OPINION
Miércoles 1º de septiembre de 2010
I
LIBROS EN AGENDA
SAN MARTIN, BOLIVAR Y EL CAMINO DEL EXILIO
Inventarse una vida de poeta
El destino trágico de los próceres
SILVIA HOPENHAYN
S
PARA LA NACION
ER poeta es una forma de inventarse la vida. Es como sacar fotos con palabras. Fijar instantes, atesorar lo nuevo. Transcurrir dándoles forma a los días. Por eso es delicioso acercarse al quehacer del poeta y tratar de compartir su mirada sobre las cosas. El poema es su ofrenda, pero no sabemos cómo ni dónde lo obtuvo. Suele haber muy pocas pistas acerca de la gestación de un poema. Y menos aún sobre los orígenes de un poeta. Si bien “ser poeta” es una parada casi obligatoria de la adolescencia, no todos siguen escribiendo (¡por suerte!). Uno de los más cándidos y agudos reflejos de nuestro presente aparece en la poesía de Leónidas Lamborghini, en la que reina la mezcla, el cruce: filosofía, fútbol, pérdida, Arlt, Borges, calle, política, amor. Precisamente, el libro Mezcolanza, recién publicado, permite pispear la mirada del poeta, que incide en la realidad recortándola, haciéndola brillar hasta en sus peores partes. Se trata de un libro de memoria acompañada que rescata el valor de contar: reúne los últimos “cuentos” de su vida, que le transmitió a Santiago Llach en varias conversaciones mantenidas en su departamento de la calle Laprida. Son dichosas páginas de penurias y jugarretas que nos llevan a comprender la deriva de las letras actuales, pero también un sentimiento muy argentino de “mezcolanza” y vagabundeo. Con un tono divertidamente coloquial, –de vetas incisivas–, Lamborghini cuenta su vida en los detalles. Empieza confesando lo que será una marca en su poesía: “Empecé a escribir a los nueve años, imitando”. Entonces imitaba a Lugones, pero la práctica fue convirtiéndose en una transgresión vital. Carroñero de textos ajenos, inventó una forma de reescritura y siguió con Homero, Dante, José Hernández, Discépolo y James Joyce, entre otros (esta publicación póstuma incluye la reescritura de un fragmento de Anna Livia Plurabelle, del Finnegans Wake, de Joyce, en lengua local). Después de imitar, siguen otras experiencias, sedimento del contar: el recuerdo de la fábrica textil de su padre, el aullido de la calesita, los asaltos, el gol más memorable, la música. Con La consagración de la primavera, de Stravinsky, el poeta comprendió que se escribe con la oreja. Luego vino el exilio en México, los felices encuentros literarios en el bar Guaraní, su magnífico libro Odiseo confinado (1994) seguido de Comedieta (1995). En Mezcolanza, una suerte de entrevista con la memoria, “en la que un hombre, pasados los 80 años, desgrana de manera oral sus recuerdos”, Lamborghini explica cómo se hizo poeta metiendo “las patas en la fuente” (título de un de sus libros), en una Argentina que lo desquició luego de su fuerte filiación con el peronismo, convirtiéndose en un “solicitante descolocado” (título de otro de sus libros) y habiendo empezado como “saboteador arrepentido” (título de su primer libro, de 1955). Las puertas de su vida, los títulos de su obra. © LA NACION
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JULIO MARIA SANGUINETTI PARA LA NACION
E
N estos días bicentenarios, las reflexiones se cruzan, a veces desde una acuciosa actualidad que no encuentra la perspectiva para prender en la raíz histórica, en ocasiones desde la mirada hacia los constructores de nuestra América y su dramático destino. Francisco de Miranda, el precursor de la emancipación, entregado a sus enemigos por Simón Bolívar, terminó su vida abandonado y miserable en un calabozo español. Bolívar, a su vez, murió a los 47 años, a la una de la tarde del 17 de diciembre de 1830, mientras marchaba hacia obligado exilio, en Santa Marta, en la quinta de San Pedro Alejandrino, donde se reunieran días pasados el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y su par venezolano, Hugo Chávez. Mariano Moreno, “el numen de la revolución argentina que propagó la doctrina de la democracia”, como dice Mitre, “murió expatriado en la soledad de los mares”. Sucre cayó