La Red de Óscar Gogerly

La luz de la Luna iluminaba las ruinas ..... modificado parcialmente, pero en una de sus múltiples exploraciones, había
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La Red de Óscar Gogerly

1 –Elegir; en eso se basan nuestras vidas como seres libres. En eso consiste ser un humano... Años atrás la gente pudo haber elegido la sociedad que quería. Podían haberse deshecho de La Red; ahora ya ni se plantean una vida sin ella. La esencia de su humanidad ya no se basa en elegir, sino en seguir; en vivir como el resto, como si la unión les hiciera desarrollar su potencial en vez de perderlo... Emir Asad andaba por una oscura avenida de la Ciudad Abandonada. La luz de la Luna iluminaba las ruinas de antiguos hoteles y el suelo estaba mojado por una reciente llovizna. A su lado llevaba a un chaval de corta edad –se figuraba que tendría unos 12 o 13 años– agarrado por el brazo. La razón de que lo llevara de aquella manera era que el chico no parecía querer moverse si Emir no tiraba de él; aunque a decir verdad, tampoco hacía falta emplear mucha fuerza para cambiar su estado de inercia. Tenía la mirada perdida y era evidente que le daba lo mismo seguirle que quedarse parado en el sitio. –Todas las personas que una vez vivieron sus vidas aquí, en este lugar, podían haberse quedado. Nadie las obligó a cambiar de vida y a conectarse; al menos no al principio. Pero imagino que las promesas de un futuro mejor tienen más fuerza que los avisos de un peligro próximo. Al fin y al cabo, mis padres tampoco tuvieron que marcharse de su tierra y sin embargo, aquí me tienes a mí... Al pasar por un cruce de calles sintió una agradable y cálida brisa acariciarle el rostro, pese a que el verano ya había acabado. Emir supuso que el viento provenía de los desiertos del Sur, pues descendía de la calle que daba a la playa. Quizás ese mismo viento hubiese pasado por su pueblo natal antes de cruzar el mar, recorrer la ciudad y llegar hasta el sitio exacto en el que se encontraba. Miró con cautela a los lados y estudió cada pequeño rincón que en la oscuridad pudiese ocultar la figura de una persona. Observó las ventanas de los edificios, pero no parecía haber nadie. La ciudad entera estaba vacía y silenciosa. Por todas partes se veían restos de lo que una vez fueron hoteles y restaurantes, y un cartel desgastado y lleno de mugre anunciaba las ofertas de un parque de atracciones. Emir imaginaba que en su momento la gente habría acudido a ese lugar para relajarse y pasar un buen tiempo. No fue así cuando él estuvo ahí. Giró; tirando del chaval para que lo siguiera, y ambos se metieron en un callejón

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estrecho. Al fondo, la silueta de un hombre se distinguía débilmente del entorno oscuro. –Simplemente resulta irónico: que las personas una vez tuvieran el control de su propio destino y lo rechazaran. Y ahora ya parece que es tarde para que nosotros lo tengamos... Emir caminó con paso ligero, casi con prisa, hacia la figura del hombre; pero al hacerlo notó una pequeña resistencia por parte del chico. Su expresión dejaba entrever cierta desconfianza hacia el nuevo individuo que se le había presentado. Emir no hizo caso y siguió andando hasta detenerse frente a él. Ahora ya podía distinguir con cierta claridad la cara de Julio Esquivel, un hombre de mediana edad, al menos una década mayor que él, que lucía una barba de tres días y tenía el pelo corto y grisáceo, y un aspecto enteramente descuidado –A decir verdad Emir también tenía barba y desarreglo en el peinado; todos los hombres del grupo lo tenían, pues el físico era la menor de sus preocupaciones–. –Bueno, yo no llegaría al punto de afirmar eso con certidumbre –dijo Julio–. Al fin y al cabo estamos aquí ¿no? ¿Quién si no nosotros ha decidido eso? –Si yo de verdad pudiera elegir, no estaría aquí, amigo. Eso está claro. –respondió Emir mentalmente, pero Julio ya no le prestaba demasiada atención. Atendía ahora al chico que iba con él. El chaval tenía la cabeza agachada y el rostro escondido bajo un flequillo castaño y sucio. Llevaba una ropa andrajosa y demasiado ancha para su tamaño menudo. –Hola, hijo ¿como te llamas? –dijo acercándose a él y tocándole un hombro levemente– ¿Eres de por aquí? El chico apenas le dirigió la mirada. Emir agarró a Julio, lo giró para que estuvieran cara a cara y se colocó un dedo frente a los labios en señal de silencio. –No deberíamos hablar en alto; hay agentes por la zona. –Vale –La voz de Julio se oyó en su mente–. ¿Has probado a comunicarte con él así? –Sí. Ni te molestes, no contesta de ninguna de las maneras. Parece que sí que es capaz de entendernos, pero por alguna razón no quiere hablar. –Resulta extraño... ¿Crees que puede ser un marginal? Ambos le echaron una breve mirada al chico. Era obvio que sabía que estaban hablando de él en ese momento aunque no pudiera oírles. –No lo sé, pero no es el mejor sitio para intentar averiguarlo. Tenemos que irnos de aquí. Y con eso volvió a agarrar al chaval y reanudó su bajada por el callejón al mismo ritmo veloz de antes. Julio le siguió poco después y pronto lo alcanzó, colocándose a su lado y

