Capítulo I - Muchoslibros

gosa perorata que, él mismo se daba cuenta, no podía más que confundir a su interlocutora ante tanta referencia innecesa
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Capítulo I

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N EL MISMO INSTANTE EN QUE FERNANDO vio a María por primera vez, entrando en la discoteca asida al brazo de un hombre que bien pudiera ser su amante, comprendió que aquella mujer le gustaba mucho… tanto... como para arruinar su vida con tal de poseerla. Así que resolvió, acodado en la barra del bar, en cosa de segundos, matar a aquel enojoso acompañante. Cuando se terciara. Fernando no estaba dispuesto a renunciar al gozo que se había instalado en sus entrañas desde el momento en que aquella hembra festiva y apabullante franqueara la puerta del local; y no lucharía contra aquella inexplicable sensación de incandescencia que le abrasaba los sesos desde que la viera desfilar ante sí. Al contrario, en adelante, Fernando velaría por conservar a María en su memoria con la prestancia y la sensual discreción que creyó reconocerle a esta al irrumpir en su vida unos minutos antes. Aquel talle recogidito del que emergía un busto esbelto, recortado y macizo; aquella cintura rebañada y justa; aquellas caderas cinceladas que flanqueaban el más redondo y perfecto de los culos. También había vislumbrado Fernando un pubis terso y arrellanado entre las fallas de sus ingles. De espaldas, cuando María se alejaba, la juzgó alta, con elegantes piernas.

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Pero fue el rostro lo que hizo sucumbir a Fernando: un rostro oriental, delicadísimo. Sus largos cabellos recogidos en cola de caballo para dar paso a un cuello erguido y orgulloso, sus labios gruesos de carne parda, su nariz acostada suavemente sobre la cara, sus ojos envueltos en párpados extendidos de piel suave y fresca, montados sobre unos pómulos dispuestos para encajar besos... en fin, todo cuanto hizo perder el juicio a Fernando aquella noche aciaga quedó alojado en el archivo que este abrió sobre María, para su desgracia. Fernando persiguió a María a lo largo de la noche: tenía que mirarla para no perderla ya nunca jamás, para no desalojarla de su corazón inflamado, para no separarse de su vera hasta el fin de los días que pudieran quedarles a ambos; y, cuando la perdía de vista, Fernando se alzaba disimuladamente sobre las puntas de los pies para tratar de identificarla entre el gentío que infestaba el boliche; pero, ya entrada la noche, su inquietud le fue traicionando, y Fernando se aplicó, sin ambages, a rastrear los pasos de su mocita como un sabueso cazador adiestrado en olisquear el piso tras las huellas de la pieza cobrada. Al alba, la mitad de los clientes de aquel bailadero se habían percatado de lo colado que estaba Fernando por la chinita, pues este había llegado a incomodar a más de uno haciendo preguntas inconvenientes sobre la chica que bailaba en la pista con el relaciones públicas de la discoteca. Aunque, a decir verdad, Fernando los miraba a los dos, pero no los veía. No podía decirse que Fernando sufriera aquella noche viendo bailar a su amor en brazos de otro hombre: porque, para él, aquel tipo estaba ya muerto, aunque todavía tuviera él que matarlo. Fernando no había sido un hombre celoso hasta el momento; por ello, aunque el veneno de los celos le había sido inoculado aquella noche, se propuso no transformarse ahora en un individuo miserable, posesivo y mezquino. No, se juró a sí mismo que a esa mujer iba a hacerla feliz,

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ahorrándole hasta el más insignificante de los contratiempos, evitándole contrariedades que pudieran incomodarla, dándole gusto en todo cuanto se le ofreciera disponer; porque para eso había esperado Fernando tantos años: para volcarse en alguien con dedicación veraz y abnegada entrega. Así pues, Fernando pensaba conquistar a María con leales y nobles artes, sin violentarla en lo más mínimo. Aquella noche Fernando averiguó que María era hija de padre norteamericano y madre vietnamita, y que era la novia del barrio, porque a todo el mundo gustaba por su desenvoltura y trato cálido y bienhumorado. La muchacha trabajaba como recepcionista en un hotel del barrio chino, ya que hablaba cantonés con soltura y corrección, e incluso conocía muchos de sus ideogramas. Y hacía un tiempo que salía con Barnaby, el muchacho que la besaba, sin cuento, en la pista de baile. Y poco más. Aquella noche Fernando no sospechó lo mucho que habría de trastocar su vida aquel encuentro con la gentil María; porque, aunque hubiera decidido amarla con la obstinación y persistencia propias de un demente, e intuyera los desvaríos que esa pasión le tenía deparados, aunque se columbrase cuántas noches dejaría de conciliar el sueño por aquella que, ignorante de cuanto le iba a suceder, bailaba en la pista, desprejuiciada, con su Barnaby, Fernando no llegó a hacerse idea de lo feliz, y, a la par, desgraciado, que sería en adelante. Un tipo afortunado Fernando; mimado por el destino. Nació donde debía, donde podían garantizarle una existencia regalada y un futuro tranquilizador y previsible. En una familia acomodada, a la que la vida no dio jamás un sobresalto, ni un contratiempo, ni, aun menos, un disgusto que les obligara a encarar la crudeza de la tribulación y la estrechez de la penuria. Su padre, un funcionario de las Naciones Unidas desde 1956, había dirigido y corregido sus pasos, orientado sus tanteos y asumido sus deslices en lo sustancial, dándole consejo, o

