Los siete conjurados

22 ago. 2014 - Podía haberse tratado de una reunión de siete conjuradosporque la .... Dicen que Turín es una ciudad satá
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Viernes 22 de agosto de 2014 | adn cultura | 3

CróniCas de la selva

Los siete conjurados Noche de recuerdos y confesiones, a media luz y con amigos, junto a dos de los músicos más destacados de la Argentina Hugo Beccacece | Para la nacion

Viernes 15, a las 21.30, en un restaurante de Retiro

Podía haberse tratado de una reunión de siete conjurados porque la luz del restaurante era muy baja, casi la de una discoteca, y como estábamos en el primer box, quienes entraban casi no reparaban en esa mesa, semioculta por una pecera iluminada. Uno al lado del otro, allí estaban Martha Argerich y Bruno Leonardo Gelber. Esa misma semana, los dos habían participado en el Hotel Panamericano de la presentación de En la edad de las promesas, de Cecilia Scalisi, que cuenta la niñez de Argerich, Daniel Barenboim y Gelber. En esa presentación, Bruno confesó que, de chico, había estado enamorado de Martha o más bien fascinado por ella. La fascinación se convirtió con la madurez en una profunda amistad que no quebró ni el tiempo ni la distancia. A la mesa, estaban sentadas dos comensales con las que Martha y Bruno habían compartido la niñez y los estudios: Carmen Amicarelli y Eda Sangrigoli. Carmen es hija de la gran pianista Carmen Scalcione, cuyo cuñado era otro gran pianista, Francisco Amicarelli. Martha tomó clases “clandestinas” con esos dos maestros. Debía esconderse de Vincenzo Scaramuzza, el celoso profesor “oficial” de Martha y de Bruno, que los talló con maestría y los torturó sin piedad. Fue en el Conservatorio Scaramuzza donde los dos amigos se conocieron. Eda Sangrigoli es una pianista que vivió en París y en Nueva York, pero que hace ya mucho volvió a la Argentina. También ella fue discípula de Scaramuzza. “El maestro –recordó Eda– sólo tuvo cinco chicos como alumnos. Por supuesto, los mejores, en los que él tenía puestas todas sus esperanzas, eran Martha y Bruno.” Los otros dos comensales eran Alan Kwiek, el joven asistente de Martha, también pianista, y su novia, la violinista Cecilia Isas. Era inevitable que Bruno, Martha, Carmen y Eda hablaran del pasado: de cumpleaños, primeras comuniones y misales regalados. “¡La comunión es una de las cosas más hermosas que existen!”, exclamó Gelber. Martha, con una sonrisa irónica dijo: “Yo pensaba que la comunión me iba

a proteger de la muerte, que la hostia iba a impedir que me muriera”. Bruno: “Yo no le temo a la muerte”. Martha: “Yo sí”. La muerte hizo que Bruno se acordara de una de sus fans: “Era una mujer europea. Nunca llegué a tratarla. Ella había presenciado mis conciertos, escuchaba mis grabaciones sin cesar. Me escribía cartas apasionadas. Quería casarse conmigo. Yo no le contestaba. Ni siquiera la conocía. Sin embargo, viajó a Buenos Aires y vino hasta mi casa de esa época, en Belgrano, pero no me encontró; mi madre, en ese período, pasaba por una depresión; era un momento muy difícil para mí. Todo ese amor musical era la fantasía de una cabeza alocada. Cuando ella comprendió que yo no la amaba, se ahorcó en el hotel donde vivía”. En materia de fans, algunos de los de Martha no se quedan atrás. Alan Kwiek contó un episodio extremo, aunque no trágico. “Martha estaba en Europa, en una gira de conciertos. Hace de esto unos diez años, quizá menos. Había un fan, muy joven, que la seguía por todas partes. En una oportunidad, Martha debía dar un recital en la ciudad de provincia donde había nacido ese muchacho. Él soñaba con escucharla tocar allí. Pero el día que debía viajar, Martha se levantó muy tarde. Todos los que estábamos con ella tratamos de ayudarla para que llegara a tiempo al aeropuerto. Pero nos dimos cuenta de que ya no era posible. Iba a perder el avión. El fan que, por supuesto, había ido al hotel, resuelto a viajar con nosotros a su ciudad, desesperado, hizo algo increíble. En Europa, todavía se encontraban teléfonos públicos por las calles. El chico salió del hotel; ubicó una cabina telefónica; marcó el número del aeropuerto y dijo que en una de las salas de espera habían puesto una bomba que estallaría en una hora. Después nos telefoneó para decirnos que todo estaba solucionado. Al rato, desde el aeropuerto, los que organizaban la gira nos llamaron para decirnos que no nos inquietáramos por el horario. Los vuelos estaban demorados hasta que se despejara la amenaza de un atentado terrorista. Una locura. Vimos al fan por última vez la noche del concierto en su ciudad natal.” El comentario de Martha desvió la con-

“Yo pensaba que la comunión me iba a proteger de la muerte, que la hostia iba a impedir que me muriera” martha argerich Pianista

reveló que, de chico, había estado enamorado de Martha. Ese sentimiento se convirtió en una profunda amistad bruno gelber Pianista

versación: “A mí me gustan más las ciudades chicas, las de provincia, que las grandes capitales. Italia está llena de esas pequeñas ciudades hermosas”. “Ferrara, por ejemplo”, le dijo un compañero de mesa. Martha alzó la mano como para rechazar algo temible. “Ferrara es una ciudad muy extraña. Es hermosa, pero allí nació Savonarola. En Italia, hay ciudades curiosas. Dicen que Turín es una ciudad satánica, que en el Museo Egipcio se realizan ceremonias demoníacas.” Del satanismo, la astrología y los metales de los alquimistas, la conversación pasó al Concierto n° 3 de Rachmaninov. “Yo lo aprendí en Mar del Plata en 1979 o 1980. No se me había ocurrido hasta entonces que iba a tocarlo”, dijo Gelber. “Pero un verano, me hablaron de Europa y me lo propusieron. Sin pensarlo mucho dije que sí. Me puse a estudiarlo, ayudado por mi madre. El día que lo estrené, cuando iba a tocar el primer acorde, tuve la impresión de que estaba en una película de terror. Fue un tour de force, pero todo salió muy bien.” Martha dijo: “Yo lo toqué ocho veces. Cada una de esas veces sentía que no iba a poder llegar al final”. Bruno intervino para hacer una observación: “Lo que pasa es que nosotros nos quedamos intimidados por Horowitz. ¿Te acordás de que nos encontramos de casualidad en Londres, cuando él lo tocó y lo escuchamos? Fue impresionante. Uno piensa que va a tocar ese concierto y la sombra de él es como la de una montaña”. Argerich hizo un mohín pensativo. Bruno: “Ahora, el 22 (N. R.: hoy), tengo que tocar el Concierto de Grieg con la Sinfónica Nacional en el Auditorio de Belgrano”. Martha: “A mí, cuando vuelva a Europa, me espera Prokofiev y hace cinco días que no estudio”. Bruno: “Ese lujo yo no podría permitírmelo”. Martha: “Otras veces me dio pena irme de aquí. Pero esta vez, no sé por qué, no quiero irme”. Y Martha, hizo lo que había hecho toda la noche de modo intermitente: acarició el brazo de Bruno una y otra vez, con nostalgia anticipada, mientras lo miraba sonriente a los ojos. C