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tratando de entorpecerle el paso. –Un momento Emir, no lo podemos llevar con nosotros. El chico puede que tenga familia y que viva por la zona. Es posible que se haya perdido. Emir se hizo a un lado y siguió caminando. No le gustaba cuando alguien le intentaba detener; especialmente cuando era importante seguir adelante. –Ya te lo dije antes; dos agentes se lo estaban llevando por la fuerza. Yo mismo vi cómo los cabrones le pillaban por sorpresa y le pegaban para que dejara de patalear. Que tenga o no tenga familia no es importante ahora mismo. Nos lo tenemos que llevar de aquí como sea. Emir siguió andando con seguridad, aceleró ligeramente el paso y apretó un poco más el brazo del chico, como si esas acciones reafirmaran más sus palabras. –Bueno, de acuerdo; pero no creo que el resto del grupo esté contento con la idea de llevarnos a un crío con nosotros, considerando nuestra situación. Lo que menos nos hace falta ahora mismo es tener que devolverle a sus responsables y que les cuente dónde estamos instalados. –Julio vaciló ligeramente con sus palabras, pero luego repuso: –Tú sabes que yo siempre apoyaré el ayudar a las personas que lo necesiten, pero hablo por el resto. Además, si no es un marginal... –Vuelvo a decirte lo mismo que te venía explicando, Julio –le cortó, a la vez que le echaba una mirada exasperada– mi libertad como persona se basa en el poder de decisión; en poder elegir. Ya sé que no teníamos que dejarnos ver por nadie, ni intervenir de ninguna forma, especialmente tratándose de agentes; pero ¿qué querías que hiciese? ¿que dejara que se lo llevaran? Emir empezaba ya a sentirse cansado de tener que dar explicaciones por todos y cada uno de sus actos. Si por algo había huido de La Red y se había unido al grupo, era precisamente por el hecho de no tener que darlas nunca más, o al menos no en los casos en los que claramente estaba actuando de la manera correcta y humana. Lo cierto era que siempre había tenido problemas para seguir órdenes, incluso en su antiguo trabajo en el hotel, donde su única tarea era la de atender a las peticiones de los clientes cada cierto tiempo. Le sorprendía que el gobierno nunca le hubiese llamado para cuestionar debido a su actitud discrepante; y de alguna extraña manera, le ofendía un poco. En cierto modo le parecía que era una especie de requisito mínimo para poder considerarse un rebelde verdadero, y él no lo cumplía. Al fin y al cabo, hasta donde llegaba su conocimiento, los demás miembros del grupo habían tenido, en un momento u otro, algún tipo de incidente con las fuerzas de seguridad; si bien también era cierto que su situación había sido muy diferente y él siempre había tenido que ocultarse y

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andarse con mucho más cuidado del usual. –No te habrán visto ¿verdad? –preguntó Julio con un tono despreocupado que indicaba que ya imaginaba la respuesta. –No, fui bastante sigiloso. Y ya sé que me dirán que he puesto en peligro todo lo que hemos estado planeando... Bueno, eso lo dirá Zafra, pero sinceramente me importa poco lo que piense él. Una muy sutil sensación de desequilibrio le indicó que debía girar nuevamente hacia la derecha. Se metió, junto con Julio y el chaval, en el callejón que les llevaría directamente al lugar donde se encontraba aparcada su camioneta; casi a las afueras de la ciudad. Llevaba todo el camino consultando La Red de manera intermitente y recibiendo señales del programa de orientación fisiológica, y a pesar de que La Ciudad Abandonada no figuraba en los mapas, el posicionamiento global le indicaba que el vehículo se hallaba a unos 70 metros en aquella dirección. –Hombre, supongo que tienes razón –dijo Julio, algo dubitativo– Por una parte merece más la pena ayudar a gente así, que lo necesite de verdad; que a los que están conectados a La Red, como pretendemos nosotros. –Yo simplemente pienso que los demás ven solamente al «bien mayor» como objetivo y no se dan cuenta de que los actos pequeños son también parte de... –Detuvo sus palabras en seco– Hay alguien, ¿Lo oyes? Pararon al instante, sin proferir sonido alguno. Un ruido metálico y agudo era el que había hecho detenerse a Emir, pero todavía se podían oír pasos y el alboroto de prendas a lo lejos. El chico pareció darse cuenta de que algo estaba pasando y se mostró inquieto. Emir le hizo un gesto para que se calmara y le soltó el brazo con cuidado. –Sí... Quién quiera que sea, está justo donde hemos dejado la camioneta. En efecto, el sonido provenía del lugar donde, según la información que daba La Red, se encontraba su vehículo. A pesar de que habían tratado de ocultarlo aparcándolo sobre la acera y bajo un árbol con ramas que lo tapaban parcialmente, era muy probable que alguien lo hubiese descubierto. En una ciudad vacía como esa, cualquier objeto extraño destacaba. Emir se acercó poco a poco, cuidando de no hacer demasiado ruido al pisar el suelo mojado. La abertura del callejón se encontraría a apenas 10 metros de él. Entretanto, Julio y el chico se habían quedado parados en el mismo sitio, a la espera de que él se acercara primero e investigara el peligro latente. Cuando ya había llegado prácticamente al borde, donde el

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callejón se abría a una avenida ancha y con aceras a ambos lados, se agachó lentamente hasta quedar tumbado sobre el suelo. Hizo esto para tener las mínimas posibilidades de ser visto al asomarse. El chaleco que llevaba puesto se le empezó a empapar mientras se deslizaba con sigilo. Reptó cuidadosamente hasta tener una visibilidad adecuada y examinó el entorno. Resultó no ser una persona sino dos, y lo peor de todo: tal y como se imaginaba, eran agentes del orden. Se encontraban relativamente lejos de él, pero al no haber ningún otro vehículo, ni nada que le bloqueara la visión, resultaban fáciles de distinguir. Uno de ellos parecía estar observando los detalles de la camioneta con ayuda de una linterna y el otro intentaba abrir una de sus puertas, sirviéndose de una vara metálica. No emitían ningún sonido, pero Emir sabía que en ese momento estarían manteniendo una conversación sobre lo que habían encontrado, y seguramente también se lo estuvieran comunicando a sus superiores. –Bueno, ya puedes estar tranquilo con el dilema sobre si debería haber intervenido antes o no – dijo con cierta presuntuosidad–. Pasara lo que pasara, esta noche íbamos a tener que vérnoslas con agentes. –¿Cuántos son? ¿Necesitas ayuda? –No... –Se tocó el bolsillo. Ya sólo le quedaba un dardo tranquilizante–. Necesito munición. –Vale, espera un momento. Voy para allá. Emir volvió la mirada a atrás –Estaba bien camuflado en la penumbra, así que no le preocupó hacerlo–. Vio que Julio se acercaba a paso lento, junto con el chico. Llevaba en la mano dos dardos. Volvió a girarse, sacó la pistola con extrema precaución y se dispuso a apuntar a los agentes. Si bien sus objetivos estaban lejos, el arma que usaba era de una precisión milimétrica. Además, se había vuelto bastante diestro con ella, al haberse visto varias veces en aprietos similares y de mayor dificultad. Al concentrarse en los blancos, el programa de puntería se activó automáticamente y, tras un cálculo instantáneo, le mostró las trayectorias de los enemigos, según su movimiento anticipado; la del proyectil, según las características del arma y las condiciones atmosféricas; y una estimación probabilística de que acertara el tiro. –Ahí, tienes. Esperemos que no falles –dijo Julio mientras le entregaba los pequeños dardos. Emir los introdujo uno detrás de otro en el cargador –el arma estaba diseñada para albergar un total de cinco dardos sin que las jeringuillas se dañaran en su interior– y luego

