Estamos lejos de los Pactos de la Moncloa

del voseo. Por ejemplo, el imperativo de decir es decí (vos), con tilde por ser palabra aguda terminada en vocal, pero s
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Notas

Lunes 8 de octubre de 2007

LA NACION/Página 19

Estamos lejos de los Pactos de la Moncloa D

URANTE la presente campaña electoral, la propuesta de un nuevo pacto social suscita alabanzas y críticas por igual. Algunos defensores de la iniciativa suelen invocar como ejemplo por seguir, si no en la letra, por lo menos en el espíritu, los Pactos de la Moncloa, suscriptos en España el 25 de octubre de 1977, hace casi treinta años, en plena transición del franquismo a la democracia. El azar quiso que, al tiempo de la firma de los pactos, fuera yo uno de los pocos argentinos que trabajaban en España en funciones ejecutivas. En mi caso, en un banco multinacional. Como las normas emergentes de los pactos tenían que ser cumplidas a rajatabla en el ámbito empresario, el recuerdo de ellas todavía está fresco en mi memoria, así como las circunstancias que llevaron a la dirigencia española a firmar esos acuerdos. En 1976, España atravesaba una crisis económica que, en opinión de muchos, podía haber acabado con la incipiente reforma política y con la apertura democrática conducida por el presidente Adolfo Suárez. Debido al aumento de los precios del petróleo y a la recesión mundial, España sólo cubría con exportaciones el 45% de lo que importaba; para cubrir el déficit de la

Ibarruri, la Pasionaria, quienes regresaban de sus exilios en Francia y la Unión Soviética, respectivamente, con pasaportes extendidos por el gobierno tras delicadas negociaciones. A la disputa sobre el comunismo se añadió la inquietud causada por el cúmulo de reformas políticas que Suárez pretendía hacer aprobar por las Cortes en forma muy rápida. Reformas que, a ojos de cualquiera, no sólo conformaban el abecé de un Estado democrático moderno, sino que eran necesarias para la entrada de España en Europa y en el mercado común, pero que a los ojos del franquismo residual

Por Juan Manuel Forn Para LA NACION en palabras que hubiera usado Borges, de personas unidas por el espanto. No sorprenderá, entonces, que lo fundamental de los Pactos de la Moncloa hayan sido los acuerdos de orden político, destinados a consolidar las instituciones democráticas de la nueva monarquía parlamentaria o, en algunos casos, a crearlas. Así, se eliminó la censura previa, se aprobó el derecho de reunión y de asociación política y se con-

cuenta especialmente por los que piensan que los Pactos de la Moncloa constituyen un precedente aplicable en algún grado a la actual realidad argentina. Podrán o no serlo, pero ciertamente no fueron “pactos sociales” como los que hoy se proponen o se han intentado en las últimas décadas en nuestro país. Fueron acuerdos esencialmente políticos, en los que el capítulo económico entraba por pura necesidad. Es cierto que hubo algunos intentos de hacer firmar los acuerdos a los sindicatos. Comisiones Obreras, alineada con el comunismo, estuvo de acuerdo en firmar, porque

vertebral de cualquier intento de modificar una situación adversa. Precios, salarios y empleo son, en buena medida, consecuencia o derivados de aquéllos. En lo referente a precios y salarios, se estableció un techo en los aumentos de las remuneraciones de 20% para el año siguiente, coincidente con la inflación proyectada en el presupuesto nacional más un 2% por mérito y antigüedad. Asimismo, se redujo la estabilidad laboral. Se permitieron despidos, que no debían exceder el 5% de la nómina. En materia de aumentos de precios, se estableció una pauta del 22% para los doce meses siguientes, pero sin ningún tipo de controles, que los propios economistas de los partidos de izquierda sabían que no iban a funcionar y que si funcionaban iba a ser aún peor, al acumular mayores presiones inflacionarias a futuro, para luego desembocar en una nueva crisis. Este resumen de las medidas acordadas debería ser suficiente para entender por qué no firmaron los sindicatos. Comprometerse a un tope salarial igual a la mitad de la inflación corriente hubiera sido inaceptable para las “bases”. Hay que tener en cuenta que sólo durante 1976 siete millones y medio de trabajadores participaron en huelgas, o sea el 88% del total de asalariados. Esta

Aquellos acuerdos españoles de 1977 no fueron firmados ni por empresarios ni por sindicalistas

