El rostro es un espejo importante porque en los gestos y el ...

litos, vive dentro de nosotros, se mueve a su modo, se trans- forma a su manera y aunque sea copia de la que una vez te
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El rostro es un espejo importante porque en los gestos y el pestañeo del interlocutor anidan sus pasiones, sus miedos y sus concepciones de la vida. Pero piensa en esto, Eusapia, si hemos reencarnado cientos de veces, son millones los gestos que hemos distribuido sobre la tierra. Los gestos florecen en los demás, porque ellos los copian sin darse cuenta, y los usan pasándolos de una humanidad a otra sin saber de dónde vinieron ni a quiénes pertenecieron. Es la memoria gestual reproduciéndose con sus usuarios de primera, segunda y tercera mano, ad infinitum. Hubo mujeres poetas que hablaban de cómo sus manos florecían y las veo gesticulando con efervescencia de jardín y pienso, Eusapia, que las flores son como el gesto vegetal del color que se transforma en pétalos. Mi querida amiga, hablo siempre en metáfora. Considérame un creador de memoranzas. Creo que ha sido y es parte de mi desgarrante enfermedad transformar en palabras floridas lo que es putrefacción de mi biografía. Decía el doctor Poso, médico que atendió a Abdulah en sus finales (y curador de almas con recetas obtenidas a través del sueño de una sobrina), que la gestualidad es la palabra convertida en chapoteo del alma, del mismo modo que toda flor es una voz vegetalizada, aunque inaudible. A mi lado está el viejo florero con imágenes antiguas y vuelvo, como cada vez que lo observo, a recordar a Filoma, porque eso de

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retornar a su imagen querida y distante es como inaugurar desde mis eternidades galopantes un ritual de gestos encantados. Quisiera mirarme al espejo, pero ya ves, no veo bien. Estoy convencido de que los gestos son gemelos de las palabras, chapuzones de un habla que no encuentra sonido para hacerse visible. Eusapia, puedo imaginar tu cara, inventarla si quieres, y hablar de tus labios nacidos de la pasión cegata, y transformar tu voz a veces inaudible en otra, en aquella que me resulta agradable según sean los tiempos que intento remover y desatar desde la memoria que a veces invento y según utilice la propia o la prestada para sentir que invento maravillas. Digo, al hablar de los ojos, que hasta en cualquier lágrima cabe un mal o un buen pensamiento. El mal de ojo, que viene del otro lado, es una muestra de que el espíritu usa armas materiales, como el ojo, para descargar consciente o inconsciente su nefasta influencia. Nefasto quiere decir que no debemos hablar de ello. Hay lágrimas perfumadas y las hay corrosivas, que al rodar dejan huella en los mosaicos. En fin, nefastas. Quiero que anotes estas opiniones, deseo que las organices para que algún día alguien pueda usarlas con mi nombre o con el tuyo, no soy egoísta. La palabra que escapa de la boca es ajena, como una mariposa que al pasar puedes atrapar y coleccionar haciéndote dueño de su vuelo. He de narrarte, imprevista e improvisada Eusapia, la historia de mi Filoma, pero tienes que entenderla flotando entre la incertidumbre de mis palabras que son como abono para los árboles de sueño con los que tropiezo cada noche en mi bosque de enredaderas y lilas angustiosas. No estoy loco, Eusapia, no lo creas. Teotonio

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Santos fue mi guía espiritual durante mucho tiempo y con él aprendí a pensar en tiempo de quimera, y sé que desde el más allá me mira y admira mi persistencia en la búsqueda de la que fuera mujer de ensueños serpentinos.