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restableció su anterior posición, usando el antebrazo como soporte estabilizador. Los agentes persistían en sus intentos por abrir el coche, sin éxito. Se aseguró una última vez de que Julio y el chaval no se encontrasen a la vista, pues la sustancia depresora tardaba unos 5 segundos en surtir un efecto notable. El chico se había aventurado al borde del callejón y en ese momento daba un paso más para descubrir cuál era la causa de toda aquella conmoción. En cuanto vio a los agentes, se giró y marchó corriendo por donde había venido, atemorizado. –¡Eh, que se nos va! –dijo Julio conteniéndose para no exclamar en alto. Pero era demasiado tarde, el ruido de los pasos había alertado a los agentes, que ahora volvían las miradas y las armas en su dirección. Emir se apresuró y disparó, casi en ráfaga, primero uno y luego otro dardo. Pese a la presteza con la que había actuado, atinó perfectamente con ambos blancos, antes de que hubiesen tenido siquiera tiempo de moverse. En cuanto se cercioró de que ambas agujas se habían clavado en los agentes, se dio la vuelta y salió corriendo. Lo más importante era que no lo vieran. Al poco tiempo oyó el ruido de los dos cuerpos cayendo a sus espaldas, cerca de donde se había tumbado para disparar. Pero Emir no frenó de inmediato; siguió un poco más hasta toparse con Julio. Este llevaba el cuerpo inconsciente del chico en sus brazos. –¿De verdad era necesario hacer eso? –Hombre, yo no sé tú, pero con mi edad ya no puedo correr como antes. –dijo Julio sonriendo, pero su expresión cambió en cuanto vio la seriedad de Emir– A ver, no te preocupes, el compuesto es totalmente inofensivo; incluso para un niño. –¿Y en cuántas personas lo has probado para estar seguro? –Pues no sé...–titubeó Julio– Que yo sepa no hay nadie que haya sufrido secuelas. –Da igual. Vámonos de aquí ya, antes de que ocurra algo más o se despierten esos dos –dijo con sequedad, mientras se daba la vuelta. Colocaron a los hombres sentados sobre la acera y apoyados contra una pared, y les retiraron los dardos. Al menos así, cuando despertasen en aproximadamente 15 minutos, no se encontrarían en una posición tan inusual, ya que si nada fallaba, no se acordarían en absoluto de lo que había ocurrido. La razón por la que sedaban a los agentes del orden y a toda persona que les pudiera suponer una amenaza era, en parte, porque la filosofía del grupo no era violenta. Su cometido

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no era el de convertirse en asesinos y sólo utilizaban armas letales cuando era necesario. Pero la importancia real estribaba en el hecho de que si un agente moría, su actividad cesaba por completo en La Red. En consecuencia, su número de identificación correspondiente desaparecía –lo cual podía considerarse un error técnico si duraba menos de un minuto, pero no si se extendía en el tiempo–. Eso pondría de sobre aviso a las autoridades, las cuales mandarían refuerzos inmediatamente. Mediante tranquilizadores, sin embargo, el grupo había descubierto que tardaban mucho más en darse cuenta de que algo iba mal, y de hecho, hasta el momento, los encuentros como ese parecían haber pasado enteramente desapercibidos. La camioneta se abrió en cuanto Emir pensó en ello. Julio dejó al chico tumbado sobre los asientos traseros y se metió rápidamente junto con su compañero. El vehículo se activó silenciosamente y de manera automática, y Emir apagó las luces para no llamar la atención. Como estaban a las afueras de La Ciudad Abandonada, no tardaron mucho en encontrarse sobre la carretera secundaria en la que habían llegado, de camino hacia su guarida. Una vez ahí, Emir respiró tranquilo. –Y se suponía que no nos íbamos a encontrar con problemas –dijo, esta vez con su voz física. En realidad prefería hablar de forma natural siempre que podía, pero sí era cierto que la manera telepática de hacerlo venía muy bien en determinadas ocasiones. –Pues sí, resulta extraño que estuvieran ahí sin ningún motivo. Lógicamente, algo habrá pasado en la zona ¿no crees? He avisado ya al resto para que lo sepan. Emir decidió hacer lo mismo, ahora que la situación se había calmado, y contactó con alguien que no se encontraba con ellos en el vehículo: –Elena, vas a tener que conseguir otra matrícula para la camioneta. Los paramos a tiempo, pero es bastante probable que ya hubieran comunicado el número. Aunque por cómo actuaban, creo que era más curiosidad que otra cosa; no hace falta preocuparse. Una voz femenina se oyó en su cabeza: –Lo sé. Ahora preocupaos vosotros de llegar a salvo, y tened cuidado. Emir tomó el desvío que les llevaría en dirección a la sierra. Su guarida temporal, a la que habían decidido llamar «La Cima», se encontraba ahí; precisamente en la cima de una montaña. Habían conseguido asentarse en la sala de control y en las instalaciones de un antiguo repetidor de radio y televisión, que llevaba décadas en desuso.

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–Vamos a tener que llevar más sedantes de esos la próxima vez –anunció Emir. –Pues me parece que tendremos que usarlas con cuidado, porque las provisiones que tenemos no son grandes, y el que me facilitó los materiales es un antiguo amigo químico que ni siquiera vive en el país. Así que lógicamente tendremos que valernos con lo que hay. –¿No podrías crearlo de alguna manera? –En absoluto, es imposible. El compuesto sedante quizás, pero la neurotoxina que provoca la amnesia es demasiado compleja. En esencia está provocando una amnesia postraumática, interrumpiendo la conversión de la memoria corto plazo a memoria largo plazo, durante el periodo de tiempo en que se mantenga activa. En fin, no es una tarea fácil; estuve varios meses perfeccionándola en un laboratorio. –Ah, bueno... Hiciste un buen trabajo. Es lo más útil que podíamos tener. Emir sabía que Julio no era realmente el creador de aquella sustancia. Quizás la hubiese modificado parcialmente, pero en una de sus múltiples exploraciones, había encontrado varios artículos de la época previa a La Red en los que se hablaba de una sustancia idéntica. Al parecer había dado muchos problemas, pues algunas personas la usaban para violar o robar a sus víctimas, las cuales no recordaban el suceso y podían llegar a sufrir secuelas neurológicas. Pero Emir sabía que Julio, al igual que muchos otros, a veces necesitaba el reconocimiento de otro ser humano. –Es lo que yo digo siempre: la ciencia es la herramienta más útil de la humanidad –dijo Julio, con creciente efusividad–; tendríamos que seguir usándola como antes, como hemos hecho durante siglos. Bueno quizás, este no sea concretamente el mejor ejemplo de beneficio humano, pero hay que admitir que el avance tecnológico es lo que nos ha hecho evolucionar y nos ha llevado hasta aquí. Es el uso que se haga de esa tecnología lo que convierte al cambio en bueno o malo. Toma La Red, por ejemplo... –Julio, ya hemos hablado de esto. Ya me lo has dicho todo; estoy de acuerdo contigo. Emir le sonrió ligeramente para no parecer extremadamente frío. Lo cierto era que no tenía intención de escucharle dar otro de sus sermones sobre lo mismo. Parecía como si el único tema de conversación del cual pudiera hablar holgadamente fuese aquel; el resto del tiempo solía debatir poco y rara vez mostraba sus opiniones. Estaba claro que era una persona inteligente, y Emir lo valoraba como tal, pero en cuestión de sociabilidad Julio Esquivel era un inepto.

