Intervenciones de D. Miquel Roca y D. José Pedro Pérez

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Intervenciones de D. Miquel Roca y D. José Pedro Pérez-Llorca, Padres de la Constitución, en su solemne investidura como Doctores Honoris Causa por la Universidad Europea de Madrid Laudatio pronunciada por la Dra. Cristina Garmendia, Ex ministra de Ciencia e Innovación y miembro del Consejo Asesor de la Universidad Europea

Madrid, España Campus Villaviciosa de Odón 10 de mayo de 2018

Laudatio a cargo de la Dra. Cristina Garmendia

Solemne Acto de Investidura como Doctores Honoris Causa D. Miquel Roca y D. José Pedro Pérez-Llorca, Padres de la Constitución

Ministro, Rector, Autoridades, miembros del claustro de profesores, doctorandos, amigos y amigas. Me siento muy feliz al participar hoy en este homenaje tan merecido a Don José Pedro Pérez-Llorca y Don Miquel Roca Junyent, dos personas por las que siento un profundo respeto y una sincera admiración. Por ello, es un honor pronunciar esta laudatio. Me siento doblemente feliz, además, al celebrarse este homenaje en un lugar tan querido para mí como la Universidad Europea, de cuyo Consejo Asesor tengo la satisfacción de ser miembro. El mero hecho de haber pronunciado ahora mismo los nombres de Don José Pedro Pérez-Llorca y de Don Miquel Roca Junyent ha traído a mi memoria, como seguramente a la de muchos de ustedes, y a la de muchos españoles, una galería de imágenes, de recuerdos muy vivos y, con ellos, de fuertes sentimientos, sobre una gran etapa de la historia de España, un periodo que nunca podremos olvidar. La Transición española fue una época de la que todos nos sentimos orgullosos de este país, de lo que estaba logrando, de lo que suponía para todos y de formar parte de ella. Fue inolvidable, ¿verdad? Y fueron precisamente los siete llamados padres de la Constitución los que pusieron el germen para que esa época floreciera y diera paso a nuevos logros y avances, que nos han permitido progresar como país a lo largo de estas décadas. Porque, a pesar de la cantidad de críticas que escuchamos (e incluso hacemos) todos a veces, este país ha avanzado de una manera ejemplar, tanto en aspectos sociales como económicos. Basta comprobar cómo hemos evolucionado en ciencia, pasando en tiempo record de ser un país irrelevante, que ofrecía destellos de genialidad de decenio en decenio, a ser uno de los diez países que más y mejor ciencia producen en el mundo. Aunque aún queda mucho por hacer, también en ciencia, estoy segura de que, en gran medida, gracias a lo que sembramos en la Transición, seguiremos progresando y alcanzando logros relevantes en el futuro.

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Cuentan quienes lo vivieron de cerca que los padres de la Constitución se reunían “los martes y los jueves, por la mañana y por la tarde, y, en la medida de lo necesario, en la mañana de los viernes”. Y que en la segunda reunión de la ponencia (en el verano de 1977) establecieron ya “por unanimidad” los principios que debían seguir en las propias reuniones. Entre esos principios voy a destacar “el carácter confidencial” de lo tratado, como no podía ser de otra forma, y que el texto elaborado fuera, y cito: un “proyecto de código constitucional completo, tan breve como sea posible, pero que incluya cuanto se considere necesario”. Es decir, completo, breve, y con todo lo necesario. No sé qué les parece a todos ustedes. Yo creo que lo lograron. Las “actas y minutas” que se publicaron en la Revista General de las Cortes Generales dejaron patente el arduo trabajo que hicieron. Cuando a Don José Pedro Pérez-Llorca le escogieron como ponente de la comisión encargada de la redacción de la Constitución de 1978 era diputado por Madrid en el Congreso. Su formación como abogado y como diplomático y su talante conciliador hacían de él una de las personas más adecuadas para ser uno de los responsables de esa complicada labor de Estado. Los diferentes perfiles de los miembros de la comisión y la relevancia de los temas a tratar ya hacían prever entonces fuertes debates. De modo que las dotes de diplomacia, unidas a la altura de miras por España que tenía (y que tiene) José Pedro Pérez-Llorca, iban a ser ingredientes imprescindibles en esa mesa de negociación. Un joven José Pedro había sacado la oposición a letrado en las Cortes generales en 1968, 10 años antes de aprobarse la Constitución, por lo que por aquel entonces conocía ya bien la Cámara Baja y a sus representantes. El primer contacto con la política de este abogado gaditano fue con el Partido Socialista Popular, aunque en 1976 se incorporó al recién creado Partido Popular. Al poco tiempo, éste se unió a UCD, partido en el que se encontraba, como saben, en el momento de ser escogido como ponente constitucional.

