La otra cara de la elegía

kerman, en su regreso fantasmal a Man- hattan; Elegía (2006) habla de la vitalidad como una ilusión egotista que amenaza
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CRÍTICA DE LIBROS

SCHOPENHAUER Y LOS AÑOS SALVAJES DE LA FILOSOFÍA

INDIGNACIÓN POR PHILIP ROTH

POR RÜDIGER SAFRANSKI

MONDADORI TRAD.: JORDI FIBLA 170 PÁGINAS $ 42

NARRATIVA EXTRANJERA

BIOGRAFÍA

La otra cara de la elegía Indignación, la última novela del infatigable Philip Roth, se ocupa de un tema, la Guerra de Corea, que el escritor norteamericano nunca había frecuentado; la comicidad costumbrista deja lugar a una fábula moral que no desdeña la burla política

Para La Nacion

C

14 | adn | Sábado 16 de mayo de 2009

Contrastes de una vida POR PABLO GIANERA

POR JORGE MONTELEONE

uenta Philip Roth (Newark, 1933) que, al terminar su último libro, se preguntó cuál era el período de la historia norteamericana que había vivido y al que no le había prestado suficiente atención. Y se respondió: la guerra de Corea, entre 1950 y 1953. En ese lapso, el autor tenía la misma edad que su personaje Marcus Messner, el alumno universitario de diecinueve años y origen judío que, como el autor, nació en Newark y protagoniza la reciente novela Indignación. Reciente, no la última escrita y aun inédita, en ese febril ritmo habitual de Roth, que indaga la implacable e insidiosa autoconciencia acerca de la vejez y la muerte: el próximo libro versa sobre el suicidio; Sale el espectro (2007) relata la ancianidad del álter ego Nathan Zuckerman, en su regreso fantasmal a Manhattan; Elegía (2006) habla de la vitalidad como una ilusión egotista que amenaza la decadencia y la desaparición física; en El animal moribundo (2001), David Kepesh, a los sesenta y dos años, asiste a la transformación de su erotismo posesivo en una compasiva vigilia ante la enfermedad terminal de su objeto de amor. El atajo de hablar desde el umbral de la vida o del otro lado de la existencia, como una especie de Señor Valdemar al que no magnetiza el mesmerismo sino el poder ficcional, aparenta cambiar en Indignación, pero Roth utiliza, con un rodeo, el mismo recurso, ya que su narrativa insiste en volverse testamentaria. La extensa primera parte es un relato en primera persona del joven Messner: la relación conflictiva con su padre en la carnicería kosher de Newark, su necesidad de huida al College, sus rencillas personales con sus pares, su despertar sexual con Olivia, su enfrentamiento personal e ideológico con el decano Caudwell o el presidente Lentz, que gestionan y reproducen los valores de la derecha norteamericana blanca, anglosajona, cristiana e imperial “para ganar

TUSQUETS TRAD.: JOSÉ PLANELLS PUCHADE 500 PÁGINAS $ 120

Philip Roth ABBOT GENSER / NYT

El joven Marcus Messner retoma una historia de vida narrada afterlife, con esa precisión de epitafio, de sarcasmo fúnebre tan norteamericano como el de la Antología de Spoon River la batalla global por la supremacía moral contra el ateo comunismo soviético”. Sus pequeños actos de rechazo condenan a Messner a dejar el College y arrojar su vida a la guerra de Corea. Todo parece indicar al lector que se halla ante una reinvención menos cáustica de la sufrida figura del neurótico, incesante hijo de padres judíos que descubre la explosión del sexo, como el Alexander de El lamento de Portnoy (1969). Pero con el título “Bajo la morfina”, se leen los recuerdos del soldado Messner, al borde de la muerte o incluso en la fantasía de estar ya en el más allá, bajo los efectos de las dosis “que se habían instilado en el depósito de

su cerebro como un combustible mnemónico mientras calmaban con éxito el dolor de las heridas de bayoneta”. El joven Marcus Messner retoma así una historia de vida narrada afterlife, con esa precisión de epitafio, ese tono de elegía zumbona y de sarcasmo fúnebre tan norteamericano como el de la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters. O con el homenaje explícito al mundo menudo y claustrofóbico que narró Sherwood Anderson, ya que Marcus asiste a la Universidad de Winesburg, Ohio. En este libro el humor tiene su revés sombrío: la dulce muchacha que inicia sexualmente al protagonista con las destrezas de su aplicada boca es una potencial suicida; el padre obtuso y sobreprotector es un paranoico; la madre diligente es una insatisfecha apresada en el matrimonio; ciertos jóvenes universitarios son muertos bien parecidos. El recurso es la contigüidad, de lo cómico a lo trágico, de lo cotidiano a lo alegórico, que alientan los episodios más notables:

la prolija descripción de los rituales de las matanzas de los animales en la carnicería kosher, que evoca el intento de suicidio de Olivia para realizar su propia muerte ritual o el derramamiento de sangre en la guerra; la lectura del libro de historia norteamericana a la madre mientras ella entra en el huérfano sopor del sueño; la referencia al Bertrand Russell de Por qué no soy cristiano, cuyas ideas condenan a Marcus porque las profesa; el soliloquio en el vacío de la muerte llamando inútilmente a los difuntos familiares. No hay texto de Philip Roth que, siquiera en pocos fragmentos, no revelen su antigua maestría. Esta novela relativamente breve y menor (comparada con las cimas de Roth, no con las aguanosas depresiones de moda) aprovecha su concisión para transformar la comicidad costumbrista en una fábula moral, que no desdeña ni la ácida burla política a los ancestros de los halcones republicanos que perpetraron cruzadas patrióticas como la guerra de Corea, ni el hecho de que su generación vivió el American Way of Life conformado en la represión y criminalización de la conducta, ni la demoledora decepción por verificar que el mundo responde a una terrible lógica del azar: “La incomprensible manera en que las elecciones más triviales, fortuitas e incluso cómicas obtienen el resultado más desproporcionado”. Todo aquello hace que Messner sienta, al cantar el himno de los aliados chinos en la guerra iniciada por los japoneses, una íntima, lacerante “indignación”, como la que “llena los pechos de nuestros compatriotas”, aunque su rebelión se alce en el duro núcleo de la derrota personal. La fina oralidad del texto se resiente cuando el traductor elige expresiones como “machacona”, “el chute a bote pronto”, “calderilla”, o “a las duras y a las maduras”, como si por momentos Roth fuera doblado otra vez por Aldonza Lorenzo o Don Manolo.

De la Redacción de La Nacion

E

n 1802, cuando Arthur Schopenhauer tenía 14 años, su padre le planteó un dilema: iniciar de inmediato los estudios de humanidades o recorrer Europa con la familia durante dos años y, a la vuelta, seguir en Hamburgo la carrera comercial. Se trataba de elegir entre la felicidad inmediata y la desdicha futura, o la consumación permanente de un llamado. Imprevistamente, Schopenhauer optó por lo segundo, olvidándose de sus éxtasis en las montañas, con el valle en sombras a sus pies, mientras él, en la cumbre, era ya alumbrado por el sol, a distancia de las cosas. Aunque finalmente la muerte de su padre lo liberó del aborrecido comercio, aparece allí un divorcio entre las ideas y la acción. Su madre se instaló luego en Weimar, mudanza que le franqueó al filósofo el acceso al cenáculo olímpico de Goethe, con el que mantuvo decisivas discusiones sobre la teoría de los colores que Safranski reproduce minuciosamente. Por esa época le dijo al poeta Wieland: “La vida es un asunto lamentable; me he

propuesto pasar la mía reflexionando sobre este tema”. En una nota de los años treinta, Borges deploraba que en España y en América la imagen popular de Schopenhauer, la lucidez intolerable de su pensamiento, quedaran reducidos a “una cara de mono deteriorado y una antología de malhumores”. Claro que desde entonces esa imagen ha cambiado, entre otras cosas gracias a libros como éste de Rüdiger Safranski, que, a pesar de todo, no elude esa mitología. El autor, que organiza cada capítulo en un movimiento que va del dato a la teoría, se pasa un poco de la raya cuando deriva la posición del filósofo ante el sexo como una simple consecuencia de su mala suerte con las mujeres. Pero es penoso seguir sus humillaciones y fracasos amorosos, el modo en que la pasión de los celos lo dominó en su relación con una corista, y aun su lubricidad que no retrocedía ni ante el pánico que le provocaban las enfermedades venéreas. Se llega así a la escena grotesca en la que, poco antes de abandonar Berlín, temeroso del cólera, en 1831, le propone matrimonio a una chica de 17 años, que

rechaza no sólo la boda sino, asqueada del viejo, también un racimo de uvas que él le ofrece durante un paseo en barco. Y es penoso advertir el contraste –aquí confirmado con profusa documentación– entre esas conductas y la predicada renuncia al apetito, al placer, única manera de evitar al dolor. Schopenhauer parecía olvidar su regla de convertirse de irrisorio en reidor ante el espectáculo del mundo. En cambio, nunca sabremos qué habrá sentido el filósofo cuando dio con la idea que contiene in nuce toda su filosofía: la revelación de que la “cosa en sí” de Kant es en realidad la “voluntad”. El núcleo de su filosofía está contenido en un solo libro, El mundo como voluntad y representación (1818). Allí le otorgó también a la experiencia estética y a la música una importancia que nunca antes se le había conferido en la filosofía. Pero Schopenhauer le sirve a Safranski para tentar la biografía de una época irrepetible, “los años salvajes de la filosofía”, la era de Kant, Schelling, Fichte, Hegel, su rival predilecto, y el primer Marx. Todos ellos opacaron el brillo público de Schopenhauer. La fama llegaría en los últimos

Schopenhauer

años, sobre todo a partir del entusiasmo de algunos discípulos y de la publicación de la vulgata de su pensamiento bajo el título Aforismos de la sabiduría de la vida (última parte del primer volumen de Parerga y Paralipómena), libro que, como observa, implacable, Safranski, podría ser ejemplar del período Biedermeier. Su soledad multiplicaba las manías. En esos años, la década de 1850, mantuvo la rutina: tres horas de trabajo por la mañana, un rato de flauta (profesaba devoción por la música de Rossini), almuerzos interminables, y finalmente un paseo acompañado por su perrito de aguas. En su casa, imperaba un orden inmodificable (monedas escondidas, papeles disimulados, una estatua de Buda). Safranski se recrea con estas miserias: “Nunca fue un santo ni un asceta, ni se convirtió en el Buda de Frankfurt… Hablaba de manera brillante de la negación, siempre que no afectase a la propia voluntad”. De ser así, se trataría de las desventuras vitales de un hombre elegido cuyas ideas resultaron demasiado grandes, inconmensurables, aun para sí mismo. © LA NACION

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