traicioneramente asesinado cuando, después de conquistar las palmas de Ayacucho, sólo pretendía disfrutar de su familia. Nuestro Artigas, derrotado militarmente en 1820, terminó hundido en la selva paraguaya durante treinta interminables años, en que rumió su soledad adoleciendo del fracaso del federalismo republicano que desde los Estados Unidos de América había querido trasladar a las Provincias Unidas del Río de la Plata. La lista podría continuar. Pongámosle punto final en San Martín, voluntariamente alejado de su patria para no sufrir la sangría de las guerras de “familia” y pese a ello repudiado cuando intentó el retorno. En su hermosa biografía del “soldado argentino y héroe americano”, John Lynch recuerda ese episodio, cuando en febrero de 1829 San Martín regresó. Pensaba recalar primero en Montevideo, a fin de interiorizarse mejor de los acontecimientos en Buenos Aires y –si las circunstancias lo ameritaban– quedarse a vivir en su patria en un total silencio. Uruguay estaba organizándose, luego de que la Convención Preliminar de Paz, suscripta en agosto de 1828 entre Buenos Aires y Río de Janeiro, reconociera la independencia del “Estado de Montevideo”. Administrado por un gobernador provisorio, su Asamblea General Legislativa y Constituyente redactaba por entonces el primer texto constitucional del novel Estado, al que bautizó como “República Oriental del Uruguay”. El primer gobernador provisorio fue el general José Rondeau, elegido como neutral entre Fructuoso Rivera y Juan Antonio Lavalleja, los dos caudillos orientales que dirimían supremacías con vistas a la futura presidencia del país. El hecho es que el barco en que viajaba San Martín no se detuvo en Montevideo y, al llegar a Buenos Aires, el general se encontró con una recepción muy poco
amistosa, entre indiferente y hostil, hasta con carteles de cuestionamiento. Sea por la sobrevivencia de viejos rencores, envidias o temores, el hecho es que hubo de retornar entonces a Montevideo, donde, relata Lynch, “los dirigentes del país aplaudieron su buen juicio al distanciarse de los dos partidos en disputa en Buenos Aires, el ejército organizó desfiles en su honor, la prensa le trató
Al llegar a Buenos Aires, San Martín se encontró con una recepción muy poco amistosa, entre indiferente y hostil con respeto, las damas de la alta sociedad le agasajaron, la opinión pública le veía como un héroe popular y sus amigos se apiñaban a su alrededor. Un libertador tan célebre estaba condenado a llamar la atención”. El juez decano, Benito Llambí, le ofreció una fiesta en donde no faltaron ni Lavalleja ni Rondeau ni Joaquín Suárez ni Gabriel Antonio Pereira ni nadie que fuera algo. Rivera estaba en Durazno, en campaña, y mandó al general Pozzolo en su nombre a expresar su respeto. Se me hace grato evocar este último recuerdo rioplatense de San Martín, que lo vincula a Montevideo con una nota final de benevolencia entre tantas amarguras. En nuestra ciudad nombró apoderados para
cuidar sus bienes y retornó a Europa: “Qué quiere que le diga”, le escribió a su amigo Guido, “que estoy bueno, que estoy aburrido y que siento los males de nuestra Patria estoica”. Así terminó su periplo rioplatense el héroe de la Argentina y libertador de Chile y Perú. Su legado, sin embargo, está vivo, aunque todavía el anacronismo asalte sobre su biografía. Hay quienes saludan su liberalismo, su respeto a los derechos de indios, negros y pobres, pero vituperan su tendencia monárquica, que se explica en su época, porque su pasión era la independencia y su terror, la anarquía. Llegó acá coronel español a emprender la aventura de una lucha por la independencia americana, a la que signó con la audacia de aventuras como el cruce de los Andes, la dignidad y el desprendimiento en el ejercicio del poder, la honradez de su conducta y un profundo sentido democrático. Cuando él pensó en la monarquía su modelo era Inglaterra; por eso podía no ser republicano pero sí profundamente demócrata. El otro gran Libertador, el del Norte, vivía de otra manera. Lo que en San Martín era sobriedad en Bolívar era extroversión, para hablar, para escribir, para filosofar. Aristócrata de nacimiento, su concepción, sin embargo, fue siempre republicana, por un enorme apego a la libertad y la igualdad, pero no tan democrática en el gobierno por un acendrado centralismo que le llevó hasta proponer una presidencia vitalicia. Mucho más político que
