¿De qué sirve el profesor?

21 may. 2007 - en Groenlandia, es algo que sólo lo puede decir la escuela. Y si alguien objetase que a veces también hay
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Notas

Lunes 21 de mayo de 2007

LA NACION/Página 17

¿De qué sirve el profesor? Por Umberto Eco Para LA NACION

¿E

N el alud de artículos sobre el matonismo en la escuela he leído un episodio que, dentro de la esfera de la violencia, no definiría precisamente al máximo de la impertinencia... pero que se trata, sin embargo, de una impertinencia significativa. Relataba que un estudiante, para provocar a un profesor, le había dicho: “Disculpe, pero en la época de Internet, usted, ¿para qué sirve?” El estudiante decía una verdad a medias, que, entre otros, los mismos profesores dicen desde hace por lo menos veinte años, y es que antes la escuela debía transmitir por cierto formación pero sobre todo nociones, desde las tablas en la primaria, cuál era la capital de Madagascar en la escuela media hasta los hechos de la guerra de los treinta años en la secundaria. Con la aparición, no digo de Internet, sino de la televisión e incluso de la radio, y hasta con la del cine, gran parte de estas nociones empezaron a ser absorbidas por los niños en la esfera de la vida extraescolar. De pequeño, mi padre no sabía que Hiroshima quedaba en Japón, que existía Guadalcanal, tenía una idea imprecisa de Dresde y sólo sabía de la India lo que había leído en Salgari. Yo, que soy de la época de la guerra, aprendí esas cosas de la radio y

confrontación de opiniones, una discusión sobre lo que se aprende en la escuela y lo que viene de afuera. Es cierto que lo que ocurre en Irak lo dice la televisión, pero por qué algo ocurre siempre ahí, desde la época de la civilización mesopotámica, y no en Groenlandia, es algo que sólo lo puede decir la escuela. Y si alguien objetase que a veces también hay personas autorizadas en Porta a Porta (programa televisivo italiano de análisis de temas de actualidad), es la escuela quien debe discutir Porta a Porta.

Los medios de difusión masivos informan sobre muchas cosas y también transmiten valores, pero la escuela debe saber discutir la manera en la que los transmiten, y evaluar el tono y la fuerza de argumentación de lo que aparecen en diarios, revistas y televisión. Y además, hace falta verificar la información que transmiten los medios: por ejemplo, ¿quién sino un docente puede corregir la pronunciación errónea del inglés que cada uno cree haber aprendido de la televisión?

Pero el estudiante no le estaba diciendo al profesor que ya no lo necesitaba porque ahora existían la radio y la televisión para decirle dónde está Tombuctú o lo que se discute sobre la fusión fría, es decir, no le estaba diciendo que su rol era cuestionado por discursos aislados, que circulan de manera casual y desordenado cada día en diversos medios –que sepamos mucho sobre Irak y poco sobre Siria depende de la buena o mala voluntad de Bush. El estudiante estaba diciéndole que hoy existe

Internet, la Gran Madre de todas las enciclopedias, donde se puede encontrar Siria, la fusión fría, la guerra de los treinta años y la discusión infinita sobre el más alto de los números impares. Le estaba diciendo que la información que Internet pone a su disposición es inmensamente más amplia e incluso más profunda que aquella de la que dispone el profesor. Y omitía un punto importante: que Internet le dice “casi todo”, salvo cómo buscar, filtrar, seleccionar, aceptar o rechazar toda esa información. Almacenar nueva información, cuando se tiene buena memoria, es algo de lo que todo el mundo es capaz. Pero decidir qué es lo que vale la pena recordar y qué no es un arte sutil. Esa es la diferencia entre los que han cursado estudios regularmente (aunque sea mal) y los autodidactas (aunque sean geniales). El problema dramático es que por cierto a veces ni siquiera el profesor sabe enseñar el arte de la selección, al menos no en cada capítulo del saber. Pero por lo menos sabe que debería saberlo, y si no sabe dar instrucciones precisas sobre cómo seleccionar, por lo menos puede ofrecerse como ejemplo, mostrando a alguien que se esfuerza por comparar y juzgar cada

En una buena clase hay discusión sobre lo que se aprende en la escuela y lo que viene de afuera

