Cuadernos de la lectio n.° 2 - Universidad Central

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Cuadernos de la Lectio, n.º 2 julio-diciembre · 2015

Elogio de la poesía

y otras revelaciones Juan Manuel Roca

FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES HUMANIDADES Y ARTE

Consejo Superior Jaime Arias Ramírez (presidente) Rafael Santos Calderón Fernando Sánchez Torres Jaime Posada Díaz Rubén Darío Llanes Mancilla (representante de los docentes) José Sebastián Suárez Rodríguez (representante de los estudiantes)

Rector Rafael Santos Calderón Vicerrector académico Luis Fernando Chaparro Osorio Vicerrector administrativo y financiero Nelson Gnecco Iglesias

Cuadernos de la Lectio es una publicación semestral del Departamento de Humanidades y Letras de la Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Arte. El Departamento de Humanidades y Letras expresa un especial agradecimiento al maestro Juan Manuel Roca y a Siglo del Hombre Editores por permitir la reproducción de los textos que se recogen en este número. issn: 2422-4707 Cuadernos de la Lectio, n.º 2 julio-diciembre · 2015 © Autor: Juan Manuel Roca © Ediciones Universidad Central Calle 21 n.º 5-84 (4.º piso). Bogotá, D. C., Colombia PBX: 323 98 68, ext. 1556

Preparación editorial Coordinación Editorial Dirección: Coordinación editorial: Diseño y diagramación: Preparación de textos: En la cubierta:

Héctor Sanabria Rivera Jorge Enrique Beltrán Álvaro Silva Herrán y Patricia Salinas Garzón Nicolás Rojas Sierra y César Augusto Saavedra René Magritte, Golconda, 1953. Óleo sobre lienzo. The Menil Collection, Houston, Texas.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia Prohibida la reproducción o transformación total o parcial de este material por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

CONTENIDO Palabras liminares

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El autor

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Selección de poemas

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Poética Palabras en la niebla El poema Las enfermedades del alma En el café del mundo Poema invadido por romanos Balada de los poetas encastillados Confesión de un solitario Las manos de Orlac (reflexiones en un concierto de piano)

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Arte de tiempo

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El beso de la Gioconda

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Poética de René Magritte, terapeuta de los caminos

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Elogio de la poesía

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PALABRAS LIMINARES Lector querido:

Tiene

en sus manos, y entre los ojos, el segundo cuaderno de la Lectio. Su avance, semestre tras semestre, va ampliando el testimonio de un momento. Este es aquel en el cual los estudiantes de posgrados en Creación Literaria se encuentran para oír y dialogar con maestros que, por su producción, rigor, renovaciones estéticas y conceptuales, ocupan un lugar destacado en las aventuras artísticas de la época. Este aleteo —y, en algunos casos, anudamientos de la palabra experta y la palabra en formación— potencia y hace destellos a las ambiciones de cada quien, a su brújula de incertidumbres en un mar levantisco, incierto. Volver a los Cuadernos, cuando los instantes de un encuentro, una duda, una huidiza epifanía, provocados por la palabra hablada, se asilaron en la memoria, puede ser útil para revivir el secreto tesoro que acompaña las soledades de estar siempre al principio. Hoy ingresa a la huella de esos testimonios una Lectio memorable: “Elogio de la poesía”. Impartida ella por un poeta que asumió, como pocos, los riesgos de un oficio que no es oficio, más bien, inmersión en el misterio, reto perpetuo que rescata del mundo no visto lo innombrable, su esencia escondida. Los poemas, selección del autor, y sus ensayos constituyen una muestra ejemplar: el poema, señal y realización de una voz poética reconocible en su lenguaje y en su constante salto al abismo; el ensayo —tierra firme de una tradición armada sin nomenclatura, fundada con intuición y esfuerzo, mediante visitas, asedios, sueños— deja ver su incansable ejercicio de minero de lo desconocido. Con ambos extrae imágenes, sonidos, palabras, compañías escogidas para una peregrinación sin final. Roberto Burgos Cantor

EL AUTOR La obra del maestro Juan Manuel Roca escudriña la noche, como el am-

plio recinto de la poesía; la muerte, como tope a la supuesta libertad del hombre; la libertad y la poesía, como términos siameses. Su palabra poética indaga, entre otras, las relaciones entre poesía y pintura, logrando evidenciar que, en la búsqueda incansable de la imagen, se descubre en el poema una pintura escrita, y en la obra pictórica, un poema de formas, luces y colores. La poesía, dice, “se mueve en los terrenos de la duda, en algo que avasalla todos los géneros artísticos hasta el punto de poder señalar que, donde no hay poesía, difícilmente hay arte”. Juan Manuel Roca Vidales, poeta y narrador colombiano nacido en Medellín, ha obtenido diversos reconocimientos nacionales e internacionales por su vasta obra poética y ensayística. Por una vida dedicada a la poesía, la Universidad del Valle, en 1994, y la Universidad Nacional de Colombia, en 2014, le concedieron el título de doctor honoris causa. Entre su múltiple obra poética cabe mencionar Luna de ciegos (Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia, 1976), Ciudadano de la noche (1989), Pavana con el diablo (1990), La farmacia del ángel (1995), Las hipótesis de nadie (Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura, 2004), Cantar de lejanía (Premio Casa de las Américas de Poesía José Lezama Lima, 2007) y Biblia de pobres (Premio Casa de América de Poesía Americana 2009). Algunas de sus antologías son las siguientes: País secreto (1988), Lugar de apariciones (2000) y Cantar de lejanía. Entre sus libros de ensayos se encuentran Museo de encuentros (1995), Cartógrafa memoria (2003), Galería de espejos (2012) y Asedios a la palabra (2015). Su obra ha sido publicada en varios países de América y Europa y ha sido traducida al francés, sueco, alemán, inglés, neerlandés e italiano. Adriana Rodríguez Peña

SELECCIÓN DE POEMAS

René Magritte, Time transfixed, 1938. Óleo sobre lienzo. Art Institute of Chicago.

Poética Tras escribir en el papel la palabra coyote hay que vigilar que ese vocablo carnicero no se apodere de la página, que no logre esconderse detrás de la palabra jacaranda a esperar a que pase la palabra liebre y destrozarla. Para evitarlo, para dar voces de alerta al momento en que el coyote prepara con sigilo su emboscada, algunos viejos maestros que conocen los conjuros del lenguaje aconsejan trazar la palabra cerilla, rastrillarla en la palabra piedra y prender la palabra hoguera para alejarlo. No hay coyote ni chacal, no hay hiena ni jaguar, no hay puma ni lobo que no huyan, cuando el fuego conversa con el aire.

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Palabras en la niebla Estoy sentado en medio de la niebla, en una silla sin forma ni color, en la desdibujada sala de un pequeño hotel del Valle de Cocora. En verdad, estoy sentado en un mueble de niebla, bajo un techo de niebla y en un mundo ciego que borra en su andadura las orillas. Hablo con una muchacha que no veo ni conozco asuntos triviales, novedades sobre la cerrazón del clima en las montañas del Quindío. Sé que es mulata por su acento y joven por su risa, erguida y levantada sobre sí misma, pues su voz me cae desde arriba, como un fruto maduro. Oigo bajar un caballo por la senda de grava, el castañeo de sus patas en los guijarros. No veo sus crines, los arreos ni el jinete que propicia su paso tardo y seguro. La muchacha camina hacia mi estancia,

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oigo su voz viniendo por el pasillo de madera, su voz que abre en la niebla una pequeña claridad. Ella extrae, como una ilusionista tras la plomiza cortina, una taza de café cuyo humo se confunde con el aire. Cuando me entrega el tazón entreveo su andar, una Pavlova montaraz y leve andando entre la bruma. Saboreo el café y su voz al mismo tiempo, envuelto en una ceguera suave y transitoria. Bogotá, enero de 2008

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El poema Lo cortejan escribanos y borrachos, lo recitan las damas blancas que cuentan el número de sílabas en sus frágiles collares de granizo, lo diseccionan como a un cadáver en la academia de la lengua, lo memorizan los idiotas que lo exhiben como a un perro de lujo en las pasarelas y en los grandes salones del verano, lo rasgan los poetastros envidiosos o le alteran sus fases, lo guardan en cofres las viudas que se abanican con plumas de ángel, lo portan los pederastas como si fuera una violeta en el ojal y párrocos y sacristanes lo remiten al limbo por el correo certificado de Dios. El verdadero poema sobrevive a tan fúnebre cortejo.

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Las enfermedades del alma Me da luna verte cruzar por una esquina cuando se enciende el faro de la isla y se apagan los barcos del contrabando. Me da río ver los muertos en los trenes desbocados que viajan hacia el mar de las Antillas. Me da nube mirar cómo trepan por el aire las calladas catedrales. Me da barca cuando cruzas, sonámbula, como si empujaras al viento. Me da libro el tren que parece la cremallera de la noche, la poderosa maquinaria que rebana dos tajos de oscuridad. Me dan buitres las noches góticas que se pueblan de cirios y cilicios.