San Martín, transigía con caudillos y realidades sociales. Su ambición carecía de límites, geográficos y temporales, bien distinta a la de San Martín, siempre pronto a limitar su ímpetu personal. Si el legado sanmartiniano es más moral, el de Bolívar es más político. Ambos comparten, sin embargo, la gloria de una independencia forjada con impulso épico, el heroísmo del sacrificio personal y la construcción de
Debemos prevenirnos del uso bastardo de estas figuras homéricas a las que se les quiere hacer decir lo que nunca dijeron patrias que soñaron dignas. El propio Bolívar escribió que “para juzgar de las revoluciones y de sus actores, es menester observarlos muy de cerca y juzgarlos muy de lejos”. Por eso, las conmemoraciones de hoy han de ser, ante todo, una ventana de altura y dignidad para mirar a nuestras naciones y un fuerte llamado a prevenirnos del uso bastardo de estas figuras homéricas a las que tantas veces, con grosera explotación política, se les quiere hacer decir lo que nunca dijeron o representar lo que nunca representaron. © LA NACION El autor fue presidente de la República Oriental del Uruguay
Un proyecto que es un cheque en blanco GRACIELA CAMAÑO PARA LA NACION
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L proyecto de ley enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso, que junto con la presentación en los tribunales sintetiza la interpretación presidencial del tema Papel Prensa, demuestra, palmariamente, improvisación. De su análisis surge con claridad que se está pretendiendo regular una materia comprendida dentro de un derecho “preferido” o “de valor estratégico y fundamental”, como lo dicen prestigiosos constitucionalistas (Bidart Campos, Badeni y otros). Ellos nos recuerdan que todo aquello que hace materialmente a la posibilidad de expresarse queda comprendido en aquel derecho. Se trata de un “derecho natural”, es decir, preexistente a cualquier ordenamiento jurídico fundamental, connatural al individuo. Para darnos una idea de esto, Belgrano señalaba que le era tan natural al individuo como su respiración. Como tal, no es necesario consagrarlo, sino, en todo caso, garantizarlo. La regla, en esta materia, es la no regulación o reglamentación. En este sentido, los autores coinciden en señalar que a nivel “prensa” o “imprenta”, que son las especies del género “libertad de expresión” históricamente contemplados en la Constitución nacional (el art. 14 es de 1853; el art. 32 se incorpora en la reforma de 1860) y los Tratados Internacionales de Derechos Humanos con Jerarquía Constitucional, la mejor reglamentación es la que no se dicta. Lo que no supone estar hablando de un derecho absoluto, pues todos resultan
pasibles de reglamentación. Pero sí de la necesidad, en este caso, de tener en cuenta que toda pretensión reguladora debe interpretarse con criterio sumamente restringido. La reglamentación puede ser necesaria, o aun conveniente, sólo en algunos casos: * En materia de radiodifusión, porque para garantizarla se impone regular un espectro limitado como el hertziano. En este caso, la reglamentación hace a que se pueda ejercer con efectividad el derecho, ya que regula el uso de un medio precisamente escaso o finito. * En materia de gravámenes, que se consideran “razonables” en tanto y en cuanto el periodismo es ejercido por medio
La libertad de expresión es un derecho natural preexistente a cualquier ordenamiento jurídico, y la regla es su no regulación de empresas que adoptan formas comerciales o industriales y dado que suponen un giro económico que persigue el lucro: no pueden quedar al margen de los mismos por el principio de igualdad. * Para establecer responsabilidades, puesto que no censura no significa irresponsabilidad ulterior, dado que no hay inmunidad ni impunidad de prensa, y de ahí las consecuencias disvaliosas de la calumnia y la injuria penales, y la
