El nacimiento de la fantasía heroica

22 ago. 2014 - Se sentó en su auto y se disparó. Tenía treinta años. Tolkien le dio al género un acabado senti- do de hu
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Viernes 22 de agosto de 2014 | adn cultura | 5

Stannis Baratheon, hermano del difunto rey Robert, reivindica su derecho a heredar el Trono de Hierro

El nacimiento de la fantasía heroica En Inglaterra el género apareció mezclado con las novelas para niños. Sus historias transcurren en mundos autónomos Pablo De Santis | Para la nacion

G

ame of Thrones (Juego de tronos) pertenece a ese género llamado fantasía heroica, que en ocasiones recibe también el nombre de “Espada y brujería”. En Inglaterra nació mezclado con las novelas para niños y en Estados Unidos con los cuentos publicados en revistas como la extravagante Weird Tales. Lo que distingue al género es que sus historias transcurren en un mundo completamente autónomo, con vagos ecos de la Edad Media o de la antigüedad remota, pero sin un marco histórico o una geografía que podamos reconocer. Su lógica corresponde al dominio de lo maravilloso; es decir: la magia funciona y nadie se sorprende. Tal vez el origen de esta tradición esté en las novelas de caballerías, cuyas hazañas enloquecieron al pobre Alonso Quijano. Después de una siesta de siglos, el género renació. No sólo sobrevivieron los bosques y castillos arquetípicos sino también la figura del mago Merlín, hechicero y sabio, que volvió bajo nombres diversos, como el Gandalf de Tolkien. Aventuramos dos posibilidades para este renacimiento. La primera hipótesis es de orden histórico: las dos guerras mundiales. Al descubrimiento de la guerra inhumana, en la

que se mata a distancia y anónimamente, con gases, obuses o, más adelante, bombardeos, se le opone, en la ficción, la idea de una guerra noble. Lanzas, escudos, espadas y rivales que se miran a los ojos. La segunda hipótesis es que este renovado interés en asuntos de caballería estuvo motivado por el alejamiento de la novela contemporánea de toda forma de épica. El héroe quedó abandonado a la inmovilidad, la melancolía y la desesperación. En el siglo XIX los lectores podían jugar con la idea de ser Sandokán, que recorría incansable los mares, o Phileas Fogg, que daba la vuelta al mundo en ochenta días. Pero ya entrado el siglo XX, ningún lector soñaba con ser el Bloom de Joyce, la señora Dalloway de Virginia Woolf o Gregorio Samsa. En su búsqueda de héroes, el género bebió en cuatro fuentes muy reconocibles: el caballero irlandés Lord Dunsany(1878-1957), el tejano Robert E. Howard (1906-1936), y los amigos J. R. R. Tolkien (1892-1973) y C. S. Lewis (1898-1963), ambos profesores en Oxford. Dunsany fue autor de cuentos fantásticos muy admirados por Borges (en especial “Carcasona”, que anticipa las esperas de Kafka y El desierto de los tártaros de Dino Buzzati). También

escribió una novela de fantasía, La hija del rey de los elfos (1924), inspirada en el mismo folklore nórdico que luego visitaría Tolkien. En Dunsany ya aparece ese severo problema de salud que aqueja a los elfos: la inmortalidad. Robert E. Howard, musculoso como sus personajes, es el autor de los cuentos protagonizados por Conan el cimerio, que transcurren en tiempos remotos y abundan en hechizos y bestias fabulosas: arañas y serpientes gigantes, un mono-momia, un dios con cara de elefante. Tenía poco más de veinte años cuando empezó a publicar sus relatos en la famosa revista Weird Tales: así surgieron sus personajes Solomon Kane, Kull de Atlantis y Conan. Todos sus relatos hacen convivir la aventura con el horror, y por eso entusiasmaron a Lovecraft, que lo sumó al vasto elenco de sus corresponsales. Howard tenía un vínculo demasiado estrecho con su madre; y cuando ella entró en un coma irreversible, el escritor no lo pudo soportar. Se sentó en su auto y se disparó. Tenía treinta años. Tolkien le dio al género un acabado sentido de humanidad. Sus héroes son los hobbits, pequeños y menos poderosos que sus compañeros de ruta; si logran vencer no es por su fuerza, sino por su empeño y buena voluntad. Para Tolkien imaginar no es sólo contar historias, sino también convertirse en cartógrafo, en historiador, en antropólogo de su continente imaginario. Y también en un dios encargado de poner las cosas en orden: no podía tolerar la heterogeneidad imaginativa de su amigo C. S. Lewis. A partir de El león, la bruja y el ropero, Lewis pobló su Narnia con seres de tradiciones diferentes: animales parlantes de las fábulas y faunos y sirenas de la mitología grecolatina, junto a Santa Claus y Aslan (un león que es un Jesucristo apenas disimulado). Lewis incorporó una novedad: ese mundo no está com-

fotos: Gentileza HBo y nyt

pletamente alejado del nuestro, sino que hay un umbral por el que se puede acceder a él. Ese umbral es un ropero lleno de viejos abrigos con olor a naftalina. En los años siguientes, muchos otros autores siguieron ese esquema de los mundos paralelos. Pero sin el ropero: un mueble siempre difícil de mudar. En los años sesenta el género tuvo un nuevo boom, cuando se reeditaron en Estados Unidos las obras de Tolkien en ediciones de bolsillo. Las aventuras de Frodo encajaron a la perfección con la sensibilidad hippie, y eso se nota en muchos discos de la época. Pronto se agregaron las delicadas fantasías de Thomas Burnett Swann (El día del minotauro, 1966), Ursula K. Le Guin (Un mago de Terramar, 1968) y Peter Beagle (El último unicornio, 1968). De los dos primeros hay ediciones argentinas de Cuásar y Minotauro. Aunque la literatura argentina prefirió el cuento fantástico al género maravilloso, algunos autores se animaron a construir sus propios reinos. El ejemplo más notable fue la saga iniciada con Los días del venado, de Liliana Bodoc, quien dio a su épica sutiles ecos sudamericanos. En los últimos años, varios jóvenes narradores escribieron sus propias fantasías: Victoria Bayona (autora de Camino a Aletheia), Pablo Nieto (La fortaleza oscura) y Clara Levin (Los siete nombres). La fantasía heroica sedujo más a sus lectores en los momentos en que la ciencia ficción perdía su poder sobre el imaginario popular: sobre todo en la segunda mitad de los años sesenta (con la carrera por la conquista de la luna) y desde los años noventa a esta parte, con el dominio de las nuevas tecnologías. Frente al avance real de la ciencia, cede la ciencia su lugar en la ficción. Por eso los niños nacidos en tiempos de computadoras ya no leyeron historias de un futuro cibernético, sino de un pasado legendario. C