Derrida: el amor a la diferencia

25 ene. 2013 - museo y sus grandes avenidas, “Argel la Blan- ca” se muestra como la vidriera de Francia en. África. Todo
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6 | ADN CULTURA | Viernes 25 de enero de 2013

Derrida: el amor a la diferencia El pensador creó estrategias filosóficas para ahondar en las fisuras del pensamiento occidental Ariel Pennisi Para La nacion

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acques Derrida parte de una ruptura al considerar que “no hay afuera del texto”, es decir, no hay el texto y, separadamente, los distintos niveles de realidad. Como consecuencia, desbarata la primacía del fenómeno como realidad objetiva y el privilegio de la conciencia como unidad facultada. Así, creaciones como “deconstrucción”, “différance”, “diseminación”, “archi-escritura”, “injerto”, entre otras, le permiten desentrañar transformaciones, instancias inconscientes y relaciones inesperadas que anidan en lo más hondo de la conformación de la cultura occidental. Hay tanto texto en el mundo como mundo en los textos, de modo que los dispositivos conceptuales y, finalmente, la escritura, son las herramientas y el dominio en que los diferentes registros de la vida adquieren sentidos más allá de las oposiciones rígidas con que solemos leer la realidad. “La forma fascina cuando no se tiene ya la fuerza de comprender la fuerza en su interior. Es decir, crear.” Así anuncia Derrida en el primer ensayo de La escritura y la diferencia los riesgos de la crítica literaria, para avanzar luego sobre el estructuralismo: “Ser estructuralista es fijarse en primer término en la organización del sentido, en la autonomía y el equilibrio propio, en la constitución lograda de cada momento, de cada forma, es rehusarse a deportar a rango de accidente aberrante todo lo que un tipo ideal no permite comprender.” Si la búsqueda de formas que no cierren va más allá del campo literario o incluso más allá de la experiencia estructuralista, el problema pasa por generar cada vez las condiciones para modos de mirar, percibir y crear capaces de asumir el devenir imprevisible entre una espada llamada totalidad y una pared ausente de sentido. Justamente, por la imposibilidad que tienen los discursos y las prácticas de aislar un sentido único centralizador o enunciar un sentido general, emerge en Derrida la “deconstrucción”. Más que de un método o de un concepto fijo, se trata de una suerte de disposición ante los desplazamientos, giros, accidentes, lagunas de la lengua y, mejor aun, de las situaciones entendidas como “textos”, funcionando en contextos específicos. Así, reenvía nuestra atención hacia las fuerzas vitales, inconscientes, deseantes, que disputan y organizan nuestras formas y, a su vez, entiende esas relaciones y variaciones de fuerza como campos estratégicos sin estratega, sin una conciencia clara o una intencionaAriel Pennisi es licenciado en Comunicación y docente universitario

lidad tendiente a un fin. De ese modo no hay intérprete que no forme, al mismo tiempo, parte en la situación de una mirada o una relación cualquiera. Fuera de la situación sólo hay enjuiciamiento, es decir, prejuicio. La deconstrucción vive en las fisuras de la tradición occidental, que está fundada en la unificación de la percepción y la capacidad de comprensión bajo la figura de una razón suficiente y autorrefleja. El trabajo de la deconstrucción nos coloca de cara a las condiciones que hacen posibles al lenguaje tal como viene formateado y a la razón misma, ahora historizada y desmentida como pilar de la metafísica. Descomponer procesos significantes es una tarea importante en el largo y heterogéneo camino de Derrida, pero él mismo supo renegar del modo en que la deconstrucción –tal vez por el abuso recurrente de su carácter negativo– se inscribió culturalmente. Derrida nombra un recorrido que, antes que una obra, es un mapa de preguntas, invenciones y polémicas o alianzas. Basta recordar su lectura de Freud, su apropiación de Nietzsche y de Marx, su admiración por Foucault y Borges, la literatura, la pintura, el estructuralismo, su relación ambigua con Heidegger, Husserl y la fenomenología contemporánea, el debate con Paul Ricoeur, su tensa lectura de Platón… “De desvío en desvío”, se afirmó en la différance, es decir, en la pura vitalidad de la diferencia que es, al mismo tiempo, condición del principio de identidad que tiende a negarla (por ejemplo, cuando se afirma “uno hombre es esto o aquello”, “esto es sano, aquello no”) y producción de las diferencias como resistencia e insistencia renovadora. La noción francesa de différance permanece sin traducción al español (el cambio ortográfico de e por a en esa palabra no implica cambio fonético en francés), revela sólo en la escritura la dimensión indecidible entre actividad y pasividad de lo que difiere, del Ser como diferencia: las diferencias no se organizan en términos opositivos, sino como diferenciales proliferantes y afirmativos. La différance es un dispositivo conceptual que, entre deriva y estrategia, habilita relaciones múltiples con experiencias y construcciones también múltiples. Nos mantiene en relación de apertura con lo que ignoramos, en un rodeo infinito que dibuja un modo de habitar característico de la escritura de Derrida. ¿Es acaso la escritura el lugar de acogimiento de lo ignorado en cuanto tal? Escribir supone la aventura de no saber adónde se va, es ese rodeo sin dirección que apuesta todo saber a una cifra desconocida, a una zona imprecisa que define la inconmensurabilidad entre saber y no saber. C