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El chaval levantó la cabeza en ese momento y observó a su alrededor, aturdido. Todavía no había vuelto en sí del todo, por lo que se mostraba bastante calmado. Emir, que casi había olvidado que lo llevaban atrás, lo miró de reojo por el espejo retrovisor y le dijo: –Oye, no te preocupes, chico. Te vamos a llevar a un sitio seguro. Algo lo inquietaba. Aunque no había esperado toparse con agentes esa noche, lo más extraño, sin lugar a dudas, había sido encontrar a ese joven. Ver a un chaval de su edad merodeando una ciudad desierta no era habitual, y algo le decía que el chico no tenía familia ni nadie a quien acudir. Lo que más le intrigaba era la posibilidad de que fuese el candidato que estaban buscando. Tenía casi la convicción de que así era, pero había aprendido con los años a no formarse demasiadas expectativas hasta no tener alguna prueba contundente. De cualquier manera, Elena lo sabría con seguridad.

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2 El suave crujir de los neumáticos sobre el camino pedregoso les acompañó durante el último tramo del trayecto. La única luz que les iluminaba era la de las estrellas y las pancartas espaciales, que a aquella altitud y lejos de cualquier contaminación lumínica, se veían con total claridad. Emir tenía por costumbre apagar los faros del vehículo, y en consecuencia, reducir bastante su velocidad, tras sobrepasar determinada altura. Cualquier medida que les hiciera pasar más desapercibidos era buena, y más aún en una noche como aquella. El camino no cesó de serpentear hasta que finalmente llegaron a la cumbre. Ahí, frente a ellos, se alzaban varias torres de retransmisión, corroídas por el tiempo y el olvido. El pequeño edificio al que se dirigían se encontraba bajo la más alta de todas, en una esquina del extenso terreno allanado. En un pasado, habría sido altamente desaconsejable vivir bajo una estructura de ese tipo, pero la inactividad actual la había convertido en un objeto inocuo. Al único peligro al que ellos se enfrentaban realmente era al de ser descubiertos, por lo que uno podría considerar bastante insensato asentarse ahí, habiendo lugares más resguardados en el mundo. En ese sentido el grupo se habían decantado por una estrategia de tipo medieval; con la fortaleza sobre la parte más alta, desde la cual podían divisar todo el entorno y también protegerse mejor. Aunque era evidente que la táctica que usarían jamás sería la de la defensa, sino la de la huida –En una contienda directa con el estado, no tenían posibilidades–. Había tan sólo dos caminos alternativos para llegar a La Cima y habían colocado cámaras en los tramos más bajos de ambos, lo cual les daba el tiempo suficiente para escapar, por una u otra senda, en caso de que alguien les hiciera una visita sorpresa. Pero lo cierto era que toda esa zona estaba deshabitada, la naturaleza había vuelto a apoderarse de ella y si no fuera por los sucesos de aquella noche no habrían tenido motivo para preocuparse. Pasaron una hilera de pequeñas casetas y se acercaron al edificio principal, donde vieron la silueta de una mujer que los esperaba. La tenue iluminación del interior de la estancia la dejaba a contraluz ante sus ojos. Habían tapado todas las ventanas por precaución, y era sólo a través de la puerta abierta, que escapaba algo de luz. –Ya están aquí –dijo Elena Páramo mentalmente, dirigiéndose a los otros dos

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miembros, que se encontraban dentro. Se había pasado la mayor parte de la noche preocupada; desde el mismo momento en que Emir la había avisado de que iba a usar su arma contra dos agentes, a pesar de las contraindicaciones que le habían dado. Ahora que ya los tenía a la vista, se sentía aliviada, pero su nerviosismo aún no se había extinguido por completo. No entendía cómo era posible que una operación tan sencilla como la de aquella noche pudiera haberles dado tantos problemas. Se suponía que toda esa área estaba completamente vacía e inactiva. El único propósito de la expedición había sido investigar un pequeño fuego más allá de la Ciudad Abandonada, que ellos habían supuesto sería producto de algún ritual marginal; y también asegurarse de que Annecto no hubiese instalado ningún sistema de seguridad, para así poder circular sin inconvenientes a la mañana siguiente. No tenía una idea muy exacta de lo que había transcurrido ahí abajo, pues había preferido mantenerse al margen y dejar que Emir y Julio se concentraran en escapar lo antes posible –De todas formas, Emir no era una persona abierta a seguir consejos, eso estaba demostrado–. Lo único que ella sabía con seguridad era que habían traído a un joven con ellos, y que al parecer, todavía no habían logrado comunicarse con él. El vehículo frenó al lado del edificio en el que se alojaban. Una vez aparcado, Emir salió y sacó al chico, llevándolo en sus brazos, pues seguía bajo los efectos del fármaco y aún no parecía capaz de andar. Elena se acercó apresuradamente y dijo con inquietud: –¿Qué le ha pasado? ¿Está bien? –Pregúntale a él –contestó, señalando a Julio con la mirada. Al ver la expresión ruborizada de su compañero, Elena se dirigió a él mentalmente: –No te preocupes. Así será más fácil examinarlo. –Y siguió, esta vez en alto–. ¿Estáis seguros de que no lo estaban ayudando? Los agentes que lo llevaban, digo. –Si es así –dijo Emir–, me resulta la manera más cruel de ayudar a alguien, porque le estaban pegando una paliza de las buenas. Si me preguntas por qué, no tengo ni idea. –Vale, traedlo dentro. Rápido. Los tres atravesaron la puerta y entraron en la sala principal del edificio, que a pesar de ser espaciosa, estaba atestada de muebles y utensilios deslucidos, en su mayoría traídos por los miembros del grupo. Los aplausos sarcásticos de Hugo Zafra les daban la bienvenida. –Muy bien, así se hace. –Les comunicó a todos–. La mejor manera de que no te encuentre el ministerio de prevención es atacando a sus agentes; por supuesto. ¿Cómo podíamos haber estado tan

