Era una tarde soleada de primavera y ya miles de pájaros ...

caballero de Santa Colomba de Somoza, don Felipe Ancares de Flórez. (del que mi ..... hermana Asunción y su hermano Mano
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Era una tarde soleada de primavera y ya miles de pájaros comenzaban a entonar su canto vespertino, de alguna manera armonizado por una cierta melancolía que tocaba levemente el horizonte, antes de recogerse. La ladera descendía con suavidad desde las lejanas cumbres, nevadas aún, de Gredos; los frondosos robles estaban en toda su plenitud de verdor oscuro y algunos ya habían echado flores, esas curiosas flores del roble, en colgantes racimillos amarillentos. Un viento suave los hacía rumorosos y aquiescentes. Pedro y Alejandra se habían apartado disimuladamente del grupo de chicas y chicos que habían subido al monte como muchos días de primavera. Las conversaciones de la pareja debían de ser como las de todos los enamorados, pero Felipe sostenía que todavía no eran demasiado conscientes de los obstáculos que había entre ellos, así que ninguna nube oscurecía su felicidad primaveral aunque sabían, claro está, que no debían dejarse ver juntos y tomaban precauciones. Por ejemplo, ese día, Pedro había subido solo, por senderos no transitados por el grupo de muchachos y muchachas con las que había subido Alejandra y ésta se había ido alejando en compañía de Vanesa Martín, hasta llegar al castaño hendido, un poco más allá del bosque de robles; Vanesa se sentó en una piedra, cerró los ojos y expuso su rostro al sol, mientras Alejandra miraba ansiosamente entre los árboles. Pero Pedro ya había llegado y estaba oculto tras otro castaño:

29 sigilosamente, se acercó por detrás a Alejandra y le tapó los ojos con las manos, arrancándole un grito asustado; al cabo dijo, emocionada: "¡Pedro!" Éste la soltó y ella se dio vuelta; tenían aproximadamente la misma estatura y quedaron los ojos azules mirando los negrísimos; pero pronto se cerraron, los labios ofrecidos sintieron la caricia de los deseados, el primer beso. Los brazos masculinos ciñeron el cuerpo de ella y los suyos se cruzaron tras la nuca del amado. En ese momento llegó, corriendo, Vanesa Martín: "¡Que vienen unos chicos y entre ellos está tu hermano Cipriano!". Cipriano era mayor que todos ellos y amaba la caza. Mujeriego y jugador, tenía un aceptable sentido del humor y resultaba mucho más agradable de tratar que su hermano Herme, con el cual mantenía una tensa relación, pero compartía la celosa vigilancia de la hermana. De ninguna manera debía ver juntos a Alejandra y Pedro. Éste se perdió corriendo entre la floresta y, poco después, Cipriano y dos amigos, portando sendas escopetas y seguidos por el inevitable Cucurito, llegaron hasta las dos muchachas un tanto agitadas. "Alejandra, ¿qué haces por aquí?”, dijo Cipriano alzando las cejas con severidad. “Nada, mi madre me ha dado permiso para dar un paseo con las chicas", dijo ella con un hilo de voz. Él la miró sin abandonar el ceño fruncido. Luego clavó la mirada en Vanesa y en su boca apuntó una sonrisa maliciosa. "Vosotras, tened cuidado no vaya a ser que aparezca por aquí alguna vaca brava y os dé un buen susto", dijo. "Ya ha aparecido un toro y se ha ido corriendo", dijo,

30 provocativa, Vanesa Martín. Alejandra la miró espantada. Cipriano dijo, mirándola con fijeza: "Será que a ti te gusta torear, ¿no?" Vanesa había cumplido ya los diecisiete y tenía una figura estilizada y unos cabellos negros rizados que le caían hasta los hombros; sus hermosos dientes blancos se descubrían en una sonrisa amplia y sensual y los ojos oscuros chispeaban sin huir. La mirada de Cipriano, de anchos hombros y cabellos cortados al cepillo, la recorrió de arriba abajo, deteniéndose en sus pequeños senos que apuntaban bajo la breve camiseta. "Torear no me gusta, pero sí puedo espantar a un toro despistado", dijo ella desafiante. Alejandra, nerviosa, le pidió que regresaran con el grupo. "No llegues tarde a casa —le dijo Cipriano volviendo a recuperar la severidad—: madre te castigará si le digo que andabas por aquí tan lejos". Cucurito murmuró, aprobando, con su enorme boca adornada de hirsutos pelos: “¡Eso, eso, a casa, a casa!”. “¡Vosotros no es metáis en lo que no os importa!", les gritó Alejandra, mientras apuraban el paso alejándose. Desde ese momento, Pedro y Alejandra fueron conscientes de dos cosas: de que su amor era tan impetuoso e incontrolable que tenía que ir más allá de las tímidas caricias a las que había llegado, y del peligro de ser descubiertos por algún miembro de sus dos familias. Así, pues, extremaron las precauciones, pero las contadas y momentáneas ocasiones en que podían verse, besarse y tocarse de manera tímida pero con imperiosa pasión, pronto se revelaron como completamente insuficientes para los dos. Una tarde, Pedro llegó a casa