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incluso tomando decisiones en lugar del propio Fernando, en todo cuanto pudiera ubicar a este en la senda de lo correcto, de lo acertado, de lo oportuno y de lo conveniente. Y él, Fernando, había puesto de su parte lo necesario para que todo saliera a pedir de boca; no se abandonó, ni se durmió en los laureles, ni se le atragantó a nadie decisivo en su carrera, y se aplicó lo suficiente como para que se pensara de él que merecía el puesto que ocupaba en la sociedad. Su madre, una española nacida en los Estados Unidos, hija de un profesor universitario autoexiliado, más por veleidades de orden narcisista que por motivos de persecución política, también contribuyó a adecuarle a Fernando el porvenir con su entrega vigilante. Evitó las compañías que debía evitar y le mandó al colegio más elitista de Manhattan, para que el muchacho no se cruzase con el perraje neoyorquino más que en la calle, y se convenciera, sin el menor asomo de duda, de que tenía derecho a ser bien tratado en cualquier circunstancia de la vida. Su madre acusó siempre un ridículo afán de emulación por todo lo europeo, por todo aquello que pudiera presentar una apariencia exclusiva y acreditada, por todo cuanto acentuase la separación y la divergencia, creyendo que así lograría alzarse por encima de lo común. La señora no consiguió, pese a que se lo había propuesto con denuedo, que su hijo se hiciera diplomático, como tantos en su círculo social. Para su desconsuelo, Fernando se quedó en empleado de IBERIA, Líneas Aéreas de España. Con la suerte de cara, Fernando había sobrevivido a dos accidentes aéreos en los que debiera haber muerto; lo que contribuyó a exacerbar en él una inclinación al capricho que había ido fermentando desde su mocedad, a partir de las facilidades entre las que había crecido. En uno de ellos salvó su vida porque se vio forzado a ceder su asiento a un diputado español que tenía que volar a España urgentemente; se quitó de en medio, y el avión se estrelló en el mar, a pocos kilómetros de Nueva York,

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con el diputado dentro. El segundo accidente fue algo atroz: Fernando encaneció prematuramente por completo en el curso de una hora, si bien el pelo volvió a oscurecérsele con el tiempo. Se había llegado a visitar la cabina de los pilotos, una gentileza del comandante, sabedor de que entre el pasaje se encontraba alguien de la casa, cuando se encendieron las luces de emergencia en el panel de mandos. Súbitamente, el avión se desplomó entre las nubes, y cayo al vacío sin obedecer a las órdenes de los pilotos que, fuera de sí, intercambiaban blasfemos alaridos mientras maniobraban infructuosamente, ensayando fórmulas y remedios que se les iban ocurriendo, que refrenaban la caída por unos segundos, y, al poco, se revelaban fallidos. Fernando recordaba todavía la voz de la azafata dando instrucciones a los pasajeros sobre las posturas que debían adoptar para amortiguar los efectos de la colisión sobre sus cuerpos cuando el avión se estrellase, sobre las salidas que utilizarían cuando la aeronave se incendiase, o sobre los procedimientos de supervivencia en el mar, a la par que recordaba la ubicación de los chalecos salvavidas, en el supuesto de que el aparato se precipitase al océano. Porque aquella perorata casi ininteligible, aquella cháchara maquinal, aquel runrún sin nervio, le asustaron la sangre a Fernando, haciéndole tomar conciencia de que iba a morir en cosa de segundos. Pero no, aquello se prolongó por más de una hora, porque el avión detuvo su caída a trescientos metros del suelo, altura que ya no pudo superar, pues algún desperfecto impedía elevar el vuelo por encima de dicho límite. Los pilotos se aprestaron infructuosamente a realizar un aterrizaje de emergencia en algún lugar propicio. El terreno no lo permitía. El comandante iba rezando por no encontrarse en su camino con algún monte que no pudiera vadear o alguna altura que no fuera capaz de sortear, cuando emergió ante los cristales del 747 una pared imponente que les cerraba el paso; a tiempo estuvieron de poder dar media vuelta, y en ese momento el copiloto