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Me da puerto cuando el río sestea al mediodía entre bosques de pimienta o bajo los brazos de un samán. Me da Sur, mucho Sur, oír tu silencio que acompasa la música con su discreta percusión. Me da aguja la sombra cimbreante que vive cosida a tu belleza. Me da bar cuando escucho en la madrugada el taladro de la lluvia. Me da nieve el llanto de una niña que rompe el silencio del vecindario. Me da cafetal el nombre de mi país pronunciado en el exilio. Me da lunes pensar en la molienda de caña o de maíz. Me da arcángel el viento que llena de hojas secas los patios de la aurora. Me da nardo tu aliento que florece en la penumbra del cuarto.

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Me da noche la tinta derramada por descuido en el mantel de la tarde. Me da tigre el paso lento y seguro de los días. Me da Goya el rapto de un niño en una esquina de la noche. Me da África el remo abandonado cubierto de escamas. Me da mar la bailarina que suelta en el tablado el oleaje de sus pasos. Me dan cárcava las canciones populares que silba el vendedor de almejas. Me da hierro, me da Pound, el ascensor vacío que abre su túnel en la noche. Me da viento escuchar de tus labios la palabra lejanía. Me da Amazonas y lianas y chapoteos la palabra humedad.

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Me dan tren, me dan delta, los cantantes de blues, su repertorio de sombras. Me da bruma el paisaje fabril, la bandera del humo que oculta una luna amortajada. Me da jaula el jardín amaestrado por las manos del Rey. Me da grieta saber que soy un sueño, un ruido de pisadas en la casona del mundo.

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En el café del mundo Para Carlos Vidales

Por la mañana, cuando un sol de páramo merodea la ciudad, las meseras del café limpian las sobras de una conversación y las manchas que dejan en el piso las voces nocturnas. A alguien debió caérsele en el baño la palabra amor, pues no se soporta el olor a flor marchita que invade sus muros. Limpien, limpien las palabras regadas en el mantel o esparcidas como cigarros apagados en los rincones. Sólo son pavesas de voces, cenizas del verbo, frutas disecadas. Las meseras espantan a las moscas con un diario: las palabras no son hadas caídas de labios del fabulador, ni cadáveres en fuga hacia el vacío, pero las moscas se frotan las patas frente a sus melancólicos residuos. Tal vez al borde del vaso con restos de cerveza la palabra país se haga recuerdo pues hay algo de tela de araña, de ruina de tiempo, de un mestizaje de sueño y pesadumbre

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en torno de la mesa. Aún están las sillas con las patas arriba como carrileras o pirámides o torres de una Babel silenciosa y las meseras se aprestan a barrer un otoño de voces. Palabras que fueron mordidas con pasión o arrojadas por la espalda, palabras titubeantes en labios del herido o untadas de una tenaz melancolía, mariposas derribadas en su vuelo. Las meseras ignoran que limpian y barren las palabras, que algunas recorrieron el mundo, muelles y hangares, para venir a morir bajo una mesa. La palabra libertad que agitó su bandera de harapos se deshace entre los restos de la noche y no es fácil remendarla con agujas de lluvia. Ni perros ni gatos husmean los escombros donde se acumulan los sinónimos del hombre. Hasta la palabra miedo ha mudado de piel y ya no tiembla. Ah, diligentes meseras que ponen órden a los objetos aunque nadie los nombre. Yo las veo recogiendo pedazos de la palabra cristal, entre enceguecidos Narcisos que fingen no verse en aguas pantanosas. La palabra muerte no quiere deshacerse, se resiste a morir en el café de la noche. Las pulcras meseras recogen, entre papeles arrugados y sombras y cabellos y fantasmas, las sílabas del día, sus inciertas potestades. Limpien, limpien llanuras, suburbios, subterráneos, glaciares y jardines y patios y collares, el eco del silencio que atraviesa la noche.

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Poema invadido por romanos Los romanos eran maliciosos. Llenaron Europa de ruinas confabulados con el tiempo. Les interesaba el futuro, las huellas más que las pisadas. Los romanos, Casandra, eran mañosos. No fraguaron el Acueducto de Segovia como un ducto de agua y de luz. Lo pensaron como vestigio, como un absorto pasado. Sembraron de edificios roñosos Europa, de estatuas acéfalas engullidas por la gloria de Roma. No hicieron el Coliseo para que los tigres devoraran a su antojo a los cristianos, tan poco apetecibles,

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ni para ver ensartadas como entremeses del infierno a las huestes de Espartaco. Pensaron su ruina, una ruina proporcional a la sombra mordida del sol que agoniza. Mi amigo Dino Campana pudo haber saltado a la yugular de uno de sus dioses de mármol. Los romanos dan mucho en qué pensar. Por ejemplo, en un caballo de bronce de la Piazza Bianca. Al momento de restaurarlo, al asomarse a su boca abierta, encontraron en el vientre esqueletos de palomas. Como tu amor, que se vuelve ruina mientras más lo construyo. El tiempo es romano.

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Balada de los poetas encastillados Los poetas encastillados no hacen caso a los heraldos que deslizan debajo de sus puertas una herida, alguna llaga, y que traen noticias de la guerra. Afuera, los pingajos de quienes viven tras alambradas y entre reses muertas que tasajea el matarife, son un paisaje que ofende sus medidas estrofas. Más allá de los muros del castillo se libran escaramuzas entre gentes que habitan dos bandos distintos de una misma y fecunda miseria. Desde sus torres almenadas, los poetas encastillados apuntan sus catalejos hacia un país de banderas que guardan luto por el viento y bajan a toda máquina los puentes levadizos que conducen a un jardín de rosas dormidas. ¡Tocad, ordenan a sus músicos, que el ruido de la aldea no perturbe el canto de la alondra, que la gleba no espante al unicornio que pasta en cada verso!

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Confesión de un solitario Llevo años, buenos años, viviendo con Nadie. Sin darme cuenta, sin hacer esfuerzos, me acostumbré a las costumbres de Nadie. A punto de demandar mi atención ocurre que siempre se arrepiente. Quizá lo hace para no entrar de rondón en mis silencios. De las lenguas de Babel Nadie elige un habla cautelosa. Ni siquiera cuando tropiezo y maldigo da muestras de sorpresa o de disgusto. Que yo encienda la lámpara del desvelo o entone una antigua canción en la alborada no es motivo de molestias para Nadie. No hace preguntas cuando regreso de viaje, de una ciudad cuyas calles nunca desembocan o de un crucero por las provincias del mangle. Llevarle flores a Nadie es darle hojas al otoño, pues ha hecho del silencio su jardín.

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Las manos de Orlac (reflexiones en un concierto de piano) Una vieja película del cine negro narra la historia de Orlac. Tras su ejecución, a Stephen Orlac, lanzacuchillos de circo y asesino, le amputan las manos y las trasplantan a un pianista que ha perdido las suyas en un tren descarrilado. Las manos se niegan a obedecer al nuevo cuerpo, deciden moverse a su antojo y recobrar su instinto criminal. En lugar de volcarse sobre el teclado del piano, buscan cuellos que / apretar. El pianista de esta noche sin duda ha recibido en comodato las manos de Orlac. Escuchen cómo asesina la música de Bach.

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Arte de tiempo El tiempo permanece atrapado entre los libros. Por este prodigio de aprehensión, Heráclito sigue bañándose en el mismo río, en la misma página. Tú seguirás para siempre desnuda en mi poema.

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EL BESO de la Gioconda*

(Pintura escrita, palabra pintada)

Los

vasos comunicantes que se dan entre la poesía y la pintura, entre imaginería poética e imaginería plástica, vivieron en el mismo vecindario uno de sus momentos más luminosos del arte en el siglo XX. Por momentos se diría que poesía y pintura son las dos caras de un mismo asunto, aunque difieran las materias con las que se construye su expresión. De tal manera, hay poetas-pintores de una paleta casi monocromática, o restringida, como la de Georg Trakl, en el que predominan los colores plata, azul y negro, y líricos del minimalismo que buscan el ascetismo y la brevedad en su lenguaje, como el pintor-poeta Giorgio Morandi, un apasionado de “la metafísica de los objetos comunes”, como Giorgio de Chirico (antes de amanerarse y de volver a un tardío clasicismo) y como Carlo Carrà. Estos últimos son pintores epigramáticos. Pintores que aborrecen la verbosidad o los excesos narrativos. *

Publicado originalmente en Asedios a la palabra. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2015. Reproducido con autorización.

