El mito de la gloriosa juventud en marcha

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| Lunes 10 de septiembre de 2012

moNToNERos. Lejos de impulsar una lectura crítica de la violencia setentista,

el kirchnerismo alienta un relato acrítico que sólo recuerda ideales y utopías, pero esconde la muerte y la violencia. Una gesta de heroísmo con gran poder de identificación para cautivar a las bases juveniles

El mito de la gloriosa juventud en marcha Beatriz Sarlo —PARA LA NACIoN—

Viene de tapa

Es difícil sostener que estaban equivocados tácticamente, pero acertaban en sus deseos y utopías. Así todo sería demasiado sencillo y elemental. Equivaldría a pensar que el terrorismo de Estado puede separarse de las ideologías de los jefes militares que lo practicaron como plan sistemático. No es posible separar el contenido “ideal” de los instrumentos que se emplean para alcanzar los fines deseados. Esto es todavía más evidente en el caso de organizaciones políticas centralistas y verticalistas, como Montoneros. El peronismo revolucionario era tan absoluto como sus métodos. Remo Bodei afirmó que los jacobinos de la Revolución Francesa ejercían las “virtudes extremas”, propias de épocas revolucionarias. Por eso, la cultura montonera de los setenta, si no se la diluye en la nebulosa de los “ideales”, es fuertemente anacrónica. El anacronismo mezcla tiempos que se conocen y épocas que se desconocen, sujetos convertidos de víctimas a héroes, de responsables a mártires. Borra las inclinaciones más autoritarias, cuenta una historia de guerreros y no una aventura que ya había sido criticada en su época por otras fracciones de la izquierda y, dentro del peronismo, por la Juventud Peronista Lealtad. En la práctica política real, todo diferencia al gélido secretario de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, de su tío Fernando, que en 1970 liquidó a Aramburu a balazos después de secuestrarlo y someterlo a un juicio sin jueces ni tribunales ni defensor. Nada es obstáculo para que un imaginario romántico haya instituido el 7 de septiembre Día del Militante Montonero. La fecha elegida es la de la “caída en combate” con la policía de Fernando Abal Medina y Gustavo Ramus. Está bien que todos los hechos pretéritos tengan su conmemoración. Ciertamente hay allí algo más que la manía kirchnerista por las efemérides. Montoneros es una denominación que conserva alto potencial: trae imágenes de juventudes en marcha y se ofrece como un activador de identidades. Funciona como mito. En realidad, esto sucede porque el peronismo no revisó su historia. Perón tuvo relaciones tan sometidas a la oportunidad de la coyuntura que llamó a los montoneros “formaciones especiales” adecuadas a la táctica de aquel momento, y luego permitió que la Triple A cumpliera su misión de asesinarlos, después de que el líder los echara de la Plaza de Mayo, y ellos proba-

ran su destreza matando a Rucci. ¿Qué quiere decir “montonero” hoy? Joven, movilizado, cristinista (¿funcionario?). Síntesis del “nunca menos” y el “vamos por más”. No quiere decir lo que quiso decir en los setenta: partidario de la lucha armada terrorista o partícipe en ella. Se impuso la resignificación. Y a ningún kirchnerista eminente le parece oportuno una revisión crítica. Fueron individuos aislados, no representantes de un colectivo organizado los que hicieron la autocrítica del militarismo terrorista de los años setenta. El peronismo político enterró la cuestión, primero ocupado en renovarse; luego, reconvirtiéndose al neoliberalismo; finalmente, bajo el blindaje de Madres y Abuelas, y autorizado por sus propios actos, los más legítimos de esta última década. Fueron tres etapas bien distintas. En los años ochenta, tanto Cafiero, Menem, Duhalde y los más jóvenes como “Chacho” Álvarez aceptaron el desafío de una reconversión del peronismo, exigidos por la victoria presidencial de Raúl Alfon-

sín. En los noventa, Menem, surgido de esa reconversión por elecciones internas, se dio otros objetivos y a los Montoneros se los tiraba como lastre o reconocían la ganancia de un cambio súbito en sus persuasiones. Con la llegada de Kirchner, las Madres y las Abuelas fueron el pivote de una nueva “lectura” de los años setenta. Durante la dictadura, las Madres y luego las Abuelas

