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los vientos, rebotados al mar por la pared andina, vuelven cargados .... Los edificios, corales adheridos al .... zozobr
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CAPÍTULO I ANATOMÍA DE LA CIUDAD

Querido Nathaniel: Lima posee un segundo cielo que en la confusión de la vigía me ha parecido un paladar mamífero enorme, como si la joven capital peruana hubiese sido tragada por un leviatán. Aún antes de entrar a las aguas poco profundas de la bahía de Lima los vientos, rebotados al mar por la pared andina, vuelven cargados por las pestilencias de la ciudad, se diría, un tufo cetáceo. La maloliencia invita a recordar Nueva York pero no debo ensañarme con la jeune Amérique: es la fetidez la que hermana a los puertos del mundo. Ya en tierra el resultado ha sido deprimente. El Callao es un villorrio que se expande como un líquido derramado sobre el desierto: absorbido por la arena, crece lento, pero al unísono, bajo el aliento de un ánimo bíblico a veces vivo, otras, inexistente. Pero si te fijas con atención, si cada día detienes la mirada por algunas horas sobre el mismo trozo de paisaje —tal es mi caso, debido al eterno malhumor del capitán Pease—, podrás ver cómo la miseria le gana un poco de arena a la desolación, y cómo donde antes habían dos esteras hoy hay tres, formando un marco con el suelo que si Dios quiere algún día

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llegará a ser refugio, mas nunca casa. Entiendo, al escribir, que esta metáfora revele más aburrimiento que elocuencia. La dignidad de este puerto solo es salvada por un recordatorio de cierto esplendor colonial ido: una fortaleza española que no he visto en Valparaíso, ni en Santa, ni en Payta. Le llaman Real Felipe, en honor al monarca español. Viéndola, cuesta dejar de imaginar las batallas que el Perú deberá librar con corsarios e imperios hasta que triunfe o desaparezca. Si se me pidiera adelantar el resultado de esas conflagraciones futuras respondería con una pregunta: ¿Qué tiene más posibilidades de prevalecer, el mal del mundo conjurado o las ilusiones plúmbeas de esta nueva nación india? El ocio me obliga a insistir en la idea. ¿Qué más hacer sino, día tras día, encallado en este puerto, forzado a regresar antes de que anochezca so riesgo de que Pease se empecine con el látigo y, con la excusa de la desobediencia o la imposición de autoridad, se acere castigando la espalda del primer grumete que se le cruce? En fin. Lo que te quería contar, pensando tal vez en que un escenario bien puede inspirar un argumento, es que si alguien dudase de la influencia del clima sobre el temperamento de los hombres no le pediría lo obvio, que vaya a Taïpí o a Nukuhiva, donde el calor ha desvestido el pudor de los nativos y la flama solar tornea las ondulaciones de las lugareñas al son de rimas polinesias. Lo que haría sería empujarlo al próximo navío rumbo al Pacífico Sur con el encargo de que se tome cuatro o cinco días en esta nueva capital austral, pero con la advertencia enérgica de que no demore una noche más su estadía. Cuando este hombre viese su ánimo

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subsumido en la depresión de esta ciudad donde es imposible hacer nunca nada, árida por siempre a la sombra de la cordillera inca, el paseante se daría cuenta de que la melancolía no es una enfermedad de escritores sino una circunstancia geográfica. No podrá nacer nunca un Byron aquí donde la tristeza es siempre redundante. En Lima, en los días cálidos, o en lo que se entiende por ellos en el optimismo de una imaginación viva, aparece el sol cubierto por una gasa con la que batalla, intermitente, durante horas. Sucumbe siempre, aunque no tanto a la noche sino a su propia incapacidad de resplandecer. Los limeños son conscientes de esta mediocridad y la proponen como causa de la elección de este villorrio en centro de la colonia, pues historia o cultura previa, por sorprendente que parezca, no parece haber mucha, siendo esta su diferencia con todos los centros poblados que la circundan; decisión que entiendo. Así como el marinero, cuando desembarca, corre a tierra y gusta perderse en ese otro mar que es el continente, así el viejo Pizarro debe haber buscado un refugio irreconocible, sin señas distintivas, en una ciudad que no recuerde a otras, ni a las travesías que llevan a ella; una ciudad que, aun en los trópicos, esté lo más lejos posible del castigo que inflige el sol en la alta mar del viaje atlántico, lejos también de ese océano y sus tormentas. Esto, querido Nathaniel, es a lo que quería llegar: Lima es una negación, de ahí su horror penetrante, su hondo espanto. Te adjunto, por toda prueba, una acuarela del cabo de la bahía del Callao que el buen William Meyers me ha obsequiado. Ahí