responsabilidad civil que puede derivarse de lo que se diga. Por otra parte, y regresando a esta iniciativa del Ejecutivo, si se proclama como verdad lo que no es tal, y se lo hace para llegar a una conclusión, sin duda se arribará a una síntesis sólo aparente, no real, a un resultado equivocado. Es decir, si se construye desde un falso silogismo, si peca de falsa alguna de sus premisas, se actúa sofísticamente. Hay una relación de medio a fin caprichosamente mentirosa en eso de intentar decir “como hay monopolio en la fabricación y comercialización del papel y no se lo asegura para todos, debe regularse”. En realidad, se debería no ya regular, sino actuar desde los claros principios y reglas constitucionales para permitir fabricar, comercializar e importar, en su caso, el papel necesario. De ahí que en la iniciativa se esconde el verdadero propósito, que es otro y que busca, desde la proclama del interés general, perjudicar a algún particular. Lo que se presenta como un fundamento es, en realidad, una excusa. Por otro lado, declarar el interés público como lo hace no tiene sentido y, en todo caso, más allá de la ambigüedad y la profusión de significados de la expresión, comporta el riesgo de que el Ejecutivo tome esa declaración como punto de partida para disponer cualquier cosa, por ejemplo, la intervención de la empresa, o cualquier otra decisión restrictiva. Ocurre que no es una declaración inocente. En primer lugar, porque al no
haber contenido normativo en la iniciativa, resulta imposible saber la razón, el sentido de semejante proclama. Por otro lado, no es difícil suponer que se la quiera asociar con aquella noción de utilidad pública que en el orden administrativo sirve de basamento a restricciones y límites al dominio (expropiaciones, servidumbres, etcétera). Y aun porque en lo que a derechos individuales respecta, la Corte Suprema ha tenido ocasión de decir que “la noción de interés público remite a un fuerte interés estatal en su protección, sea por su trascendencia social o en virtud de las características de los sectores afectados” (in re “Halabi, Ernesto c/PEN ley 25873 dto. 156/04 s/Amparo). De
Esa injerencia viene de la mano de una reglamentación futura que elaborará el propio Poder Ejecutivo ahí que es dable suponer que en función de esa declaración se podrá potenciar la injerencia del Estado en la materia. Pero insisto en esto: se revela mucho menos inocente. Como se advierte, esa injerencia viene de la mano de una reglamentación desconocida, potencial, eventual y futura y, para colmo, a elaborarse por el propio Ejecutivo, ya que se delega a él mismo la elaboración de la ley reglamentaria, como si el Congreso
no pudiera elaborarla por sí. O como si el Ejecutivo no pudiera enviarla junto con la declaración que postula. Convengamos que, mínimamente, este temperamento no es serio, no es republicano ni democrático. ¿Qué ley es esta que pretende que sancionemos el Poder Ejecutivo? Ninguna. Sólo esconde el librado de un cheque en blanco en favor del gobierno de turno. ¿No estarían los legisladores muy cerca de cometer el delito previsto en el artículo 29 de la Constitución al consentir la aprobación de algo semejante? ¿Más aún en este tiempo, cuando reivindica el Congreso su potestad legislativa y cuando, sobre una materia vedada a la restricción, en lugar de reglamentar por sí, delegaría? Finalmente, otro dislate de este proyecto es propiciar la creación de una comisión bicameral. La creación de cualquier autoridad, organismo o cuerpo comporta censura en materia tan sensible. Lamentablemente, el festejo del Bicentenario parece haber inspirado a algunos para desempolvar la Junta Protectora de la Libertad de Imprenta de aquel decreto de libertad de imprenta de 1811. No es concebible, a estas alturas de la vida independiente de nuestra Nación, apelar a semejantes anacronismos. Parece que queremos desandar esos 200 años. Una verdadera pena. © LA NACION
La autora es diputada nacional por el PJ disidente y preside la Comisión de Asuntos Constitucionales