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Dentro de este partido y durante varias legislaturas ocupó diversos cargos. Fue ministro de la Presidencia, de Relaciones con las Cortes, de Administración Territorial y de Asuntos Exteriores. Y, aunque el nombre de Don José Pedro Pérez-Llorca siempre nos recordará a la Constitución, su talante de hombre de Estado y su experimentada diplomacia, como mencionaba anteriormente, le llevaron a impulsar otros importantes acuerdos, en este caso, de índole internacional. Precisamente como ministro de Asuntos Exteriores emprendió las negociaciones para la adhesión de España a la Unión Europea. El Señor Pérez-Llorca llegó a completar los seis primeros capítulos de los 16 que formaban parte de este acuerdo. También fue decisivo para España su papel como mediador con Estados Unidos en su última etapa como ministro, logrando la firma de un nuevo tratado. Y, como colofón, desempeñó una última tarea diplomática que no todos recuerdan: y es que fue un claro impulsor de nuestra entrada en la OTAN. Por su parte, la figura de Miquel Roca Junyent ha estado siempre ligada en nuestra memoria a la política. Ha sido y es un gran político. Entre otras muchas responsabilidades, ha sido diputado en las Cortes por Barcelona, presidente del Grupo Parlamentario Catalán en el Congreso de los Diputados (durante 18 años, desde 1977 a 1995), y portavoz de Convergència i Unió (CiU) en varias legislaturas. Pero a Don Miquel Roca Junyent le recordamos también, y sobre todo, por haber sido designado miembro de la ponencia encargada de redactar el borrador de la Constitución de 1978. Este padre de la Constitución siempre ha sido un hombre de Estado y de consenso. Así lo demostró durante décadas, en el largo tiempo que actuó como representante de una parte relevante de la sociedad catalana en el Parlamento, donde promovió siempre el debate, los acuerdos, y destacó los puntos en común por encima de las diferencias. El Señor Roca Junyent participó, además, en la ponencia para el estudio del Estatuto de Autonomía de Cataluña y copresidió la Comisión de Transferencias del Estado a la Generalitat de Catalunya.

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Son muchos los méritos de estas dos personalidades, también en su etapa fuera de primera línea política, ambos como profesionales de la abogacía y respetados académicos. Sus trayectorias al margen de la política son, de hecho, suficientes para merecer el reconocimiento que hoy celebramos… aunque cuando se ha participado en algo de tanto calado, de tanta altura y relevancia como redactar la Constitución Española, todo lo demás nos pueda parecer menor. Don José Pedro Pérez Llorca y Don Miquel Roca Junyent, representan una forma de hacer las cosas. Y los que hemos pasado por la política sabemos que, para alcanzar la meta, la mayor dificultad es la hoja de ruta. Una hoja de ruta que tiene que ver con la lealtad, el tesón, el compromiso, la generosidad, la coherencia y la valentía. Creo que en su momento quizás ensalzamos tan solo el éxito alcanzado. Pero en este momento convulso por el que estamos atravesando, en este año en el que celebramos el 40 aniversario de la Constitución y cuando está sobre la mesa su posible reforma, es el momento de ensalzar el ejemplo de los valores que representan José Pedro Pérez-Llorca y Miquel Roca Junyent. Es conveniente recordar que, a pesar de las inmensas dificultades a las que se tuvieron que enfrentar, precisamente basadas en las diferencias, supieron superarlas. Y las superaron porque tenían visión de Estado, porque sabían que una reforma de tal calado no se puede abordar nunca sin un ingrediente esencial: el consenso. Vivimos tiempos en los que la política está muy polarizada. Cuando esto ocurre, es el consenso la única vía para estabilizar un sistema democrático, lo único que garantiza su firmeza, el funcionamiento de la economía y la cohesión social... La polarización dificulta los acuerdos, pero sin ellos no hay posibilidad de avanzar. Y queremos avanzar, ¿verdad? Confío en que, al menos en eso, sigamos estando todos los españoles de acuerdo. Lo pregunto porque es responsabilidad de todos hablar claro sobre esta cuestión. Manifestar nuestra opinión, proclamar nuestra voluntad de diálogo y defender nuestro deseo de que todos los responsables políticos y sociales del país compartan esa misma voluntad.