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verás tímidamente lo que yo aprecio con colores pálidos: su cielo impide la proyección astronómica que tanto entusiasmó a Kepler, hace ociosa la medición del tiempo, que empujó al hombre antiguo a las alturas andinas, e imposibilita la ubicación espacial, pues no hay aquí referencia astral posible, sea cual fuera el instrumento de navegación que se tenga a mano. Para llegar a grados y ángulos es preciso ir al mar, siempre oculto por ese velo de nubes que las damas locales tributan cubriéndose el rostro a imitación de un secreto. Por eso estoy en capacidad de decir, ya sin ambages, que Lima no es una ciudad, sino un estado de suspensión, un hipo congelado, un homenaje al dios pagano de la indecisión. Si faltasen más pruebas de lo que afirmo baste ver cómo se gobiernan: han hecho de la intriga su pasatiempo. Sorprende, sí, constatar qué tan despistado puede ser un español para fundar aquí algo, pero a la luz de lo que te comento cabría pensar más en lo lúgubre de las ambigüedades conquistadoras. En el mejor de los casos, dando un crédito que en mi alma se ha ganado, esta ciudad es una ocurrencia. Permíteme ahora desarrollar mi imagen, que tal vez despierte una historia en tu genio. Desde tierra, Lima parece tragada. Como si la bocanada que da el espermaceti al respirar atrajera también una luz que permite divisar, por un instante y si se mira arriba lo suficiente, el espiráculo del cetáceo: agujero solar, canal de eyección respiratoria, su posibilidad es también la fe, el oxígeno al que se aferran sus habitantes, por lo demás, entregados con fervor a la cruz católica. No es mucho, pero siempre es mejor poco a nada, aunque Emerson

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decía lo contrario: nada causa más congoja que una esperanza perdida. La tierra vasta y yerma que une al Callao con Lima por un largo camino cimbreante ha sido no pocas veces anegada por la furia de este mar bronco, solo comparable, por indómito, con el que retrata Turner en sus cuadros impresionistas: esa confusión amarejada de luz que infunde miedo en el alma, incluso, de los más valientes. Cuando la tierra tiembla, y aquí me provoca pensar en el reflujo de un esperma enorme, las aguas rebasan las pocas resistencias terrestres. Abundan los testimonios que hablan de los restos de una Lima sumergida por la acción conjunta de temblores y maretazos, lo que no sería en absoluto descabellado habida cuenta de que, en fecha tan próxima como 1828, hace catorce o quince años, dependiendo de cuándo te llegue esta carta, este país fue remecido por un terremoto devastador. Aquí es a donde quería llegar: una mezcla extraña de indiferencia con cinismo ha dejado intactos los restos de esa catástrofe. ¡Quince años después! No miento cuando aseguro que puedo ver quijadas de burros sobre adobes y paja, restos de animales despanzurrados desapareciendo a la sombra de enjambres sólidos de moscas, cuerpos putrefactos sobre calles que nadie se ha dado el trabajo de trazar ni limpiar, solares derrumbados en un concierto que parece demostrar que, incluso en el caos, hay una forma de armonía fúnebre. Vasijas quebradas y cimientos hundidos, ruedas partidas, carrozas desvencijadas, si acaso la destrucción fuera mayor uno preguntaría por el Escipión de esta Cartago, pero en la natural indolencia de sus gentes uno encuentra al responsable de tantas penurias.