Lo dijo muy bien Anatole France: “el velo que los genios poéticos echan sobre sus figuras es la luz. Sean ellos Caravaggio o Rembrandt, su medio de expresión es el claroscuro, el juego de la luz y de la sombra, la doble envoltura de la claridad”. Las palabras de France señalan a las claras una poética sin palabras, una sintaxis escrita con luz. Si aceptamos que la lírica a veces exalta más el sonido que el sentido o, por lo menos, que no es de uso privativo de la razón lo que dicta el poema, hay también, como en toda poética, pintores que cuentan y pintores que cantan. En estos últimos, que pueden inclusive ser abstractos, no se privilegia el sentido de lo que se representa sino sus ecos, sus resonancias. Desde Leonardo da Vinci, como puede seguirse en muchos de sus aforismos, la reflexión sobre los nexos entre la pintura y la poesía son asuntos cotidianos. Decía que la poesía es pintura para escuchar y la pintura poesía para ser vista. Una suerte de sinestesia. Hay grandes líricos de la pintura que desbordan en sus cuadros lo que en poesía se ha dado en llamar como una vocación de “impulso lingüístico”, a la manera de Roberto Sebastián Matta o de Wifredo Lam, dos de los grandes pintores de América Latina que a veces parecen gobernados por formas interiores, por gestos irracionales que funcionan por acumulación, por un hórror vacui al lienzo en blanco. A lo mejor alguien me diga que en el caso de Matta esas formas dictadas por su adentro tengan que ver con su ya legendario texto La guerrilla interior, que preparó para un encuentro en La Habana en 1968 y donde sentaba la tesis de que hay que librar una guerra de guerrillas interiores contra la modorra, el gregarismo y tantas lacras que anulan las estéticas particulares. Y por supuesto, que asfixian la voluntad de estilo, que es la peculiaridad para observar las cosas. Supongo que en una guerrilla interior los campos minados sean quizá los de la duda. Las emboscadas podrían ser la manera de tomarnos por sorpresa a nosotros mismos en nuestra desnudez moral, la movilidad tendría que ver con un desprecio a los dogmas inamovibles, se debería mantener centinelas que alerten frente a nuestras propias traiciones para, con todo el poderío del que hagamos acopio, enfilar una guerra sin cuartel contra los grandes ejércitos de la mediocridad o de la servidumbre, sean estéticos o ideológicos. Un capítulo en una historia de la relación de los poetas con la pintura tendría que destacar en América Latina a Vicente Huidobro, que fue un campanero de la renovación en las pequeñas capillas del arte. Otro poeta, esta vez el brasileño Oswald de Andrade, realizó en 1928 un singular Manifiesto antropófago, alto elogio de la poesía aunada a la pintura en la que afirmaba que “Solo la antropofagia nos une socialmente. Económicamente. Filosóficamente”. La suya era una teoría engullidora de todo, de todos los saberes y de todas las culturas. Un verdadero artista acaso no sea otra cosa que un engullidor de otros, alguien que se alimenta de los demás.

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Oswald de Andrade, una especie de caníbal ilustrado, se atrevió a mencionar esa palabra tabú. Pero todo poeta atento al mundo y, sobra decir que todo pintor, sufre de cromofagia, del hábito de engullir colores como otros comen, de manera exclusiva, su pan de cada día. Canibalizar al caníbal, engullir su cultura y sus dioses tutelares fue un “buen” y “santo” propósito de la conquista, de ese mestizaje por violación que es lo más parecido a la antropofagia. ¿Por qué entonces sorprendernos? En todo ello destaca su premisa de un mundo que se devora a sí mismo, de una especie de autofagia, tal vez con la inocencia del tigre sagrado que va por un claro de la selva eructando misionero. Tras esta digresión caníbal y, si se me permite, una cierta enumeración o categoría que no aspira a ser cerrada, una cierta taxonomía que nace de la intuición, vale la pena recordar a los poetas del color como Vasili Kandinski, refractarios a la descripción y a la poesía coloquial, como se puede seguir en su cuadro de 1909 titulado Vista de Murnau con ferrocarril y castillo, donde lo único narrado es su propio título, algo que contrasta con la economía de elementos y la precisión en las áreas de color. Y, por supuesto, hay pintores del habla, poetas que escriben desde atmósferas abstractas y tonalidades indefinidas como Paul Valéry, o artistas plásticos que acuden a la analogía poética como Marc Chagall, es decir, a la unión de elementos antípodas atrapados por el puente que tiende su mirada para la creación de una tercera y nueva realidad: la metáfora. Marc Chagall es un gran hacedor de metáforas. Para dar cuenta de la elevación que suscita una emoción musical le basta con pintar un violinista trepado sobre los tejados de Vítebsk. El violinista verde es un cuadro en el que hay una fragmentación de filiación cubista, un despliegue geométrico que nos recuerda la expresión de Gaston Bachelard: “la música es el alma de la geometría”. Tal era la naturaleza del pintor, su manera de pleitearse con la realidad desde un espectro metafórico. No hay que olvidar el gran poeta y narrador que fue Chagall, autor de bellos poemas y de una conmovedora autobiografía lírica titulada Mi vida, en la que afirmaba estar seguro de que Rembrandt, de manera intemporal, lo amaba a él, ya que nadie lo apreciaba en la Rusia de los soviets. Algunos años después habría de ilustrar Almas muertas, la extraordinaria novela de Nicolai Gogol para recordar, precisamente, la tristeza de la Rusia zarista y la posterior tristeza de la Rusia estalinista. Como si recordara la frase de Max Bense de cómo la poesía ocurre cuando “dos palabras se encuentran por primera vez”, Chagall junta un buey y un candelabro, sinagogas y bonetes, relojes y ángeles, acróbatas y multitudes, asnos y nubes, peces y aldeas, novias y árboles, casas y cielos. Elementos que parecen irreconciliables por sus formas y materia pero que el pintor logra poner en armonía, como si fundara una nueva naturaleza.

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No en balde el arte del pintor judío fue anunciado y celebrado por el poeta Guillaume Apollinaire, amante de la fragmentación en el arte, creador de los pictóricos Caligramas, y por su amigo entrañable Blaise Cendrars. Sin duda Cendrars, Apollinaire y Chagall son artistas de una misma raza, de una misma estirpe. Hubo tanta empatía entre ellos que un nómada, un disidente de muchas geografías y culturas, el manco Blaise Cendrars, bautizó algunos de los cuadros de su amigo pintor, en un acto de confianza recíproca. Esos tres artistas fortalecieron, qué duda cabe, muchos vasos comunicantes entre la plástica y el poema. Muchos nexos estéticos y filosóficos que, compartidos por algunos pintores y poetas, desembocan no pocas veces en una poesía de la imagen y al mismo tiempo en una poética de la pintura. Largas conversaciones sostuvieron esos tres amigos artistas sobre el asunto de las formas liberadas. Y, muy seguramente, sobre las teorías que Balzac y Baudelaire expresaron sobre la forma. La forma, decía Balzac a propósito de Rafael, es una “intermediaria para comunicar ideas, sensaciones, una vasta poesía”. Y lo decía en oposición a Rubens y a sus “montañas de carne flamenca”. Es algo que podría trasladarse, de igual manera, a la excesiva adiposidad de cierto lenguaje poético que opera por añadiduras y no por su ascetismo expresivo. De la misma manera vale esa afirmación en torno a la forma en la poesía, como si también formara parte de la pintura o el dibujo. Cuando el mismo Balzac afirmaba que “la línea es el medio gracias al cual el hombre se da cuenta del efecto de la luz sobre los objetos”, no dista mucho de un arte poético en el que, más que nombrar, las palabras iluminan lo no visto o lo apenas entrevisto. Son maneras de aislar las cosas del gran caos que se disfraza de orden, para darles un sitio, para otorgarles una vida particular dentro del todo. Los medios difieren, pero no de tan radical manera como para que el arte poético y el pictórico se puedan separar en compartimentos estancos. Por los dos lenguajes se atrapa el imposible, se le quita hibridez a la piedra o se libera un color que permanecía atrapado en un tubo o, a veces, en el adentro de un pincel. Cuántos poemas por escribirse reposan en un simple lápiz, cuántos en un simple papel que espera sin saberlo la visita del amanuense. El pintor insumiso que no quiere reproducir la realidad, pues reproducirla es del dominio de los espejos, sabe muy bien cómo transformarla. La materia especular no es su coto de caza, o solo lo es cuando ocurre del otro lado del cristal. Prefiere el pintor, muchas veces, como el poeta, el carácter elusivo, la atmósfera más que el suceso, la esencia más que la escena, el corazón del episodio. He dicho la palabra espejo y de inmediato recuerdo las palabras con las que el gran pintor polaco Balthus aclara que el cristal es un eco del mundo más que una representación de él: “El espejo, que como es sabido representa tanto la vanidad como la más alta elevación, es uno de los asuntos principales de mi pintura. Para mí, como podría decir Platón, que es una de mis lecturas

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preferidas, representa también una idea del alma, un eco de sus variaciones más profundas”. Se trata de no traicionar la pintura o el dibujo que se sobrepone de manera transgresora a la naturaleza. Los dibujantes puros, afirmaba Charles Baudelaire, son filósofos y abstraccionistas de quintaescencias, en tanto que los coloristas son poetas épicos. Siguiendo la premisa de Baudelaire, en Suramérica no estaría equivocado quien estudie el carácter estético del colombiano Alejandro Obregón en el ámbito de los poetas épicos, por lo menos en la etapa en la cual no había deshabitado sus trazos más pensantes que pensados ni sus vibrantes zonas de color, para complacer el gusto mercenario de algunos galeristas. Qué bien supieron de la relación pintura-poesía Baudelaire y Guillaume Apollinaire al adentrarse en la crítica de arte, o el binomio Picasso-Braque habitando formas que otros no pudieron copar por falta no solo de conceptos (algunos críticos sentencian que Léger los tenía reiteradamente), sino de un rapto poético, de un buceo por aguas abisales para encontrar la llave perdida. Lo dijo de manera explícita Apollinaire en sus meditaciones estéticas recogidas bajo el título general de Los pintores cubistas, cuando aseveraba que “los grandes poetas y los grandes artistas tienen por función social renovar sin cesar la apariencia que reviste la naturaleza a los ojos de los hombres”, para luego agregar que “los poetas y los artistas determinan al unísono la imagen de su época y dócilmente el futuro se pone de su parte”. Apollinaire fue un adelantado en todo esto. Tuvo ojos para entender el cubismo y al mismo tiempo las telas de ese poeta puro al que llamaba “pobre y viejo ángel”, el aduanero Rousseau. Si Apollinaire es un nuevo liberador desde la fragmentación en el poema, Braque y Picasso lo son desde la liberación de las formas, desde una fragmentación que en el cubismo hace las veces de prisma, principio de la lírica moderna que recoge en un mismo ámbito el todo en sus detalles, como ocurre también con el surrealismo y en cierta medida con buena parte del expresionismo. Como es el caso de algunas de las obras pictóricas de Robert Delaunay o de Franz Marc. No es caprichosa la relación que puede hallarse entre un poema con visiones míticas de Georg Heym, un expresionista tempranero como Stadler y como Trakl, y algunas pinturas de George Grosz o de Max Beckmann, que propiciaron los grandes temas urbanos. Entre Exequias, el cuadro de Grosz, de intención política, y el poema “Umbrae Vitae”, de tono mitológico, hay más de una relación. Estas son algunas de las imágenes de honda y aguda plasticidad pictórica del poema de Heym, traducidas por Rodolfo E. Modern: “Los hombres se adelantan por las calles/ y observan las grandes señales de los cielos,/ donde las ígneas narices de cometas/ deslizan su amenaza entre las torres dentadas” […]. “Y los tejados están repletos