El kirchnerismo extraña aquel impulso romántico que cree encontrar en los setenta Es difícil decir que estaban equivocados tácticamente, pero acertaban en sus deseos y utopías

Genet, un sonámbulo en escena Osvaldo Quiroga —PARA LA NACIoN—

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a angustia del sonámbulo consiste en representar una obra que los otros le cuentan al despertar. Durante el episodio de sonambulismo, el sujeto parece dominado por un fantasma que le dicta cada movimiento. El sonámbulo vive un mundo propio y ajeno al mismo tiempo. Desde su zozobra, construye un ritual desgarrador. Sabe que está habitado por otro, pero no puede detenerse. Construye, acaso sin saberlo, una escena de enorme verdad. Es la escena del fantasma. El sonámbulo no tropieza con los muebles de su casa. Parece un actor consumado montando un guión dictado por otro. Jean Genet es el gran sonámbulo de la historia del teatro. Sus obras más significativas fueron construidas entre los muros de la cárcel. Como es el caso de Las criadas, puesta en escena de manera admirable por Ciro Zorzoli en el Teatro Presidente Alvear, con un elenco encabezado por Marilú Marini, como la señora, y Paola Barrientos y Victoria Almeida en la piel de Solange y de Clara, las criadas. Son ellas las que no pueden dejar de actuar un guión que las conduce a la tragedia. Madame es un producto del imaginario de las dos criadas. La verdadera señora es, quizá, la anciana que aparece al costado del escenario en una transformación fugaz y perfecta de Marilú Marini. Pero de la misma manera en que los sonámbulos tienen pesadillas reiterativas, Clara y Solange no pueden dejar de repetir un ritual de redención y sacrificio. En ese juego macabro no sólo se pone de manifiesto la fascinación por la muerte; se hace visible también el amor y el odio hacia esa mujer cruel, perversa y seductora que es la dueña de casa. Ella ocupa el lugar del amo. Un amo deseado y temido al mismo tiempo. En Jean Genet comediante y martir, el libro que Jean Paul Sartre escribió sobre Genet, el filósofo analiza vida y obra de es-

te autor considerado maldito y señalado como ladrón y pederasta. Recordemos que Genet era hijo de padre desconocido y de una prostituta que lo abandonó al año de nacer. Pasó buena parte de su vida en reformatorios y cárceles de Francia. Gracias a la gestión de Pablo Picasso, Jean Cocteau y Sartre, salió de la cárcel y se dedicó a escribir el resto de su vida. Su obra es un intento de construir belleza en el corazón del horror. Lo único que tenía para construir una vida singular era la palabra. Su desafío fue utilizarla en función poética, lo que significa encontrar otro escenario para el lenguaje e intentar una construcción formal. Su obra está construida de restos y desechos. Pero es allí donde Genet encuentra la belleza. La idea del mal le resulta atractiva. Ya en Severa vigilancia (1946) el problema del mal se impone en un universo carcelario donde tres personajes –ojos Verdes, Lefranc y Mauricio– compiten entre ellos por ser el mejor delincuente. En El balcón, la vida transcurre en un prostíbulo y desde allí los personajes observan los avatares de una revolución incierta. El crimen, el odio, la sumisión, los celos y la locura son los temas favoritos de este autor inclasificable. Delincuentes, homosexuales, prostitutas y marginados son sus personajes. Los rituales del teatro les dan vida a estas criaturas. En Las criadas, además, el autor aborda el vértigo de la locura de las relaciones humanas cuando no se han podido forjar individualidades. Clara y Solange no pueden distinguirse una de otra. Están dominadas

