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“El problema ético de la inclusión en la perspectiva de Apel”, en Michelini, Dorando J., Wester, Jutta H., Ariño, Nicolás, Romero, Eduardo O. (Eds.), Trabajo, riqueza, inclusión, Río Cuarto: Ediciones del ICALA, 2004. ISBN: 987-20969-4-5.

El problema ético de la inclusión en la perspectiva de Apel Andrés Crelier Asociación Argentina de Investigaciones Éticas, Consejo Regional Buenos Aires, Universidad Nacional de Mar del Plata. Este trabajo fue realizado, en parte, con el apoyo de un subsidio de la Fundación Antorchas.

El número de los seres que podrían ser tomados en cuenta como sujetos morales es idéntico en principio al de todos los seres. Por lo tanto, a menos que se adopte una suerte de “panteísmo moral”, existe la necesidad de trazar una línea entre los que merecen ser considerados sujetos morales y los que no.i Si bien este difícil problema está lejos de estar resuelto, para la tradición moderna existe cierto consenso acerca de que todos los hombres deben ser incluidos en la esfera moral como iguales. Sin embargo, no hay un consenso análogo acerca de cómo justificar dicha inclusión, y cada vez que se lo intenta se multiplican las discusiones y cuestiones a resolver. El presente trabajo expondrá de manera esquemática y exploratoria algunos de los problemas con los que se enfrenta una propuesta típicamente moderna, la ética discursiva de KarlOtto Apel, en su intento por determinar quiénes deben ser incluidos en el campo moral. Se dejará de lado el difícil problema de la fundamentación en sus aspectos más técnicos, y se aceptará como hipótesis de trabajo el principio ético según el cual los conflictos prácticos deben resolverse mediante el uso de argumentos y no mediante la violencia. Apel considera que existen condiciones normativas de la argumentación (Apel, 1998: 390 y ss). Como la finalidad de esa clase de discurso es precisamente argumentar acerca de futuros cursos de acción, surge inmediatamente la necesidad de determinar quiénes tienen el derecho de participar y de ser tomados en cuenta en la argumentación, con otros términos, quiénes deben ser considerados como sujetos morales en la toma argumentativa de decisiones éticamente relevantes. La respuesta de Apel consiste en señalar que quien argumenta reconoce necesariamente los iguales derechos de todos los seres capaces de argumentar. Esta exigencia delimita el campo moral y se

extiende a otra exigencia fundamental, la de que las normas que se decida tomar y sus consecuencias puedan ser consensuadas por todos los posibles afectados (Apel, 1998: 797-798). Como se ve, las exigencias de inclusión tienen dos vertientes para la ética discursiva, cada una con su problemática. En primer lugar, se intenta delimitar el campo moral, lo cual se vuelve acuciante si se considera a aquellos seres incapaces de argumentar pero que intuitivamente consideraríamos como sujetos morales. Y, en segundo lugar, se exige la inclusión de los afectados capaces de argumentar –y que por ende pertenecen al campo moral- dentro de la argumentación efectiva. Se empezará con esta última problemática, y se dejará para el final la primera.

