El inquisidor como antropólogo

El inquisidor como antropólogoarchivo.lanacion.com.ar.s3.amazonaws.com/impresa/pdf/.../240410DQ0180102113.pdf24 abr. 201
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PENSAMIENTO | ANTICIPO

El inquisidor como antropólogo En El hilo y las huellas (Fondo de Cultura Económica) el historiador italiano reflexiona acerca de las fuentes de investigación historiográfica, y sobre las posibilidades y los límites de la disciplina como género narrativo POR CARLO GINZBURG

La analogía sugerida en el título se reveló por primera vez para mí, repentinamente, en ocasión de un congreso acerca de historia oral celebrado en Bolonia hace unos diez años. Historiadores de Europa contemporánea, antropólogos y estudiosos de historia africana como Jack Goody y Jan Vansina discutían acerca de los distintos modos de utilizar los testimonios orales. De pronto me vino a la mente que aun los historiadores que estudian sociedades tanto más antiguas (como, por ejemplo, la Europa de la Baja Edad Media o de la primera Edad Moderna), sobre las cuales contamos con cantidades considerables o incluso enormes de documentos escritos, ciertas veces emplean testimonios orales: más precisamente, registros escritos de testimonios orales. Las actas procesales labradas por los tribunales laicos y eclesiásticos podrían compararse, de hecho, con libretas de notas de antropólogos en las cuales se ha registrado un trabajo de campo efectuado siglos atrás. Las diferencias entre inquisidores y antropólogos son obvias, y no vale la pena perder tiempo enfatizándolas. Las analogías –incluida aquella entre imputados e “indígenas”– me parecen menos obvias, y por ello más interesantes. Me propongo analizar sus implicaciones retomando el hilo de investigaciones que realicé, valiéndome por sobre todo de

18 | adn | Sábado 24 de abril de 2010

documentos inquisitoriales, acerca de la historia de la brujería en la Europa medieval y de la Edad Moderna temprana. Nuestra demora en tomar noción del incalculable valor histórico de las fuentes inquisitoriales causa gran sorpresa. En un primer momento, como se sabe, la historia de la Inquisición se había efectuado (casi siempre de manera polémica) desde una perspectiva exclusivamente institucional. Más tarde, los procesos inquisitoriales empezaron a ser usados por los historiadores protestantes que pretendían celebrar la actitud heroica de sus ancestros frente a la persecución católica. Un libro como I nostri protestanti [Nuestros protestantes], publicado a finales del siglo XIX por Emilio Comba, puede ser considerado una continuación en el plano archivístico de la tradición comenzada tres siglos antes por Crespin con su Histoire des Martyrs [Historia de los Mártires]. En cambio, los historiadores católicos fueron muy reacios a utilizar actas inquisitoriales en sus investigaciones: por un lado, debido a una tendencia más o menos consciente a dar otro alcance a las repercusiones de la Reforma; por el otro, debido a una sensación de malestar respecto de una institución considerada, en el ámbito mismo de la Iglesia romana, con una incomodidad cada vez mayor. [...] No obstante, debe decirse que, en el caso de la brujería, la renuencia a utilizar procesos inquisitoriales fue compartida durante mucho tiempo tanto por historiadores confesionales (católicos y protestantes) como por historiadores de formación liberal. El motivo es evidente. En ambos casos faltaban elementos de identificación religiosa, intelectual o aun sencillamente emotiva. Usualmente, la documentación que proveían los procesos por brujería se consideraba una mezcolanza de rarezas teológicas y supersticiones campesinas. Estas últimas eran consideradas intrínsecamente irrelevantes; las otras podían ser estudiadas mejor y con menores dificultades sobre la base de