31 de Felipe Ancares muy desanimado y le pidió ayuda para poder estar con Alejandra durante algún tiempo sin sobresaltos, pero en ese momento, Felipe no se atrevió a ofrecerle su casa para realizar un encuentro. Era el único que las dos familias, la de los Coniteros y la de los Verdinos, no sabían a ciencia cierta a cuál sector pertenecía, pues su madre, una Roa, podía ser tanto del uno como del otro. Era miembro de una rama de la familia Roa que había emigrado hacía muchos años de Rocales y se había establecido en la provincia de León, en Bembibre, y tanto el abuelo como la madre de Felipe habían nacido allí; allí se había casado aquél con una señorita de Ponferrada y su hija, María del Carmen, con un caballero de Santa Colomba de Somoza, don Felipe Ancares de Flórez (del que mi amigo había heredado la alta estatura, el cabello rubio y los ojos claros, según me decía). Los hijos de éstos, Concha y el propio Felipe, habían estudiado en León capital, donde los dos se casaron. Al morir con apenas veintiocho años doña María Dolores Hernández, con quien había contraído matrimonio Felipe sólo dos años antes, éste, sin hijos, decidió venirse al pueblo de sus ancestros a vivir una vida tranquila y contemplativa, educando con primor a los niños, cocinando con exquisitez y leyendo libros que no había podido leer en su juventud. No se atrevía, pues (creía yo), a propiciar algo que su conocimiento de la familia (las familias) le avisaba que podía ser inmensa fuente de disgustos y así, trató de convencer a Pedro de que él le sería más útil si permanecía “neutral” —le aseguró, sin embargo, que estaba con ellos, con Pedro y

32 Alejandra, y que los ayudaría en lo que pudiera sin comprometerse—; sin embargo, cuando Pedro, desolado, se marchó, Felipe debió de sentirse traidor y cobarde, pues seguramente recordó cómo también él había tenido que enfrentarse a la hostil oposición de la madre de su novia, que estaba destinada a ser esposa de un noble o, al menos, de alguien mucho más rico que él; recordó, tal vez, las entrevistas a escondidas, la complicidad de la vieja aya de Doloritas, la colaboración de sus compañeros de facultad y de seguro pensó si no estaría actuando no tanto por prudencia como por egoísmo y comodidad. Sopesó la ventura de los jóvenes frente a los conflictos de familia; tuvo en cuenta que la felicidad es instantánea y que no se puede dejarla pasar cuando se avista la polvareda que levanta su veloz carrera y decidió, al fin, que acogería a la pareja en su casa, pasara lo que pasara. (Entonces yo no conocía otros hechos que me habrían hecho pensar de distinta manera). Pero, al parecer, ya era tarde. Audazmente, Pedro entró en la casa de Vanesa, donde lo esperaba, agitada pero resuelta, Alejandra. Los jóvenes se abrazaron y besaron con apasionamiento. Venustiano Martín, el Paripe, era, como queda dicho, un hombre alcohólico y violento, que siempre estaba reiterando su odio por la humanidad entera, en la cual, en palabras suyas, se cagaba, y cuya total destrucción deseaba; su odio se dirigía especialmente a la felicidad de los demás, en la que, en su mente obnubilada, se reflejaba la que él nunca había podido tener. Apedreaba los pájaros y los perros y pisoteaba las flores; asistía, de lejos, a las

33 bodas, los bautizos y las comuniones para maldecir el futuro de los protagonistas y a todos amenazaba con la muerte y "el puto infierno". Cuando estaba borracho, que era casi todas las tardes y noches, escandalizaba al pueblo con su odio y su feroz amargura; por las mañanas, sombrío, jorobado, corpulento y en silencio, se marchaba a su huerta a cultivar verduras y hortalizas. Decían que había violado a la que después fue su esposa, Paca Segura, hija de labradores pobres, con la que se casó estando ya embarazada de su primer hijo, Manuel, el cual, en cuanto tuvo la edad militar, se marchó a la Legión. Mucho más tarde había nacido Vanesa, a la cual su pobre madre, constantemente vejada y apaleada, puso ese nombre por consejo de una vecina que leía revistas del corazón. Cuando la madre, infeliz y carcomida por una rara enfermedad, se encontraba en el lecho de muerte, hizo jurar a la hija, delante del padre, que terminaría el bachillerato, después se casaría sólo con un hombre honrado y trabajador y nunca permitiría que le faltara al respeto su marido, como su padre había hecho con ella, que no le había dado más que sufrimientos, golpes y disgustos y que sólo ella y su hermano Manuel habían sido sus consuelos y por ellos había aguantado y no se había muerto en cuanto descubrió que su marido era como era, inhumano irremediable. He reconstruido la escena así: más atrevido o más ansioso, Pedro empezó. Pero el leve sonido de la expulsión de aire contenido de Alejandra no fue menos incitante cuando él la abrazó. El beso casi abre