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Nuestro Estado del Bienestar no existiría sin la paz que hemos disfrutado, con algún triste episodio (pero que tampoco debemos olvidar nunca) y hemos defendido, desde la Transición. Y la Transición no hubiera sido posible sin que unos pocos hombres buenos, en un momento de la historia de nuestro país, no hubieran partido tantas lanzas como fueron necesarias para garantizar el diálogo. Es difícil, pero no es imposible, porque no estamos solos, porque contamos con el ejemplo que nos dieron los padres de nuestra Constitución. Todos nosotros somos ahora responsables de mantener vivo el espíritu constitucional que ellos crearon e impulsaron. Quizás dentro del sistema jurídico actual se puedan acometer cambios relevantes si el acuerdo unánime no se logra. Esto lo saben ellos mejor que yo. En todo caso, todos estamos de acuerdo en que no debemos ceder ante movimientos que quieran debilitar nuestras instituciones y nuestro sistema democrático. Los demócratas debemos buscar siempre la unión, esa unión por la que ustedes lucharon y por la que también, en ocasiones, supieron ceder en algunos aspectos. Eso, insisto, debe ser una referencia para todos. Es tiempo de recoger su legado, de avivar en la memoria el eco de sus nombres (junto con los de los otros cinco padres de la Constitución). Es tiempo de romper tantas lanzas como sea necesario, de luchar por el consenso como único camino verdadero para seguir avanzando y prosperar como país. Es tiempo de agradecer su servicio a quienes nos enseñaron cómo hacerlo. Y por todo lo expuesto, solicito se proceda a la investidura del Señor Don Miquel Roca Junyent y del Señor Don José Pedro Pérez-Llorca como Doctores Honoris Causa de la Universidad Europea de Madrid.

Muchas gracias. Dra. Cristina Garmendia Ex ministra de Ciencia e Innovación y Miembro del Consejo Asesor de la Universidad Europea

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Discurso de D. Miquel Roca

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Sean mis primeras palabas las de agradecimiento a la Universidad Europea por este reconocimiento, que acepto en la medida que me consta que no lo es propiamente a mi persona, sino que se proyecta a la Constitución cuya elaboración tuve el enorme privilegio de participar. En cierto modo, el acto de hoy quiero entenderlo como un reconocimiento que esta Universidad realiza en honor de todos los ciudadanos. La Constitución de 1978 fue la Constitución de todos y lo sigue siendo, incluso para aquellos que la quieran discutir, pero que han podido construir su discrepancia desde la libertad que la propia Constitución para todos consagró. No son momentos fáciles para nuestra sociedad. Y por esto tiene especial relevancia el sentido de este acto y el lugar en que se desarrolla. La Universidad, donde la libertad impulsa la ciencia, aquí donde la cultura encuentra su escenario más solemne, aquí donde la formación alcanza los mayores niveles de exigencia, donde la inteligencia llena de contenido el ejercicio de la libertad de creación y de pensamiento, aquí es cuando recordar lo que la Constitución del 78 representó y representa en la actualidad adquiere el mayor reconocimiento que a la misma podría hacerse. Y que ello se desarrolle en una Universidad que se acoge al amparo de la idea de Europea, me permite recordar que fue precisamente la Constitución del 78 la que nos abrió para todos los españoles la puerta de la Europa que durante tantos años nos había aparecido como alejada de nuestra ambición. Hoy Europa es nuestro proyecto; sus valores son los nuestros; su realidad es la que también nosotros hemos construido. Con todos sus problemas y sus déficits, Europa se constituye en el espacio de paz, libertad y progreso más importante que ha conocido jamás la Historia de la Humanidad. Este espacio es el nuestro, lo hemos construido nosotros y vuestros títulos reflejan vuestro compromiso por este proyecto. Cuando se debate hoy sobre la Constitución, recordad también que esta europeidad que os llena de orgullo encontró en la Constitución del 78 el aval que una etapa negra en nuestra Historia nos imponía para compartir con los demás europeos una historia que también era la nuestra.

