de ese tren, en la estación de Morón, Sebastián Sánchez, de 19 años, sintió que se le había caído el celular. El aluvión de pasajeros no le permitió levantarlo. La gente lo fue pateando y cuando logró recuperarlo del piso, las puertas del tren se cerraron y el tren se fue. Sebastián insultó y después recordó que era martes 13. Pensó que no había peor manera de empezar el día. Tuvo que esperar el tren siguiente, pero, después de recorrer unas estaciones, se anunció que el servicio estaba interrumpido. Llamó a su jefe, el encargado de otro quiosco que funciona a metros de la estación de Flores. “No sabés lo que acaba de pasar. Esto es un desastre”, le dijo. Sebastián tomó el colectivo, con una rara sensación de que el destino se le había cruzado en el camino.

La espera que desesperó En medio de la confusión, los familiares de los pasajeros peregrinaron por hospitales, comisarías y hasta por la morgue. El padre de Víctor Daniel Díaz vivió ese calvario. Estaba seguro de que su hijo de 25 años había tomado el colectivo 92 para ir al trabajo. Pero no pudo ubicarlo en su celular ni en la empresa de mantenimiento. Allí le informaron que no se había presentado a trabajar. Pensó lo peor. Pero, cuando atravesaba sus pesadillas más intensas, la puerta de su casa se abrió y apareció Víctor. El padre no sabía si abrazarlo o cruzarle la cara. El chico se había quedado sin batería en el celular y ajeno a todo lo que había ocurrido, no fue a trabajar. Al cierre de esta edición, Florencia Romano seguía en la búsqueda de Esteban, su hermano, de 38 años. Había tomado el tren en Morón para ir a Once. Eso fue lo último que supo de él. La chica hasta montó guardia en la morgue. Tuvo que ver los cuerpos de las víctimas, pero nada. Su hermano no aparecía por ningún lado.