34 los labios de uno y otro, pero aún eran muy jóvenes. Minutos después, sus lenguas se atrevían: vertiginosos e invisibles, años habían transcurrido. Las manos de él subían por las espaldas de ella, pero el abandono que encontraban no era menos activo. De pronto, la mano masculina se posó, primero, apretó, después, un seno; ella se estremeció. Él la empujó suavemente hacia la cama de Vanesa, pero en ese momento ésta atravesó corriendo el pasillo que separaba la habitación del pequeño salón y se paró en la puerta diciendo con gran agitación: "¡Mi padre! ¡Viene mi padre!". En efecto, Venustiano Martín, El Paripe, medianamente borracho, se aproximaba a la casa. Los muchachos corrieron hacia el salón; él abrió la puerta, los recorrió con una mirada turbia, torció el gesto y gritó: "¿Qué estáis haciendo aquí? ¡Fuera de mi casa! ¡Malditos críos, hijos de la gran puta! ¿Qué estabais haciendo? ¿Cochinadas?". Se aproximó a Pedro y lo prendió por la camisa, aproximándolo a su cara sin afeitar; en sus ojos turbios y en su gesto de esperpento era evidente el odio; en su aliento revenido, la embriaguez. "¡Tú! ¡Fuera de mi casa! ¡Aquí no entra ningún niñato cabroncete a hacer marranadas!" "¡Pero, padre —intentó decir Vanesa llorando—, si no estábamos haciendo nada!" El padre la golpeó en la cara con el envés de la mano. "¡Tú te callas, so puta!". Entretanto, Alejandra y Pedro pretendían llegar a la puerta, pero al ver que Venustiano Martín intentaba volver a golpear a su hija, Pedro se abalanzó sobre él para sujetarlo y el hombre se revolvió, furioso, y empujó

35 violentamente al chico, que salió proyectado contra la pared. Luego se quedó mirándolo, tambaleante, pero con una expresión desconcertada. Vanesa pasó corriendo detrás de él, cogió a Alejandra de la mano y se precipitó hacia la puerta mientras Pedro se incorporaba lentamente, y, como El Paripe no se movía, tan sólo se tambaleaba, aprovechó para dirigirse a la puerta. Cuando salió, el hombre se sentó en una silla y se quedó inmóvil mirando al suelo; luego levantó la cabeza lentamente: en sus ojos y en su gesto agrio había una expresión de odio sombrío. De modo que el amor de Alejandra y de Pedro tuvo su culminación en casa de Felipe, finalmente. Por fortuna nadie fue testigo de la conducta de El Paripe y éste se olvidó de lo ocurrido, o, al menos, así fue por un tiempo, pero una sorda rabia le quedó por dentro, ya que en su rostro aparecía algo siniestro en cuanto se cruzaba con uno de los dos muchachos. Felipe Ancares y este modesto presentador y animador de este impresionante caso estuvimos de acuerdo (aunque él con una honda tristeza, entonces inexplicable para mí,) en que a la semana siguiente, en su casa, tuvo lugar, otra vez, uno de esos milagros de la vida (que, como dice el propio Felipe, los americanos han tratado de convertir en gimnasia, vulgaridad, sadismo, violencia, mecánica, tiqui tiqui, etc., y nuestros jóvenes han empezado a adoptar): lo que la flor recibe, lo que la brama culmina, lo que completa el celo, lo que inicia la vida, lo que más placer proporciona a todos los seres, aquello en lo cual todos, excepto las

36 piedras, participamos, los semovientes, las plantas, los animales participamos, los racionales participamos, los irracionales participamos, la tierra participa, el cielo participa, el infierno participa, yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos participamos. Felipe no me dio detalles, pero a mí me gusta imaginarme la escena: los muchachos que entran, temblorosos, por la puerta trasera a diferentes horas, y Felipe que se refugia en su estudio donde estuvo leyendo a su escritor favorito, el Señor de Montaigne, hasta que oye que Pedro lo llama desde abajo para que dirija la salida de Alejandra. Ésta, con el permiso de su madre, había ido a casa de Vanesa y de allí, con grandes precauciones, a la de Felipe, donde ya la esperaba Pedro. Felipe sale por la puerta trasera de su casa, recorre un trecho hasta la próxima calle y le hace señas de que salga. La casa está situada en la parte alta de la ciudad, donde muy poca gente transita las calles, y la muchacha puede llegar sin ser vista hasta donde la espera su amiga Vanesa Martín, la cual, imperiosa y casi con enfado, la asaetea a preguntas y ella, encendida y casi sin poder respirar, le confirma todo lo que la otra le pregunta afirmando. Para poder tener una cierta libertad de movimientos, Alejandra había tenido que quejarse amargamente de la constante vigilancia de Cucurito, el cual la seguía a todas partes. Llorando, le rogó a su madre que ordenara al acucioso e incómodo perro guardián que no anduviera tras ella constantemente, que no la esperara a la salida del Instituto, que no se quedara acechando su salida cada vez que ella, aunque fuera

37 acompañada de su madre, entraba en la farmacia, el súper, las tiendas o la casa de alguna amiga. La madre inicialmente advirtió a Cucurito que, al menos, no fuera tan evidente en su vigilancia, pero, luego, al ver Alejandra que el tonto —como lo llamaba casi todo el pueblo— seguía sin perderla de vista siempre que salía de su casa, y recurrir al propio Justo Romero, al fin logró que Cucurito no la hostigara con su incómoda presencia. De ahí en adelante, Pedro y Alejandra se vieron una vez por semana en casa de Felipe durante casi un mes, hasta que estalló el escándalo. Venustiano Martín, El Paripe, se encontraba en el bar "El Bernabeu" bebiendo desde tempranas horas de la tarde. Siempre estaba solo, pues todo el pueblo conocía su pésimo carácter y su violencia. Pedía vino tras vino recostado sobre la barra, de espaldas al resto de los clientes, con la mirada perdida entre las botellas que se alineaban detrás del mostrador. Serían las seis cuando Jesús Romero, el hermano mayor de Justo, entró en el bar, saludó desde la puerta, se dirigió a la barra y empezó a bromear con Paco Olave, el dueño de "El Bernabeu". Cuando soltó una carcajada El Paripe se volvió y lo miró con mirada turbia; vació el vaso de vino y lo golpeó con fuerza sobre el mostrador. "¡Coño, Paco, dame más vino!" El dueño del bar lo miró mientras seguía riendo con Jesús, pero no se movió: estaba tirando una caña de cerveza. Entonces El Paripe se aproximó lentamente a los dos desde el extremo de la barra