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observó que debían forzar un aterrizaje de emergencia, o, de lo contrario, corrían el riesgo de quedarse sin combustible, habida cuenta de las ingentes cantidades de queroseno consumidas para intentar detener la caída del aparato. Se lanzaron por donde el terreno parecía menos accidentado, y el comandante se despidió en voz alta de sus hijos, mientras posaba la panza del aparato sobre el rugoso desierto, pues el tren de aterrizaje saltó por los aires al contacto con las piedras. La carcasa se partió y el avión se separó en dos; la segunda parte se incendió. Todos los pasajeros de esa mitad perecieron. Desde ese día, Fernando creyó que podía jugar con el mundo a su antojo, que podía lanzar los dados tan alto, y tan lejos, y tantas veces como le viniera en gana. Eso le hizo arrogante y temerario, aunque también valiente. La vida le dio menos miedo entonces, porque había estado en un tris de perderla, y eso le quitó importancia a la muerte; por eso Fernando se convenció definitivamente de que podía hacer y deshacer el destino, el suyo y el de cuantos se cruzaran con él. Porque hasta ese momento su existencia confortable y anestesiada le había hecho intuir que la adversidad podía ser contrarrestada; sin embargo, tras sobrevivir al accidente aéreo, Fernando entendió que podía reírse de su sombra; que podía permitírselo todo; que ningún capricho podría serle denegado. Especialmente con las mujeres; porque siempre gustó a las mujeres, pero mucho más después de haber salvado su vida. Se arrogó el derecho de gustarles y de disgustarlas, haciendo gala de conductas carentes de consideración hacia aquellas que le mostraban aquiescencia y favor. A partir de ese suceso, ellas percibieron que a Fernando le asistía un inédito sentido del dominio, una implacable seguridad en sus propias fuerzas, una destreza inusitada en su modo de conducirse y una apostura imponente. Eso las enloquecía; pues, a decir verdad, Fernando interesaba a las mujeres porque era un sujeto dominador, porque a su lado volvían a sentirse ni-

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ñas desorientadas y aturdidas adolescentes, porque les cautivaba el modo en que él las protegía y les hacía sentir que nada malo podría acaecerles junto a él; y porque las amaba con habilidad y sabía hacerlas gozar: Fernando intuía cuanto ellas esperaban a la hora de las caricias, sabía demorarse en los preámbulos y desbocaba con acierto al salvajón que llevaba dentro en el instante apropiado. De modo que tenía éxito y aceptación. Por eso, Fernando no se sorprendió cuando aquella noche en la discoteca, en la que no había tenido ojos para otra mujer distinta de María, se cruzó con la mirada de alguien que le acechaba. Y él se recogió, ufanándose de su buena ventura, pues la muchacha desconocida que tan solícita le miraba ahora bien pudiera servir para librarle de la rigidez de fauno enamorado que había provocado aquella otra que seguía bailando a lo lejos, inconsciente de lo que se avecinaba. Por eso, Fernando se había sentido con atribuciones como para sentenciar a muerte al hombre que estaba junto a la mujer que tanto le gustaba.

2 El día más triste en la existencia de María fue aquel en que hubo de vender su virginidad para salvar a su madre. No tuvo opción; nadie quiso auxiliarlas, las dos solas, frente a la muerte, en Nueva York. Un ataque al corazón derribó a la señora Hang sobre el fregadero de la cocina mientras lavaba los platos del desayuno. Se desplomó sin violencia, como cae una pluma, como si un sueño súbito e insospechado se hubiera apoderado de ella; por eso la hija tardó en percatarse de que la madre agonizaba junto al cubo de la basura. María sintió cómo el miedo ocupaba el apartamento en cosa de segundos, invisible, pestilente, como un