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Algo más puedo añadir, y aquí me permitiré hacer uso de una pesadilla recurrente, tal vez provocada por mi lectura de las desgracias de Pollard. Lima también es un estómago donde la fauna marina, embalsamada por los jugos gástricos de la ballena, se mantiene estática y contemplativa, como un insecto ahogado en ámbar. Los habitantes, moluscos atrapados en barbas neptúneas. Los edificios, corales adheridos al tracto intestinal. Una Pompeia submarina donde cada hombre ha dejado de ser una potencia para ser solo un decorado en función eterna. Entiendo que ahora mi prosa se opaque y ceda e insinúe mis sueños, y por eso no insistiré más en lo que hoy cuento, pero para acabar diré que estar aquí es como experimentar la detención del tiempo y, cuando a uno le gana la idea de que todo lo animado va por fin a reiniciar su marcha, lo que se avecina es la arcada de un vómito enorme, el preludio a un acto de destrucción total. «Calma chicha» es la expresión que he recogido en los bares para el silencio grave que precede a la tragedia —curioso término al que prometo volver—. Claro, desperté de mi pesadilla con náuseas, acaso porque el día clareaba y la nave se escoraba con inusual ritmo, o porque ese hedor inconfundible que caracteriza al Callao se volvió en mi ansiedad el aliento del monstruo que embistió al Essex, o porque era el ruin capitán quien nos levantaba otra vez con sus campanas, y sus maneras aprendidas, y su malhumor eterno, y su infinita lista de tareas ociosas. La vela se apaga, pero no mi admiración. H. M.

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CAPÍTULO II FRANK THOMPSON – AZOTE – POLLARD

Querido Nathaniel: Me quedan nueve semanas en el Callao y por fin tengo una historia. Como sucede pocas veces por el confinamiento y la espera indeterminada, la redacción ha terminado siendo mejor ocupación que la lectura, pues la biblioteca, si se le puede dar tal nombre a la breve colección de ejemplares dudosamente escritos que tienen por finalidad común condenar los vicios del juego (recién en tierra uno comprende la necesidad de la elección), está agotada ante mis ojos, y el día pasa sin más noticia que el rudo ejercicio de disciplina al que nos someten los oficiales, quienes creen que por enarbolar reglamentos para justificar arrebatos revisten a sus abusos de una función instructiva. Entenderé tu sorpresa ante mi reflexión, pero la crudeza de una escena vista ayer me impele a ello. Un irlandés de cara tosca y andar cojo apellidado Thompson, que se ha ganado el favor del Estado Mayor por su soplonería e indolencia, se cebó ayer con un compañero recién enrolado que posee don de gentes y cuya simpatía han sabido apreciar todos en la fragata en poco tiempo. Sin que mediara más explicación que la orden misma, y sin otra causa

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aparente que no sea el contraste entre la belleza del marino y la fealdad del maestro de armas, ordenó este último a Jack Chase que le diera la espalda y la descubra para su látigo. Chase obedeció sereno, como Abraham en el monte Moria, y una vez se hubo inclinado contra el mástil mayor de la nave (donde justamente nace la cofia desde la que vigila), Thompson arremetió contra él al punto que pedazos enteros de su piel se desprendieron por el castigo. El gaviero soportó estoico las primeras descargas, pero ante la ferocidad del ataque no tuvo más que gemir y encomendarse a Dios con plegarias que aún resuenan en mi memoria. Cabeza de zanahoria, que es como se le llama despectivamente al disciplinario (seguro hijo de granjeros), hacía lo posible por girar sobre su eje hasta el límite de lo grotesco con la finalidad de ejercer más presión sobre el golpe que en seguida propinaba. Y como si maniatar a un compañero sin razón alguna no fuera un espectáculo satisfactorio para su morbo, se le oyó gritar como a un romano: «¡No pidas nada a Dios, pues Él no te puede ayudar ahora! ¡Pide a Thompson, pide piedad a Frank Thompson!». Ante el alboroto el capitán salió a cubierta y ordenó que cesara el flagelo. Jack lucía la honda calma de un Cristo barroco y no fueron pocos los que se ofrecieron a auxiliarlo con vendas y afeites. Apenas había pasado el mediodía en el Callao y el sol se extinguía dejando en el cielo una paleta de colores lavados, pero a nosotros, a pesar de su vaguedad, nos parecieron cruentos. Aquí atardece en el mar, por lo que al voltear a tierra, buscando Lima, que dista siete u ocho kilómetros del puerto, lo único que vimos fue