38 donde estaba y dijo con voz ronca y pastosa: "¿Es que mi dinero no es bueno, o qué?", golpeando de nuevo la superficie del mostrador con el culo del vaso. "Espérate, Paripe, que ya te voy a servir", dijo Paco. El Paripe se quedó mirando con fijeza a Jesús Romero, al que Paco le acababa de poner delante el vaso rebosante de espuma. "Primero los señoritos y a uno que le den por culo, ¿no?". Jesús sonreía vagamente, como queriendo tomar a broma la actitud inamistosa del otro, y El Paripe se reclinó sobre la barra, mientras Paco Olave le llenaba el vaso de tintorro de pitarra, el cual vació de un sólo trago; "Ponme otro", dijo, torvo e irrecuperable, mientras se limpiaba la boca con la manga de la chaqueta. "Debías cuidar mejor de tu sobrina, Verdino", dijo, con una sonrisa torcida sin mirar a Jesús. El rostro de éste se puso serio y preguntó: "¿Qué quieres decir, Paripe? Habla claro". "Nada. Que cuides mejor de tu sobrina, no sea que te haga abuelo pronto". Jesús lo agarró por la solapa de la vieja y sucia chaqueta. Era mucho más pequeño y delgado que El Paripe y, además, bastante mayor que él. Seguramente, comentaba Felipe, resultaría un tanto patético el hombrecito agarrando por la chaqueta al gigantón. "¡Retira lo que has dicho, miserable! ¡Retíralo!" El Paripe rió. "Pues yo la he visto..., la he visto, ¿me entiendes, Verdino?, la he visto con uno... y no era un Verdino como tú, para que lo sepas". Jesús, con el rostro congestionado por la ira, abofeteó a Martín, el cual le pegó un golpe con el brazo que lo hizo caer contra la barra; pero se incorporó, tomó el vaso de cerveza y se lo lanzó a la cara; luego se tiró

39 contra el otro, enceguecido y El Paripe empezó a pegarle empujones violentos, con la cara llena de cerveza; Jesús se detuvo, buscando con la vista algo con qué atacarlo, pero El Paripe había sacado ya su navaja cabritera y la había abierto; en su rostro se veía la decisión y nadie en el bar dudó de que le iba a asestar un navajazo a Romero. Paco Olave había salido de detrás de la barra y trató de interponerse entre los dos, pero Jesús Romero lo esquivó y blandió una botellín de cerveza que había encontrado sobre una mesa vecina. El Paripe pudo dar al Verdino un tajo en el costado que hizo saltar la sangre y entonces fue cuando los clientes del bar se interpusieron entre los dos y desarmaron a El Paripe. La herida era profunda y sangraba mucho; Jesús Romero se desmayó y Paco Olave y varios clientes del bar lo sacaron a la calle, donde pararon una furgoneta que pasaba para que lo llevara al dispensario del pueblo. Mientras tanto El Paripe pidió su navaja, la limpió en la chaqueta y, con mirada torva, salió del bar ante el asombro cobarde de paletos incapaces de intentar evitar la agresión. La herida no fue tan grave como se pensó en un principio, pero Venustiano Martín fue denunciado por lesiones y encerrado en el calabozo del cuartelillo. No obstante, lo que había dicho durante el incidente cundió como un reguero de pólvora por el pueblo. Normalmente, el que un hombre y una mujer se vieran y hicieran lo que pudiesen, no hubiera revestido tanta importancia; pero el que ella fuera tan joven, hermosa y principal y que aquello fuera motivo de una pelea con herida de

40 arma blanca y, según los más dramáticos, casi muerte, hizo que todo el mundo hablara de ello. Al principio no se sabía quién era el individuo a quien El Paripe relacionaba con Alejandra la Verdina, pero se hacían suposiciones entre las que, por casualidad, no figuraba el nombre de Pedro Montejo, tal vez porque la gente buscaba una persona adulta o mayor. Herme Romero, ciego de ira, interrogó a su hermana, a la cual casi llegó a golpear, de no haberlo impedido su madre, pero Alejandra se mantuvo firme: era una calumnia de un borracho malvado, ella no había estado con nadie, no había siquiera hablado con ningún hombre que no fuera de su familia, a excepción de don Mateo. Llegó a jurar por la Virgen Santísima (en ello, Felipe creía reconocer su benéfica influencia pedagógica, a través de Pedro). Vanesa Martín, aprovechando la ausencia forzosa de su padre, apoyó la negativa de Alejandra. La madre de ésta les creyó y el padre, refunfuñando, aceptó lo que la madre le pedía: dejar en paz a la niña, pero Herme se quedó con la espina clavada, lo mismo que Cipriano, y los dos se prometieron no descansar hasta descubrir toda la verdad del asunto. Sin embargo, la cosa no era tan fácil. Aprovechando un período de bonanza anímica y de relativa paz interior, Felipe Ancares nos invitó, a mi mujer y a mí, a probar un guiso de su invención: pato salvaje con salsa de higos. Debo confesar que tengo poca inclinación a las mezclas evidentes de sabores, como dulce con salado y, así, cuando acudí a la invitación no las tenía todas conmigo. Pero mi sorpresa fue enorme cuando, después de unas magníficas ostras

