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Jesús M. Santos

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Índice

Papá Mestril. Camagüey (1922)......................................... Día de Viaje. Rosario (1976) .............................................. Infancia (1922-29) .............................................................. Madrugada (10 de noviembre de 1976) ............................. El Padre (1929).................................................................... Huida (1976) ....................................................................... Viaje a España (1929) ......................................................... Ausencias (1977)................................................................. San Esteban de la Sierra (1929-36).................................... Amenazas (1977) ................................................................ La Guerra (1936-39) ........................................................... Penales (1978) ..................................................................... Cartas (1939-41) ................................................................. Galtieri (1978) .................................................................... Boda (1942) ......................................................................... Diplomacia (1978)............................................................... Hijos (1944-46) ................................................................... Majestad (1978) .................................................................. Sobrevivir 1947................................................................... Juntas (1978-81) ................................................................. Evita (1950) ......................................................................... Verdugos (1982).................................................................. Emigrantes (1950-53) ......................................................... Pancartas (1990).................................................................. Contradicciones (1955-65).................................................. Imputados (1995) ................................................................

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Recuerdos ............................................................................ Todavía (1996)..................................................................... Final de Etapa (1970-75)..................................................... Procesados (1997)................................................................ Ensueño ............................................................................... Epílogo.................................................................................

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Papá Mestril. Camagüey (1922)