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de astrólogos,/ que apuntan a los cielos con grandes tubos,/ y los brujos brotan de los que desde los agujeros del suelo/ oblicuamente conjuran a los astros en la sombra” [...]. “Las grandes hordas de suicidas/ su existencia perdida van buscando,/ agachados en los cuatro puntos cardinales,/ el polvo barren con la escoba de los miserables” [...]. “Sombras hay muchas. Borrosas y secretas./ Y sueños, que resbalan contra puertas mudas,/ y el que despierta, agobiado por la luz de la mañana,/ debe apartar el sueño pesado de párpados ya grises”. No es probable que el poeta y el pintor expresionistas hayan conocido, de manera recíproca, esas dos obras. Pero los une no solamente el tema de la ciudad y de la miseria humana, sino la cercanía en el lenguaje, de un habla común. En el caso de Grosz y de Heym, la empatía funciona por separado. Al contrario de los surrealistas, que hicieron muchas propuestas pensadas de común acuerdo para tender puentes entre una obra pictórica y una obra poética, poniendo en la misma marmita colores y palabras, entreverando en muchos libros sus lenguajes. Al crear esos libros de lenguajes hermanados, los surrealistas no produjeron una suerte de esperanto o de híbrido objetal, sino espacios de fecundidad en los que enlazaban la pintura y la poesía, instancias aliadas en una exploración común del mundo y del arte. En el caso de los expresionistas, ¿no parecen de la misma materia los versos de Else Lasker-Schüler en los que hay una suerte de suplicio de Tántalo, de imposibilidad para la vida y la armonía: “En casa tengo un piano azul,/ y no conozco sin embargo, una sola nota”, y las visiones febriles de Emil Nolde? ¿O los mismos poemas de Georg Heym o de Ernst Stadler, cuyo poema “Pequeña ciudad” parece una pintura escrita: “—Las muchas callejuelas que cruzan la extensa calle principal/ corren todas hacia lo verde—”, una imagen escrita que puede relacionarse con algunos paisajes de Vasili Kandinski de la época de “El jinete azul”? Hay pues una evidente relación entre algunas formas del pensar estético, la poesía entre ellas, y la pintura en todos los tiempos y lugares. Quizá el encuentro legendario de la máquina de coser y el paraguas en la mesa de disección del viejo Conde de Lautréamont —un inquietante bodegón de estirpe muy moderna o una naturaleza muerta según el término acuñado en Holanda a mediados del siglo XVII— sea un anticipo cubista o dadá, uno de los tantos puentes armables y desarmables entre la poesía y la pintura, Marcel Duchamp de por medio. Son muy antiguos y muy fuertes los lazos, como cosidos con hilo de cáñamo, que existen entre la imaginería poética y la pictórica. Por eso resulta atemporal lo señalado por Diderot: “se reconoce a los poetas en los pintores y a los pintores en los poetas. La contemplación de los cuadros de los grandes maestros es tan útil a un autor como lo es la lectura de las grandes obras de un artista”. Vale la pena recordar que Balthus decía haber estado más influenciado por Antonin Artaud —quien a su vez admiraba de Balthus que pintara “pri-

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mero luces y formas”— que por muchos de los más grandes pintores o, por lo menos, que por muchos artistas renombrados de los que se distanciaba con desdén, como sus repudiados Mondrian o Vasarely. En cambio seguía con emoción las palabras y los poemas de Baudelaire y de René Char. Respetaba a Artaud tanto como desconfiaba de Freud. Y volvía, como quien regresa a una estación, a leer poesía. A Michaux lo leyó cuando hacía el servicio militar porque sus poemas “son travesías del espejo”, según afirma con acierto en sus bellas y a veces tempestuosas Memorias. Un bello poema de Max Ernst, el extraordinario artista que hizo poemas y grabados en compañía de Paul Éluard y otros poetas, se titula “El pintor”. Dice así: El pintor os permite ignorar lo que es un rostro. Evadido del museo del hombre, ha elegido ser mortal. Mortal como el beso de la Gioconda. La poesía, la pintura, acaso sean lo que nos permita, más que entrar a un museo a besar una boca perturbadora —y acaso perversa pues sonríe a toda hora—, ser besados por ella. Es una boca que ha sido fotografiada y reproducida en centenares de carteles en el mundo, quizá como la boca de ninguna otra mujer. El beso de la Gioconda es riesgoso porque de sus labios no podría salir, como dice el salmista de los niños, sino la verdad. La hiriente y aterradora verdad. Tal vez su beso sea una buena manera de sentir la muerte como lo único que sigue siendo inmortal. Ya en una entrevista Max Ernst había señalado que “mirada irritada, trance, clarividencia, paranoia, esquizofrenia, verdadera o simulada, me parecen estados normales agudos que nos permiten ver y vivir como si el tiempo solo existiera en estado de abolición”. Llamaba entonces al humor desde sus poemas. O recordaba la frase irónica de su amigo Paul Éluard: “varios niños hacen un viejo”. Hacer un rastreo de la importancia concedida por poetas de diferentes lenguas, culturas, países y edades, de diferentes modos de entendimiento de la estética, al orbe pictórico, sería cuento de nunca acabar. Pero como en todo rastro, a veces hay un pájaro que se come las migas de pan dejadas para señalar el camino: olvidos y omisiones involuntarias o elegidas. Esto, de una parte. De otra, la atracción por la palabra poética de muchos pintores en un siglo pletórico de imágenes. Son muchos los poetas que son creadores de imágenes vívidas que se hacen visuales. Son creyentes de la palabra como ícono, como pigmento y textura a un mismo tiempo. Pintores del habla, hablantes del color, a unos y a otros debe mucho un arte combinatorio por fuera de los viejos cánones, de los moldes envejecidos.

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El expresionismo, por ejemplo, nunca dejó de tender puentes con la plástica, como se puede señalar una y otra vez. Las influencias entre literatura y pintura expresionistas se harían recíprocas y predominantes una sobre otra, alternadamente. Como ocurrió de manera muy estrecha con “El jinete azul” y con los textos teóricos de Marc o de Kandinski. Por lo menos les debemos, y no es poca cosa desde que Rimbaud se dio a la tarea de colorear las vocales (“A, negro, E, blanco, I, rojo, U, verde, O, azul”), el hecho de habernos ayudado, desde las letras y desde la pintura, con un sentido ontológico, a habitar el laberinto. No de otra estirpe liberatoria fue la sensación de encontrar un nuevo silabario, recibida por Henri Michaux cuando asistió a la primera exposición que pudo ver de Paul Klee. Dice el propio Michaux que volvió a casa “encorvado bajo un gran silencio”. Michaux tuvo la percepción de asistir a un asunto asaltado más que por la pintura por un orbe musical, de entrar a una esfera pictórica que le producía melodías y resonancias en su adentro. Quizá de ese punto de partida es de donde se refuerza en el gran poeta belga el afán de alternar la palabra poética y el dibujo tachista, esa forma del dibujo que es creadora de ritmos interiores, de impulsos que, como en el expresionismo, pertenecen más al rapto que a la razón. Rainer Maria Rilke, el poeta de las elegías que alguna vez afirmó que una de sus mayores influencias literarias fue la pintura de Paul Cézanne, cuyos “mínimos rasgos”, decía el poeta, “perseguí desde la muerte del maestro”, reafirmaba su proximidad poética con la pintura a sus amigos Paul Klee y al realista ruso Repin y al también ruso Leonid Pasternak, un ahora olvidado impresionista. ¿Habría, dicho sea al paso, un pintor que pudiera entender a Van Gogh de manera tan cabal como lo hace Antonin Artaud? En su espléndido libro Van Gogh, el suicidado por la sociedad, el poeta entiende que la tela con los cuervos es “una tierra equiparable al mar”. Y lanza la terrible pregunta: “El loco suicida pasó por allí y devolvió el agua de la pintura a la naturaleza. Pero a él, ¿quién se la devolverá?” Entre los poetas colombianos son muchos los que han realizado poemas sobre pintores y pintura, los que han intentado la poética y riesgosa aventura de intentar besar a la Gioconda. Héctor Rojas Herazo, además de un pintor no tan afortunado pero excelente poeta, hizo un bello poema, un cuadro escrito sobre un cuadro pintado del mismo Van Gogh:

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Una lección de inocencia Van Gogh pintó una vez el retrato del mundo. Allí estaba todo: las flores que se abren y las puertas que se cierran, los días del llanto y los días de oro, los senderos y los sueños, los ramajes y las palomas. También un niño mirando dos amantes y también la hora del nacimiento y la muerte de cada hombre. Para lograr ese retrato, Van Gogh no tuvo sino que pintar una silla. El poema recuerda la propuesta de Roupnel para la novela, la idea de intentar la descripción de un personaje no tanto por su apariencia física como por los objetos que lo rodean. Una simple silla tosca y artesanal, parece decirnos el poeta, nos revela mucho más que un estudio psicológico del pintor la naturaleza, la rusticidad y el ascetismo que acompañaron su carácter. Esa silla de Van Gogh en los versos de Rojas Herazo, como en el lienzo mismo, nos entrega una síntesis del mundo, un bello y rústico trono para la vida y la muerte. Vale la pena recordar que La silla fue pintada en un diciembre de 1888, y como el memorable cuadro en el que pinta sus botas aldeanas, está cargado de una profunda humanidad. ¿Algún crítico de arte nos ha hecho ver, como lo hace el poeta checo Vladimír Holan, la levedad de la pintura de Edgar Degas con tan solo la imagen de un poema?: “Degas pintaba incluso el polvo sobre el cuerpo de las bailarinas” Otro es el caso de pintores como William Blake, Henri Michaux, Max Ernst, Marc Chagall, Pablo Picasso, Giorgio de Chirico, Francis Picabia, Jean Arp, Leonora Carrington, Marcel Duchamp y tantos otros que caminaron al mismo tiempo en dos orillas, la de la palabra pintada y la de la pintura escrita. Y, por supuesto, no podría dejar de mencionar el caso de Paul Gauguin, que no solamente en su espléndido Noa-Noa o en sus Escritos de un salvaje volcó su talento en la poesía. Hay poemas como “Siesta” o “El atardecer” que son una suerte de pinturas sucedáneas puestas en verso, pero que solo la manía taxonómica o los compartimentos nos impiden enmarcarlos como si de cuadros se tratara.

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Las mujeres, los aros en las orejas y los pliegues del refajo tensos sobre sus cinturas delicadas, desnudo su torso, de tonos de bronce y de betún, y el muriente ardor del poniente de nuevo se enciende en los bruscos rayos de oro que festonan su carne, duerme en el aire vespertino el viento eterno del verano. (Fragmento de “El atardecer”) En la misma cara de la moneda, el poeta Blaise Cendrars, que nunca tuvo a favor el don de la pintura, se sirve de Marc Chagall y en un poema titulado con el nombre de su amigo pintor imagina cómo procede Chagall tras despertarse y ponerse en la tarea cotidiana y frenética de pintar:

Marc Chagall (Fragmento) Se despierta. […] Toma una iglesia y pinta con una iglesia. Toma una vaca y pinta con una vaca. Con una sardina, con cabezas, manos, cuchillos, pinta con un nervio de buey, pinta con todas las sucias pasiones de una pequeña ciudad judía, con toda la sexualidad exacerbada de la provincia rusa […]. Se despierta. […] Se estrangula con su corbata, Chagall se asombra de vivir todavía. Alguna vez tuve la oportunidad de ver las litografías que Joan Miró hizo de algunos poemas de René Char, de quien fue leal amigo, como lo fue de Jacques Prévert. Ahí funcionaba de nuevo el enlace entre poesía y pintura, no como algo ilustrativo sino como una totalidad. Cuando a Miró se le preguntaba si ganaba o no en la frecuentación de los demás, en las conversaciones y encuentros, solía decir que amaba el diálogo con la gente que quería, con los poetas, como Jacques Dupin, por ejemplo, de cuya obra hizo una serie de grabados. Fue recíproca la admiración entre Char y Miró. Decía el poeta, como augurándole a Miró el color del porvenir: “Nunca se llega a comprender a

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fondo el lenguaje de los pintores, igual que nunca se llega a comprender a fondo el de los poetas. De hecho, si no fuera así no existirían la pintura ni la poesía. Es posible que los hombres que vivan aquí dentro de miles de años conozcan mejor que nosotros el significado de una mancha de color de Miró”. Fueron muchas las reflexiones y alusiones que hacía Char en textos y entrevistas acerca de las relaciones explícitas y secretas entre la pintura y la poesía. En uno de sus encuentros con Jean Pénard, que hizo un bello libro sobre el poeta, afirmaba que “poesía y pintura a menudo van acompañadas. Se iluminan recíprocamente”, para pasar a hablar de manera emocionada de Georges de la Tour. Cuando hablaba del poeta, de su quehacer y de su destino, el autor de Hojas de Hipnos señalaba que “el poeta aprende la poesía igual que el pájaro aprende a volar. Claro que se ejercita, trabaja, se perfecciona quizá, pero pertenece ya de nacimiento al género que vuela y no al que repta, aunque le guste poner las patas sobre el suelo y volver a su nido”. Así como Char se mostraba exaltado y amoroso cuando hablaba de poetas y pintores, también lo hacía de manera tajante con los que no valoraba: “Vasarely no es un pintor. Es como mucho un decorador. Hay inevitablemente cierta bajeza en esta habilidad industrial”. Detestaba a David, por cortesano, por lisonjeador de poderosos, por su complejo de incensario. Lo llamaba “un despreciable camaleón”. En cambio, consideraba a Georges Braque un genio, un gran “aliado sustancial”, a su manera de ver demasiado avasallado por la figura de Pablo Picasso. Braque hizo en 1949 cuatro grabados para un libro de Char. En uno de sus bellos poemas dedicados a Braque, en algunos versos de La biblioteca incendiada, el poeta escribe algo que veía como una divisa común para la poesía y la pintura: “Quien inventa, al contrario de quien descubre, no añade a las cosas, no aporta a los seres más que máscaras, huecos, una papilla de hierro”. Siempre consideró a Georges Braque un pintor-poeta de la estirpe de los que descubren. El interés de Char por las artes plásticas puede seguirse en muy buena parte de su poesía: poemas en homenajes a Giacometti, a Courbet, a Corot, a Rodin y a tantos otros artistas de su aprecio, lo mismo que en sus declaraciones públicas. Admiró y aprecio a Nicolas de Staël, el extraño pintor que introdujo a Char en la belleza de los encuentros nocturnos de fútbol, con la cancha muy verde bajo las grandes luminarias, tal como lo cita Pénard. “Un día le dijo a Char: si fuera rico, les pediría que jugaran toda la noche, para tener tiempo de pintarlos mejor”.

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Hay que traer a estas páginas algunos momentos, algunas imágenes de la poesía de algunos pintores-poetas. “El aire tiene la edad de las alas”, dice Jean Arpen en su poema “Manchas en el vacío”, un título con reminiscencias taoístas. Marcel Duchamp pretendía diseñar desde la libertad del poema un “vestido oblongo, dibujado exclusivamente para damas afectadas de hipo”. “Al despertar encontré a la dicha durmiendo todavía a mi lado”, dice Giorgio de Chirico en su poema “Una noche”, un bello texto lírico que por momentos es pintura metafísica escrita, tal como la que realizaba en esos años. Una noche La última noche silbaba el viento tan fuerte que creí que iba a derribar las rocas de cartón. Mientras duraron las tinieblas las luces eléctricas resplandecían como corazones. En el tercer sueño desperté junto a un lago adonde iban a morir las aguas de los ríos. Alrededor de las mesas las mujeres leían y el monje permanecía callado, en la sombra. Lentamente crucé el puente y en el fondo del agua oscura vi pasar lentamente grandes peces negros. De pronto me encontré en una gran ciudad cuadrada. Todas las ventanas estaban cerradas, silencio por todas partes, meditación por todas partes y el monje pasó de nuevo a mi lado. A través de los agujeros de su cilicio raído vi la belleza de su cuerpo pálido y blanco como un monumento al amor. Al despertar encontré a la dicha durmiendo todavía a mi lado. Vale la pena preguntarse si la teoría de Chirico sobre la pintura metafísica no involucraría, tras la lectura de sus poemas, una misma tesis sobre el arte poético. Decía el pintor en un texto de 1919, anterior al poema señalado que es de 1925: “La obra de arte metafísica es de aspecto sereno. Da sin embargo la impresión de que alguna cosa nueva debe producirse en el interior de esa serenidad y que otros signos, al margen de aquellos que son ya evidentes, están a punto de entrar a la tela. Tal es el síntoma que revela la profundidad habitada. Así, la lisa superficie de un océano, perfectamente en calma, nos inquieta, no tanto por la idea de la distancia en kilómetros que nos separa del fondo como por lo desconocido que oculta ese fondo. Si esto no fuera así, la