41 vivas que mi amigo había ido a buscar a Madrid (así como el pato), la carne resultó de un exquisito sabor a higos, pero no a dulce, y no a salado, aunque había frotado la piel del ave con sal y pimienta. Felipe nos dijo que había utilizado las primeras brevas (que no higos) negras, esas tan grandes y hermosas, llamadas "culo de borrico", que agravan las higueras al final de la primavera y hacen las delicias de los pájaros. Su piel africana, pudiéramos decir, oculta una pulpa granulenta color encía de leopardo, no tan húmeda como la de las brevas blancas y tal vez ni tan dulce, pero de un sabor salvaje que te hace pensar en los tiempos de Jesucristo por los campos de la antigua Palestina. Pero no me quiso revelar el proceso de elaboración. Me imagino que había pelado las brevas y había hecho una pasta con la pulpa, a la que añadió miel y zumo de limón, yerbabuena o menta, un dedal de manteca derretida y un poco de caldo de cocer el pato, para luego embadurnar el ave con la mezcla y meterla al horno. Pero esto es una suposición que Felipe, sonriente, se negó a confirmar o negar. Al final de la cena, ante unas heladas copas de aguardiente de frutas (¿cerezas? ¿ciruelas? ¿tal vez higos?) que él mismo fabricaba, encendió un Romeo y Julieta y nos dijo: "Ahí empezó todo". Se refería a la puñalada de El Paripe a Jesús Romero, de la cual habíamos estado hablando. "Las cosas, desde entonces, fueron de mal en peor, como una bola de nieve que rueda por la montaña. Los rocaleños no estaban preparados para entender todo lo que sucedió después. A mí, Nietzsche me había prevenido –añadió, sibilino, pero siempre triste–.

42 Herme Romero estaba furioso no sólo porque el nombre de su hermana hubiera estado en boca del pueblo, lo cual ya era una deshonra si no se reparaba a tiempo, sino porque adoraba a su tío Jesús Romero y el atropello al que lo había sometido El Paripe constituía otra deshonra que vengar. Se lo dijo a Cipriano y a un grupo de sus más cercanos parientes y amigos". Yo pensaba en el enorme gusto que sentí al ver a Felipe, aunque preso de una esencial tristeza, animado y conversador como pocas veces podía verlo en los últimos tiempos. Como dijo mi mujer, aquella noche fue particularmente agradable. Herme se había criado a la sombra de su tío Jesús, el cual mantenía la tradición vinatera de la familia manteniendo abierta la última bodega del pueblo, sin grandes ganancias eso sí, por la competencia de la Cooperativa, la cual había ido haciendo cerrar todos los numerosos establecimientos que antaño existían en Rocales. Estaba casado con Emilia Suárez Roa, pero no habían tenido hijos y Herme no salía, desde pequeño, de su casa, donde tenía habitación propia. El muchacho, a quien mucha gente tenía por hijo de Jesús, quería, incluso, más a su tío que a su propio padre, y con él iba a pescar lucios en las riberas del Alberche y a cazar en los otoños lo que se ofreciera, incluso jabalíes ("jabalines", dicen los rocaleños) y cabras hispánicas en las estribaciones de Gredos. También recogían níscalos ("míhcalos" dicen los rocaleños) y espárragos, dando largos paseos por el monte, en los que Jesús le

43 enseñaba a Herme lo que había sido la antigua vida de los pinares, la riqueza resinera, en la que tanta gente trabajaba y que ahora se había abandonado. Herme, pues, ardía en deseos de que saliera El Paripe de la cárcel para tratar de arrancarle el nombre de quien había relacionado con su hermana y para hacerle pagar caro el navajazo a su tío. Felipe había puesto en el tocadiscos la sonata para cello y piano de Mendelssohn y había reducido la luz a una suave penumbra. Trajo nuevas copas heladas para el aguardiente, y dando chupadas a su Romeo y Julieta, prosiguió: "Ahora bien, un tiempo después del navajazo a Jesús Romero, empezaron a circular algunos nombres de presuntas personas relacionables con Alejandra, me cago en la leche con la imaginación de un pueblo tan pervertido como éste. Quién sabe lo que imaginarán antes de dormirse. Entre ellos no estaba el de Pedro, como te dije, pero sí el de Valerio Pellejo Montejo, primo de éste. Valerio era un hombre hecho y derecho que trabajaba como carpintero en el vecino pueblo de El Quejigal, pero regresaba todas las tardes a Rocales y recorría tres o cuatro bares en compañía de algún pariente o amigo antes de irse a dormir. También se mencionó el nombre de Eugenio Giraldo, cerrajero muy dado a piropear a las chicas, y de Lucas Lanero, un joven rubio y bien parecido que trabajaba en la central hidroeléctrica instalada río abajo. Pero, en verdad, el pueblo no acababa de creerse la historia; Herme, en lo más profundo de su alma, sí que la creía, y, si no, por lo menos estaba firmemente convencido de que la ofensa a la honra de su hermana y de