José Mestril decidió resolver aquella mañana el laberinto de su

ciudad. Por primera vez en varios meses podía disponer de un día libre. El negocio de la caña de azúcar, que aportaba estabilidad a la comarca desde hacía un siglo, empezaba a decaer. Quizá, pensó Mestril, los cubanos llevaban demasiado tiempo revueltos. Toda su vida, que ya se aproximaba a los cuarenta, había transcurrido bajo el tumulto bélico de la independencia y, los tres o cuatro últimos años, bajo el revuelo de las protestas de estudiantes y trabajadores contra el gobierno del aristócrata Alfredo Zayas, representante de una oligarquía que se proclamaba liberal para mantener la desigual distribución de las riquezas. O tal vez fuera el mes de abril, poco propicio para el transporte del ganado o de las piñas que aquella región extensa y plana repartía por otras zonas de la isla. De hecho, siguió cavilando, hasta ese mismo día el exceso de faena le había obligado a reclamar en varias ocasiones la ayuda de su hijo mayor para atender los pedidos que se le acumulaban, y ya tenía viajes comprometidos para todas las fechas de las semanas venideras. No le faltaba trabajo y, en el peor de los casos, se dijo con sorna caribeña, ya sabemos cómo se labra la prosperidad en esta ciudad, recordando que, décadas atrás, el contrabando con las islas holandesas, francesas e inglesas había cimentado el bienestar de una ciudad en la que se sentía atrapado y feliz. Por eso, aquel día se levantó temprano, decidido a disfrutar de la extraña sensación de una jornada ociosa. Su esposa, Catahttp://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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lina, a la que todos llamaban Catuca, ordenaba las cosas de la casa. Pepe, el primogénito, aún descansaba tras el esfuerzo de la noche anterior, cuando Mestril, que había llegado más tarde de lo previsto, requirió su ayuda para descargar y distribuir los suministros en varios comercios y mercados de la villa. Cuca, la mayor de las hijas, limpiaba la cocina. Los otros cuatro niños todavía dormían. El padre salió por el portón grande del patio familiar, dedicó una mirada cómplice a la camioneta con la que compartía la mayor parte de las horas y se echó a andar a la búsqueda de los lugares más íntimos de un territorio que apenas disfrutaba. Camagüey solo emociona a pie, decidió mientras ponía rumbo al casco antiguo de una ciudad a la que los colonizadores españoles llamaron Santa María del Puerto del Príncipe. A Mestril le gustaba recordar que aquella villa, por miedo al temporal y a los piratas, huyó desde su primer enclave, en la costa norte de la isla, en la punta del Guincho, hacia las orillas del río Caonao, al encuentro de agua fresca y de una tierra más benévola. Así se lo habían enseñado. El éxodo de aquella ciudad emigrante de sí misma prosiguió años después, cuando los indios arrasaron el poblado y los colonos buscaron refugio definitivo en el interior, en la confluencia de los ríos Hatibonico y Tínima, junto a un pueblo indígena que le daría cobijo e incluso, al cabo del tiempo, su propio nombre. A José Mestril le gustaba proclamar su origen camagüeyano. Se sentía como un reflejo de su propia tierra, siempre de viaje, entre el oriente y el occidente; nunca exiliado. Tal vez por eso había decidido aprovechar en aquella mañana de sol y calma la oportunidad de recorrer una ciudad de la que se reconocía orgullosamente cómplice. Desde muy joven le había llamado la atención la tenacidad de sus habitantes para conquistar un lugar seguro. Primero, huyendo; después, diseñando una ciudad angosta y laberíntica, críptica, solo descifrable por sus propios moradores. Concluido el éxodo de un lugar a otro, la todavía Santa María del Puerto del Príncipe padeció sucesivos ataques piratas y de otras gentes atraídas por la riqueza que generaba el contrabando. Algunos saqueos estuvieron a punto de arrasarhttp://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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la. La ciudad se rehízo mediante un entramado sinuoso de calles estrechas y bifurcaciones inexplicables para confundir e incluso emboscar a los extraños. Así ejerció su legítimo derecho a la defensa. Con esas cavilaciones sobre lo escuchado a su padre y a su abuelo, cuando niño, José Mestril pasó ante un edificio con un amplio portalón blasonado y una larga balconada de hierro forjado. A la izquierda, en un espacio intermedio entre la planta superior y la calle, destacaba un pequeño balcón ajeno a la lógica de la geometría. Conocía aquella casa de techos de madera y patio camagüeyano. En ella había nacido Ignacio Agramonte y Loynaz, a quien todos conocían como El Mayor, el héroe más destacado de la Primera Guerra de la Independencia cubana, el hijo más ilustre de la villa, un patriota a carta cabal, símbolo de varias generaciones de combatientes que se enfrentaron al Gobierno español por la independencia de la isla. Mestril recordó que había sentido ese orgullo independentista como una auténtica pasión adolescente. Pensaba que solo un pueblo que reivindica su identidad merece el respeto de la historia y, sobre todo, el de sus moradores. Estaba aún reciente la ocupación norteamericana, las guerras civiles cubanas habían concluido apenas cinco años antes y en aquel período las luchas obreras y estudiantiles contra la corrupción y el despotismo añadían dignidad a la conquista del propio destino. Eso pensó, detenido frente a una casa señorial, aunque sin mayores pretensiones para una ciudad colonial donde la alcurnia se pregonaba en los blasones que lucían las fachadas de las casonas habitadas por los herederos de los colonizadores y por quienes, abanderados de la emancipación, consiguieron el reconocimiento social antes o después de la batalla. No todo había sido una pasión de independencia. Entre aquellos prohombres de la historia hubo también ambición de tierras y de gloria. Se había vuelto a entretener. Cambió de dirección. Giró hasta situarse ante una de las más bellas iglesias camagüeyanas, la de las Mercedes. Se asomó a sus tres naves de ladrillo y, de vuelta a la calle, recorrió de abajo arriba la gran torre central de su fachada barroca. Desde allí llegó