Las medidas eran duras: fijaban topes de aumento salarial y reducían la estabilidad laboral

balanza comercial, la deuda externa había aumentado en exceso. El desempleo afectaba a 900.000 personas, a las que se unían miles de emigrantes que regresaban a casa por haber perdido sus trabajos debido a la recesión en el resto de Europa. La inflación era del 45% anual y la devaluación de la peseta en un 30% aceleraba aún más los aumentos de precios. En el terreno político, además de no contar con mayoría propia en las Cortes y depender de acuerdos con la oposición para poder legislar, Suárez sufría grandes presiones de la derecha franquista, que tenía como vocero a la cúpula militar. Esta se oponía, entre otras cosas, a la posible legitimación del Partido Comunista. Suárez había mantenido una posición ambigua sobre el asunto, y cuando el comunismo fue oficializado, lo acusaron de traidor. La disputa era estéril, por cuanto el eurocomunismo, como se lo llamaba en ese momento, resultó ser a la postre un tigre de papel. Sin embargo, en esa discusión no se miraba la realidad del presente, sino los fantasmas del pasado, a figuras como Santiago Carrillo y Dolores

situación era caracterizada por los propios dirigentes sindicales como una “lucha prerrevolucionaria”. Mucho más les convenía a los sindicatos no firmar y reservarse la opción de continuar las huelgas y los paros si la inflación no bajaba, para además poder decir –como lo dicen hasta hoy– que el ajuste se hizo sobre las espaldas de los trabajadores. Esto, por supuesto, se refiere a lo que pasó en España en ese momento y no tiene nada que ver con la realidad actual de nuestro país, donde las cosas pueden ir de modo muy diferente. Pero tal vez lo ocurrido entonces pueda ser fuente de reflexión para aquellos que desean impulsar en la Argentina un nuevo pacto social en el que, a la par del Estado, sean actores principales los empresarios y sindicatos. Quizás esa experiencia ayude a evitar errores, a no crear falsas expectativas y, por sobre todo, a no perder un tiempo precioso. © LA NACION

eran una puerta abierta a la anarquía y al socialismo, o el regreso a un pasado odioso que había terminado en una guerra civil, con un millón de muertos. Frente a esta situación límite, política y económica, era tal vez natural pero igualmente admirable que los partidos políticos, convocados por el gobierno, hicieran causa común frente a los peligros que amenazaban a la joven democracia, que en realidad aún no era tal. Los Pactos de la Moncloa fueron el resultado de esa unión de voluntades. Pero, a decir verdad, fueron un entendimiento,

sagró la libertad de expresión. Se tipificó el delito de tortura, se reconoció la asistencia letrada a los detenidos, se despenalizaron el adulterio y el amancebamiento y se desmanteló el Movimiento Nacional (Falange), como, asimismo, el sindicato único vertical, de inspiración fascista. En materia económica, antes de entrar en la sustancia de los acuerdos, debe recordarse que fueron suscriptos por los partidos políticos, no por las cámaras empresarias ni por los sindicatos. Este punto es más que un mero detalle y debe ser tenido en

muchos de sus líderes temían volver al exilio si los militares tomaban el poder. En cambio, la Unión General de Trabajadores, que respondía al socialismo liderado por Felipe González, se negó de plano. Para entender por qué, hay que ver lo que se acordó en el campo de la economía. La base de los entendimientos económicos de los Pactos de la Moncloa fue el conjunto de compromisos asumidos por el Estado en materia de disciplina fiscal y monetaria. No podría ser de otra manera. Esos instrumentos de la política económica son la columna

El autor fue subdirector general del Bank of America en España de 1977 a 1981. Actualmente es vicepresidente de Molinos Río de la Plata SA.

Justicia, progresividad y autonomía E

N materia de justicia, hay un interesante consenso en la dirigencia porteña. Así, la construcción progresiva de la facultad de jurisdicción que le reconoce a Buenos Aires la Constitución nacional puede gradualmente escalonarse en el siguiente programa. El Congreso nacional debe aprobar el Segundo Convenio de Transferencia de Competencias Penales, por el que se transfiere a la ciudad el juzgamiento de delitos tales como los de amenazas, usurpación, incumplimiento de deberes de asistencia familiar, lesiones en riña, etc. Su aprobación por parte del Parlamento aún se encuentra pendiente. Es auspicioso el anuncio de su envío al Congreso, hecho por el ministro de Justicia y Derechos Humanos, doctor Iribarne. En esa línea, debe

estudiarse la elaboración de un tercer convenio. Su contenido debe versar sobre la individualización y transferencia de aquellos delitos cuya problemática –prevención y represión– hace a la realización de políticas públicas de índole local. La Constitución de la ciudad establece que la justicia vecinal deberá entender en materias de vecindad, medianería, propiedad horizontal, locaciones y cuestiones civiles y comerciales. Su conformación implica la necesidad de suscripción de convenios interjurisdiccionales para la transferencia de competencias, ante conflictos en los que actualmente interviene la justicia en lo civil y comercial nacional. Su creación, con tribunales barriales descentralizados, es un acto institucional revolucionario que acercará la justicia a la gente.