44 toda la familia tenía que saldarse con el castigo del ofensor. Al oír el nombre de Valerio y darse cuenta de que era un Conitero, montó en cólera y decidió someter a éste a un interrogatorio, después de haber intentado en vano arrancarle una confirmación a su hermana". Yo averigüé después, por ciertas discretas insinuaciones de Álvaro Márquez, el dueño del bar "La Marcelina" y, sobre todo, de su mujer, Rufina, que Valerio tenía por qué ser sospechoso, ya que tenía cierta fama de seductor, pues se decía que había seducido a una hija doncella de la viuda Cornelia, mujer humilde que vivía de una modestísima pensión que le había dejado su marido al morir; Valerio no había querido casarse después de seducirla y ella se había marchado a servir a Madrid. Valerio Pellejo encajaba, pues, dentro de los posibles seductores de Alejandra, si es que en verdad había habido seducción, cosa que muchos dudaban. Pero Herme estaba dispuesto a admitirla y Felipe y yo coincidíamos en que se notaba en él un cierto masoquismo, ya que, al parecer, deseaba que su hermana hubiera sido seducida para poder él ejercer la venganza. Así, él, Cipriano y varios parientes y amigos esperaron una tarde a Valerio, el cual regresaba de El Quejigal siempre a la misma hora, lo obligaron a detener la furgoneta y lo llevaron a un recodo del río; Valerio no se resistió: ignoraba que su nombre se hubiera vinculado al de Alejandra Romero, con la cual apenas había cruzado dos palabras y una sonrisa, pero a la que, desde luego, consideraba la muchacha más bella del pueblo, sabiendo, eso sí, que era una Verdina inalcanzable. Herme

45 no lo golpeó porque Cipriano se lo impidió, pero sí lo insultó, le dijo: "Conitero cabrón, hijo puta, me cago en tu padre", y, después de que Valerio, con los dientes apretados por la rabia contenida, asegurara que él no había estado nunca con Verdina alguna, lo previno de acercarse a ninguna mujer de su familia, bajo amenaza de muerte. Valerio reunió a sus parientes y amigos más cercanos. Él, su hermana Asunción y su hermano Manolo, eran hijos de Enrique Pellejo Fernández, primo hermano del Curro Montejo, y de Eulalia Montejo Cisneros, también prima del Curro y de su marido. Enrique parecía ser, o iba a ser, el verdadero jefe de los Coniteros: era el que llevaba el registro de la familia, el que mejor sabía los intrincados parentescos, el que guardaba las memorias de faltas, ofensas e insultos. Hasta el Curro le consultaba y obedecía, cuando se ofrecía. Cuando Herme Romero intentó atropellarlo ("matarlo", decían los Coniteros), Enrique Pellejo le aconsejó calma pero no olvido. "Ya vendrá la ocasión", dicen que dijo. A la reunión, aparte de Manolo, asistieron Pedro Montejo; Santiago, Santi, Fernández; Joaquín Roa; Jose Rodríguez, apodado Alambres; Enrique, Quique, Cisneros; José Olivera; Juan José, Juanjo, Corrales; Javier, Javi, Montejo, y otros primos y amigos cuyos nombres ni Felipe ni Álvaro Márquez podían recordar. Algunos no eran ni siquiera Coniteros, pero acudieron por amistad con Valerio o su hermano, o por odio a Herme Romero y su pandilla de chicos petulantes y pendencieros. Valerio contó lo que le había sucedido y, mientras Pedro palidecía,

46 Quique Cisneros relató lo que se decía en el pueblo acerca de Alejandra Romero y un, por ahora, desconocido, mencionado por Venustiano Martín antes de atacar con una navaja a Jesús Romero en el bar "El Bernabeu". Valerio propuso darles una lección a los Verdinos como escarmiento y reparación de lo que le habían hecho a él, pero Joaquín Roa, como mayor del grupo y por tanto investido de cierta autoridad sobre los demás, hizo notar, advirtiendo de que su prudencia no podía confundirse con temor o cosa parecida, los peligros de iniciar una guerra abierta entre las familias. Propuso, más bien, que Valerio desafiara personalmente a Herme Romero y que, ganara quien ganara, ahí quedase todo. Esta idea fue aceptada por todos y, estando ya para terminar la reunión, cuando se disponían a marcharse a "La Marcelina" a tomar unas cañas, Manolo Pellejo se preguntó en voz alta si sería cierto lo de la Verdina Alejandra Romero. Pedro enrojeció hasta las orejas, pero ninguno pareció darse cuenta de su turbación. Alambres comentó que, si era cierto lo que decía Venustiano Martín, el afortunado que se hubiera comido esa fruta tendría la envidia de todo el pueblo. Pedro trató de que no se le notara lo turbado que estaba y, sacando fuerzas de flaqueza, dijo que a él le parecía que todo era una mentira, una calumnia de un borracho despreciable. Quiso la mala fortuna que, cuando el grupo de Coniteros avanzaba, riendo y bromeando, por la calle de la Fuente Grande, desembocaron en ésta Herme Romero, Amaro Carredo y dos amigos más. Valerio se dirigió a Herme sin vacilar: “Oye, tú, Conitero: cuando quieras y donde quieras,