hasta el Teatro http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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Principal, un edificio con arcos de mármol y vidrieras, orgullo de la ciudad y ahora arruinado por un incendio que lo devastó apenas hacía dos años, sesenta o setenta después de su construcción. Volvió sobre sus pasos, atravesó la plaza y se dirigió al corazón de Camagüey. Edificios sobrios, burgueses, rurales, en torno a unos patios amplios, frescos y umbrosos. Caminó deprisa. Arquitectura colonial, ventanales enrejados, el seminario, casitas de colores; al fondo, la iglesia del Carmen. Regresó hasta la catedral con su torre sencilla, aunque doblemente postiza, porque el templo se diseñó sin aquel aditamento y porque el primero que los propios fieles levantaron se derrumbó a los pocos días de su finalización. La nueva atalaya se irguió sobre la catedral siglo y medio después de su construcción. Llegó a su destino. Conocía todos los caminos, todos los rincones, los enrevesados atajos que permitían irrumpir en cada plaza desde diferentes calles entrelazadas, concurrentes. También los callejones cegados, sin escapatoria. Nadie podía salir indemne de aquel entramado laberíntico en el que los lugareños aparecían y desaparecían gracias al imperfecto, endiablado y caótico trazado de sus calles. Aquellos eran los espacios de sus sueños y sus juegos. Los amigos nunca pudieron atraparle cuando los retaba a perseguirle por las callejuelas de su territorio. Solo una ciudad digna puede ser libre y solo una ciudad libre merece ser segura, pensó, y se sintió una vez más orgulloso. De la libertad y la seguridad por la que habían huido repetidamente desde sus anteriores asentamientos y por la que habían levantado una trama inescrutable de callejuelas y pasadizos. Había penetrado en el corazón de Camagüey. José Mestril serpenteó la calle Pobres, larga y enigmática, hasta llegar a una plazoleta triangular, de donde surgían, a mano derecha, dos callejones. Entró en el primero: Funda del Catre. La calle más estrecha de toda Cuba, proclamó. Aquél era el espacio simbólico de una ciudad tortuosa e inexplicable, rojiza por el ladrillo cocido de muchas de sus paredes y por las tejas que cubrían todos sus edificios. http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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Se detuvo ante una de las casas más singulares de aquel enclave. Una construcción de planta baja, irregular y extraña. Allí estaba, a la vuelta, la plaza de San Juan de Dios, con la imponente arquitectura que dominaba la iglesia-hospital. Se acercó a la puerta del convento para contemplar el conjunto. Enfrente, al otro lado de aquel transitado espacio donde se cruzaban muchos sueños y algunos caminos, un hombre enjuto, pequeño, curtido por un sol lejano, apoyaba la espalda en la esquina de una casa colonial, la de los Tres Reyes. Sujetaba un hatillo de ropas entre sus brazos. Descansaba. O eso, al menos, le pareció a Mestril cuando lo observó por primera vez desde el otro lado de la explanada. Se cobijaba bajo el tejadillo que remataba un portón protegido por dos pilares. Unas escalinatas le ofrecían asiento en lo que parecía una espera. La figura curiosa de aquel personaje no distrajo a Mestril de sus cavilaciones sobre la emoción de una ciudad contradictoria y violenta. Satisfecho de la influencia española, reivindicaba el ardor independentista. Emocionado por la nobleza de los héroes locales, sospechaba de las ambiciones de los nuevos descubridores de sus propios orígenes. Conquistada la preeminencia de lo autóctono, proclamaba el supremo valor del mestizaje. Camagüey había acrecentado la influencia que le confirieron los colonizadores por su capacidad para asumir el esplendor de su pasado y reclamar su futuro. Los nuevos administradores habían heredado la misma sangre y ambiciones comunes para compartir la prosperidad de una tierra fértil y de una ciudad segura. Eso era la libertad y para eso había deseado la independencia. José Mestril pensó por un momento que aquella conclusión podía haber cerrado su paseo. Entonces volvió a reparar en el personaje recostado sobre la vieja pared del edificio de enfrente. Le sorprendió que no abandonara en ningún momento el extraño envoltorio que le obligaba a cambiar, a cada rato, de apoyos y posturas. Se fijó con mayor atención. El hombre movía alternativa y acompasadamente una de sus piernas como si acunara unas ropas que trataba de dominar con gestos intermitentes. http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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Mestril pensó en todas las veces que había puesto sus ojos sobre aquella casona solariega de hermosos ventanales de madera en los que lucían visillos de hilo bordados con motivos españoles. El enrejado que sobresalía de la fachada añadía prestancia a la vivienda. En cualquier caso, el hombre que ahora se recostaba sobre sus muros con el extraño e inseparable hatillo era ajeno —evidentemente, pensó Mestril— al señorío colonial de la mansión. Ni el porte ni el vestido guardaban relación alguna con la idea que él se había hecho acerca de los moradores de uno de los edificios más representativos de Camagüey. Tampoco parecía un mendigo, algo por lo demás infrecuente en aquella ciudad y aquel lugar. Solo un extraño. El hombre se incorporó ante el paso de un viandante, se dirigió a él, le mostró el rebujo de ropas. El transeúnte acercó sus ojos y puso la mano derecha sobre las telas. Mestril creyó que comprobaba el apresto del tejido o su textura. Los dos hombres hablaron un instante hasta que el paseante se alejó bordeando la casona. Mestril había concluido aquel recorrido por los lugares de su infancia y las emociones de su juventud. Por eso permanecía aún allí aquella mañana, el primer día ocioso después de varios meses sin otra actividad que cargar y descargar la camioneta con los distintos transportes que le encomendaban los comerciantes de Camagüey o alguno de sus habitantes. En los últimos años había tiempo para poco más. Y ese poco tenía que ser para sus hijos. Seis ya: Pepe, Cuca, Toto, Armando, Lidia y Gloria. Pensó que le esperaban. Tenía que regresar a casa tras haber