Viene de la página 4 convertirlo al menos en un relato entre otros posibles. Pero, para lograrlo, necesitaría realizar un trabajo, lanzarme en una aventura de la que hasta ahora no he sido capaz. Inventar, inventar un lenguaje, inventar modos de anamnesis…

Poco a poco, las alusiones a la infancia se van volviendo menos reticentes. En Ulises gramófono, en 1987, cita su nombre de pila secreto, Élie, el que le fue dado en el séptimo de sus días. En Mémoires d’aveugle [Memorias de ciego], tres años después, evoca su “celo herido” respecto de los talentos de dibujante que la familia reconocía en su hermano René. El año 1991 marca un vuelco, con el volumen Jacques Derrida, que se publica en la colección Les Contemporains de Seuil: no solamente la contribución de Jacques Derrida, “Circonfesión”, es de punta a punta autobiográfica, sino que además, en el “Curriculum Vitae” que sigue al análisis de Geoffrey Bennington, el filósofo acepta plegarse a lo que designa como “la ley del género”, aunque lo hace con una diligencia que su coautor califica púdicamente como “desigual”. Pero claramente la infancia y la juventud son las partes privilegiadas, al menos en lo que se refiere a notaciones personales. A partir de este momento, las páginas autobiográficas se hacen cada vez más numerosas. Como reconoce Derrida en 1998, “durante las dos últimas décadas […], de un modo a la vez ficticio y no ficticio, los textos en primera persona se han ido multiplicando: actos de memoria, confesiones, reflexiones sobre la posibilidad o la imposibilidad de la confesión”. A poco de comenzar a reunirlos, estos fragmentos proponen un relato notablemente preciso, aunque también es repetitivo y lagunoso a la vez. Se trata de una fuente inapreciable, la principal para este período, la única que nos permite evocar esa infancia de manera sensible y como desde el interior. Pero estos relatos en primera persona –cabe recordarlo– deben ser leídos ante todo como textos. Deberíamos acercarnos a ellos con tanta prudencia como a las Confesiones de san Agustín o de Rousseau. Y, de todas maneras –como reconoce Derrida– se trata de reconstrucciones tardías, tan frágiles como inciertas: “Intento recordar, más allá de los hechos documentados y las referencias subjetivas, qué era lo que podía pensar, sentir, en aquel momento, pero esos intentos casi siempre fracasan”. Lamentablemente, las huellas materiales que uno puede agregar y confrontar con este abundante material autobiográfico son pocas. Gran parte de los papeles familiares parece haber desaparecido en 1962, cuando los padres de Derrida dejaron precipitadamente El Biar. No encontré ninguna carta del período argelino. Y, a pesar de mis esfuerzos, me fue imposible echar mano al más mínimo documento en las escuelas a las que asistió. Pero tuve la oportunidad de poder recoger cuatro valiosos testimonios de aquellos lejanos años: los de René y Janine Derrida –el hermano mayor y la

En Ulises gramófono, el filósofo cita su nombre de pila secreto, Élie, que le fue dado en su séptimo día Como muchas familias judías, los Derrida llegaron a Argelia desde España, mucho antes de la conquista francesa hermana de Jackie–, el de su prima Micheline Lévy y el de Fernand Acharrok, uno de sus más íntimos amigos de aquel entonces. En 1930, el año de su nacimiento, Argelia celebra con gran pompa el centenario de la conquista francesa. Durante su viaje, el presidente de la República, Gaston Doumergue, celebra “la admirable obra de colonización y civilización” realizada desde hacía un siglo. Ese momento es considerado por muchos como el apogeo de la Argelia francesa. Al año siguiente, en el bosque de Vincennes, la Exposición Colonial recibirá a 33 millones de visitantes, mientras que la exposición anticolonialista pensada por los surrealistas apenas logra un muy modesto éxito. Con sus 300 mil habitantes, su catedral, su museo y sus grandes avenidas, “Argel la Blanca” se muestra como la vidriera de Francia en África. Todo busca recordar las ciudades de la metrópoli, empezando por el nombre de las calles: avenida Georges Clemenceau, bulevar Gallieni, calle Michelet, plaza Jean Mermoz, etc. Allí, los “musulmanes” o “indígenas” –como se llama generalmente a los árabes– son levemente minoritarios respecto de los “europeos”. La Argelia donde crecerá Jackie es una sociedad profundamente desigual, tanto en el plano de los derechos políticos como en el de las condiciones de vida. Las comunidades se codean pero casi no se mezclan, sobre todo cuando se trata de casarse. Como muchas familias judías, los Derrida llegaron desde España mucho antes de la conquista francesa. Desde el comienzo mismo de la colonización, los judíos fueron considerados por las fuerzas de ocupación francesas como auxiliares y aliados potenciales, lo cual los alejó de los musulmanes, con los que hasta entonces se mezclaban. Otro acontecimiento va a separarlos aún más: el 24 de octubre de 1870, el ministro Adolphe Crémieux da su nombre al decreto que naturaliza en bloque a los 35 mil judíos que viven en Argelia. Pero esto no impide que a partir de 1897 se desencadene el antisemitismo en Argelia. Un año después, Édouard Drumont, el tristemente famoso autor de La Francia judía, es elegido diputado de Argel. Una de las consecuencias del decreto Crémieux es la creciente asimilación de los judíos en la vida francesa. Se conservan las tradiciones religiosas, pero en un espacio exclusivamente privado. Se afrancesan los nombres ju-