47 con tu pandilla o a solas, me vas a repetir lo que me dijiste ayer cuando estabas tan acompañado. Porque tú, además de hijo puta, eres un cobarde que debía cuidarse de no anden por ahí hablando de su hermana". Herme intentó abalanzarse sobre él, pero los Coniteros se interpusieron en su camino. "Mañana por la tarde, en el recodo del río, te espero, y entre tú y yo arreglamos este asunto, Conitero". Valerio era mayor que Herme, pero éste parecía más fuerte, pues estaba muy desarrollado para sus dieciocho años. "Allí estaré, Conitero, que si ahora no fueras tú acompañado, no te mostrarías tan valiente, cacho cabrón" En efecto, al día siguiente, en el recodo del río estaban todos los jóvenes Verdinos y Coniteros mirándose con desconfianza. Joaquín Roa y Cipriano Romero, que eran los mayores de cada grupo se encargaron de fijar las condiciones: ni armas ni intervención por parte de ningún otro diferente de los contrincantes; la pelea terminaría cuando uno de éstos lo pidiese. Al parecer, la pelea fue muy dramática y sangrienta, pero equilibrada pues si Valerio era mayor y más experimentado, Herme era más fuerte; por ello duró mucho tiempo, hasta que Cipriano y Joaquín decidieron darla por terminada, pues tanto uno como otro de los enfrentados se mostraban totalmente agotados. Así, no hubo vencedor ni vencido, aunque los dos estaban ensangrentados, presentaban cardenales, chichones, labios partidos y ojos morados, y la paz se restableció, aunque sobre bases bastante débiles. Las hostilidades podían reanudarse en cualquier momento por una pequeña provocación.

48 Pedro y Alejandra no se atrevían a verse y sólo se comunicaban por cartas que dejaban, procurando no ser vistos, en el buzón de Felipe Ancares. Algunos de esos mensajes eran poemas de Pedro, el cual le regaló copias a Felipe y él me los leyó mientras bebíamos sendos vasos de whisky de malta de Islay, el Bowmore 12 años (que yo le había traído de un viaje que había hecho a Edimburgo); le pedí que me dejara hacer copias y él, considerando que el poeta estaba muerto, me lo permitió. De otra manera no se hubiera atrevido a facilitar la circulación de algo tan íntimo y ajeno. Los poemas son, naturalmente, de amor y se refieren a personas y circunstancias concretas y, además, como toda la poesía amorosa, se reducen a unos cuantos temas conocidos desde el comienzo de la Humanidad, pero están escritos en un lenguaje muy personal que les da originalidad y fuerza. Yo creo que son perfectamente publicables y bastante mejores que mucho de lo que se suele leer hoy como poesía "oficial", digamos. Por ejemplo, uno de ellos dice:

Los roncos pájaros del anochecer vuelan con los ojos cerrados. ¿Qué hay detrás de las estrellas? ¿Más allá, más allá de ésas, de aquéllas, más allá, más allá de esos polvos lejanos, más allá, más allá? ¿Qué somos nosotros, tú, yo: motículas de polvo estelar? Más allá, más allá de nosotros, ¿qué palpita?

49 ¿También, desde tan lejos, Un instante nuestro también brilla? Un instante nuestro es más que la inmensidad. También Felipe había conservado las cartas que los dos le dieron a guardar ante el temor de que fueran a ser descubiertas en sus casas. Hay una en la que Pedro retoma el tema del poema anterior: Alondra: Anoche contemplé el cielo lleno, llenito de estrellas. Había un primer plano de estrellas brillantes, rotundas, un segundo plano de estrellas más lejanas, melancólicas, un tercer plano de estrellas que casi no se distinguían como estrellas, un cuarto plano de polvos estelares, de varias capas, más lejanas, más cercanas, de una especie de talco cósmico que se repartía en jirones por todas las galaxias, por toda la bóveda celeste. Tú no estabas conmigo, claro está, y de pronto me sentí solo, cósmicamente solo, perdido entre los astros ignotos, navegante sin rumbo entre aquellos mares lejanos y palpitantes. Y contemplé el infinito: detrás de los últimos jirones, más allá, lo más lejos posible, más, más allá, se abría otro espacio tan inmenso como éste, y de detrás de éste, otro, y otro. Yo quería saber lo que había detrás de detrás de detrás. Y lo único que encontré fue la pregunta que formulé en primer término: ¿Qué hay detrás de detrás de detrás? O, tal vez, ¿quién? Sentí algo parecido a la angustia del abismo, pero no podía apartar mis ojos fascinados del espectáculo aterrador de lo infinito. Entonces, pensé en ti. Pensé en la profundidad de tus ojos azules, en la inmensidad que se abre tras ellos y, como un niño, me refugié en ellos, en su imagen recordada (siempre me dices que no te mire tan fijamente a los ojos y espero que ahora sepas por qué lo hago), y ya no sentí miedo. Sentí que lo que había entre nosotros era bastante como para enfrentarme a la inmensidad, aunque ésta esté vacía y no haya, más allá de detrás de detrás de detrás, sino silencio y brillos inútiles. Siempre estaremos tú y yo. Oh, Alondra, ¿cuándo podré volver a contemplar el infinito abismo azul de tus ojos?