disfrutado de aquella mañana de sol, antes de las lluvias, por el espacio más añorado de una ciudad que, reconoció de pronto, se estaba haciendo demasiado grande. Cuando Mestril se decidió a cruzar la plaza, volvió a encontrarse con el hombre de la esquina. Todo parecía igual. Otro transeúnte se detuvo ante él. Hablaron. El viandante se alejó tras un gesto que pareció displicente. De espaldas al hospital, Mestril se había quedado inmóvil sobre unas escaleras por las que transitaban personas que iban o volvían de la visita a sus familiares. Pero en aquel instante carecía de atención para el tumulto. Escrutaba al hombre del hatillo. http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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No comprendía aquella permanencia tan larga en la esquina frente al hospital de San Juan, ni las conversaciones fugaces con los paseantes, ni nada de lo que observaba. Menos aún alcanzaba a interpretar la actitud del hombre que sujetaba un bulto impreciso y arrebujado. En ese lugar nunca se habían apostado vendedores de tejidos, tampoco campesinos dispuestos a ofrecer las frutas u hortalizas de sus huertos próximos. La curiosidad de Mestril no resistió más. Descendió desde el pórtico, atravesó la plaza, aceleró el paso bajo el sol del mediodía y se dirigió hacia el hombre, dispuesto a descifrar el secreto del envoltorio que, ahora lo descubrió, abrazaba. Llegó hasta él. No tuvo que preguntar. —Señor, escúcheme. Por favor. Mestril ya se había detenido. El rostro de aquel hombre, de palabra recia y tono arisco, español, no ponía límites a su desesperación. —Le regalo esta niña. —¿Qué me está diciendo? —Solo tiene dos meses. —¿Cómo va a regalar una niña? —Mi señora está muerta en el hospital y he de ir a enterrarla. Tengo otra hija de quince meses y yo no puedo cuidar de la pequeña. La madre no había resistido las complicaciones de un parto torcido y él, solo y angustiado, debía dar sepultura a la que había sido su mujer para regresar a España con la mayor de sus hijas. Había buscado en Cuba una prosperidad que su tierra le negaba y ahora se encontraba frente a la muerte traicionera y un futuro desesperado. Lo expuso así, con tono firme y palabras concisas. José Mestril quiso poner sosiego en aquel desconcierto de desgracias y sorpresas. Los dos hombres hablaron. La niña no podía ser un regalo, la hija de aquel hombre en ruinas nunca dejaría de ser su hija. Estarían en contacto. Encontrarían la manera de hacerlo. El hombre enjuto y ajado por los soles de su origen labriego y serrano se llamaba Manuel. Lo dijo tras estrechar la mano de Mestril. El hatillo de ropas cambió entonces de brazos. http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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Mientras Manuel corría en dirección al hospital, a José Mestril le sobresaltó su propia emoción. Por ella comprendió que el laberinto de su ciudad escondía recovecos aún más recónditos que los vividos entre los sueños y las batallas sin reposo de su propia vida. Pasó ante la iglesia de la Soledad sin darse cuenta de su esplendor barroco ni hacer memoria de los espléndidos frescos de su interior ni reclamar, precisamente a ella, el socorro que necesitaba el padre de aquella niña que llevaba en brazos. Quería llegar a casa. Cuando Mestril empujó impetuoso el portón del patio de la calle Avellaneda, Catuca comprobaba el hervor de los frijoles y la fritura de los maduros. Era la hora de comer y, desde hacía algunos años, ella gobernaba la cocina de la fonda que, incorporada a su propia vivienda, completaba los ingresos necesarios para una familia que contaba ya con seis retoños. Se detuvo ante Catuca. Ella levantó la cabeza, miró a su marido, acelerado y sudoroso, con la niña en brazos; un asombro recorrió su piel y su cabeza. Mestril lo explicó. —¿Qué hacemos, Catuca? —Nos quedamos con la niña. No tuvo dudas. Cuca, la hija mayor, desconcertada, sintió una especie de alboroto en su cabeza. A sus trece años ya había tenido que asumir responsabilidades y tareas que justificaban un punto de recelo. —No la agarre, mamá. Está muy sucia y, a lo mejor, enferma. —No, Cuca. Ahora mismo le lavo la cabeza y tú te vas a comprar ropa para cambiarla. Mandamos venir al médico para que la revise. Y ya verás lo linda que es y cómo la vamos a querer. Cuca salió a comprar la ropa que le encargó su madre: media docena de pañales, dos blusillas... No hacía falta más, aún guardaban los patucos y los faldones de los hijos más pequeños. Catuca lavó a la criatura y, cuando regresó su hija, le sonrió. —¡Mira ahora lo guapa que es! ϒ http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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La llamaron Bebita y desde aquel momento fue el chiche de Cuca y de toda la casa, la séptima hija. Sin embargo, la niña trasladaba una tragedia. Para José Mestril los días siguientes resultaron angustiosos y difíciles. Fue el primero en asumir el cuidado de la pequeña, pero también tuvo que hacer frente al de su padre. Con ese propósito promovió una colecta entre los vecinos para pagar el pasaje del barco que llevaría a Manuel a España. Buscaron dinero y soluciones. Alguien sugirió que Manuel se casara con Cuca. Mestril se revolvió contra quien insinuó la afrenta. No conocía a Manuel, tan solo había creído en la verdad de su tragedia y le había ofrecido ayuda. —Mire, don Manuel, nosotros vamos a criar a la niña, porque, aunque quisiera llevársela, se le iba a morir en el viaje; pero usted puede volver, dentro de un año o de dos y, entonces, si quiere, se la lleva, porque así debe ser. El hombre enjuto tomó el barco con su otra hija, Catalina, para regresar a España, de la que había partido con su esposa, ahora enterrada en una ciudad que apenas conoció. Antes de zarpar, Manuel se comprometió a mantener el contacto con la familia que había acogido a su pequeña, a la nena que había regalado bajo el agobio de su propia desgracia. Mestril le despidió convencido de que aquel día, en el que quiso resolver el laberinto de su ciudad, había enrevesado su propia vida. El Heraldo de Cuba dejó constancia de aquella historia con rutinas de gacetilla y cierto deje hagiográfico:

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Día de viaje. Rosario (1976)

A l día siguiente, bien de mañana, Miguel Ángel viajaría a

Santa Fe. Lo comunicó sin preámbulos, porque a nadie podía extrañar aquel anuncio escueto. Desde Rosario bastaba con seguir el curso del río, omnipresente a lo largo de casi todo el recorrido, visible desde la carretera durante la mayor parte de la marcha. Estaría de regreso en tres o cuatro días; a lo sumo, si alguno de los compromisos previstos se demoraba, antes del fin de semana. Lo avisó con la indiferencia de la necesidad y la costumbre y lo aceptaron con la resignación del deber. La primavera asomaba tras un invierno en retirada. Los días prolongaban la jornada laboral y favorecían el viaje. Miguel Ángel realizaba aquel trayecto con frecuencia. Unas veces para transportar mercancías, cerrar pedidos o presentar los nuevos muestrarios de la fábrica familiar de calzado; casi siempre para atender a los clientes y reclamar el pago de las entregas a plazo o denunciar el incumplimiento más o menos obstinado de los morosos. Estaba seguro de que en aquella ocasión bastarían dos o tres jornadas para resolver sin apuros los asuntos del negocio. Los padres aceptaron de antemano que tampoco esta vez regresaría a tiempo: Miguel Ángel, conversador desmesurado, olvidaba la prisa del retorno cuando la charla transitaba sobre los asuntos cotidianos de las gentes a las que visitaba: la salud, los hijos, la familia, o las zozobras de una economía que encogía el ánimo de una sociedad herida por la desilusión y la pobreza. http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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Era un conversador más solidario que curioso. Nada más lejos del comercial que tantea las perspectivas de su propio interés o del empresario que contrasta el rumbo de la empresa frente a una realidad inquietante por incierta. Miguel Ángel hablaba para comprender la peripecia de unos compatriotas desasistidos de la ley y ayunos de justicia. Lo sentía así, y le dolía. Por eso, a veces, olvidaba las urgencias del oficio cuando alguien suscitaba, siquiera de refilón, los avatares de la política argentina. Entonces escrutaba con pasión el ruido de las protestas estudiantiles, el reflujo de las demandas obreras o los vaivenes de los movimientos políticos opositores a aquella mascarada aventada por el fantasma de Isabelita y la complicidad espectral de El Brujo. Observaba, sugería, callaba; aprovechaba los resquicios de la conversación para descubrir, sin provocar suspicacias ni alentar controversias, el pulso de un pueblo atormentado. En casa, por el contrario, prefería callar. Respetaba el esfuerzo de unos padres que habían empeñado su vida en aras del bienestar de la familia, de la tranquilidad y la rutina. Deseaba a toda costa mantener a su madre ajena a la zozobra de aquel estado de incertidumbre y miedo. Disimulaba a regañadientes. Como aquella mañana en que ella, sorprendida, a la vuelta del mercado, aún cargada con las viandas, le repitió la conversación que había mantenido con la madre de un amigo de su hermano mayor, ahora policía. —Mejor, señora, que no hubiese encontrado trabajo —le había dicho—. La mitad de los días llega a casa llorando, porque los jefes le obligan a golpear a los presos, a atarlos a una mesa sobre una manta mojada y a pasarles una cosa eléctrica por el cuerpo. Dijo también, para concluir aquel anuncio fétido, que «los pobrecitos gritan desesperados». —Todo eso es mentira, mamá —zanjó Miguel Ángel. ¿Cómo va a hacer eso Vitantonio?

Miguel Ángel se levantó inquieto. Víctor, su padre, le había repetido que en la fábrica se acumulaba el trabajo y que los http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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pedidos de otros clientes requerían su regreso. Estaban, pese a todo, en una fase decisiva del negocio que permitía vivir a toda la familia con ciertas comodidades, aunque con el esfuerzo de quienes han tenido que conquistar la prosperidad mediante el denuedo e incluso el dolor. La noche anterior había asegurado que prefería ir en ómnibus, pero a última hora cambió de opinión. Se sentía más libre haciendo el viaje en el vehículo con el que atendían tanto las necesidades de la fábrica como las domésticas. Abrazó a su madre antes de subir a la camioneta. —¡Qué guapo estás, mi negro! —Amor de madre —respondió el hijo con su sonrisa pícara. El motor del vehículo ya estaba en marcha. Tenía 25 años. Era el pequeño de los hermanos. Muy distinto a ellos por razones y circunstancias diversas. Solo él era argentino de origen y moreno, y quizás un poco más ingenuo. El único hijo que aún vivía en la casa paterna, en el hogar de una familia que estrenó y culminó con él una etapa de bonanza. Habían llegado desde España para instalarse en Rosario poco antes de su nacimiento. Allí habían sorteado las dificultades de la pobreza, la adversidad y el exilio. La camioneta arrancó. Se despidieron con el vaivén de sus manos y un beso que se disolvió en el aire húmedo de la mañana. El calendario señalaba aquel día como 13 de septiembre de 1976, lunes. La fecha quedó marcada de manera indeleble para toda la familia.