Por Julio De Giovanni Para LA NACION Asimismo, la transferencia de la justicia de familia constituye una de las prioridades en el camino de conformación de la justicia local. Se debe dar respuesta al conflicto familiar, conteniendo a sus actores no sólo desde el punto de vista legal, sino también desde una perspectiva psicológica y sociológica. En la actualidad, para dar esa contención se recurre a las instituciones del ámbito de la ciudad de Buenos Aires. Un nuevo Código de Procedimientos que priorice la acción inmediata del juez y la rapidez de procedimientos –que deberá ser dictado por la Legislatura de la ciudad– complementará esta transferencia.

Parte de un programa posible y de rápida instrumentación es dotar de competencias más amplias al Tribunal Superior de Justicia de la ciudad de Buenos Aires, que deberá constituirse en instancia revisora de las sentencias de los casos que se tramiten ante la justicia ordinaria nacional que actúa en la ciudad. Ello, con carácter previo a la habilitación de la instancia recursiva ante la Corte Suprema. Se dará, así, al ciudadano porteño la posibilidad de que el Superior Tribunal de la causa revise las sentencias injustas e inconstitucionales por medio del recurso extraordinario, que hoy no puede atender con eficacia la Corte Suprema,

abarrotada por expedientes de esta ciudad. Una Argentina federal así lo exige. Más allá de las prioridades fijadas en los puntos anteriores, para que los habitantes de la ciudad puedan disfrutar de un correcto y acabado servicio de justicia, será necesario analizar el resto de competencias –civiles, comerciales y laborales– que deberán formar parte del ámbito porteño. La cuestión constitucional pasa por excluir de la justicia de la ciudad las competencias que, en razón de la materia, son federales, y dejar para ella la jurisdicción y competencia sobre las cuestiones no federales. Se debe continuar con una racional política de convenios que transfieran juzgados y competencias. Se trata de un programa de mediano plazo cuya amplitud y frecuencia temporal

dependerán de las necesidades del servicio de la administración de justicia. Por último –y lo antes posible–, es necesario conformar en el ámbito del Ministerio de Justicia de la Nación una comisión técnica integrada por representantes del gobierno nacional y del gobierno de la ciudad. Dicha comisión será la responsable de proyectar los instrumentos –sean éstos convenios o reformas legislativas– que los objetivos aquí descriptos requieran. Las cuestiones aquí planteadas bien pueden ser políticas de Estado, con un programa común del gobierno nacional y de los tres poderes de la ciudad. © LA NACION El autor es miembro del Consejo de la Magistratura de la ciudad de Buenos Aires.

Diálogo semanal con los lectores

Una popularidad muy difícil de creer “L

EEMOS en la nota «Revisa EE.UU. el uso de la inyección letal», publicada el 26 de septiembre: «Tras restaurarse la pena capital en 1977, la inyección letal se han convertido en el método más popular de ejecución en Estados Unidos». Considerando el uso habitual del término en nuestro medio, en expresiones como fiesta popular, cultura popular, arraigo popular, música popular, equipo popular o líder popular, que un método para ejecutar a los condenados pueda ser calificado como «popular» es francamente desagradable y, creo, técnicamente erróneo”, escribe desde Tambores, departamento de Paysandú, Uruguay, Eduardo Escudero Rolón. Verbos con enclíticos “Soy profesora de español para extranjeros y estoy con mis compañeros de trabajo haciendo cuadernillos para los alumnos. Preparando la unidad del imperativo, me encuentro con el problema de la acentuación. Busqué en distintos libros de enseñanza de español y me encontré con todo tipo de acentuación. No pude resolver mi duda y pensé que tal vez usted pueda. La dificultad está en las formas del voseo. Por ejemplo, el imperativo de decir es decí (vos), con tilde por ser palabra aguda terminada en vocal, pero si le agrego un pronombre enclítico, no sé si debo escribir decilo o decílo. No sé si sigue las reglas de acentuación como cualquier palabra, y por lo tanto sería grave terminada en vocal y no llevaría acento, o si mantiene la acentuación propia del verbo conjugado sin el pronombre”, escribe Camila Nijensohn.