Cualquiera puede almacenar datos, pero decidir qué vale y qué no vale recordar es un arte muy sutil

las noticias cotidianas, mientras que mis hijos han visto en la televisión los fiordos noruegos, el desierto de Gobi, cómo las abejas polinizan las flores, cómo era un Tyrannosaurus rex y finalmente un niño de hoy lo sabe todo sobre el ozono, sobre los koalas, sobre Irak y sobre Afganistán. Tal vez, un niño de hoy no sepa qué son exactamente las células madre, pero las ha escuchado nombrar, mientras que en mi época de eso no hablaba siquiera la profesora de ciencias naturales. Entonces, ¿de qué sirven hoy los profesores? He dicho que el estudiante dijo una verdad a medias, porque ante todo un docente, además de informar, debe formar. Lo que hace que una clase sea una buena clase no es que se transmitan datos y datos, sino que se establezca un diálogo constante, una

vez todo aquello que Internet pone a su disposición. Y también puede poner cotidianamente en escena el intento de reorganizar sistemáticamente lo que Internet le transmite en orden alfabético, diciendo que existen Tamerlán y monocotiledóneas pero no la relación sistemática entre estas dos nociones. El sentido de esa relación sólo puede ofrecerlo la escuela, y si no sabe cómo tendrá que equiparse para hacerlo. Si no es así, las tres I de Internet, Inglés e Instrucción seguirán siendo solamente la primera parte de un rebuzno de asno que no asciende al cielo. (Traducción: Mirta Rosenberg) LA NACION/L’Espresso (Distributed by The New York Times Syndicate)

El olvido de la convivencia U

NA sociedad se basa en un pacto de convivencia, fundado en la ley y en el respeto, y los argentinos lo rompimos. Es necesario reclamar la aplicación de la ley. En estos días, los graves incidentes de Constitución llevaron a algunos analistas a sostener que la Argentina es un país anómico, al margen de la ley. No cabe duda de que esa aseveración es absolutamente correcta. Pero esa solución es insuficiente: nuestro país tiene una enfermedad todavía más profunda, que es la ruptura de los valores de la convivencia. Si bastara con hacer cumplir la ley, la solución sería compleja –en un Estado donde nadie respeta la ley–, pero sería posible. Sabríamos que ésa es la píldora correcta para la enfermedad, aunque no supiéramos cómo aplicarla. Pero el dilema es más grave: dado que el desorden social está muy extendido, porque los que incumplen la ley son tantos –policías, gobernantes, trabajadores, piqueteros y ciudadanos que

cortan calles y puentes o pasan con luces en rojo–, no habría suficientes controladores para supervisar a los controlados. Lo que falta en nuestro país es, también, lo que el hombre de a pie llamaba, con sencillez, respeto por el otro, que incluye el respeto por uno mismo. Una expresión que, curiosamente, ya no se suele mencionar. Más agudos observadores de la realidad podrán decir si ese quiebre de la ley y, básicamente, del pacto social entre los argentinos tiene su origen en los años treinta y cuarenta (cuando se produjo la ruptura del pacto constitucional, pacto social por excelencia), en los atroces años setenta, cuyos protagonistas, de uno y otro lado, rompieron las reglas de respeto por la vida o por la libertad; en la inflación que caracterizó a los años setenta y ochenta, que contribuyó a crear la imagen de desorden, o si fue el colapso de 2001 el que produjo el mayor quiebre de nuestra propia visión de país y de sociedad.

Por Adrián Ventura De la Redacción de LA NACION ¿Quiénes somos y hacia dónde vamos? Hoy, seguramente, muy pocos sabrán responder esas preguntas. ¿Soy un trabajador, un profesional o soy, durante un rato, a la hora de reclamar, un piquetero? Mucha gente que trabaja llegó a la conclusión de que incomodar al prójimo –cortando calles, autopistas, interrumpiendo la circulación de subtes– es una forma legítima de protesta. Todo vale y también vale, entonces, la agresión. Todo el mundo tiene derecho a protestar de la forma que le plazca. Pero no toda forma de protesta contribuye de igual modo a la convivencia. La protesta ininterrumpida también es una forma de agredir a la sociedad de la que participamos, ya muy crispada, día tras día, por obra de nuestros funcionarios, que desatienden los problemas y muchas veces usan