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Y este reconocimiento, en claustro universitario, se realiza ante una juventud que no vivió la gestación de la Constitución. Pero ésta es también vuestra Constitución; vuestras ambiciones o están allí recogidas o lo están los mecanismos que os permiten reivindicarlas. Lo que hicimos, entre todos, hace 40 años, es un legado que a todos ampara, y muy especialmente a la juventud de este país. No hicisteis la Constitución, pero disfrutasteis de los derechos que consagra, de los valores que proclama. Incluso para cambiarla, sabiendo que para ello tenéis la fuerza del ejemplo de lo que la generación del 78 puso de manifiesto en circunstancias muy difíciles. No os neguéis a vosotros mismos el orgullo de valorar un momento histórico que, por su enorme trascendencia, os pertenece también. A todos los de ayer, hoy y mañana. El reconocimiento de hoy tiene un motivo. La Constitución del 78 celebrará este año su 40 aniversario. Por primera vez en la Historia de España, tenemos una Constitución refrendada que ha durado tanto tiempo garantizando la libertad y la estabilidad institucional. Ciertamente, asoman hoy conflictos que la ponen a prueba, pero la Constitución prevalece y, no lo dudéis, prevalecerá. La longevidad no es incompatible con el cambio; pero el respeto del orden constitucional es la única garantía del cambio democrático. No hay tarea más joven que la de trabajar para hacerlo posible. No estáis homenajeando a unos simples escribanos del texto constitucional; estáis reivindicando, con toda legitimidad, que la Constitución del 78 es la de todos; a su amparo las generaciones se hermanan y la academia se hace una vez más depositaria de la libertad.

Muchas gracias. Miquel Roca

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Discurso de D. José Pedro Pérez-Llorca

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Sr. Rector, Muy grande es el honor que se nos confiere hoy. Grandísimo al otorgarse con la solemnidad que solo la universidad sabe desplegar. El honor es algo importante. Cada época y cada grupo social puede considerar valores y méritos distintos a reconocer, pero por diferentes que sean los contenidos según las sociedades y los tiempos, algún concepto de esta índole, socialmente creado y admitido, es preciso para ajustar y juzgar las conductas más allá de los meros códigos. Hasta Kant trató del honor en estos términos. No se puede entender nuestro teatro clásico sin la constante presencia de un determinado concepto histórico del honor. Las comedias de Lope lo tratan con gracia y ligereza, lo que las hace más adaptables a nuestra época. En Calderón en cambio, el honor es siempre dramático y total. Hoy no se entendería una obra como “El médico de su honra”, porque entre otras cosas se aplicaban parámetros de conducta diferentes e incluso opuestos a hombres y mujeres. Digo esto porque la Transición hizo pasar a la Sociedad española de modo Calderoniano a modo Lope. Ahora yo diría que estamos en modo Pirandello. Nuestra sociedad en todas las épocas ha entendido esta cuestión con más sentido común que Calderón. La lengua española, tan rica en matices, nos ofrece una cantidad de términos que adaptan estos conceptos de una manera más sutil y ligera según las circunstancias. Así tenemos frente al grandilocuente honor, la honra, el puntillo, la negra honrilla, la honradez, la honestidad y la vergüenza torera. Salvo dos, todos estos términos vienen de la misma raíz latina “honos” y ya hizo decir Cervantes a Don Quijote que por la libertad y por la honra se puede y se debe dar la vida.

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Ya decían los romanos “honos est onus”. En Roma el “ius honorarium” confirió al pretor competencias que sirvieron para el desarrollo del derecho y, con el “ius premiandi”, una facultad discrecional e irrestricta. De esta irrestricta facultad de premiar, ha hecho uso la universidad en esta ocasión. Y a ella ha puesto broche de oro la generosa laudatio que, con su habitual elegancia donostiarra, ha realizado la Dra. Garmendia. Decía Quevedo que bien puede haber puñalada sin lisonja pero nunca lisonja sin puñalada, Quevedo se equivocó. La laudatio, tan inteligentemente compuesta en su exageración, no contiene acero alguno. Si el ius premiandi y la laudatio han sido irrestrictos, irrestricto también es mi agradecimiento, al que podría llamar también infinito si aceptásemos que las infinitudes existen. La honra que nos conferís viene de la participación que tuvimos en la elaboración de nuestra Ley Fundamental. No atraviesa nuestra, antes tan excesivamente loada Constitución, por sus mejores momentos. Incluso se puede decir que habiendo nacido con ella un sistema y un orden político, las enormes dificultades por las que este atraviesa, pueden hacer vislumbrar un horizonte más que problemático sobre el futuro de nuestro primer cuerpo legal. Es evidente que no me refiero a una posible reforma que, en determinadas condiciones de presión y temperatura, puede ser necesaria, sino a una crisis total, una ruptura o algo que sin tocar su texto provoque una metamorfosis absoluta y tengamos algo tan inútil o peligroso como una Constitución mutante. Salvo en una ocasión, con ruptura violenta previa, como ocurrió en 1836 y 1837 para restablecer primero y luego reformar la Constitución de 1812, nunca hasta ahora hemos conseguido los españoles finalizar con éxito ninguna reforma Constitucional. Las que se abordaron fracasaron siempre.