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equivocados durante tanto tiempo? Emir siguió caminando con el chico en brazos, como si no recibiera las palabras de Zafra. Ni siquiera lo miró. Elena le indicó dónde podían dejar al chaval, y entre los dos lo acomodaron en un viejo y desgastado sofá. Nora, la más joven del grupo; que se encontraba al otro lado de la sala, trajo un cojín para que pudiera apoyar la cabeza. Zafra, estaba sentado en una silla en el rincón donde se ubicaba la cocina, y no se movió de ahí. Era un hombre corpulento de cara cuadrada y pelo bien rapado, y como Emir, presentaba una barba incipiente que pocas veces se afeitaba. –Está claro: La mejor defensa es un ataque –continuó–. Y mejor todavía cuando el ataque se hace sin ningún tipo de preparación, ni reflexión, ni nada. Sois unos genios, señores... –Mira Zafra, deja de dar por culo porque no ha pasado nada –dijo Emir, volviéndose hacia él enfurecido–. Estamos aquí, hemos llegado a salvo y no nos han visto a ninguno de los dos. –Sí, y estadísticamente hablando ¿cuántas veces crees que puedes hacer eso antes de que te pillen? –Zafra tiene razón en eso, aunque la intención era buena; pero vamos a dejarlo ahora mismo –intervino Elena, de forma tajante–. Por suerte, esta vez no ha habido mayores consecuencias. Elena se acercó al chico, el cual parecía algo asustado a pesar de seguir notablemente sedado. La cabeza se le tambaleaba hacia los lados debido al efecto de la droga, y tenía una respiración rápida y jadeante. Estaba segura de que la dosis que se le había administrado era demasiado alta para su tamaño, pero también sabía que en poco tiempo se recuperaría. Intentó comunicarse con él mentalmente, pero le fue imposible. El chico no respondía. Quizás la estuviera bloqueando, pensó, al fin y al cabo tampoco contestaba de manera externa. Entretanto, la discusión seguía su curso. Julio y Nora preferían mantenerse al margen y se limitaban a observar, desde una distancia prudente, la pelea airada entre Emir y Zafra. –A ver si entiendes ya que cuando hay agentes, lo que hacemos es escaparnos sin ser vistos. Sólo nos enfrentamos a ellos cuando no hay otro remedio. El tono burlón de Zafra se había vuelto bastante más serio, pero aún así no había perdido por completo su calidad altanera. Tenía la característica de mantener una moderación y una calma externas, independientemente de la severidad de sus palabras; como si nada lo

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inmutase demasiado. –Pero estaban inspeccionando nuestro coche... –comenzó Julio, pero su voz quedó ahogada en la disputa. –Pues yo decidí sacar al chaval de apuros, mientras que tú te hubieses quedado contento mirando. ¿Qué problema tienes? –El problema (si de verdad hace falta que te lo recuerde) es que si te pillan a ti, nos tienen a todos. Sinceramente me es bastante indiferente que te lleven al ministerio, pero cuando te interroguen será fácil que nos encuentren a los demás. ¿O crees que tienes una mente tan superior que eres capaz de ocultar información mejor que el resto de los mortales? Elena agarró la cabeza del chico con cuidado y se acercó a él. Luego puso la frente contra la suya y cerró los ojos. Se mantuvo en esa posición durante un largo rato, tratando de encontrar alguna señal. Nada. –Quizás tu puedas ver como se llevan a un chaval indefenso y ni siquiera te produzca la más mínima reacción –continuó Emir, elevando la voz–. Pero yo no sufro de esa clase de egoísmo. –Claro que no, tú sufres de estupidez. Porque si recordaras la razón por la que estamos todos aquí sabrías que es algo bastante más importante que una persona. Parece que tu débil mente no tiene la suficiente capacidad para llegar a comprender que si conseguimos nuestro objetivo estaremos ayudando a millones de personas, incluyendo a ese chaval a quien tanto amas. –Es un marginal. El chico, es un marginal –anunció Elena con sosiego, en las mentes de todos. La discusión terminó en aquel momento. Todos miraron con asombro hacia el sofá donde se encontraba el joven. El presentimiento que muchos ya tenían se acababa de confirmar. –Traedme el escaneador, por favor. Julio fue el primero en dirigirse con diligencia hacia la puerta que llevaba al pasillo principal. Volvió unos segundos más tarde con un aparato pequeño y oscuro, que a simple vista no era más que un mango con un final esférico de superficie porosa. Elena lo tomó y lo pasó por la cabeza del chico, trazando líneas que iban desde el área frontal al occipital, y que se desplazaban desde el extremo izquierdo al derecho. Cerró los ojos. Podía ver claramente las

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imágenes que el aparato mandaba: Un órgano en perfecto estado, pero sin nada entre los hemisferios, ningún dispositivo humano, nada artificial. Era la primera vez que Elena observaba de manera directa un cerebro inalterado. Se giró para mirar a sus compañeros y asintió levemente con la cabeza. –Entonces, lo hemos encontrado. Es perfecto. ¿no? –dijo Nora dócilmente. –Sí, perfecto. Que nuestro plan dependa de un niño marginal que no habla; estupendo. –No seas ridículo, Zafra –dijo Elena–. Sabes lo difícil que es encontrar a una persona no-conectada en esta parte del mundo. Y este chico nos puede llevar a alguien como él que pueda, y quiera, unirse a nosotros. Obviamente es demasiado joven, y no lo vamos a obligar a nada. Por vez primera, Zafra no profirió ninguna réplica, pero mantuvo un semblante de cierta irritación. –Emir, ¿dónde tienes el neuromisor? El externo –dijo Elena con apremio. –No creo que sea el mejor momento para hacerle una exploración. El chico necesita descansar un poco. –Todo el mundo tiene que pasar por esto, no hay excepciones, lo sabes. –Y somos tan paranoicos como para pensar que este chaval es un espía ¿De quién? ¿del gobierno? ¿Annecto? –He visto tácticas peores que esa –intervino Zafra–. ¿quién te dice que no sabían de antemano que andabais por ahí, y lo usaron de cebo para capturarnos a todos de golpe? Parece extraño que casualmente te encontraras con ese panorama nada más llegar. –Dudo mucho que sea así, pero tienes que admitir que hay preguntas que necesitan respuesta, Emir. –Elena lo miró directamente y suavizó la voz–. Mira, si de verdad quieres ayudarlo primero tendremos que averiguar qué le ha pasado. En cuestión de persuasión era innegable que Elena era buena. Quizás por eso fuese la mediadora del grupo por excelencia. Tras un breve titubeo, Emir cedió resignado: –Está bien, voy a por ello. Trajo lo que, en apariencia, era un simple gorro de lana para los días de invierno. Elena lo estudió una vez lo tuvo en sus manos. En el reverso se podía apreciar la malla de millones de electrodos, tan pequeños, que no se diferenciaban unos de otros a simple vista. Había también indicadores para saber en que orientación debía ser colocado.