Durante aquellos años de Abdulah, que Alá tenga en su mejor mezquita, Becario, el chimpancé circense con melena, desparramaba lágrimas con las que mataba insectos. Era sensible a la canción “Oh sole mio”, en la voz de Carusso. La filosofía de esta experiencia señala que lo irreal es lo mejor de la vida cuando ésta se hace escueta, seca, reducida en sus expresiones. Hay constancia de ello, porque durante el espectáculo doña Mirita quiso verlo de cerca y el animal sacudió la cabeza dañándole su mejor vestido, como si el mismo hubiera recibido un chorro de ácido de batería de automóvil. Becario vino con el circo de Abdulah, del cual te hablaré en su momento, porque gran parte de mi pasado se zambulle en aquellos tiempos dichosos y penosos cuando todavía el faro espera la llegada de otras goletas cargadas de esperanza. Debes saber, Eusapia, que al igual que las lágrimas, los pensamientos son transparentes, inodoros, incoloros… pero en ocasiones, cuando se convierten en llanto rumoroso, se manifiestan explosivos como ese ácido de las baterías de automóvil del que te hablo. No así tu voz, la que en vez de acidificada, me parece meliflua, como la de un ruiseñor de los que las abuelas criaban en jaulas de madera de bosque, piramidales, con aspecto de mezquita pobre. Tu voz, atrapada, pero ilegible por el momento, me suena a vieja melodía, y te voy respirando como si fueras de nuez moscada y anís, de

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melón cantaloupe y menta, de majarete y maní. Como si tuvieras orégano alma adentro con el que sazonaras mis sentidos. Sé de tu bondad porque cuando imagino que toco tu mejilla o cuando me das el beso incierto sobre la frente al llegar, puedo percibirla aun sin verte. Si ella fue el amor primigenio, tú eres el camino que me alumbra con una oscura y persistente luz primaveral desconocida. Me has dicho, y lo creo, que eres del mismo color de la caoba, como lo es o era ella, la distanciada. La caoba es una joya, una supervivencia de viejas selvas hereditarias. Su color nos llena de júbilo y ámbar, porque es el color de la piel mulata que me obliga a pensar en Filoma, la ausente largo tiempo ha, y en las esculturas misteriosas de Gaspar Cruz, las cuales vi hace ya muchos años, cuando vino humildemente a la capital y la gente le llamó primitivo, porque estábamos entonces acostumbrados a los santos católicos de yeso, con ángeles azules alrededor, y sonrisas tristes como si después de la crucifixión del Señor (que Dios tenga en su santo seno) se hubiese dictado un decreto prohibiendo a las imágenes la sonrisa alegre que tienen los diablos y seres del plano astral inferior. Estos santos negros de Gaspar llenaron de júbilo a los llamados africanistas, los combatientes contra la blanquidad, con los que yo me alíneo. Ahora que inhalo un poco de mi materia prima, veo a Gaspar con su rostro quemado, su cincel de diamante, y el tronco del cual quise siempre que confeccionara la imagen de Filoma. Aunque las inhalaciones me aturdan, terminan en una especie de caleidoscopio en donde se mezlan mis sueños, y mi cabeza gira entrando en cavernas y viejas casas del pasado que aun derruídas me invitan a ver los patios donde, como en un tango, flore-

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ciera el amor. Entonces me llega, querida Eusapia, la voz de Charlo, mi estribillista favorito de los años treinta, y me asimilo a su estilo y pienso en él como se piensa en un príncipe milonguero. (Te ruego, Eusapia, que me orientes cuando me salgo del tema principal. La coca desorienta.) Eusapia, sé que brillas como el ébano oscuro de las cordilleras y presiento que tienes por dentro luz de cocuyo. Si no te presintiera de ese modo no te hubiera recibido casi penumbrosamente este viejo que vive de narrarle a los otros las memorias que desean escuchar y de planificar futuros que no tienen cuándo, y de esperar amores viejos que se niegan a retornar (de ahí mi angustia por Filoma), amores que animan y llenan de sabores utópicos la vida de los ingenuos y los sabios, porque todos, al fin y al cabo, creen, como lo creía Teotonio Santos, profeta del barrio, versículo 4 del capítulo 7 de su libro Tentativas, en un más allá manejable, hecho de canquiña, jalao, tembleque y maní, y apoyan sus incapacidades materiales en pedidos a seres y entidades capaces de proporcionar el camino hacia la consecución de mejores futuros, y a la consumación de deseos de todo tipo, malos y buenos. No desesperes, tengo mucho que desovillar, que narrar, que decir, que entregar. Soy un entregador de memorias mías y memorias ajenas que a veces se entremezclan para conformar otras. Si yo fuera joven, y no tuviera los ojos casi sellados por las legañas y los lagrimones que anidan y paren bajo mis párpados noche a noche una ausencia de estrellas, gozaría de tu presencia. Presencias como la tuya, Eusapia, frescas, amables, lozanas, y más que nada, animosas, hacen falta para que la memoria arranque, se encienda como