la provocación y el conflicto como mecanismos de gobierno. La violencia, muchas veces, proviene de arriba. Pero tiene acogida en una sociedad que gusta de cierto grado de violencia y de agresión. Algo nos pasa. Los gobiernos son agresivos: los hechos de Neuquén, donde murió un manifestante; los de Santa Cruz, donde se reprimió a los empleados pero se escondió la mano de quien tomaba la decisión; la declaración del gobernador Julio Cobos, que dijo que reprimirá el delito manejándose al filo de la ley, son expresiones de esa agresión. Y también lo es la amenaza violenta de Kirchner de echar “a patadas” a los emprearios de trenes que no cumplen con los servicios. El fuego no apaga el fuego. La agresión, a veces, es producto de la omisión. En un país invadido por la droga, el

ministro del Interior, Aníbal Fernández, y el titular de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar) se pelean por el control de un organismo que tiene intervención en la lucha contra ese flagelo, en el mismo momento en que una jueza federal de Santa Fe y un fiscal general denuncian que, en ese distrito, la droga circula y se comercializa con protección de las fuerzas de seguridad. No trascendió ninguna reacción a esta denuncia grave; tan sólo se conoce aquella otra pelea. La burla también es una forma de agresión. Pero también somos agresivos los argentinos con nosotros mismos cuando nos empujamos sin miramientos al caminar, cuando nos insultamos sin contemplación ante hechos nimios y cuando intentamos que tres automóviles quepan en el lugar donde puede pasar uno solo. Quizá si tuviéramos un sistema

legal absolutamente eficiente, que pudiera controlar todas esas situaciones y sancionarlas con todo el rigor de la ley, los ciudadanos dejaríamos automáticamente de molestarnos y los gobiernos cumplirían con su deber. Pero no es posible multar todas las luces rojas ni todos los desperdicios que arrojamos a la calle, ni todos los actos de corrupción de funcionarios y policías. Esa posibilidad es la ideal, pero es distante y, por ahora, no está a la vista que vaya a ocurrir. La solución pasa, sí, por velar por la aplicación de la ley, pero también por saber quiénes somos, qué queremos hacer de nuestro país y de la sociedad y qué queremos hacer de nosotros mismos. No hay respeto sin ley, pero tampoco es posible aplicar la ley si no aprendemos a respetarnos y si no aceptamos que vivir en sociedad es más que votar –bastante mal– una vez cada dos años e insultarnos el resto del tiempo. © LA NACION

Diálogo semanal con los lectores

¿Mi Buenos Aires querido? “C

ON motivo de la publicación de una entrevista con Horacio Ferrer en la sección Última Página, se me ha creado una confusión. En esa nota se habla de Mi Buenos Aires querido, la obra musical de Gardel, que da Buenos Aires como masculino. Siempre he creído que los nombres de las ciudades son femeninos, no sé si porque la palabra ciudad lo es, pero siempre lo he pensado y lo he oído decir así. He buscado en distintas fuentes y no he encontrado nada que me aclare el género”, escribe Emilio Bourdieu. Algunos nombres de ciudades son masculinos y otros son femeninos, pero incluso los que suelen construirse como masculinos admiten generalmente el femenino. Y el motivo es, como intuye el lector, que el sustantivo ciudad es femenino. Buenos Aires suele construirse como masculino, esto es, con artículos y adjetivos concertados en masculino, pero, así como tenemos la obra de Carlos Gardel Mi Buenos Aires querido, tenemos la de Manuel Mujica Lainez titulada Misteriosa Buenos Aires. Las dos construcciones son correctas. Leemos en el Diccionario panhispánico de dudas, de la Real Academia Española: “En la asignación de género a los nombres propios de países y ciudades influye sobre todo la terminación, aunque son muy frecuentes las vacilaciones. En general puede decirse que los nombres de países que terminan en -a átona concuerdan en femenino con