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Mucho tiempo había transcurrido desde la última vez que Elena había visto un dispositivo semejante. Ya no se fabricaban, pues los modelos internos llevaban décadas dominando el mercado –y las vidas de la población–. El nombre con el que se lo conocía comúnmente en la Unión Iberoamericana era Neuromisor, algunos lo llamaban Ideomisor, pero ella siempre había preferido el nombre original que le dio Annecto, en inglés: Mindcom. Colocó el dispositivo en la posición adecuada para ponérselo al joven. La textura áspera de la red de electrodos le trajo recuerdos de su antiguo hogar. Esa vida le resultaba ya tan lejana como si se tratara de la de otra persona. –No te preocupes. Sólo queremos ayudarte –dijo al ver la expresión insegura del chico– Puedes estar tranquilo, esto no te hará ningún daño. Le colocó el dispositivo en la cabeza y lo movió ligeramente para situarlo mejor. De pronto Alex oyó un pitido agudo, terriblemente molesto. Resultaba extraño, pero el ruido no sonaba como si hubiera entrado por sus oídos, sino que parecía haberse generado directamente en el interior de su cerebro. Empezaba a recobrar la sensación en sus extremidades, pero seguía excesivamente tenso. No sabía dónde se encontraba y esa gente extraña lo rodeaba, agobiándolo con sus miradas. La única razón por la que había decidido seguir al primero de ellos era porque le había librado de los agentes, y parecía querer protegerlo genuinamente. Después de eso no recordaba lo que había ocurrido y ahora lo tenían ahí, preso y drogado. Frente a él tenía a una mujer rubia y alta, de un cabello algo encrespado y cara ligeramente chupada. Ella le decía que querían ayudarlo, pero él sólo podía especular sobre lo que estaría contándole al resto encubiertamente. Aunque, a decir verdad, en esas circunstancias no le quedaba otra opción que confiar en su bondad y esperar a que le dejaran marcharse. No tenía ni idea de lo que haría después, y tampoco le importaba. Ya nada le importaba. –Vale, creo que ya está –dijo Elena externamente, pero para sí misma De nuevo, intentó comunicarse con el chaval mentalmente. –¿Puedes oírme así? No recibió respuesta alguna. Claramente el chico no estaba dispuesto a hablar de ninguna forma. –Comparte tus pensamientos conmigo; muéstrame cómo llegaste a ese lugar, por favor. Le concedió unos segundos más, pero el resultado fue el mismo.

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–Pues nada. Voy a tener que hacerlo yo sola. Se adentró en la consciencia del chico y forzó una exploración de su mente. En cuanto consiguió una unión estable con él, quedó sobrecogida por el torrente de emociones que se imponían sobre ella. Había un sentimiento de puro dolor que consumía a todas las demás sensaciones del joven, y que ahora ella experimentaba con idéntica intensidad. El temor y la desconfianza hacia ellos apenas se percibían en comparación con aquel terrible sentimiento que todo lo eclipsaba. Aquel desconsuelo estaba enraizado en las profundidades de su mente y tenía un origen muy concreto en su memoria. Elena se dirigió hacia el punto específico del que provenía, ahondó en él, y al hacerlo recibió toda la información necesaria para entender el por qué de sus emociones. No sólo presenció la historia de Alex paso a paso, sino que revivió los acontecimientos junto a él.

–Hijo mío, ¿qué haces a estas horas por aquí? Alex volvió la mirada en cuanto oyó el timbre peculiar del Señor Ruiz. Tenía una voz demasiado ronca para sus años y la gente del poblado decía que se debía a lo mucho que fumaba. Alex nunca había entendido la utilidad que podrían tener los cultivos de hierbas frente a su casa, pero malgastarlos de aquella manera le parecía de lo más disparatado, considerando la cantidad de trabajo que había que invertir en ellos. En ese momento el Señor Ruiz se hallaba sentado sobre una silla en el porche de su ruinosa chabola, vestido como siempre, de forma desharrapada y tosca, con las únicas prendas que poseía. –Voy a dar un paseo, simplemente –contestó Alex, sin ninguna intención de quedarse a charlar. –¿No tendrías que estar ayudando a tu familia con las labores a esta hora? –Hoy es el día que libro. Me han dejado venir. –Bien entonces –dijo el Señor Ruiz pausadamente–. Oye hijo, te veo mucho por aquí... Yo diría que demasiado. Sabes que hay que tener mucho cuidado si entras en las ruinas sin compañía ¿Verdad? Siempre le decía lo mismo, pensó. El Señor Ruiz era el que vivía más cerca de La Ciudad Abandonada (Así la llamaban los pocos habitantes conectados de los alrededores), de hecho vivía justo en la frontera entre las ruinas y la aldea. Por eso siempre que quería