La inclusión de los afectados capaces de argumentar

Es posible afirmar que la participación real en la argumentación constituye para la ética discursiva el caso paradigmático en el que se reconocen derechos plenos a un sujeto. Pero la capacidad para argumentar constituye también una razón para ser considerado moralmente, de modo que surge la exigencia, para quien participa en la argumentación, de tomar en cuenta a todos los sujetos morales capaces de argumentar afectados por las decisiones que se tomen, y de incluirlos en la argumentación efectiva. Esta última exigencia involucra ante todo una serie de escollos de carácter empírico. Así, está la dificultad o imposibilidad inicial de determinar quiénes de hecho van a resultar afectados por las acciones que se ha decidido realizar. Y está la dificultad o la imposibilidad de tomar en cuenta a todos los que, según un examen previo, van a sufrir dichas consecuencias, lo cual resulta evidente en las decisiones políticas que involucran a un gran número de personas. Este problema deriva a su vez en otro quizás más grave y de carácter típicamente político, consistente en determinar a qué afectados excluir de la toma de decisiones. Frente a esta clase de problemas, la ética discursiva sostiene que la exigencia de tomar en cuenta a todos los afectados no desaparece con las dificultades empíricas, ya que la validez de un principio es independiente de su cumplimiento. Además, para los casos en los que los afectados no pueden participar, Apel hace lugar a dos maneras de tomarlos en consideración. La primera está representada por un “experimento mental” individual acerca de cuáles podrían ser los intereses de los mismos (Apel, 1995: 161-162) y la segunda por la exigencia de que los participantes en el discurso obren como sus representantes (Apel, 1992: 38). Y está también, de acuerdo con la llamada “parte B” de la ética apeliana, la posibilidad de no incluir eventualmente a ciertos afectados, generándose con ello nuevas responsabilidades a futuro.

Pero es posible plantear otra clase de objeciones que no aluden ya a dificultades empíricas. Así, Ernst Tugendhat pone el acento en que los afectados resultan inevitablemente parciales y por ende no pueden ayudar a tomar la decisión correcta. En ciertos dilemas morales, como el de si un hombre sano debe donar todos sus órganos para salvar a varios enfermos, parece absurdo consultarlos (Tugendhat, 1997: 163-164). En contra de esto, es posible sostener que la parcialidad de los afectados no tiene por qué ser algo evidente, ya que una vez que éstos se someten a la comunicación argumentativa deben dejar a un lado aquellos intereses que no pueden ser justificados. La exigencia de que hagan valer sus intereses argumentativamente y no por medio de la fuerza no significa desconocer que, a veces, cumplir con esa exigencia resulta inútil y provoca sufrimiento, como el dolor de tener que reflexionar acerca de la posibilidad de vivir matando a otra persona y tener que reconocer que no sería justo. Se trata, nuevamente, no de desconocer la exigencia sino llevar adelante su cumplimiento de manera, por así decirlo, indirecta. De hecho, se puede saber de antemano, mediante el aludido “experimento mental”, que no está bien usar a alguien para ciertos fines, evitando así un sufrimiento innecesario. Sólo en el caso de una imposibilidad apriori de cumplir con una exigencia tendría sentido cuestionarla mediante consideraciones pragmáticas, pero este no parece ser el caso de la exigencia de incluir a los afectados. Por el contrario, resulta intuitivamente correcto considerar que en las decisiones prácticas hay que consultar a los que van a sufrir las consecuencias. Dicha exigencia, como se vio, sigue operando aun si es imposible cumplir con ella de manera simple y directa. Más aun, su validez se pone en evidencia cada vez que no se cumple, determinando maneras indirectas de observarla o nuevas responsabilidades para el futuro.

La inclusión de sujetos morales incapaces de argumentar

Hasta aquí se trató de los afectados capaces de argumentar. Si bien se puede, como se vio, plantear una serie de objeciones en ese punto, también es posible pensar respuestas desde la perspectiva de Apel. Esto último resulta más dificultoso con respecto a los seres que intuitivamente consideraríamos como sujetos morales pero que no son capaces de argumentar. Apel rechaza apoyarse en cualquier esencia metafísica que posean los seres a los que hay que respetar. Un afectado, desde esta perspectiva, es simplemente alguien que puede llegar a intervenir en una argumentación debido a que ha adquirido competencia comunicativa. En tal medida, los seres que no son capaces de argumentar parecen encontrarse desvalidos. El propio