No es de extrañar que la lectora haya encontrado distintas respuestas en libros de distintas épocas, pues la regla ha cambiado no hace mucho. Actualmente, los verbos con pronombres enclíticos (en cualquiera de sus formas, no solo en imperativo) se tildan según las reglas generales, considerando la palabra que queda formada con el enclítico. Esto es razonable, dado que estos pronombres son átonos y forman una unidad de acentuación con el verbo. Así, puede ocurrir que haya que agregar una tilde o quitarla, o que no haya que hacer ningún cambio. Por ejemplo, decí lleva tilde por ser palabra aguda terminada en vocal, pero decime y decilo no la llevan por ser graves terminadas en vocal, y decímelo sí por ser esdrújula; pedir no lleva tilde por ser palabra aguda terminada en -r, y tampoco la llevan pedirme y pedirlo por ser graves terminadas en vocal, pero pedírmelo sí por ser esdrújula; entienda no lleva tilde por ser palabra grave terminada en vocal, pero entiéndase sí por ser esdrújula y entiéndaseme también por ser sobresdrújula. Lágrimas falsas Desde Salta, escribe Luciano Tanto: “La célebre furtiva lagrima de la ópera L’elisir d’amore, de Donizetti-Romani, se escribe con ge (y sin acento), y no con ce, como consignaron por distracción u olvido la especialista en música clásica de su diario, el crítico y la periodista que entrevistó al director. “Ambas formas, lacrima y lagrima, son correctas en italiano, pero la versión con ge

Por Lucila Castro De la Redacción de LA NACION no es de uso habitual, y circula solo gracias a la ópera. La confusión se repite a menudo por ser igual a la palabra en castellano (salvo por el acento, que no lleva) y el afán de los comentaristas de citar el vocablo en su lengua original. “Esta lagrima italiana reconoce la influencia del castellano, ya que España, como se sabe, dominó durante siglos y alternativamente diferentes zonas de Italia.” La verdad que no se ve “No es la primera vez que Mariano Grondona hace derivar el verbo mentir del vocablo indoeuropeo men, del que, según nos informa, provienen la palabra mente y varias otras que menciona. No puedo decir si todas esas palabras pertenecen a la misma familia, pero, en su columna del domingo 30 de septiembre («¿Nos hemos rendido ante

la mentira?»), el autor establece otra relación que sí me parece sospechosa: opone el «mentiroso» al «veraz», lo cual es correcto semánticamente, pero dice que veraz está «ligado a ver, es la cualidad de aquel que ha asumido el compromiso de decir la verdad, de reconocer lo que ve». Digo que esta afirmación me parece sospechosa porque no entiendo cómo veraz y verdad pueden tener en su raíz la misma -r que en ver no es parte de la raíz, sino la terminación del infinitivo”, escribe Elvira U. de Martínez. Tiene razón la lectora. Las palabras que se mencionan como emparentadas con mente, excepto memoria y mensaje, que tienen otras raíces y no deberían estar en esa lista, se remontan, a través del latín (mentecato, vehemente), del griego (amnesia, manía, manicomio) o del sánscrito (mandarín), a la raíz indoeuropea men-/mn-. Raíz y no “vocablo”, porque hoy en día nadie tiene la pretensión de reconstruir vocablos indoeuropeos. Pero no hay relación etimológica entre veraz y ver. Muy bien observado el hecho de que la -r de ver es la desinencia del infinitivo. La raíz indoeuropea de ver es weid-/wid- (latín uidere > español veder(e) > veer > ver). Birmania y su población “Myanmar está en las noticias y me asaltan dos dudas. La primera: ¿es correcto escribirlo de esa manera? Y la segunda: ¿cuál es el gentilicio?”, pregunta el licenciado Francisco Hirsch. En 1989, el gobierno birmano cambió el nombre oficial del país, Unión de Burma,

que llevaba desde su independencia, por Unión de Myanmar. En realidad, se trata de la misma palabra. En birmano, el nombre fue y es Myanma. Burma es la forma inglesa proveniente de la pronunciación coloquial. Las Naciones Unidas reconocieron el nuevo nombre, pero la oposición birmana y algunos países occidentales no lo aceptan porque no reconocen la legitimidad del gobierno militar. En español, la forma tradicional del nombre es Birmania y, habiendo una forma española, no hay razón para decirlo en birmano ni en inglés. Sin embargo, por razones políticas, a menudo se usa la forma Myanmar. Leemos en el Diccionario panhispánico de dudas, de la Real Academia Española: “Aunque la denominación oficial de este país asiático ha adoptado la forma vernácula Myanmar, sigue siendo mayoritario y preferible en español el uso del topónimo tradicional Birmania, al menos en los textos de carácter no oficial. En estos últimos se recomienda recordar la denominación tradicional, junto con el nuevo nombre oficial. El gentilicio es birmano, que deriva del nombre tradicional y designa también la etnia mayoritaria de este país, así como su lengua oficial: «El Gobierno birmano dice que no tiene planes de liberar a la líder opositora» (País [Esp.] 20.6.03)”. © LA NACION Lucila Castro recibe las opiniones, quejas, sugerencias y correcciones de los lectores por fax en el 4319-1969 y por correo electrónico en la dirección [email protected].