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idea del espacio nos daría solamente sensación de vértigo como cuando nos encontramos en alto”. Eso es algo que nos hace recordar también la supuesta serenidad de la silla pintada por Van Gogh, de cómo ella parece anunciar la llegada de alguien, según la apreciación de Antonin Artaud. No sabemos si esa presencia anunciada, ese nuevo signo que irrumpiría en la tela del pintor holandés, pudiera ser su hermano Théo o su levantisco amigo Gauguin. Pero a la luz de la tesis de Giorgio de Chirico y en un orden estético distante del suyo, Van Gogh puso esa rústica silla en una habitación enmarcada pero no previó que su serenidad podría ser vulnerada o intervenida por un signo desconocido. Esto es algo que solo tiene ocurrencia con las obras pictóricas que, más allá de la representación, involucran un poder ser, un algo incontrolado que ronda su fijeza para hacerla más vívida, más asombrosamente incierta. Otro aspecto compartido por poetas y pintores tiene que ver con la ironía frente a la realidad y frente a la negación de un deber ser en el arte. Así lo entendía Francis Picabia, un creador de formas cuya obra se basaba en un arte negador, según lo precisa Aldo Pellegrini, y que hizo un buen número de inquietantes poemas retadores. En su poema “Reflexiones” y desde su proverbial desenfado manifestaba en algo muy cercano al aforismo de cuño o de talante ironista: “Muchos artistas consagran el tiempo a su pintura, yo me pregunto por qué esas gentes gustan de las malas compañías”. Todos estos artistas ejercieron su libertad y su pasión en el poema como lo hicieron de manera análoga en la pintura: para que aire y ala fueran del mismo cuerpo y del mismo instante atrapado, para curar el hipo con solo enfundar un traje oblongo, para pintar con iglesias, con vacas o sardinas, con cabezas, manos o cuchillos, para amanecer con la dicha dormida en un costado del día y, sobre todo, para prescindir de las malas compañías, esas que encontramos siempre en la mala pintura y en la peor poesía.

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POÉTICA DE RENÉ MAGRITTE, terapeuta de los caminos* Se

vuelve a René Magritte como quien regresa al espejo tornadizo, a la ventana especular en donde no somos siempre los mismos. Ocurre con este surrealista tardío una especie de bisagra entre los postulados ortodoxos de ese movimiento y una imaginería racional hecha con episodios irracionales, que logra crear un territorio anfibio entre lo onírico y lo tangible, entre las certezas visuales y las dudas que prodiga. Cuando los surrealistas derivaban hacia los análisis y los ecos freudianos, René Magritte respondía tácitamente con su texto El verdadero arte de la pintura y registraba otras apreciaciones, todas ellas por fuera del foco del psicoanálisis. André Breton visitó al doctor Sigmund Freud en 1921, cuando un verdadero peligro, tijera en ristre, Max Ernst, recortaba jirones de sueño y los registraba en una obra que haría de él una suerte de aduanero de imá*

Publicado originalmente en Asedios a la palabra. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2015. Reproducido con autorización.

genes entre dos o más realidades, incorporando a sus visiones las más bellas pesadillas. René Magritte, un belga desconfiado y resabiado, duda de todo, particularmente de lo que ve. “La mente ama lo desconocido. Amo las imágenes cuyo significado es desconocido, puesto que el significado mismo de la mente es desconocido”, sentenciaba en una poética de su pintura y de su filosofía. De una parte, es refractario a cualquier vinculación definitiva a un ismo, lo que lo convierte en un artista antigregario por excelencia. De otra parte, descree de la interpretación de los sueños precisamente porque sus cuadros tienen mucho de soñado y de quien lo acepta como una realidad. No le gusta diferenciar, como lo señala Frazer y como lo recuerda Borges a propósito de los llamados salvajes, entre las estancias del sueño y las de la vigilia. “En mi pintura no hay ningún símbolo”, diría a contramarcha de cierta aceptación por parte de sus amigos surrealistas de las teorías de Freud. Duda tanto del lenguaje que se atreve en dos cuadros de 1927 y de 1930, titulados de manera común La clave de los sueños, a llamar una navaja pintada con el nombre de pájaro y una hoja vegetal con el nombre de mesa, un zapato de mujer con el nombre de la luna, un martillo con el nombre de desierto. Así mismo, el título que le da a una pintura con un paraguas abierto y con un vaso de agua encima, a medio llenar, no puede ser más elusivo y si se quiere caprichoso: Las vacaciones de Hegel. Todo esto manifiesta un clarísimo rechazo a la objetividad. Un desenfado y una manera de ir a su aire por las verdades estéticas más que por las verdades históricas. Más bien parece buscar que los objetos nos revelen su secreto deseo de ser lo que no son, como en las celebradas y más felices analogías que quieren desentrañar una existencia secreta, un campo magnético entre dos realidades. Esto es algo que, de nuevo, lo instaura en el furor y en el misterio, para evocar a René Char. Esto es algo, también, que produce siempre el equívoco en medio de un severo, de un irónico y profundo realismo que hace más fuerte el absurdo o el equívoco que se adueña de figuras humanas y de objetos. “El arte, tal y como yo lo entiendo, se rebela contra el psicoanálisis: evoca el misterio, sin el que no existiría el mundo, esto es, el misterio que no debe ser confundido con una especie de problema, por muy difícil que sea”, dijo alguna vez. Una obra como la suya, que apunta al desconcierto y al “canto de guerra de las cosas”, no espera ni hace concertaciones frente al llamado del misterio. Dice la crítica Martina Nied que el misterio en la pintura de René Magritte no es de naturaleza cristiana, que los contenidos de sus cuadros, siempre ambivalentes y por supuesto paradójicos, apuntan a establecer una desazón total en el espectador, en el atribulado o perplejo contemplador que “de este modo debe experimentar el misterio”. Y subraya y remarca la palabra misterio.

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En ese sentido, René Magritte siente afinidades con el primer arte metafísico de Giorgio de Chirico, cuya obra conoció y admiró hacia 1920. Lo emocionaba de De Chirico su percepción del “silencio del mundo”. Y en verdad la quietud de la estatuaria del metafísico en esas plazas desoladas e insomnes y la quietud de las figuras de Magritte parecen compartir una misma naturaleza. Hay en las figuras humanas de ambos un tiempo detenido como el de la mujer de Lot ante el pasado, una suerte de naturalezas muertas, y acá valdría la pena recordar cómo Michel Tournier se sorprende de encontrar tan juntas esas dos palabras paradojales: naturaleza y muerte. Todo en René Magritte evoca un prontuario de ausencias, una cierta inminencia y con ello un terreno abonado para que ocurra el inesperado pero latente milagro, la aparición súbita de lo postergado o de lo desconocido. Se trata de un pintor que padece un hambre de silencios y que tiene necesidad del mundo exterior, se trata de un hombre con claustrofobia, de alguien que baraja de nuevo los grandes espacios del afuera y al entrelazarlos a otros contextos vulnera lo que el doctor Freud y sus fieles discípulos llaman con tanta gracia “el principio de realidad”. Cuando busca pequeñas estancias cotidianas parece hacerlo para encontrar aquello que se nos esconde tras las cosas, su alma o su esencia, para desenmascarar los vasos comunicantes que la razón y la costumbre nos impiden entrever, lo que en una de sus pintadas pipas llama con desenfado “la traición de las imágenes”, como si hubiera una rebelión objetal, un grito de rebelión de las cosas que buscan ser lo que el hombre no les asigna en su vida cotidiana. Esa claustrofobia lo lleva a hacer de cada cuadro una ventana, como si cada escena y cada representación estuvieran vistas a través de ella, al vaivén siempre sorprendente del adentro y del afuera. Cómo iba a dejar que alguien interpretara su sueño diurno de Golconda, ese cuadro donde una lluvia de hombres de bombín y de abrigo cae sobre la ciudad, como si una llovizna humana se descolgara sobre las casas monótonas y sus fríos tejados rojizos. La legión de hombres similares como un eco de ellos mismos asomados a una ventana, atrapados en El mes de la vendimia, vuelve a recordarnos que hay hombres que son ecos de otros hombres, ecos de otros ecos. Ese sentido de la repetición, del espejo múltiple, de la tautología, de la tartamudez del mundo, de la clonación de hombres y de espacios, del sentido de lo individual que desaparece al reiterarse en la multitud, como en el mitin que logran los espejos enfrentados, se resiste a la interpretación psicoanalítica. Una nube de hombres, una multitud de semejanzas, sin lo que Valéry llamaba “amores propios”, producen una sensación de agobio intelectual, de vacío. Imaginen una legión de desconocidos, una nube de Bartlebys vestidos a la misma usanza, una serie de nadies o de ningunos atrapados en un paisaje