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un blanco durísimo, cubierta la ciudad por el banco de neblina que la ha hecho famosa. Ahí se nos pidió ir a Meyers y a mí, ya que es conocida su habilidad para la medicina práctica y es pública mi simpatía con él, por lo que fuimos requeridos para traer un poco de aloe, una planta nativa que permite sanar heridas superficiales. Como el propósito era noble y la ciudad un misterio, accedimos de inmediato. No pude dejar de pensar, más tarde, que el paseo era una forma de compensar el estremecimiento que nos causó la escena correctiva. Algo de verdad había en ello; no pude dormir tranquilo esa noche y traté de exorcizar mi pesadez urdiendo tramas en mi bitácora. En la más elaborada bosquejé el destino del capitán Pollard luego de su segundo naufragio. Maldito como Job, no puede volver a Nantucket pues la incompetencia solo se perdona una vez. Lo primero puede ser descuido o accidente; lo segundo es destino, maldición. Se sospecha entre marinos que su falta de carácter es mórbida a niveles diabólicos: no puede evitar comer carne humana, un gusto adquirido en la desgracia del Essex, y se sacia con indios que secuestra en pequeños desembarcos donde, con la excusa de la provisión de bebidas y alimentos, organiza redadas nocturnas ante la estupefacción del cuartel que, al menos inicialmente, ignora las intenciones de su capitán, a quien apodan el caníbal blanco. La ignominia no tarda en cercarlo y se le apresa para enjuiciarlo por brujería. Gracias al último favor de un subordinado fiel, logra escapar de la Inquisición limeña. Desde entonces vive escondido en un pequeño barco varado, a causa de un maretazo, en las costas de Huacho, al norte de

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la capital. Desde ahí realiza esporádicas visitas al barrio de San Lázaro y a la sierra central de Perú para alimentarse de escoria. Viste como almirante, ya que su atuendo marcial es el último reducto de una nobleza a la que solo puede aspirar, ahora, en calidad de disfraz. No lo confiesa, pero ha logrado hallar una utilidad social para sí, profiláctica si se quiere, eliminando a los descastados, misión que le complace y consuela. Los indígenas lo demonizan bajo la voz quechua de pishtaco (de pishtay, me dicen, trozar en lengua vernácula). Todo esto sería relatado por un oficial joven obsesionado con el ataque de la ballena. Habiendo oído la leyenda en una taberna portuaria, el narrador conseguiría conferenciar con un representante de la legación norteamericana en Lima, quien le confirma las atrocidades de su colega. Siguiendo pistas llega al Decatur, donde encuentra a su único tripulante chupando un corazón humano fresco. Ante su presencia Pollard alza la voz, transfigurado por la frágil luz que las velas proyectan sobre la carcasa de madera: «Este es el cordero de Dios que quita los pecados de mundo, dichosos los llamados a la cena del Señor». ¿Es posible contar esta historia, que en tierra dan por cierta? Claro, carece de niveles, siendo su curso descendente y unívoco, y puede que por ello sea una experiencia de lectura aciaga. No posee grandeza ni el sentido de absurdo que puede sufrir el creyente ante el desamparo espiritual. Tendría el sabor de la tragedia después de la tragedia, y de seguro se me acusará de sádico, pero aún así creo que el argumento puede tener oportunidad en calidad de ilusión gótica, o quizá como entretenimiento de

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sobremesa victoriano, en fin, ambos sabemos cómo son los ingleses… Pero aquí en Perú todo es confuso. No me queda claro cómo un grupo de marinos en zozobra, evitando las islas vírgenes por temor a los caníbales, deciden vagar por el Pacífico hasta que la necesidad los empuja a convertirse en el terror que temen. La muerte descendió entonces y ahora se presenta ante mí también. H. M.

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