A Víctor le sorprendió que aquella noche su hijo no llamara por teléfono. Miguel Ángel lo hacía siempre que dormía lejos de casa, ya fuera para informar de los pedidos, de los cobros o de las impresiones que recibía de los clientes sobre los nuevos cortes, los modelos de calzado más recientes o las perspectivas para los próximos meses. El teléfono no sonó y aquello se interpretó como una adversidad, un mal presagio. Miguel Ángel tampoco había llamado a la fábrica ni a los hermanos. —En estos tiempos, una llamada es necesaria. Tranquiliza. http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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Lo comentó escuetamente el padre, antes de esconder su propia intranquilidad en el silencio y el cobijo de la alcoba. Tardó en conciliar el sueño. Prefirió confiar en una casualidad o una distracción, pero no pudo evitar algunos comentarios con su esposa: en aquellas fechas los hechos más simples, hasta los más irrelevantes, casi cualquier cosa, provocaban desasosiego. No quería inquietarla, pero decidió advertirle de que debía estar precavida. Aunque distinto a otros anteriores, el riesgo se hacía cada día más verosímil. Empezaron a sentir la ansiedad que precede al miedo. La desaparición de jóvenes en las principales ciudades argentinas se había convertido en un hecho frecuente, nada insólito. No siempre se hacía público, pero la mayor parte de las veces resultaba cierto. Todos vivían así bajo la amenaza de una venganza probable. Muchachos inquietos, activos, como los hijos de Víctor y Esperanza o cualesquiera otros, de los que no se volvía a saber a partir de un instante imprevisto. Luego, alguien, casi siempre la policía, los paramilitares o los propios milicos, difundía comentarios que transformaban a aquellos jóvenes en activistas revolucionarios a fin de desvirtuar sus inquietudes cívicas, sus preocupaciones solidarias o simplemente su decencia. En aquel tiempo y aquel país costaban muy caras la dignidad y la vergüenza. Esperanza no comprendía. Sus hijos no eran violentos, no hacían mal a nadie, tampoco pertenecían a grupos ilegales. Acudían los domingos a la iglesia y ayudaban a otros chicos, enseñándoles a leer y a escribir; a veces, les llevaban pares de zapatos que sacaban a escondidas de la fábrica. —No quiero alarmarte, pero tampoco callar —comentó Víctor. —Miguel Ángel me dijo que muchas de las cosas que se dicen son mentira —respondió Esperanza. —¡Ojalá fuera cierto! —Tengo miedo. —Debemos esperar hasta mañana. —A lo mejor se le ha olvidado. O se habrá entretenido —suspiró la madre. —Quizá solo sea eso —resolvió el padre. http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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Durmieron a contrapelo, entre el insomnio y la pesadilla, y amanecieron muy cansados, demasiado inquietos. Miguel Ángel tampoco llamó en toda la mañana. El padre y la madre decidieron alertar a la familia; a Manoli, la hija mayor, y a Óscar, su marido, al que todos denominaban Cacho; al otro hermano, Palmiro, y a su compañera, Edith Graciela; a la otra Graciela, la viuda del hijo fallecido hacía tres años; a los tíos con los que mantenían un trato más cercano. Intentaron entre todos seguir el rastro del ausente, del hijo y el hermano pequeño, del sobrino o el primo, a través de los clientes a los que habría visitado, de los establecimientos de costumbre y de los amigos comunes de Santa Fe, Paraná y Rosario. De todos los conocidos ninguno había hablado con él. Fue tan amplia la coincidencia que aquel mismo día se impuso una conclusión terrible, de presagios sombríos. Allí no había estado, nadie le había visto. Descartaron que Miguel Ángel tuviera otros asuntos pendientes, algún problema oculto, una necesidad de evasión o de secreto. El hermano mayor deshizo cualquier conjetura. —No le demos más vueltas. Le ha tocado a Miguel Ángel. —Nos ha tocado a todos, hijos míos —concluyó Esperanza. Se armaron para la resistencia. Estaban adiestrados. La dignidad se conquista, recordó ella. Enviaron telegramas a la policía, al ministerio del Interior, a los obispos. Durante varios días se empeñaron en difundir sus desvelos, en reclamar respuestas, en asediar el círculo funesto de aquel mutismo. Decidieron que todo era necesario, que todo sería conveniente; todo, menos el silencio. Buscaron a familiares de otros chicos también desaparecidos, cotejaron sus historias y se rebelaron contra la trampa que les privaba de cualquier argumento: sin confirmación, nada podía darse por cierto. El 4 de octubre, tres semanas después de otro lunes aciago, Víctor denunció al ministro del Interior la desaparición de Miguel Ángel mediante un telegrama conciso:

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Estaban seguros de la desaparición y se aferraban a su propia esperanza. Miguel Ángel no estaba allí con ellos, pero le buscarían como y donde fuera. Rehusaron aceptar lo inevitable, desecharon la discreción y repudiaron cualquier complacencia. Buscaron aliados, indagaron entre los conocidos, y no dejaron de hacerlo, a pesar del trabajo que les reclamaba para defender la propia supervivencia. El paradero del hijo y del hermano estaba, cada vez más, en manos de los bárbaros; o tan solo del tiempo. Víctor recordó que, a su llegada a Rosario, cuando trabajaba en el bar de su primo, había conocido a un inspector de policía que acudía con frecuencia a aquella zona de la ciudad para visitar a una amiga que vivía frente a ellos. Se llamaba Antonio Ávila. Habían mantenido una relación afable antes del golpe militar y en alguna ocasión el propio agente había acudido a comprar zapatos a la fábrica. Tuvo la suerte de http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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encontrarle. El policía escuchó atento y solícito: primero, aseguró no saber nada; luego, se ofreció para acompañar al padre a la jefatura. Lo hicieron al día siguiente. —Espéreme aquí. Entró en un despacho. Las dependencias policiales se distribuían sobre un espacio descuidado, áspero. El padre no tuvo ánimo para repasar los costrones de la desidia de aquel edificio. Olía la humedad, el frío, la actitud burocrática e inerte de los policías que pasaban ante él sin mirarlo. El tiempo parecía ausente. Nunca supo cuánto duró la espera. Desde el asiento corrido de la sala en la que había permanecido en aquel lapso sin cuenta observó el rostro de Antonio Ávila, que regresaba. Ningún gesto. Ninguna mueca. Al fin, una voz sobria. —Sí. Ha estado aquí. Los malos augurios quedaban confirmados. Había estado el 2 de octubre, apenas tres semanas después de su desaparición. Los ojos del padre se clavaron en los del agente. —Se lo han llevado. No sé a dónde. En aquel instante le pareció muy poca información. Un rato después le resultó excesiva. Miguel Ángel había estado allí, en una de las oficinas de la jefatura junto a otros dos jóvenes. Lo había visto un compañero del inspector. Él no podía hablar y Ávila no sabía más, aunque antes de despedirse desgranó otros datos. —Me dijeron que lo trasladaron. Por montonero. Víctor tuvo que regresar a casa con aquel lastre, tanto más doloroso cuantas más veces se vio obligado a repetirlo. A Esperanza también le abrumó el peso de aquella confirmación. Solo las dudas alentaban un resquicio de esperanza. Se lanzaron a una actividad sin tregua. Enviaron nuevos telegramas a autoridades civiles y militares, a dirigentes sociales, a personalidades supuestamente influyentes. Redactaron un hábeas corpus. No hubo respuesta. Cada cierto tiempo imploraban la ayuda de Antonio Ávila. Solo él podía orientarles acerca del paradero de Miguel Ángel. La madre se esmeró para mantener una relación atenta con el agente y su familia. Víctor y su mujer, acompañados por la vecina a la que el http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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policía solía visitar, viajaron días más tarde a Santa Fe, donde realizaba un curso de ascenso a comisario. Estaba feliz, orgulloso; acababa de obtener la mejor puntuación de toda la promoción. Se trasladaron a Paraná para comer; la misma ruta que Miguel Ángel debió de hacer, la que no hizo. Los padres insistieron en acudir hasta el Comando de Ejército en la ciudad para tratar de averiguar algo. Ávila entró en las dependencias militares, pero no consiguió nada; o no lo dijo.