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fuego fatuo del pasado. Luego que vienen los años puede que toda sombra se convierta en mujer y muy posiblemente toda mujer se transforme en una sombra larga, como la que aman los poetas. Toda sombra que se alarga es tristeza que se agota con la luz imposible de la medianoche. La sombra es casi una deuda del cuerpo con la luz. Entre sombras sueño con Filoma y la veo regresar con las manos abiertas y fatigadas, y con esa sonrisa que debe ser en ti similar a la de ella. Entonces, nuevamente, sus manos florecen, y desearía llamarla Rosario. Eres, ahora, mi sombra larga porque sé que tras de ti, sobre tu cabeza fúlgida, hay luces que te proyectan sobre un suelo con hojas de metal, ladrillos antiguos y soledades musicales ancladas en la noche. Perdona, Eusapia, esta mi manera de hablar, porque en la época de los llamados postumistas, encabezados por el poeta Moreno Jimenes, yo participé en las tenidas poéticas, y escribía versos de amor al pie de los campos llenos de bledo y de los solares donde pastaban pollinos; y hablábamos teosóficamente, creyendo que madame Blavatsky era nuestro ángel de la guarda. Luego, ya leído Teotonio, fui cambiando. Algunos salimos hacia las prácticas del espiritismo, y otros hacia la teosofía. Yo creo que es cuestión de gradación y método.

Como ya te he dicho numerosas veces, la mujer, digamos la entidad que pudiera hoy ser considerada como Santa Marta la Dominadora, era para mí desconocida hasta que me encontré de tú a tú con Filoma. De tú a tú porque como ya sabes, Filoma —debido a sus capacidades asombrosas, asombrantes, diría— era más que cono-

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cida y hasta imitada por sus pequeñas admiradoras de entonces. Muchas veces las niñas de su edad intentaban hacer las contorsiones que resultaban tan fáciles para ella. Hubo protestas y prohibiciones, lo recuerdo, y hasta el pastor Lizardo, evangélico de Puerto Plata, vino a exorcizar la plaza, cundida de espíritus malignos, según él, porque las actividades de la entonces Niña Serpiente no eran otra cosa que manifestaciones demoníacas. Pero Filoma, la nieta de la que llamo abuela Marta, llegada a mi lado por fuerza de un destino todavía incomprensible, me haría entrar en contacto con esa parte del universo que la gente niega, pero que poco a poco he podido ir comprobando. Ya conoces a Filoma, pues aunque no la hayas visto ni tratado, lo que te he narrado acerca de ella es suficiente para que la imagines como la imagino yo a mis años, luego de este segundo abandono del que he sido víctima. No diría que víctima, porque nunca he puesto en duda sus razones. Cuando un amor se va, nada consuela tu corazón y poco a poco vas transformando no sólo sus razones para el abandono, sino su silueta, porque puedes ir vistiendo con motivos propios y razones imaginarias el color de esa ausencia. Cada ausencia, como la cebolla albarrana, tiene su color y su cáscara de olvidos superpuestos. La de la madre es una ausencia gris, pletórica de nubes oscuras; la del padre es una ausencia incolora, vacía, casi imaginaria cuando has sufrido por él tanto como hemos sufrido algunos. Teotonio dice, en el capítulo 8 de su obra única y hasta mágica, que madre sólo hay una, pero que padre puede no haber ninguno, y esto se aplica a las mujeres que paren, porque el hijo siempre sabe quién es su madre. La ausencia de la mujer que te acompañó