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estático, en un marco propicio para una fotografía de seres calcáreos y deshabitados. No necesita de más, de ningún ahondamiento psicoanalítico. Por eso, cuando los surrealistas, con su buen amigo André Breton a la cabeza, caían de su caballo deslumbrados por las interpretaciones del doctor Freud, René Magritte afirmaba que sus cuadros eran válidos porque los objetos son objetos y no son símbolos. Esto, que lo haría refractario a las corrientes simbolistas cuando lo más fácil era adoptar esos canales pictóricos en los que se movía casi todo el arte de su tiempo, fue algo sostenido con tenacidad por el pintor a lo largo de toda su vasta obra. No aceptaba el análisis de imágenes hecho con cernidor, “a sangre fría”. Tal es la evocación que hiciera su biógrafo y crítico, el también belga Jacques Meuris: “Es terrible ver a lo que se expone uno cuando pinta una imagen inocente”, decía Magritte con mucha sorna. René Magritte siempre estuvo tocado por lo que llamaría en una de sus obras “la tentativa de lo imposible”. Que es exactamente lo que ocurre en los sueños, sin pretendidos simbolismos, sin para qué, sin más motivo. El egocéntrico Magritte no teme sin embargo a la ilustración: carteles políticos de su postura comunista, diseño de cubiertas para revistas y libros, quizá porque aún en tácito acuerdo con el arte conceptual —lo recuerda Meuris—, en el “pintor belga la idea precede a la obra”. Para algunos críticos, como Jacqueline Chénieux-Gendron, “la reflexión de Magritte es extremadamente intelectualista”. En cambio, para André Breton, Magritte lo que hace es que “partiendo de los objetos, de los lugares y de los seres que agencian nuestro mundo de todos los días, busca restituir con toda fidelidad las apariencias, pero mucho más lejos, y despertarnos a su vida latente”; algo que pone en un estadio aparejado o paralelo para el pensamiento poético. El pintor belga busca siempre un quiebre con lo aparente, una transgresión por vías del humor negro y del hallazgo de esencias en las cosas: “un cojo tiene necesariamente en el rostro algo que cojea”, solía decir. A esto apunta Magritte, a mirar lo que otros no hemos visto de manera real sino inmediata, muy lejos del trasunto naturalista y fotográfico, aunque a veces juegue con esos dos aspectos puestos al servicio de refutarlos. Michel Tournier recuerda el lema de Paris Match que exalta “el peso de las palabras, el impacto de las fotos”, en un texto que nos hace pensar el arte en René Magritte como una réplica, como una respuesta diferente a las premisas del periodismo: entrega el peso de lo no expresado y el impacto de atraparlo. Ese agredir la representación sin duda lo avecina con varios de los surrealistas. El pintor se instala a sus anchas en una especie de correalidad tan cara a todas las teorías modernas, adelantándose en mucho a un lenguaje conceptual,

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pero no olvidándose jamás de la pintura ni del privilegio poco común que posee el hombre que ve. Que ve y que sabe dar de baja lo que le sobra a su realidad. Va, en el plano de una controlada libertad y de una videncia ejercida a voluntad, más allá que casi todos los surrealistas en busca de un maridaje de lo concreto con lo abstracto, en una yunta que espanta toda certidumbre y todo juicio convencional. Volver a su obra es regresar al encuentro con una verdad estética sin par, a una poética irrepetible. Es como si el viejo “terapeuta de los caminos” nos visitara tras cuarenta años de su muerte, una hoja que se niega a caer en medio del ya largo otoño de los ismos. Repasar su obra es recordar, una vez más, que solo lo auténtico permanece.

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ELOGIO de la poesía* Para Alfredo Molano

Que

una universidad valore, más allá de que esto recaiga en mí, el ámbito de la lírica me resulta a todas luces alentador, cuando en muchos espacios de la vida académica se minusvalida todo lo que no sea pragmático o fácilmente comprobable. La poesía, que según Saint John Perse es “el pensamiento desinteresado”, no suele ser llamada con frecuencia al festejo académico, ya que no pocas veces se ve como una religión sin feligreses. Por lo menos, estos reconocimientos escasean para mi escindida generación. Mi generación ha oído y recibido más nombres que una pila bautismal. Para seguir en el juego nominal, que parece el de las muñecas rusas que tienen adentro otras que, a su vez, contienen una más, he propuesto para ella el nombre de Poetas del Inxilio, en razón de que sus obras aparecen y se consolidan en los años de mayor desplazamiento en Colombia.

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Palabras para recibir el título de doctor honoris causa conferido por la Universidad Nacional de Colombia el 25 de septiembre de 2014.

El inxilio es una suerte de exilio interior, un despojo de núcleos humanos, de familias desplazadas a las que les han usurpado sus tierras. Quienes padecen el drama del exilio interior saben que muchos de estos generadores de expulsión —paramilitarismo, guerrilla, violencia estatal y paraestatal— han sido atrapados por el negocio de la guerra y por los políticos venales. También la poesía ha sido desplazada de los medios impresos con contadas excepciones y, más aún, de los grandes sellos editoriales. Así que, inxiliada en su propia búsqueda, esta generación sabe que el desplazamiento humano es el mayor drama colombiano actual. El inxilio quizá tenga unos rasgos de enajenación y de expolio peores que los de quienes tienen que exiliarse. Es la pérdida del país dentro del país mismo, tener que habitar en la periferia como un único territorio posible, sentirse ciudadano de ninguna parte, exiliado de sí mismo, pertenecer a un no-lugar. Colombia es uno de los países con más número de desarraigados en el mundo. Solamente para el 2013 se señala la cifra de doscientas treinta mil personas entre hombres, mujeres y niños obligados a abandonar sus tierras. Y a la fecha van más de seis millones de desplazados. Mi generación ha asistido de manera dolorosa a ese inmenso desalojo. Y no pocas veces lo ha registrado en sus poemas. Naturalmente, el desplazamiento que da nacimiento al inxilio colectivo no es privativo de estos tiempos y podríamos remontarnos a la violencia de los años cincuenta, pero nunca este drama ha sido más cruento que a partir de los años en los que esta generación se ha venido expresando. No es un capricho. En aras de señalar un periodo de nuestra historia, el nombre de Poetas del Inxilio podría ser una forma sencilla de recordar nuestro drama colectivo. Quizá sea cierto lo que afirma el más citado de los poetas argentinos: “la realidad no es verbal”. Pero aun así, creo que hay que nombrar a los desplazados internos una y otra vez, hasta que se acaben la guerra y el desarraigo. La poesía se mueve en los terrenos de la duda, en algo que avasalla todos los géneros artísticos, hasta el punto de poder señalar que donde no hay poesía difícilmente hay arte, desde la plástica y la cinematografía hasta la narrativa y la dramaturgia. Y es que esta anómala forma del pensar, que nunca ha debido escindirse de manera radical de la filosofía, parece que, más que escribirse, sucede. He sido cauto a la hora de señalarle un papel mesiánico a la poesía y pedirle de manera irrestricta una utilidad inmediata. Pero como soy de la creencia de que es algo más que un género literario, que es más bien una forma de andar por el mundo, de respirar al unísono con los demás, me resulta impensable que no atendamos aún sin un “deber ser” programático a nuestra historia, que en nuestro caso está atravesada por una suma interminable de violencias. Por un absurdo temor a la ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de lo inmediatamente comprobable, por la falta de rigor científico y otros aparatos del concepto lógico, algunos le enrostran a la poesía una falta de tratos con la realidad, en otra forma de violencia cultural, de imposición. Creo, con Raúl Gustavo Aguirre, que “lo inexpresable también forma parte de la realidad del hombre”.

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Aimé Césaire, un poeta que se sentía torturado y humillado en cada hombre o mujer torturados o humillados, se asumía como víctima pensando que somos parte los unos de los otros y que no vivimos en un mundo abstracto, enajenados de la realidad. Es poco probable que haya un pensamiento de orden filosófico que no se pregunte por lo que nos sucede en los demás, en sus alegrías y desvelos. Lo mismo ocurre con la más alta poesía. Pensar que hay miles de estrellas muertas en el cielo que nos siguen alumbrando conduce a pensar en los cientos de poetas muertos que aún nos siguen, de la misma manera, alumbrando. La sola imaginación es subversiva y casi sin premeditación se vuelve una suerte de resistencia espiritual. Ahora, es bien sabido, como decía César Fernández Moreno, que como no se ha podido poetizar la política, se ha politizado la poética. Y hay ejemplos de grandes poetas que se manifiestan políticamente en sus versos sin perder de vista su alto rigor estético, como René Char, César Vallejo, Yannis Ritsos, Carl Sandburg, Osip Maldestam, Vladimir Holan, Anna Ajmátova, Nelly Sachs, Bertolt Brecht, Paul Celan y tantos otros que no cabrían en esta página. Si hago este breve listado es solo porque generalmente, y de manera maliciosa, desde la orilla de los manieristas solo se recuerda a los malos poetas políticos, que también son legión, y de esa forma despachan y rehúyen el asunto de una necesaria impureza lírica que también hace parte de la vida. En cuanto al poder transformador de la palabra, el mejor ejemplo lo encontré en una cárcel de Chile, donde un preso me expresó el más alto elogio de la poesía que haya escuchado. Allí, en un lugar que parece negar de entrada la libertad, me contó que todas las noches se escapaba de su celda y saltaba los cuatro muros cardinales mientras leía los poemas místicos de San Juan de la Cruz. A lo mejor podría haber sido otro poeta el que leyera, pero el efecto de transformación del ánimo, y por tanto de la realidad, podría haber sido el mismo. El reo chileno me hizo dudar de algo que siempre he afirmado en contra de los mesianismos, aquello de que intentar cambiar la realidad con poesía es como intentar descarrilar un tren atravesándole una rosa en la carrilera: una condena al fracaso. El hombre enjaulado volaba encima de los muros sin que le aplicaran la ley de fuga, gracias a la voz de un remoto poeta. Y vuelvo al territorio de la duda. En poesía, una verdad mal dicha fácilmente se vuelve mentira, mientras que una ficción bien lograda puede volverse para siempre verdadera, como Hamlet, Sherezada o Moby Dick, y digna, como ese personaje del coronel que no tenía quien le escribiera y que no usaba sombrero para no tener que quitárselo ante nadie, según la magnífica novela de García Márquez. A la poesía no le basta con las verdades fácilmente compartibles y arrulladoras, pues, al igual que la filosofía, su territorio de exploración natural está en la duda. La poesía se pregunta cómo andar al mismo tiempo en dos orillas de la realidad, en medio de lo que Simone Weil llama “una comunidad ciega”, una aturdida comunidad dividida entre la realidad y el deseo.