Habermas reconoce que la ética discursiva, limitadas a seres capaces de hablar y actuar, no puede encontrar respuestas al hecho de que las criaturas mudas son también vulnerables y despiertan emociones morales (Habermas, 1999: 211). En efecto, si solamente consideramos la fundamentación discursiva, estamos obligados a desconocerlos como sujetos morales, lo cual no se corresponde con intuiciones ampliamente compartidas. Como señala Gunnar Skirbekk, todo discutidor moral es un sujeto moral, pero no todo sujeto moral es capaz de discutir o de ser un agente moral, de donde surge la exigencia de que los representemos (Skirbekk, 2002: 412). El amplio conjunto de seres que no son capaces de argumentar puede dividirse en seres humanos y no humanos. Los primeros se pueden a su vez subdividir, como hace el autor recién citado, en los que ya no pueden argumentar, los que todavía no pueden y los que nunca podrán (p. 415). Si bien cada uno de estos casos conlleva problemas particulares, las dificultades para la ética discursiva son similares. ¿En qué se puede fundamentar, desde el punto de vista de la ética del discurso, la defensa de sus derechos? Ésta sólo puede ser llevada a cabo argumentativamente por quienes son capaces ed actualizar esa función del lenguaje. Pero si bien se puede exigir que los participantes representen los intereses de aquellos que serán capaces de argumentar –los niños- o que han perdido esa capacidad –como sucede con ciertas patologías-, no es fácil dar razones desde la ética discursiva acerca de por qué es preciso representar los intereses de los seres que no fueron ni serán capaces de usar el lenguaje, a quienes ya no se respeta por lo que son sino por una decisión de aquellos que sí merecen respeto. Y si se reconoce, en algunos casos, la exigencia de tener en cuenta a estos últimos, surge inmediatamente la siguiente pregunta: ¿dónde habría que establecer el límite preciso entre los afectados que hay que defender y los que no hay que defender, ya que es evidente que no se puede defender los intereses de todos los seres vivos por igual? Justamente, el grupo de los seres incapaces de argumentar que no son humanos es tan amplio que es preciso determinar las demandas morales legítimas de algunos de ellos.

Conclusiones

Las dificultades más importantes con las que se enfrenta la ética discursiva cuando trata el problema de la inclusión no tienen que ver con los problemas empíricos o incluso lógicos de incluir a todos los afectados capaces de argumentar. Basta, en estos casos, con hacer lugar a cumplimientos indirectos y señalar que la exigencia sigue operando incluso en casos excepcionales. Por el

contrario, resulta más difícil para esta propuesta filosófica delimitar con claridad el campo de la moral únicamente con el criterio de incluir a los seres capaces de argumentar. Al respecto, y en base al esquemático examen realizado en este trabajo, es posible señalar un gradualismo que va desde los sujetos capaces de argumentar y que participan efectivamente de la argumentación, en un extremo, hasta los seres no humanos que no tienen en absoluto esa capacidad pero que son considerados intuitivamente como sujetos morales, en el otro extremo. A medida que se va de un punto al otro de esta escala, la fundamentación discursiva se hace cada vez más débil. Incluir dentro del conjunto de los sujetos morales a los seres humanos capaces de argumentar pero sin una disposición eventual a hacerlo o que han delegado provisionalmente el ejercicio del discurso práctico no implica alejarse demasiado del punto de partida. De hecho, en cualquier momento pueden volver a hacer valer sus derechos con solo ingresar en la argumentación. La justificación de su exclusión en una participación efectiva tiene que ver, en muchos casos, con la propia salvaguarda de su condición de sujetos morales (a los que, por ejemplo, no se debe hacer sufrir innecesariamente). Con otros términos, si bien se puede cuestionar cualquier exclusión de la participación concreta, no siempre se niega con ello la inclusión dentro del campo moral. Los problemas se profundizan para la ética discursiva cuando los seres que intuitivamente consideramos como sujetos morales no son capaces de argumentar. Incluso el caso en apariencia más sencillo, el de los seres humanos que aún no han adquirido esa capacidad pero que están en vías de adquirirla, resulta problemático. En efecto, ¿dónde hay que establecer el punto en el tiempo en el que un embrión, que ya es un argumentante en potencia, es un sujeto moral? Si ya lo es desde la concepción, ¿por qué no podemos pensar que lo era antes, cuando estaba dividido en células en vías de encontrarse, y que en tal medida eran en potencia un ser capaz de argumentar? El concepto de potencia conlleva estas dificultades insoslayables, patentes también en el problema de la responsabilidad frente a las generaciones futuras con las cuales no resulta posible dialogar. En los dos casos el respeto moral se exige por anticipado y se basa en una capacidad futura. Con respecto a los que han perdido la capacidad del lenguaje, la justificación discursiva es todavía más difícil de utilizar. Sólo podemos basar nuestra consideración moral por analogía con nosotros mismos y mediante un experimento mental. Y en el extremo de esta escala están los que nunca han podido y nunca podrán argumentar. ¿Debemos, en este punto, trazar una distinción entre los seres incapaces de argumentar que pertenecen a nuestra especie y los que no pertenecen? Es posible que debamos recurrir a alguna noción de especie, pero el fundamento, entonces, ya no es el de la ética discursiva (Skirbekk: 410 y ss). Por otro lado, ¿no defendería argumentativamente sus intereses un animal si pudiera hablar? A menudo así lo pensamos, especialmente cuando nos queda claro cuáles son esos intereses. Pero