La obra de Jean Genet es un intento de construir belleza en el corazón del horror

por un libreto que no controlan. El director Ciro Zorzoli, el mismo de la estupenda Estado de ira, inventa personajes mudos que evitan que nadie salga de escena. De esta forma, Zorzoli no sólo regresa a una de las constantes de su estética, la de poner al descubierto la teatralidad del espectáculo, sino que aborda también algo más filosófico: la condena o la dicha del ser humano de no poder escaparse del mundo, al que ha llegado sin desearlo, pero al que está atado a lo largo de toda su existencia. Desde el desamparo, Jean Genet construyó un universo donde lo bello emerge de lo abyecto. Tal vez como el sonámbulo, el autor de Nuestra señora de las flores intuyó que toda existencia tiene siempre otra escena. Y que como la verdad tiene estructura de ficción, no se llega a esa otra escena si no es a través de la representación. En ese sentido, el teatro es siempre cosa de sonámbulos. También del cuerpo del actor se apodera otro. El actor piensa con su cuerpo. De ahí que encontrar el tono justo para los personajes del dramaturgo francés sea una tarea compleja. Sobre todo porque la palabra alcanza singular belleza a la hora de expresar los sentimientos de seres desposeídos, arrancados del sistema, olvidados, solitarios y muchas veces crueles con sus semejantes. Una de las funciones de la literatura es transformar el dolor en belleza. Pocos lo hicieron mejor que Genet. La buena conciencia se hace trizas frente a un dramaturgo que se acercó a la verdad con la lógica del que no tiene nada que perder. Como el que hace señas desde la hoguera, no sólo nos enseñó a convivir con la incertidumbre: también reinterpretó aquel proverbio chino que sostiene que el lugar más sombrío está siempre bajo la lámpara. Es decir, iluminó aquello que ya conocíamos, pero lo hizo con tanta potencia que nos encandiló. La belleza siempre es un efecto de enceguecimiento. © LA NACION

reivindicaron los ideales de sus hijos. Esto le daba una positividad a la lucha de aquellos años: no buscaban sólo desaparecidos, reclamaban por los portadores de ideales. Era el impulso de su movilización. De ellas no podía salir una consideración crítica de aquel pasado. Pero la Presidenta, a quien le gusta la narración histórica, que cita una biografía de Dorrego y recuerda a “El Gaucho” Rivero en las Malvinas, podría dar mejores pruebas de conocer algo de lo que se ha escrito en los últimos veinte años sobre los “ideales” de los años setenta y su concepción de la política. En cambio, reafirmó el mito que tiene un poder de identificación inigualable, sobre todo si se piensa en bases juveniles. Los “ideales” montoneros eran extraños a cualquier concepto de república. A decir verdad, toda la nueva izquierda era antiinstitucional y consideraba al Parlamento y a la Justicia como máscaras de la dictadura de la burguesía. La libertad de prensa era una argucia del capitalismo y de los dueños de medios para engañar y

adormecer al pueblo. Los que pertenecimos a esa izquierda de los años setenta sabemos que fue difícil la crítica a la violencia terrorista, al inevitable horizonte de guerra popular prolongada o al foquismo rural. En condiciones de dictadura o de exilio, hubo que estudiar la dinámica de esos procesos, leer y debatir, encontrar las bases filosóficas e ideológicas de la violencia, reconocer las deformaciones del militarismo. Se nos acusó de culpable reformismo o de hablar demasiado pronto (¿cuándo no era pronto?). Fue una tarea larga y llena de complejidades. Héctor Schmucler (padre de un desaparecido) la inició en el exilio de México cuando, en la revista Controversia, preguntó: “¿Acaso Rucci no tenía derechos humanos?”. Hoy, el blog Los Trabajos Prácticos ha publicado un extenso ensayo de Héctor Leis, síntesis vital y filosófica de su experiencia en Montoneros. Treinta años de pensamiento crítico. Pues bien, en William Morris, las organizaciones peronistas kirchneristas y no kirchneristas (repartidas a lo largo del día) le bajan la cortina una vez más a la discusión sobre el ejercicio de la violencia política y de su extremo terrorista. Quizá se piense que los argentinos tienen otras cosas que hacer. Sin embargo, una consideración crítica de la violencia revolucionaria tal como aconteció en los setenta sería un camino para rediscutir la democracia, la movilización de los jóvenes, los frentes políticos y territoriales, el caudillismo. Reiterar que los “ideales” eran los de una “juventud maravillosa” (el adjetivo es de Perón) cierra esa posibilidad. El heroísmo de muchos montoneros no puede esfumar sus errores. Es posible ser heroico y estar equivocado. Desarmar el “mito” es considerar, al mismo tiempo, esos dos calificativos contrapuestos. Pero sobre la separación de heroísmo e ideal no se puede fundar una mitología política. Los kirchneristas, que gobiernan con burócratas, como cualquier gobierno, y con sombras corruptas o sospechosas, necesitan de ese himno juvenil. Extrañan aquel impulso romántico que creen encontrar en los setenta. Por otra parte, las vetas autoritarias y antidemocráticas de los Montoneros los liberan de tributar a dos ideales progresistas: democracia y autonomía. La memoria del Militante Montonero no obliga a firmar esos compromisos. Como mito, hoy exige bastante poco. © LA NACION