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adentrarse en ella se encontraba con él, y siempre le avisaba del peligro de alejarse demasiado. Pero Alex nunca se había encontrado con ninguna persona ni nada que pudiera suponerle una amenaza, y sabía que los demás miembros de su comunidad también habían entrado alguna vez, sin complicaciones. Prueba de ello era el hecho de que la mayor parte de sus viviendas estaban construidas con escombros y materiales encontrados en su seno. –No, si esta vez voy acompañado –dijo Alex sonriendo con amabilidad y señalando a su perro, Sombra. Un pastor alemán negro movía la cola a su lado. El Señor Ruiz soltó una pequeña y áspera carcajada, que se asemejaba más a una tos que a una risa verdadera, y le contestó: –Pues ahí tienes razón, sí, sí. Bueno, no te entretengo más entonces. Que tengas un buen día, Alex. –Igualmente –se despidió, y continuó por donde iba. –Y a ver si te veo pronto con alguna chiquilla, que he oído que estás hecho un seductor –dijo, riendo detrás de él–. Hay que gozárselas ahora que están frescas. Alex no contestó. Solamente había tres chicas en todo el poblado de una edad cercana a la suya, y ninguna de ellas le parecía particularmente atractiva o interesante. Le gustaba tan solo una, un poco más mayor que él, pero que ya estaba saliendo con otro. En realidad ni siquiera disfrutaba relacionándose con la juventud de su aldea; le resultaba de lo más monótono y sólo lo hacía en contadas ocasiones. Alex no había conocido otra cosa, ni había pisado jamás una ciudad de los Conectados, pero imaginaba que ese sería el problema de vivir en un lugar tan pequeño: nunca ocurría nada interesante. Era por eso que prefería utilizar el poco tiempo libre que le daban a la semana para indagar en La Ciudad Abandonada en busca de algo nuevo. Los Conectados que vivían cerca a veces llegaban en sus vehículos y dejaban su basura entre las ruinas –O quizás esa basura hubiera estado ahí desde el desalojo, Alex no lo podía saber–. Pero lo que para ellos eran despojos, para Alex suponían pequeños tesoros, pues entre los restos a veces se encontraban aparatos digitales y piezas electrónicas. Y disfrutaba mucho recolectándolos para después desmontarlos en su casa. Había aprendido solo, mediante prueba y error, el funcionamiento de muchos componentes que se encontraba tirados. En varias ocasiones había sido capaz de volver a hacer funcionar aparatos que estaban estropeados; pero todavía había mucho que no entendía y nadie de su aldea parecía capacitado para ayudarlo.

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Silbó para que Sombra lo siguiera. El animal se había entretenido oliendo a una rata muerta, pero en una pequeña carrera lo alcanzó. La Ciudad Abandonada era bastante extensa, y sin embargo, Alex había caminado entre sus paredes tantas veces que se orientaba a la perfección dentro de ella. La luz también era una gran ayuda; imaginaba que el lugar debía de tomar un aspecto aterrador por la noche. A esa hora de la mañana, sin embargo, el Sol creaba unas sombras agradables y angulosas sobre los edificios. Le gustaba pasear sólo y dejar que sus pensamientos corrieran libres, pero en ese momento sólo pensó en lo que le diría su madre cuando se enterase de que estaba ahí de nuevo. Intentaría no decírselo, claro, pero era muy probable que acabase averiguándolo, como solían hacer las madres. A ella no le fascinaba tanto la afición que había adquirido su hijo y lo disuadía de que la siguiera, con fervor. Él no sentía ningún rencor por ello; entendía que era normal que se preocupara, pues seguramente percibía el hecho de jugar con tecnología Conectada como una práctica peligrosa. Su padre, por otro lado, lo veía como una curiosidad saludable; al fin y al cabo la filosofía de los marginales era la de valorar la independencia y el gusto personal de cada uno. Pero ambos tenían reservas sobre la valoración que su hijo hacía del mundo externo. Quizá por el hecho de que había visto varias películas que no mostraban a la sociedad como lo cruel y defectuosa que era, o quizá porque nunca había presenciado los abusos por parte de los Conectados; tenían la impresión de que Alex simpatizaba demasiado con ellos. Los pueblos marginales en su mayoría se consideraban abiertos, aceptando todas las filosofías de vida, por muy dispares que fueran. Por eso no odiaban a la sociedad Conectada en principio, pero el problema era que ellos si parecían odiar a los marginales. Así se lo había explicado numerosas veces el profesor del pueblo, Antonio Vargas. Decía que la supervivencia de las aldeas se veía frustrada constantemente por los actos opresivos de quienes tenían el poder. Era evidente que los Conectados y su gobierno suponían una amenaza para ellos y un mal en el mundo; todos lo decían, y en el fondo Alex lo sabía. Llegó a un montículo de deshechos y chatarra, que había estado ahí desde la primera vez que se atrevió a llegar tan lejos. Se encontraba ya casi a la altura de la otra frontera de la ciudad. Se subió a la pequeña colina de basura y comenzó a rebuscar en ella, examinando las piezas por si hubiera algo nuevo. Mientras lo hacía, continuó reflexionando sobre aquella sociedad tan desconocida,

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aterradora y a la vez interesante para él. Era obvio que no todos sus miembros podían ser encasillados como malvados; eso nadie lo discutía. Había, por ejemplo, una señora muy amable llamada Matilde, que defendía los derechos de los marginales. A veces venía a la aldea, junto con otras personas del mundo conectado y traía materiales y herramientas que podrían servirles. La mayoría lo intercambiaba por productos naturales de las cosechas, pero ella lo hacía de manera desinteresada. Matilde tenía predilección por Alex y le regalaba antiguos aparatos y productos electrónicos de entretenimiento que llevaban décadas desfasados o que estaban rotos. De hecho, Alex no podría haber hecho funcionar nada sin su ayuda, pues era quien le había proporcionado el pequeño generador eléctrico que surtía de energía a todo sus proyectos. Pero sus padres se equivocaban, pensó Alex, si de verdad creían que no era consciente de la maldad que existía entre los Conectados. Todavía recordaba cuando su abuelo había tenido que marcharse años atrás, por su culpa. Era tradición que cuando en un poblado nacía un número suficiente de niños, aproximadamente el mismo número de personas ancianas debía marcharse. Con toda probabilidad acababan muriendo poco después, lejos de su hogar; y sin embargo nadie les obligaba, simplemente era el sacrificio voluntario que hacían por el bien de todos. Se hacía una gran fiesta para la ocasión, que celebraba la llegada al mundo de unos y la salida de otros. La idea era que los viejos dieran paso a los jóvenes; pero todos sabían que la razón real de este rito venía de una cuestión práctica y necesaria. Y es que las comunidades marginales nunca superaban las 100 personas; cuando se acercaban a esa cifra corrían peligro todos. Los rumores hablaban de unos soldados uniformados de negro, con la cara cubierta por cascos, que llegaban sin aviso previo y se llevaban a la gente aleatoriamente; matando a quien se atreviera a oponerse. Nadie del pueblo los había visto, pero conocían a personas cuyos antepasados habían sufrido aquellos asaltos muchos años atrás. De hecho, su poblado se había fundado en aquel lugar, lejos de la sociedad, debido a las migraciones provocadas por los ataques de antaño. Sombra ladró en lo alto del montículo. Alex se acercó e inspeccionó el lugar donde se hallaba, pero no vio nada particular. Las cosas que podían llamar la atención de un perro no solían ser las mismas que las que le interesaban a él. Siguió hurgando en la basura con intensidad, sumido en sus pensamientos.