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varias veces en la vida, si tienes esperanzas de que regrese, es parpadeante, insegura, pero alentadora, como esas luces fosforescentes que propagan los insectos en el cañaveral, luces de cocuyos de ojos verdes y patas negras que arañan el corazón tenebroso de la noche. Dirás que un viejo más o menos centenario, o tal vez nonagenario (porque la memoria se estanca y ya no sabes cuál es el tiempo real), no debería estar pensando en amores, pero resulta que no son amores simples, sino compromisos dotados de fuerzas que anidan en el mundo paralelo de las almas que tanto conoces, porque no eres nueva en estos menesteres, Eusapia. Sólo diciendo con soplo de Casandra mis experiencias atraigo su imagen, y espero que con su imagen, su presencia real. Ayúdame a mover esta pierna, “y pon en mi negrura la luz de tu mirar”, tengo calambres que me suben hasta las orejas, y no resisto el olor a fritura que viene de la calle, porque en este barrio se ha permitido de modo indeseable que las fritangas y fritureras se instalen como dueñas del sector y nos agredan el alma con los turbios, oprobiosos y a veces sabrosos perfumes de las dietas pobres en las que navegan nuestros hermanos. Nunca supuse que la abuela de Filoma llegara a tener tanta influencia en mi vida, en nuestras vidas, y que estuviéramos ahora obligados casi a rendirle tributo y a buscarla entre las brumas que ha ido dejando mientras persigo el destino y la nueva estancia de mi mujer. Son brumas de santidad y malignidad, porque en todo santo hay su parte mala, y en todo Satán su parte buena, como bien lo comprueban las afirmaciones de Teotonio en el capítulo 2 de su obra, versículo 45, en el que se dice que

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la maldad no es sólo un hecho humano, sino divino, y que un santo puede hacer el mal hasta que se convierta en bien, y viceversa.

Mis mejores años han pasado, si es que he tenido “mejores años”. Ahora, solo y aturdido por un tiempo que me limita, pero que aspiro a vencer, dedico mi vida a entretenerme con el paso de estos crecientes e hinchados días y pies, y a recuperar desde recuerdos hasta posibilidades de encontrar nuevamente los seres queridos que se alejaron de mi lado casi como esas nubes marinas que anuncian una lluvia que jamás cae. Soy un camello viejo abandonado y lleno de jorobas teosóficas, y esa lluvia de la que te hablo es como la de los desiertos, que al precipitarse se transforma en humo disecado, en arena polvorienta, en torta de barro cocido, en lodo sólido, en recuerdo estancado y sin salida, haciendo más torturante la sed. Aunque en el circo de Abdulah, uno de mis dos padres, no había camellos, no sé por qué siempre busco estas comparaciones. En la medida en que pasa el tiempo, las frondas de viejos bosques se secan dentro de nosotros, como si en verdad existieran. Llevamos tragedias, ahora llamadas ecológicas, dentro del espíritu tropical y calenturiento que nos han asignado. Esa memoria sustituta de la que habla Teotonio en su libro, es la que nos permite reiniciar la vida cuando el olvido arremete contra nuestras posesiones anímicas y contra la memoria real. Piensas en el antiguo samán de fronda ingente, cuyas ramas abrazan la tierra secando yerba y yerbajos, o en la ceiba del parque Independencia, y cuando vuelves a pensar en ellos años después

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ves las deshojadas y pálidas frondas, esqueletos forjados por la memoria para borrar, vanamente, aquello que ya no tiene sentido para el alma. Piensas que debajo de esas frondas secas, en la infancia más poco común que pudieras tener, como fue la mía, todavía viven las huellas de caminantes desaparecidos, de vendedores de maní tostado con fuego vivo debajo de sus vasijas hechas de latas de leche vacías. Una naturaleza paralela, donada por “más allás” insólitos, vive dentro de nosotros, se mueve a su modo, se transforma a su manera y aunque sea copia de la que una vez te acompañó cuando podías certificar la realidad de las cosas, adquiere vida propia o muerte propia, y ya no puedes comparar lo que sigue siendo con lo que era, pero sí almacenar, creo que hasta llegar al otro mundo, lo que se grabó como película imborrable. Material de camarita Agfa 120, comprada en casa de empeño para fiestas de barrio. Año de 1944. Centenario contumaz de la República. Himno Nacional aparte, interpretado a velocidad de locomotora por la banda de música del Ejército Nacional. No puedes calcar sobre la naturaleza actual la que se te ha ido deshaciendo por dentro, y entonces separas las imágenes, porque lo único que puedes hacer es comparar y fusionar lo cierto con lo incierto. Por eso sé que lo que te narro pudiera no ser cierto, no hagas noticia de ello; en cambio, si considerases que tiene certidumbre, como dice Teotonio en el capítulo 8, versículo 4 de su texto, “propagarás la historia porque sé que no te negarías a suponer que mis palabras conforman profunda filosofía y amor por los demás”.