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Si algo se merece la Constitución de 1978 es no acabar como todas las anteriores, con ruptura violenta o convirtiéndose en texto mutante y por ende inoperante, y lo merece no tanto por sus méritos, sino sobre todo por la forma consensual y pacífica con la que se elaboró. Las elecciones de 1977 convocadas por muchas razones y motivos, pero también por el decidido impulso del Rey Juan Carlos y la valentía de Adolfo Suárez, terminaron con muchas cosas e inauguraron una nueva etapa. Me refiero a la absoluta corrección y limpieza del proceso electoral, una novedad en comparación con las costumbres de otros periodos en los que hubo sufragio universal. Con estas elecciones empieza el periodo más decisivo de una transición sin ruptura previa que, comparada con otras transiciones que hemos tenido en nuestra azarosa vida política, resulta ser la más ejemplar y exitosa de todas ellas. La Constitución emana del Parlamento. Su redacción, que empezó en una muy calurosa tarde de julio de 1977 en un local algo destartalado del primer piso de aquel llamado Palacio del Congreso, fue lenta y laboriosa, buscando siempre el consenso más amplio posible y sin ceder a las prisas que entonces, como ahora, exigían la opinión pública y la publicada. Se puede decir por ello que el andamiaje fue bueno. Los cimientos aún mejores, un consenso social clarísimo hacia una solución, necesariamente expresada sin detalles, pero sí intuida de manera general. En ese sentido puedo decir que fuimos meros escribanos de la voluntad ciudadana. En cuanto a los materiales, los ponentes que sobre la democracia teníamos saberes sobre todo librescos, compartíamos una formación jurídica similar y, según comprobamos, habíamos leído básicamente los mismos libros de Derecho Constitucional. Por ello los ladrillos y otros materiales que usamos fueron extraídos de la mejor doctrina científica de la época, de nuestra historia constitucional y sobretodo del derecho constitucional comparado. Materiales nobles, aunque a veces difíciles para hacer fraguar en argamasa.

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En cuanto a los planos, hay quien se jacta de haberlos tenido, yo nunca los vi. Lo cierto es que, cuando nos vimos en el andamio ya coincidíamos en un designio político, asegurar un marco de libertad, progreso y estabilidad para una España democrática. Designio y diseño vienen de la misma raíz latina, pero son dos cosas distintas. El designio lo teníamos al empezar, el diseño empezó a salir en torno a aquella mesa algo desvencijada. Los Alarifes, que fuimos algunos más que los siete ponentes, porque a todo el mundo se abrió la redacción, practicamos una albañilería fina que dio al edificio cierta prestancia y una sutil solidez. Mucho consenso hubo. No fue como cuando Napoleón al principio de los cien días llamó a Benjamin Constant y le dijo: Monsieur Constant faites moi une Constitution. Más brusco fue el General MacArthur que le encargó la Constitución Japonesa a un Coronel Jurídico del ejército americano. Así se hizo ese texto, que tuvo un éxito notable. En Alemania el Comité Aliado de Control solo aceptó la Ley Fundamental cuando, en el cuarto proyecto que se le presentó, se extremó el federalismo. ¿Y cómo ha funcionado el edificio? Me solía preguntar el presidente Suárez en mis despachos sobre la elaboración de la Constitución: “Oye José Pedro, ¿y esto funcionará? Y yo le solía contestar: se calentará, echará humo, hará mucho ruido, tendrá sacudidas, pero puede funcionar. ¿Qué nos ha proporcionado la Constitución? Partiendo de la base de que estos textos legales no dan trigo, es mucho lo que nos ha aportado. En cuanto concierne a la estructura legal y los poderes, al sufragio, al funcionamiento de la administración y de la justicia, la Constitución ha dado lo que tenía que dar. Una base legal bien asentada. Un Estado de Derecho bien concebido. Las libertades y derechos constitucionales han sido aceptados y somatizados por la sociedad española como nunca antes. La alternancia en los gobiernos se ha realizado de forma pacífica.