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Su abuelo había sido un hombre que no merecía haberse tenido que marchar a morir solo. Era una persona tolerante y buena, que nunca había hecho daño a nadie. Una vez le contó que en la época en que nació no existía la diferencia entre los marginales y el resto. En eso tiempos todo el mundo era marginal, lo que por definición significaba que nadie lo era. Le hizo ver que por muchos mitos que se contaran sobre los conectados, nada les hacía diferentes a ellos, salvo la forma infeliz en que habían elegido vivir. No había que temerlos, por tanto, sino compadecerlos. Alex deseaba haber podido disfrutar de su compañía más años y aborrecía a los que habían provocado su marcha. Sombra volvió a ladrar varias veces, pero él ya no le prestó atención. Había encontrado un diminuto microprocesador entre los restos, el cual se guardó en el bolsillo, para inspeccionarlo más tarde. Solía preferir los componentes más sencillos, que resultaban fáciles de entender, pero algún día, pensó, sabría qué hacer con aquello. Su perro no paraba de ladrar, y tenía la cabeza apuntando hacia una dirección determinada. De pronto, Alex oyó algo que se acercaba. Era el ruido inconfundible de vehículos motorizados; la gente conectada había llegado. Bajó del montículo y se acercó a la calle por donde solían circular, para curiosear. Cuando llegó, los últimos coches pasaron por su lado. Pero estos no eran los que Alex conocía y a los que estaba acostumbrado. Eran más grandes y corrían a una velocidad feroz. Además eran demasiados; por lo menos 15 de ellos, todos en fila. Un sentimiento de intranquilidad recorrió su cuerpo. Llevaba toda la mañana pensando en los Conectados, cuestionándose si realmente serían tan perversos como los aldeanos les pintaban; y ahora temía estar a punto de descubrirlo. Corrió tan rápido como sus piernas le permitían, tras la estela polvorienta que los coches habían dejado. Sombra lo siguió de cerca, ladrando sin parar. Quería pensar que se equivocaba y que no había nada de lo que preocuparse, pero su intranquilidad sólo se incrementaba por momentos. Tenía que volver a casa. Lo primero que percibió al salir de La Ciudad Abandonada y volver al territorio de su pueblo, fue el alboroto y el griterío de la gente a lo lejos. También oyó el ruido de las armas, que hacían que el corazón se le encogiera con cada disparo. El cuerpo del señor Ruiz yacía en el suelo, al lado de su casa, y sobre un charco de sangre. Alex se acercó a él, aterrado y con pocas esperanzas de encontrarlo vivo. –¡Señor Ruiz! –le gritó, pero nadie le contestó.

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El tiro le había atravesado el cuello, del cual todavía brotaba algo de sangre. Tenía una pistola en la mano, una de aquellas reliquias que se habían pasado de generación en generación para emergencias como esa. Alex la cogió, no sin esfuerzo, pues el cuerpo inerte todavía se aferraba a ella con fuerza. Las manos le temblaban y le faltaba el aliento. Acababa de hablar con él hacía menos de una hora, y ahora, aquel peculiar hombre había dejado de existir. Reanudó el camino hacia su casa sin pararse a analizar la situación; no tenía tiempo. Sólo pudo observar fugazmente lo que acontecía en la pequeña plaza del centro de la aldea. Los conectados no eran los soldados de los que tanta gente hablaba: no llevaban casco ni armadura, aunque iban ligeramente protegidos. Algunos se dedicaban en ese momento a golpear a los aldeanos más fuertes hasta dejarlos prácticamente inconscientes, mientras otros los metían en sus vehículos. Los que habían intentado defenderse ya estaban en el suelo muertos, y a sus lados, algunos miembros de las familias, lloraban desconsoladamente. Antonio Vargas se encontraba en medio de todo, con los brazos alzados. Tenía un arma a sus pies – probablemente la hubiese dejado en señal de rendición–. Una bala le atravesó el cráneo. Alex dejó de mirar, horrorizado, y dio un rodeo para intentar mantenerse fuera de la vista de los agresores. Sólo oyó a uno de ellos; una mujer que gritaba: –Esto es lo que pasa cuando alguien cree que es especial: que la vida le da una lección. Sombra se separó de él, ladrando, en dirección a la plaza; pero Alex no podía detenerse, sólo esperar a que no sufriera ningún daño. Cruzó la calle principal, bajó la escalinata que daba a su barrio, atravesó el jardín de sus vecinos y llegó finalmente a la puerta de su casa. Estaba abierta de par en par, y no se oía ningún ruido de dentro. Trató de controlar el jadeo intenso, que la carrera y la excitación le habían producido, y pasó lentamente al interior de la vivienda, temiendo lo que podría encontrarse. Al entrar en el salón el pánico se apoderó de él. Sus padres estaban muertos. Y uno de los conectados se encontraba ahí, agachado, rebuscando en los bolsillos de su madre. Ni si quiera advirtió la presencia de Alex, y él no esperó a que lo hiciera. Le disparó. Y le disparó una segunda vez y otra, y una cuarta. Mientras siguiera disparando no tendría que pensar en nada, no haría falta asimilar los acontecimientos. El hombre ya había caído, pero Alex siguió descargando el arma y su rabia, sin cesar. Hasta que llegó el silencio. No quedaron balas, ni otro remedio, que volver a enfrentarse a la terrible realidad. Estaba solo en la habitación, sin otra compañía que los cadáveres de lo que hacía unas

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horas había sido su familia. Los dos cuerpos se encontraban en el suelo, uno ligeramente encima del otro. No se les veían las caras, pero Alex los había reconocido desde el principio. No se acercó a ellos; prefería no verles en ese estado. No lloró; ni pensó en las consecuencias de lo sucedido. Todo había ocurrido tan rápido y el peligro seguía estando tan cerca, que la adrenalina no había cesado de correr por sus venas. Supo que tenía que marcharse de ahí cuanto antes, y que debía irse lejos. Ya no le quedaba nada en aquel lugar.

Elena se desprendió de la mente de Alex, estremecida. Lo que acababa de presenciar la había cogido completamente por sorpresa.

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