los tratados demonológicos impresos. La idea de detenerse en las extensas y (así al menos parecía) repetitivas confesiones de los hombres y las mujeres acusados de brujería era poco atractiva para estudiosos que veían como único problema histórico el constituido por la persecución a la brujería, y no por su objeto. Hoy en día, una actitud de ese tipo probablemente parezca antigua, superada; pese a ello, no olvidemos que, poco más de veinte años atrás, era compartida por un historiador ilustre como Hugh Trevor-Roper. Entretanto, la situación sufrió cambios profundos. En el panorama historiográfico internacional, la brujería pasó de la periferia al centro, hasta volverse un tema no sólo respetable sino aun de moda. Ése es un síntoma, entre tantos, de una tendencia historiográfica que a esta altura ya está consolidada; hace algunos años, Arnaldo Momigliano la detectó de manera intempestiva: el interés por el estudio de grupos sexuales o sociales (mujeres, campesinos) representados en forma generalmente inadecuada en las fuentes conocidas como oficiales. Con relación a esos grupos, los “archivos de la represión” proporcionan testimonios peculiarmente ricos. Sin embargo, en la importancia que cobró la brujería entra en juego también

Las confesiones que los inquisidores intentaban arrancar a los imputados ofrecen al investigador los datos en cuya búsqueda está embarcado un elemento más específico (aunque ligado al anterior): la creciente influencia ejercida por la antropología sobre la historia. No es casual que el clásico libro acerca de la brujería entre los azande, publicado por Evans-Pritchard hace más de cincuenta años, haya brindado a Alan Macfarlane y Keith Thomas un encuadre teórico para sus estudios acerca de la brujería durante el siglo XVII. [...] Llegados a este punto, las ambiguas implicaciones de la analogía entre antropólogos e inquisidores (e historiadores) empiezan a aflorar. Las elusivas confesiones que los inquisidores intentaban arrancar a los imputados ofrecen al investigador los datos en cuya búsqueda está embarcado: por supuesto,

debido a finalidades completamente distintas. Pero a menudo tuve, mientras leía los procesos inquisitoriales, la impresión de estar situado por detrás de los hombros de los jueces para espiar sus pasos, con la expectativa –precisamente como la de ellos– de que los supuestos culpables se decidieran a hablar de sus propias creencias: asumiendo todos los riesgos y azares, desde ya. Esa contigüidad con los inquisidores contradecía en cierta medida mi identificación emotiva con los imputados. Sin embargo, en la dimensión cognitiva, la contradicción se configuraba de un modo distinto. El impulso de los inquisidores a buscar la verdad (su verdad, evidentemente) nos dio una documentación en extremo rica, sí, pero con profundas distorsiones debidas a las presiones físicas y psicológicas características de los procesos por brujería. Las sugerencias de los jueces eran particularmente ostensibles en las preguntas ligadas al sabbat: el fenómeno que, según la visión de los demonólogos, constituía la esencia misma de la brujería. En situaciones como ésas, los imputados tendían a hacerse eco, con mayor o menor espontaneidad, de los estereotipos inquisitoriales difundidos de un extremo a otro de Europa por predicadores, teólogos y juristas. Las ambiguas características de la documentación inquisitorial probablemente expliquen por qué muchos historiadores decidieron concentrarse en la persecución a la brujería, analizando modelos regionales, categorías inquisitoriales, y así sucesivamente: una perspectiva más tradicional, pero también más segura con relación al intento de reconstruir las creencias de los imputados. No obstante, las ocasionales alusiones a los brujos azande no pueden ocultar lo evidente: entre los numerosos estudios que durante los últimos veinte años se ocuparon de la historia de la brujería europea, muy pocos se inspiraron verdaderamente en investigaciones antropológicas. La discusión que tiempo atrás sostuvieron Keith Thomas e Hildred Geertz demostró que el diálogo entre historiadores y antropólogos conlleva no pocas dificultades. En ese ámbito, el problema de la documentación se muestra decisivo. A diferencia de los antropólogos, los historiadores de las sociedades del pasado no están en condiciones de producir sus propias fuentes. Desde este punto de vista, los legajos conservados en los archi-