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A cada rato, cuando se habla de la utilidad de la poesía en un medio de naturaleza violenta como el nuestro, se acude una y otra vez a la pregunta del romántico alemán: “¿Para qué la poesía en tiempos de penuria?” Creo que es mejor cambiar, invertir la pregunta, y decir: ¿Para qué la poesía en tiempos que no sean de penuria? ¿Como simple adorno? ¿Como manierismo? ¿Como un mero esteticismo? De ser cierto que la poesía no tiene sentido en tiempos de penuria nunca se habría escrito, pues todos los tiempos del hombre han sido de penuria. Un aparente escollo para la poesía tiene que ver con la crisis de la palabra, en particular por su constante manoseo. La palabra es la primera baja en una crisis social: para qué el vocablo pan si no remplaza al pan, para qué la palabra libertad si tantas veces está en los labios de los carceleros. Sin embargo, esto, antes que crearle un desaliento, obliga al poeta a buscar la palabra justa en el inmenso pajar del lenguaje y a habitar de nuevo las palabras que el mal uso ha ido volviendo huecas, calcáreas. Es paradójico: hasta la libertad en el poema resulta tantas veces contradictoria por el hecho mismo de querer fijarla en palabras. Como es paradójico que estando la poesía construida con vocablos aspire al silencio. La poesía —y tomo acá su nombre de manera genérica para toda creación artística, como un epicentro de todas las artes— parece recordarnos que resulta tan precaria, tan irrisoria la llamada realidad (y “realidad” es una palabra que, al decir de Vladimir Nabokov, siempre debería ir entre comillas), que a cada momento tenemos que inventarla. Esto hace que la poesía no sea tan lejana de la ciencia, a pesar de que sus búsquedas se den en diferentes estadios del pensar, en diferentes gabinetes de la imaginación (Aldo Pellegrini dixit). Lo que hace más rica y diversa a la poesía escrita es que las verdades estéticas que se agolpan en la interpretación de la lírica nunca han podido, a pesar de credos y de manifiestos cerrados, y del aluvión interpretativo, imponer un sentido único a la expresión creadora. Que no tenga nunca el rango de fórmula matemática, sino que el sentido de lo impersonal y de lo abierto la visiten, hace que la poesía resida más allá del poema, aun en los linderos del lenguaje, en los bordes de la palabra que se calla. Previene René Menard sobre “dos clases de poetas sin porvenir: los que protestan por el Paraíso Perdido y los que prometen una Edad de Oro. Los primeros lisonjean sueños que el hombre persigue desde su madurez; los segundos seducen hasta el momento en que demuestran su espíritu de tiranía”. Habla el mismo Menard de “los poetas ideólogos”, para quienes “el fanatismo o la esterilidad son su refugio”. La poesía es algo más que un catálogo de ideas. Los francotiradores del inmediatismo político veían mal a Rubén Darío porque cruzaba en medio de gallineros en Managua pero los imaginaba cisnes, veía indígenas chorotegas sin dientes pero creía que eran princesas de una corte de Versalles, con lo cual también condenarían a cualquier caballero de triste figura capaz de trocar, como todo gran poeta, molinos en gigantes, mujeres de

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espléndida fealdad en arquetipos de belleza. “La verdadera poesía no consuela de nada”, decía René Menard. Aunque el poeta sabe que, más temprano que tarde, será, como todos los hombres, victimizado por la realidad, le opone a esta la palabra al nombrarla, y tiene clara conciencia de que pastorear lo real, domesticar lo real, para sumergirse en zonas de significado mitológico, es una función devoradora. Ese “cambiar la vida”, la vieja divisa de Rimbaud, cada vez parece asistirlo menos. Pero es su aspiración, el encuentro con la esencia, la búsqueda de una ética ligada a la belleza superior, lo que lo pone en contacto con la eterna fugacidad, con lo que huye llevando en sí jirones de otras realidades más complejas. Realidades que, al cambio feroz de los días y aun de los milenios, exigen particularmente unos nuevos tratos con el lenguaje. La poesía se parece, en su calidad invasora, a la araña que sube por la escoba que la barre: pone un contrapunto a la razón. Y es en esa satanización de lo poético en aras de la realidad que pregonan los tiempos y que pregonan las sociedades hipnotizadas por el miedo a pensar, donde —de nuevo la araña trepa a la escoba— le queda a la poesía su antigua y renovada condición de resistencia. De ese centro brota el hombre negado a la clonación o al autismo. Es ahí, en el reino paradojal, donde la poesía, expulsada de la República de Platón, que en nuestro caso podría ser la República de Plutón, tiene un reino de individuos insumisos. Ser poeta en un país salvaje es elegir una larga cuarentena, guardar como un talismán la palabra más breve y, por momentos, la más bella. Esa que en Colombia parece olvidada, la rotunda voz que casi nadie dice, que casi nadie oye, las dos letras que conforman la palabra no. Nunca antes la poesía y el poeta —y no hablo desde la ideología— tienen mayores estímulos para diferenciarse del país que no desean suyo. No es un deber ser, no es algo programático, pero qué necesario es enfatizar la distancia frente al crimen, no tanto por sentirnos más buenos como por sentirnos lejos de los pases hipnóticos de la muerte espiritual y del gregarismo tribal frente a la nada. Libertad y poesía son dos palabras siamesas: la una conduce a la otra y difícilmente se pueden separar para que tengan vidas escindidas; a no ser que al enunciarse se trate de una falsa libertad, como la que está casi siempre en labios de carceleros y liberticidas, de una parte, y de la impostación poética, de otra. Esas dos palabras, esos dos conceptos por los cuales han corrido verdaderos mares de tinta, me parece que han sido muy bien definidos por una dupla de escritores de talantes afines y de percepciones cercanas al anarquismo: Albert Camus, que decía que la libertad es el derecho a no mentir, y Henri David Thoreau, quien afirmaba que la poesía es la salud del lenguaje. Lo contrario, la servidumbre intelectual del poeta y la docilidad del ciudadano, no es otra cosa que la práctica de una voraz autofagia, una forma de devorarse a sí mismo. Es la muerte del que disiente, el destierro del outsider, el exilio del fuera de lugar o del perpetuo insatisfecho. En realidad, más que

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en un exilio, el outsider vive ahora su periferia, el convertirse en extranjero en su propia tierra, muchas veces hasta el extremo de verse arrinconado en los límites del lenguaje. Todo por saber que la poesía puede llegar a convertirse en un territorio autónomo, algo así como la banda sonora de la desobediencia. Por supuesto que ejercer ese derecho a no mentir es castigado de una y mil maneras por bedeles y comisarios. La idea orwelliana de que “si la libertad significa algo, es el derecho a decir a los demás lo que no quieren oír” conduce, en sociedades ensimismadas por el unanimismo, hasta el extremo de poner en riesgo la vida del ejercitante, del que se atreve a decir, a pesar de todo, lo indecible. Cuando John Donne afirma que nadie puede dormir en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo, podría estar hablando también del poeta. El poeta es el que canta en medio de las encrucijadas, el insomne frente al destino colectivo y que, no obstante, hace del sueño su irremplazable alimento. A lo largo de mi vida de escribano no he intentado otra cosa que ejercer la libertad y con ella la independencia. Libertad de culto, de ideología, de fortuna, de banderas y esteticismos. La libertad de ejercer la imaginación sin pagar aduanas, sin el soberano permiso de nadie. Soy de la idea de que mientras persista la imaginación, la capacidad de fabular más allá de la espesa nata de la uniformidad y el gregarismo, mientras la poesía sea arena y no aceite en las maquinarias ideológicas y cerradas de un mundo sin matices, el hastío, el miedo y la miseria —ese trípode en el que se monta la visión del mundo actual— no extenderán del todo su aire espeso, el agujero negro de la satisfacción y el aturdimiento colectivo que tanto exaltan los tartufos. Creo en los poetas de la intemperie, en los que no sufren la claustrofobia de su mundo intimista, en los que tienen, al mismo tiempo que muchas reflexiones y lecturas, un tramado de calles, de retículas y trazados por los que transitan los hombres. Que la poesía es una religión sin feligreses se nos repite a cada tanto en los medios y en los bufetes invocando la inutilidad y llamando al desaliento, y tras manifestarlo corren a reunirse y a hablar en el esperanto de la tontería y los lugares comunes, en una religión cuyo único dios tiránico es el embotamiento de los sentidos, la pérdida irreparable del sentido de la individualidad creativa y la aventura. Quisiera repetir con René Char que “en todas nuestras comidas en común invitamos a la libertad a sentarse”. Y agregar, en consenso con el poeta, que “el lugar permanece vacío pero el cubierto está puesto”. A esto conduce la mejor poesía.

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La preparación editorial de Cuadernos de la Lectio estuvo a cargo de la Coordinación Editorial de la Universidad Central. En la composición del texto se utilizaron fuentes Adobe Garamond Pro, Calibri y Bell Gothic Std. Se imprimió en los talleres gráficos de Xpress, en noviembre de 2015, en la ciudad de Bogotá.