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La familia se reunía todas las tardes para buscar salidas, reclamar ayudas, imaginar iniciativas. Para comprobar la ineficacia de todas las gestiones que emprendían, para perseverar en aquel esfuerzo inútil. El mismo que realizaban en el mismo país otras muchas familias. Sufrían la soledad sin expresar la rabia, hablaban por los conductos y los tonos oficiales, conteniendo la maldición y el grito, aferrándose a los resquicios del rumor y el sueño, para no espantar las fuerzas; para alentar alguna esperanza. Antonio Ávila era la más cierta. «Solo él puede sacarnos de este laberinto», comentaban Víctor y Esperanza. Les convenía aquella relación con un hombre sobrio y prudente, aunque hermético en todo lo relacionado con Miguel Ángel; pero también afable, comprensivo con el dolor de la familia y atento a sus dudas y a sus desfallecimientos. O quizá no fuera así. O quizá fuera que la necesidad los obligaba a ver las cosas de aquel modo. La verdad o la mentira tenían en aquel trance un valor relativo, el de su perplejidad. Una tarde, en una de sus visitas a la familia, el policía reconoció las nuevas cortinas que colgaban en el cuarto de estar. Le gustaron. —Mi señora quiere hacer unas iguales, pero no sabe. —No se preocupe. Que compre la tela que más le guste y Manoli se las hará. Estas las hizo ella. Días después, las nuevas cortinas de la esposa de Antonio Ávila estaban concluidas. Tal y como las había deseado. Manoli se las llevó personalmente, porque sus padres, que estaban de viaje, así se lo habían encomendado. http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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ϒ Solían viajar juntos; sobre todo, en las últimas semanas. Para sentir la compañía y mirar en todas direcciones, para buscar tras el rastro más leve, para escudriñar detrás de las ventanas, al otro lado de cualquier verja. Observaban los alrededores de las comisarías, de las dependencias oficiales, de los cuarteles, de los penales. La rutina del trabajo cobraba sentido en aquellos rastreos. Esperanza se sorprendía a veces intuyendo la presencia de su hijo en medio de un tumulto, en la nebulosa de un contraluz o de una sombra, y hubo ocasiones en que llegó a acelerar el ritmo de sus piernas pequeñas para correr con el rostro congestionado hasta descubrir la falsedad de aquellas alucinaciones. Tras cada sobresalto se imponía la certeza de la ansiedad y la ausencia. Brotaban las lágrimas mientras estallaban los recuerdos frente a las noticias, cada vez más frecuentes, de desapariciones de jóvenes y adultos, de hombres y mujeres, sin explicaciones ni referencias. Malos tiempos. Se hablaba de ejecuciones a la luz del día, en plena calle. Óscar Rivero, el yerno de Víctor y Esperanza, fue testigo de uno de aquellos episodios mientras conducía el taxi que otras veces llevaban Palmiro o Miguel Ángel. El operativo se desarrolló en la calle República. Cacho observó sobrecogido cómo agredieron y arrastraron a Sergio Jalil, el hijo de Nelma, una vecina a la que todos apreciaban, y cómo remataron a una chica, a la que los milicos habían reducido y golpeado sobre la acera, de un disparo en la cabeza; justo en el momento en que trataba de incorporarse, tal vez para maldecir e insultar a sus torturadores, tal vez tan solo para reconocerlos. En medio de la tragedia, apenas se podía pasar de largo o asumir la resignación en silencio. Los padres de Miguel Ángel rechazaron esa condena, rehusaron el papel de espectadores sumisos. Sufrían el huracán de un genocidio y se sabían impotentes contra la sinrazón de aquella crueldad, que añadía a su brutalidad la ignominia de impedirles el luto y, sobre todo, el llanto. La muerte se imponía sin ambages, pero la vida tenía una obsesión y una esperanza. La obsehttp://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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sión se llamaba Miguel Ángel; la esperanza, buscarlo y encontrarlo. Con miedo, con prudencia, sin desfallecimiento. También sin noticias. Sin respuesta a sus solicitudes, a sus preguntas, a sus respetuosas reclamaciones. Tras la desaparición, habían cedido la vivienda de la calle Echeverría a Manoli y a Cacho. La compartían con sus dos hijas, Laura y Maricel, con su cuñada Graciela y la pequeña Lorena, la niña que perdió a su padre al poco de nacer. Lo decidieron así porque aquella zona registraba mayor tráfico y los milicos, a los que temían, a los que no se podía decir que no esperaran, encontrarían en ella más dificultades para un operativo sin alboroto. Víctor y Esperanza se trasladaron a la casa de su hija, en la avenida Parque Casa, delante de la fábrica de calzado, un lugar más apartado y solitario; su edad, su discreción anónima, los mantendría alejados de cualquier conspiración. Eso pensaban. Viajaban juntos porque no convenía que Esperanza permaneciera sola en casa, porque su marido prefería que le acompañara aunque se tratara de los itinerarios del negocio. Volvían fatigados. Así ocurrió aquel martes 9 de noviembre. Dejaron la furgoneta sobre la acera, a la puerta de su domicilio. Unos amigos aprovechaban la buena temperatura de la primavera. Le pidieron a Víctor que les hablara del viaje y le ofrecieron conversación para aliviarle de los recuerdos, la desolación y el miedo que alentaban la ausencia de explicaciones y noticias, el fracaso de todas las gestiones y el rastreo de cada viaje por calles y caminos, por dependencias policiales y militares; inútiles. —Quédate un rato con nosotros. —Estoy muy cansado. Víctor se lo había comentado poco antes a Esperanza, cuando dejó el portafolios con los apuntes del viaje sobre un mueble a la entrada de aquella vivienda que ahora era su casa. Se despedía de los vecinos cuando sonó el teléfono. Víctor regresó poco después a recoger a Esperanza. Parecía más contento. —Era Palmiro, que mañana viene a comer con Edith Graciela. La pareja acababa de regresar de Buenos Aires. Al día http://www.bajalibros.com/Esperanza-eBook-12251?bs=BookSamples-9788499183688

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siguiente tendrían tiempo de charlar sobre las gestiones y las peripecias del viaje. Esperanza sonrió. La compañía de la familia era el único cobijo contra la pena. —Hasta mañana —se despidieron.

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