LÍNEA DIRECTA

Nuevas palabras, nuevas traducciones Graciela Melgarejo —LA NACIoN—

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antos caminos se abren cuando los lectores de esta columna además de preguntar opinan. Por ejemplo, Alfredo Vicente Distefano, en 24/8, escribe sobre las “nuevas palabras”, a propósito de las advertencias y sugerencias de Fundéu sobre algunos extranjerismos evitables en español. “Cada vez que oigo o leo críticas a las palabras nuevas que van apareciendo, recuerdo un poema de Quevedo sobre el mismo tema que comienza: «Quien quisiere ser Góngora en un día, / la jeriaprenderá-gonza siguiente… », a lo que sigue una lista de palabras. Sin embargo, cuando uno las lee encuentra que muchas de ellas son de uso corriente desde hace ya unos siglos, y otras quedaron descartadas. No quiero decir con esto que haya que aceptar cualquier ocurrencia.” El lector se refiere al soneto de Quevedo “Aguja de navegar cultos con la receta para hacer Soledades en un día, y es probada”, con el que el poeta se burlaba de Luis de Góngora por sus excesos léxicos. En fin, peleas entre dos grandes representantes del Siglo de oro, que hoy sirven para solaz de sus admiradores. Pero Distefano toca otro tema, las traducciones: “Le adjunto la imagen de un programa de cine que guardé como curiosidad. Es interesante leer el comentario de la película cuyo título es Querido asesino (2008), que seguramente fue traducido con alguno de los programas disponibles, pero que no deben de haber revisado. En español, el título es una versión libre del original en francés, «L’emmerdeur»”. Hubo una primera versión, de 1973, con Lino Ventura y Jacques Brel (l’emmerdeur

del título) de Edouard Molinaro, que en España se optó por traducir como El embrollón: el personaje de Ventura era un asesino a sueldo y el de Jacques Brel, un entrometido al que el otro no podía quitarse de encima. La nueva versión, del director Francis Veber, se estrenó aquí como Querido asesino. Una lástima, el original francés se entiende perfectamente y no requiere traducción. A partir de estas reflexiones de Distefano, ¿qué destino le aguardará, por ejemplo, al anglicismo outfit en nuestra lengua? Fundéu, por supuesto, recomienda “emplear términos como vestimenta, ropa, traje, atuendo, modelo, según el contexto, y evitar outfit. Hay otro, tip –cuyo significado es «consejo o dato práctico» y que equivale a palabras españolas como consejo, clave, dato, recomendación– que también está “de moda”, y es anglicismo “innecesario”, como diría María Moliner. Para las traducciones siempre puede haber más de una versión. Así, a la mencionada frase de Noam Chomsky tomada de Syntactic Structures (1957) en la columna del 27/8 (“Colorless green ideas sleep furiosly”), el lector James Nielson le da una vuelta de tuerca en español. Escribe Nielson: “La frase de Chomsky sí tiene sentido. Podríamos traducirla como: «Las ideas de los ecologistas politizados (verdes) son banales (incoloras), pero aunque parecen dormir, la verdad es que están fortaleciéndose con gran rapidez (furiosamente)”... como en efecto ha sucedido”. Esta es, verdaderamente, una versión muy libre. © LA NACION

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