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Podemos pues hacer una lectura positiva todavía hoy, aun reconociendo una cierta fatiga de los materiales. Frente a este balance moderadamente positivo, creo que una cosa resolvimos mal. Las autonomías. Que tenían que existir era un imperativo tanto de la historia como del momento, que había problemas específicos agudos y otros más generales era una realidad incontestable, que se iba producir un proceso de emulación era evidente, que ese asunto tenía que tener una regulación constitucional era algo inconcuso. En esta cuestión no había designio común o coincidente. Para el diseño solo contábamos con los precedentes de la Segunda República y el derecho comparado. Frente a lo perentorio del problema algunos nos preocupamos de que hubiera para este fenómeno, cauces amplios y diques altos y gruesos de tal manera que el torrente que se nos venía encima, pudiera convertirse en un rio caudal, pacífico y con una vega feraz. En esta materia se tomaron garantías, se previeron situaciones que hoy se dan y se crearon los instrumentos que hoy se usan sí, pero quizá hay algo que sobra y algo que se echa en falta. El resultado está hoy a la vista, se ha creado una inmensa estructura autonómica con diecisiete gobiernos y parlamentos, dos ciudades autónomas, 1.248 diputados autonómicos, un millón y medio de funcionarios y una extraordinaria trabazón de intereses, un verdadero Leviatán por no decir un Behemoth. Pero esto históricamente no tiene tanta importancia. Ciertamente es un sistema caro, conflictivo, excesivo quizás para gobernar un país de nuestro tamaño y población, pero el funcionamiento de las estructuras generales, si perduran, corregirá poco a poco los excesos.

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Más importante es que los problemas agudos no se han mitigado, La Constitución supuso entre otras cosas, la asunción de un riesgo calculado para que este problema dejara de ser agudo y los factores de integración, que una democracia y el desarrollo económico traen consigo, equilibráran poco a poco las tendencias centrífugas. No ha sido así. Los cálculos fallaron. Aquí también con el paso de los años aparecieron deslealtades y mala fe que nunca existieron entre los ponentes. La pervivencia de una situación extremadamente aguda en las cuatro provincias del nordeste de España y la sucesión de iniciativas con desprecio de cualquier norma jurídica son una realidad irrefragable, que ha provocado la inevitable acción del poder judicial. Puede que llegue la hora de la reforma constitucional, pero esta solo será fecunda si se siguen los cauces normativos establecidos, se busca el consenso, lo que hoy parece imposible, y se recompone el equilibrio entre el Estado y las Autonomías. En este posible nuevo equilibrio, yo no acierto a comprender qué nuevas competencias se van a ceder a los entes autonómicos que básicamente las tienen ya todas, a más de que todos ellos están ya pidiendo la lealtad emocional exclusiva y excluyente de sus ciudadanos. Incurriendo en el riesgo de ser tildado de heterodoxo, pero atendiendo a los requerimientos de la vergüenza torera, he de decir que en mi opinión, en todo nuevo posible reequilibrio el Estado debe recuperar o estar en condiciones de usar de manera ordinaria su condición de responsable último del orden público en todo el territorio nacional. También debe recuperar o poder utilizar de manera ordinaria sus competencias en educación. Solo así el proceso que hemos vivido, que no es propiamente de descentralización sino de deconstrucción del Estado, se puede volver a embridar. Si algún autogobierno hay que mejorar ahora, es el autonómico de España. Que debe ser, cuanto menos, tan autónomo como las autonomías. Si esto no se hace, y yo creo que no se va a hacer, en la dialéctica entre integración y desintegración puede acabar prevaleciendo esta última.

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Sr. Rector, concluyo. A mí me gustaría que existieran los elementos para que conserváramos una España en paz, libertad y progreso, que no corra el peligro de disgregarse en cada revuelta del camino. Un país en el que pueda haber sentimientos comunes y compartidos, y un mínimo consenso social sutil, sin el cual la democracia no funciona. Que el Ser de España en suma no se nos vaya como se va el agua entre los dedos de la mano. Es este un deseo ferviente, es una esperanza menguante, pero en modo alguno es una certeza.

He dicho. José Pedro Pérez-Llorca

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