También había cartas de ella. Me da, ahora, un poco de reparo reproducir

50 trozos de la intimidad de dos adolescentes difuntos, pero la verdad es que estos poemas y estas cartas que me han conmovido tanto, no perjudican a nadie, y mucho menos la memoria de Pedro y Alejandra, sino todo lo contrario (y, además, tanto Felipe como yo, y también mi mujer, en cuyo criterio confío plenamente, creemos que son parte indispensable de la historia), así que me decido a transcribir algunos fragmentos. Alejandra escribe a Pedro: Querido Pedro: Recibí tu carta, en la que me hablas de las estrellas. Es muy hermosa, de verdad, y me ha hecho llorar. No me dejan salir ni a la puerta sin que esté acompañada de alguien y mi hermano Herme siempre me mira como queriendo adivinar nuestro secreto, pero yo me mantengo diciendo que no y que no, y yo creo que ya me creen. Mi padre, al principio, quería que me examinara el médico para ver si seguía siendo virgen, pero mi madre le hizo ver que, si lo hacía, se iba a enterar todo el pueblo y que lo mejor era creerme que no había pasado nada. Quiero verte más que nada en el mundo. Sueño contigo, pienso en ti todo el día, me quedo como boba mirando al aire y mi madre tiene que llamarme la atención. Tengo algo que contarte, pero no me atrevo a hacerlo por carta. ¿Cuándo podremos vernos? F. es muy bueno y nos ha ayudado mucho, pero no podemos pedirle que se arriesgue más. Sin embargo, es indispensable que nos veamos. A ver qué se te ocurre, aunque lo veo casi imposible. Yo también pienso que nuestro amor es más fuerte que todo. Te quiero te amo, te adoro.

Seguramente, lo que quiere comunicarle Alejandra a Pedro son sus temores de haber quedado embarazada. Sumida en la desesperación, se lo cuenta a Vanesa Martín y le pide que se lo haga saber a Felipe para que éste se lo traslade a Pedro. Vanesa no puede hablar directamente con él, pues Herme la vigila bien personalmente, bien a través de

51 Cucurito. Felipe se queda muy preocupado por la noticia, por lo que puede pasar, tal como se han ido desarrollando las cosas. Teme a Herme y su pendencieros parientes. No sabe qué hacer. Entonces llega al pueblo de visita el tío Toño, Juan Antonio Compaired, hermano de Nuria, pintor bastante reconocido en América del Sur, a donde emigró muchos años antes. Cada vez que vuelve a España, viene unos días a visitar a su hermana y sobrinos. Es un hombre jovial, sensible e inteligente y Felipe intuye que él puede ayudar a los muchachos. A Compaired, su hermana sólo le dice, en confidencia, que las malas lenguas del pueblo han intentado manchar la honra de Alejandra. Ésta, que adora a su tío, no se atreve a decirle nada, pero le escribe a Felipe Ancares para que él intervenga. Juan Antonio y Felipe se conocían y compartían la afición a la cocina, los buenos caldos y los puros habanos; Felipe, pues, invita a Juan Antonio a cenar. En un momentáneo arranque bromista no quiso decirme lo que había preparado, pero yo sé que debió de ser algo muy especial, dada la categoría gastronómica y culinaria del invitado; sólo logré que me prometiera prepararlo para mi también, aunque fuera sin enterarme. Felipe sintió que el artista le inspiraba una profunda simpatía y confianza, así que le reveló todos los detalles del asunto, incluida la sospecha de embarazo; Juan Antonio se quedó tan preocupado como Felipe al conocer el ambiente hostil y propicio a la violencia que rodeaba todo, así que decidieron que en una ocasión

52 propicia, cada uno hablaría, con grandes precauciones, con algún miembro influyente de cada familia; Compaired, lógicamente, con su hermana y Felipe, aprovechándose de sus buenas relaciones con una y otra, con la madre de Pedro. Entretanto, Alejandra y Pedro seguían escribiéndose cartas y poemas de amor. De Pedro a Alejandra:

Alondra mía: Te escribo desde la desesperación de no verte. Tenía la esperanza de que algo se me ocurriera, o se le ocurriera a F., pero me doy cuenta de lo peligroso que es todo esto. Sé que todavía nadie sospecha de mí y, al parecer, se va olvidando lo que dijo V. M., pero yo veo en los ojos de tus hermanos que están recelosos y alertas. Yo me estoy muriendo por verte, por estar contigo y porque me digas lo que tienes que contarme. No sé cómo se va a resolver todo esto, pero yo he estado pensando un plan, que parece muy audaz, pero que cada vez más me parece la única solución. No se lo he contado ni a F. Creo que no tendremos más remedio que huir, marcharnos a escondidas, casarnos en otro pueblo y no volver nunca a Rocales. Yo me pondré a trabajar en cualquier cosa y estoy seguro de que podremos hacerlo, aunque comprendo todos los riesgos que tiene y estoy muy preocupado. Mi amor por ti no conoce límites. Si te digo que moriría por él, no te estoy diciendo una exageración como las que dicen los poetas, sino una gran verdad. Moriría y moriría jubiloso. Pero lo que quiero es vivir, que vivamos los dos por toda la vida juntos. Quiero que florezcamos el uno al lado del otro. Quiero que mis manos no toquen otra cosa que tu piel color de estrella. Quiero que mis ojos no hagan nada más que navegar en el azul profundo de los tuyos. Quiero que mi corazón lata al compás del tuyo. Te quiero a ti. Trataré de hablar, sin que nos vean, con Vanesa. Es una amiga fiel. También Amaro, pero siente mucho temor de tu hermano. Alguno de los dos podría llevarte una cadenita de oro que quiero que lleves contigo siempre, aunque tengas que tenerla escondida, pues sé que tu madre podría preguntarte de dónde la has sacado.

53 Pero póntela al cuello cada vez que puedas, y piensa en mí cuando lo hagas. Esta noche, si la noche está estrellada, miraré las estrellas y pensaré en ti. A las once. De todos modos miraré al cielo.