los determinantes y adjetivos que los acompañan: «Serán los protagonistas de la Colombia del próximo siglo» (Tiempo [Col.] 2.1.90); «Hizo que la vieja España pensara sobre sus colonias» (Salvador Ecuador [Ec. 1994]); mientras que los que terminan en -a tónica o en otra vocal, así como los terminados en consonante, suelen concordar en masculino: «Para que [...] construyan juntos el Panamá del futuro» (Siglo [Pan.] 15.5.97); «El México de hoy ya no es el México de hace tres años» (Proceso [Méx.] 19.1.97); «La participación de Rusia en el Iraq que resultará de la guerra dependerá de si adopta una ‘postura constructiva’ en la ONU» (Razón [Esp.] 9.4.03). En lo que respecta a las ciudades, las que terminan en -a suelen concordar en femenino: «Hallado un tercer foro imperial en la Córdoba romana» (Vanguardia [Esp.] 10.3.94); mientras que las que terminan en otra vocal o en consonante suelen concordar en masculino, aunque en todos los casos casi siempre es posible la concordancia en femenino, por influjo del género del sustantivo ciudad: «Puso como ejemplo de convivencia cultural y religiosa el Toledo medieval» (Vanguardia [Esp.] 16.10.95); «Ya vuela [...] sobre la Toledo misteriosa» (Reyes Letras [Méx. 1946]); «El Buenos Aires caótico de frenéticos muñecos con cuerda» (Sábato Héroes [Arg. 1961]); «Misteriosa Buenos Aires» (Mujica Buenos Aires [Arg. 1985] tít.). Con el cuantificador todo antepuesto, la alternancia de género se da con todos los

Por Lucila Castro De la Redacción de LA NACION nombres de ciudades, independientemente de su terminación: «–¿Lo sabías tú? –Bueno, Javier, lo sabe todo Barcelona» (Mendoza Verdad [Esp. 1975]); «Por toda Barcelona corre un rumor de llanto y de promesa» (Semprún Autobiografía [Esp. 1977]). La expresión masculina «el todo + nombre de ciudad» se ha lexicalizado en países como México y España con el sentido de ‘élite social de una ciudad’: «Su pequeño bar es el lugar donde se reúne ‘el todo Barcelona’» (Domingo Sabor [Esp. 1992])”. El otro Borges Escribe Martha Vanbiesem de Burbridge: “Bajo la rúbrica «103 años de historia”, en la página 11 de la edición del día 9, leo

que Jorge Luis Borges ha sido profesor del Instituto del Profesorado en Lenguas Vivas. Para corregir el error, señalo que fue su padre, Jorge Guillermo Borges, quien fue profesor de psicología en el profesorado de inglés. A fin de aportar mayor precisión copio aquí su «foja de servicios» como aparece reproducida en la publicación El Lenguas Vivas: una tradición educativa, editada en noviembre de 1982 para celebrar el 75º aniversario de la fundación de los profesorados en la Escuela Normal de Lenguas Vivas, creación ésta de 1895, segunda escuela normal en Buenos Aires: “«Doctor Jorge Borges. Fecha de nacimiento: 24 de febrero de 1874. Lugar del id.: Paraná, Provincia de Entre Ríos. Estado civil: casado. Diploma que posee: doctor en Derecho y Ciencias Sociales. Origen del diploma: Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. Fecha en que comenzó a ejercer el profesorado: 17 de abril de 1905. Cátedras que desempeña actualmente: Psicología Pedagógica»”. Pellegrini padre “En una nota sobre el Jockey Club publicada el viernes 11, se dice que el padre del gran presidente argentino Carlos Pellegrini era italiano. No es así: era francés, de nombre Charles-Henri Pellegrini. Ingeniero recibido en París, vino a Buenos Aires en 1828, contratado por Rivadavia para las obras del puerto. Los acontecimientos políticos

comprometieron ese emprendimiento, por lo que se dedicó a pintar retratos de damas y personajes de la época, salones y tertulias porteñas, actividad en la que alcanzó bien ganada fama”, escribe Silvia Bayá de Lagache. Segunda vuelta “No deja de sorprender que en el periodismo, incluso en LA NACION, se insista en usar el sustantivo francés ballottage, siendo que el Diccionario de la Real Academia Española tiene incorporado el vocablo balotaje, con idéntico significado que dicha palabra francesa. Además, en el Diccionario panhispánico de dudas también figura balotaje, aunque se recomienda la expresión española segunda vuelta”, escribe Manuel Arenas. Agreguemos que balotaje por segunda vuelta es un americanismo (registrado en la Argentina, Uruguay, Bolivia y Paraguay) y que en francés ballottage designa, más precisamente, la situación que resulta de una votación en la que ningún candidato ha conseguido la mayoría requerida, lo que hace necesaria una segunda vuelta electoral, second tour, llamada scrutin de ballottage. © LA NACION Lucila Castro recibe las opiniones, quejas, sugerencias y correcciones de los lectores por fax en el 4319-1969 y por correo electrónico en la dirección [email protected].