los resultados de ese experimento mental, con el que muchos estarían de acuerdo, ¿son una razón suficiente para adjudicarles derechos? Para terminar, es posible sostener que la aludida debilidad de la fundamentación discursiva con respecto a una gran cantidad de seres vivos no implica que pierda su validez. Por el contrario, no resulta arriesgado considerar la condición apeliana de ser capaz de argumentar como una condición suficiente pero no necesaria para ser incluido en el conjunto de los sujetos morales. Queda entonces en pie la necesidad buscar otros fundamentos para incluir a ciertos seres que no son capaces de usar el lenguaje. Se torna evidente con ello que la esfera del ethos es más amplia que la esfera de la justificación discursiva, y que los límites hasta los que llega dicha justificación resultan difusos.

Bibliografía



Apel, Karl-Otto (1992), Una ética de la responsabilidad en la era de la ciencia, Buenos Aires: Almagesto.



Apel, Karl-Otto (1995), Teoría de la verdad y ética del discurso, Barcelona: Paidós.



Apel,

Karl-Otto

(1998),

Auseinandersetzungen

in

Erprobung

des

transzendentalpragmatischen Asatzes, Frankfurt am Main: Suhrkamp. 

Habermas, Jürgen (1999), Moral Consciousness and Communicative Action, Cambridge, Massachusetts: The MIT Press.



Skirbekk, Gunnar (2002), "Verantwortungspflichten - wem gegenüber? Die Inklusionsfrage nicht - diskurfähiger Lebenswesen und der Begriff Menschenwürde", en H. Burckhart und H. Gronke (Hg.) Philosophieren aus dem Diskurs (Festschrift für Dietrich Böhler), Würzburg, Königshausen & Neumann, 2002, pp. 407-424.



Tugendhat, Ernst (1997), Lecciones de ética, Barcelona: Gedisa.

Resumen El presente trabajo examina algunas objeciones a la ética discursiva en la versión de KarlOtto Apel e intenta mostrar algunas de sus limitaciones. Se presenta, ante todo, el principio discursivo, el cual exige que los conflictos prácticos sean resueltos mediante el uso de argumentos. En la primera parte del trabajo se analiza una serie de objeciones a la exigencia, implicada en el principio discursivo, de tomar en cuenta a todos los afectados capaces de argumentar. En la segunda parte, se examina el problema de la inclusión de los sujetos morales que no son capaces de

argumentar. Las conclusiones pretenden señalar los límites de la ética discursiva en lo que respecta a este último problema.

i

Incluso un “panteísmo moral” se vería forzado a establecer grados de moralidad.