La hora del consumo de orgullos Monsiváis

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EVOCACIÓN | UN CRONISTA EN EL RECUERDO

La hora del consumo de orgullos El 19 de junio pasado murió el escritor mexicano Carlos Monsiváis. La siguiente crónica, sobre una pelea del boxeador Julio César Chávez en el estadio Azteca, lo muestra como el gran analista de la cultura popular que fue POR CARLOS MONSIVÁIS

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i algo le queda al nacionalismo es su condición pop. No popular, algo ya más bien anacrónico a fuerza de lo sentimental, sino pop, con el acento en el perfil publicitario, en los mensajes subliminales, en ese “barullo de las estaciones” que es la moda. Así por lo menos lo percibo hoy, en el estadio Azteca, recinto de la pelea entre el campeón Julio César Chávez y el retador Greg Haugen. Éste, y de manera certificada, es un acto de la Nación, la entidad que antecede y, tal vez, sucede al público televisivo. La variedad de las camisetas confirma que ya se vive en una sociedad plural, y el vocinglerío da vueltas alrededor de la plaza como si todavía las plazas existieran. Dentro y fuera del Estadio todo es obligatoriamente tricolor, en la escala que, según los himnos escolares de antaño, combina “la sangre abnegada de los paladines, el verde pomposo de nuestros jardines, la nieve sin mancha de nuestros volcanes”. Todo es tricolor en la venta y en la contemplación: los carteles, las cuerdas del ring, la psicología a flor de piel de los asistentes. (En asuntos donde la patria se la juega no hay vibraciones monocromáticas.) Y aunque uno, por falta de oído cívico, no lo intuya, deben existir las po-

rras tricolores. Van mis guantes en prenda. No en balde el presidente Carlos Salinas de Gortari asistió al entrenamiento de Julio César, a transmitirle no el estímulo deportivo sino el saludo del gobierno al enviado del gobierno en el ring... ¿Pero por qué soy tan burocrático y hablo del “representante del gobierno” y no del Pueblo y la Nación? Eso es en rigor Julio César, sinaloense nacido en Ciudad Obregón, Sonora, avecindado en Culiacán por razones familiares (“Me siento más sinaloense que muchos de ustedes”), integrante del boxeo profesional desde 1980, poseedor de un récord devastador: 84 peleas, 84 victorias, 72 nocauts. El Boxeador Nacional exhibe lo que tiene, su legítimo amor por el lujo, los automóviles que deslumbran, el relojazo que da la hora y tonifica el ego, el anillo como promontorio, la cadena cuajada de gemas, “pero todo con gusto, sin ostentación”. Y por lo mismo el promotor Don King le regaló a Chávez un Lamborghini de más de cien mil dólares. “Un día histórico. Banco del Atlántico.” En el cuadrilátero, las chavas del grupo Las Tropicosas se afanan en extenuarse. Que su cansancio sea para nuestro bien. No son artistas, si tal especie aún perdura. Son, digamos, pretexto para el des-

Monsiváis POR CARLOS FUENTES Para La Nacion - México D.F., 2010

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eligiosa, sexual, culturalmente, era excéntrico a las normas de la tradición mexicana. Pero su genio consistió en violar la tradición acrecentándola, dándole nuevos caminos a nuestra vida religiosa, sexual, cultural. Lo había oído, siendo niño Monsiváis, en el programa de Los niños catedráticos. Lo conocí más tarde. Yo estudiaba en la Facultad de Derecho en San Ildefonso. Monsiváis y José Emilio Pacheco eran alumnos de la 20 | adn | Sábado 10 de julio de 2010

pliegue de la tecnología. Ellas bailan, las luces las siguen. Ellas persisten, las luces se aburren. –¿Quieren otra? –Noooo. –Digan “¡Queremos otra!” –Noooo. –Pues de castigo ahí les va otra. La rechifla bien podría cubrir los rincones de la tierra. En el Estadio Azteca ni las artistas, ni los presentes cuentan, exponentes residuales de los millones que ven la tele. Ahora las chavas se recuperan en dos idiomas. –Con mucho cariño porque somos mexicanos. WE LOVE YOU. El helicóptero atruena. El Estadio alcanza su punto de serenidad al volverse inaudible el estruendo. Las tres jovénes seudonorteñas se dejan cachondear por la repulsa, no necesariamente libinidosa pero qué importa.

“En el videoclip difundido por las pantallas inmensas, se moviliza el México que debió existir si los aztecas hubiesen conseguido patrocinadores”

vecina Preparatoria Nacional. Ambos se acercaron, por ese proceso de imantación que llamamos “simpatía”, a los alumnos de jurisprudencia que publicábamos, amparados por el maestro Mario de la Cueva, la revista Medio Siglo. Allí aparecieron, si no me equivoco, textos primeros de Monsiváis y Pacheco. Los unía a nosotros la amistad compartida con Sergio Pitol quien (como yo, más que yo) se acomodaba mal a los estudios y las prácticas juristas. Monsiváis, en cambio, tenía clara la visión de sí mismo. Podíamos, él y yo, parearnos en literaturas contemporáneas. Pero Monsiváis tenía un conocimiento asombroso de la poesía mexicana de los siglos diecinueve y veinte. Competía con Gabriel García Márquez en recitar de memoria a los poetas grandes y pequeños. Añado “pequeños” no por insignificantes, sino porque formaban parte del vasto mundo del aconte-

Los concurrentes agitan las cachuchas y detestan el show. Algunos posesos del nacionalismo instantáneo bailan envueltos en la bandera, y lo nacional se vuelve lo hogareño, cálido, inevitablemente coreográfico. Sin tecnología no salgas a la calle. Los ligues hoy se hacen de celular a celular. Desde los walkie-talkies se previene y exhorta. Concluyen Las Tropicosas. –GRACIAS. Aparece Don King, el más que controvertido empresario de box. Trae el pelo sublevado, crispado. –¡QUE SE PEINE, QUE SE PEINE! El anunciador alaba “la técnica computarizada del siglo XXI”. El rayo láser irrumpe en las conciencias, y censura implicitamente ese hoyo provinciano, el siglo XX. Abundan los jóvenes con bandas rojas en la cabeza. Ondean las banderas nacionales. La Ola es interminable y precisa, la maravilla disciplinaria. En el ring-side (la Zona Dorada) conversan con los ojos iluminados los que vendieron todo para comprar un boleto (900 dólares, dos mil ochocientos nuevos pesos). Es la EXPERIENCIA ÚNICA, y aquí la vehemencia se anula a sí misma, ¡México! ¡México! y sólo gritando uno puede resentir el fragor de los vocablos. La tele capta al público

cer cotidiano, cuyo porvenir desconocemos. Acaso por una suerte de simpatía a la vez anticipada y, por si acaso, histórica, Monsiváis reunía con inmenso interés y cariño letras de boleros, periódicos antiguos, revistas desaparecidas, caricaturas políticas, monos y monerías. Todo lo que cobró presencia histórica en su personal museo de “El Estanquillo”. Me inquietaba siempre la escasa atención que Carlos prestaba a sus dietas. La Coca-Cola era su combustible líquido. No probaba el alcohol. Era vegetariano. Su vestimenta era espontáneamente libre, una declaración más de la antisolemnidad que trajo a la cultura mexicana, pues México es, después de Colombia, el país latinoamericano más adicto a la formalidad en el vestir. Creo que jamás conocí una corbata de Monsiváis, salvo en los albores de nuestra amistad. Compartimos una pasión por el cine, como si la