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gas invasivo y paralizante. Nada atinado pasaba por su cabeza, y cuando acertaba a dar con alguna iniciativa adecuada, era incapaz de llevarla a término; por eso tardó tanto en conseguir una ambulancia. Ya en el interior de esta, el miedo remitió, y cedió el paso a un vacío repleto de angustia e incertidumbre: vivir sin su madre del alma se le hacía inimaginable. Pero, nada más llegar al hospital, el dolor y la tristeza se vieron ensombrecidos por la impotencia ante tanta adversidad persistente y cruel: en ausencia de seguro médico, el cirujano rehusaba operar a la señora Hang para implantarle un marcapasos si no se satisfacían sus honorarios por adelantado. María llegó a arrodillarse ante el cardiólogo en la sala de espera del hospital, implorándole que interviniese a su madre y jurándole que le pagaría tan pronto como pudiera reunir el dinero; pero todo fue en vano: las lágrimas de la muchacha no impresionaron más que a las enfermeras que presenciaron la escena. Desesperada y aturdida, intuyendo que iba a meterse de cabeza en la boca del lobo, María recurrió a uno de los más conspicuos hombres de negocios de Chinatown para pedirle ayuda, concretamente para solicitar de él un prestamo con el que poder hacer frente a aquella emergencia. Pero tampoco el chino se conmovió, pues llevaba mucho tiempo buscando la forma de follar con aquella adolescente de marfil; incluso había llegado a mandarle recados ofreciéndole importantes sumas de dinero por hacerse con su virgo quinceañero. Así que aquel sujeto vil y deleznable no desaprovechó la ocasión de salirse con la suya que le brindaba aquella tragedia familiar; jactándose de su suerte, y frotándose las manos ante la perspectiva de obtener todo tipo de parabienes en su futuro, por desflorar a una virgen tan apetecible, el señor Cuc se levantó de la mesa de su despacho y se dirigió a una caja fuerte empotrada en la pared para sacar varios fajos de billetes de cien dólares, hasta juntar la cantidad a que ascendía el precio de la cirugía. Y, a continuación, convocó

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a María aquella misma noche en una casa de citas, pues el tipo era padre de familia. Atenazada por la congoja, anegada en su pena, muerta de desolación por estar entregando algo indebidamente, María llegó al lugar del encuentro, que era horrible y pretencioso, decorado con un mal gusto hiriente, damascos exagerados y tapicerías chillonas; mucho encarnado, dorados y cursilería. Subió las escaleras agarrada al pasamanos, pues las piernas le temblaban, y se daba coraje a sí misma pensando en salvar con aquel mal trago la vida de su madre adorada. En el primer descansillo la estaba esperando una mujer de sonrisa solícita que le preguntó si su nombre era María, y cuando esta asintió, aquella la condujo por las escaleras hasta el primer piso, y allí la precedió por un pasillo hasta llegar a una puerta ante la que dejó a la muchacha, después de dar unos golpecitos a modo de llamada. María no pensaba en salir huyendo; al contrario, creía de un modo ciego en lo que estaba haciendo, pues estaba convencida de que arrancar a su madre de las garras de la muerte exigía un trabajo ímprobo, un sacrificio sublime y excepcional; y solo así, recibiendo ella, María, un golpe tan duro y un daño tan brutal, la salvación de la señora Hang estaría garantizada. Pero, cuando la puerta se abrió, María perdió su entereza y se transformó en un guiñapo. Porque el señor Cuc la recibió desnudo, asumiendo las formas de quien no tenía ya que hacerse grato, consciente de que todo se le debía y todo le sería concedido sin regateo. Le dio a María la orden de entrar y sentarse, sin saludarla. Sin mediar una sola palabra de amabilidad, la obligó a separar las piernas, una vez sentada, y a mantenerse en una postura obscena que a María llenó de apuro; y a continuación, sin más prolegómenos, le exigió que se introdujera una mano en el interior de las bragas y se masturbase. Todo aquello se dijo y se hizo con la frialdad de la inmediatez, sin dejar transcurrir lapsos que dieran pie a cada una de las situaciones, para que el

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señor Cuc disfrutara de la escena, excitado ante la idea de someter a quien tanto se le resistiera, borracho de poder, pletórico de mando, enseñoreado en el ejercicio de la prepotencia maridada con la lascivia. A continuación, le pidió a María una felación, con la condición de que ella se llegase hasta él a gatas; y la apartó, al poco, para dar a entender que la traía y llevaba a su antojo por donde quería, lo que ella agradeció en el alma, pues la repugnancia inmensa que sintió en su boca estuvo a punto de provocarle el vómito. Por fin, el señor Cuc se hartó de sojuzgarla y ordenó a María que se desnudara y se tumbara sobre un sofá, donde él acudió presuroso, pues a duras penas consiguió penetrarla en tres embestidas lastimeras. Lo suficiente para él. Afortunadamente, María no sintió dolor, porque sus preocupaciones actuaron como un bálsamo anestesiante, y porque le dolía más lo que estaba ocurriendo en el otro extremo de la ciudad, en el hospital, donde su madre yacía a la espera de su marcapasos, que le sería colocado al alba. A decir verdad, la rapidez con que todo transcurrió, si bien amplificó la vejación infligida, en realidad aligeró la pesada carga que María tuvo que transportar aquella noche aciaga. Aquel trago tan doloroso, en el que, a la humillación provocada por la extorsión de su desvirgador, se añadió la zozobra ante la eventualidad de perder a la señora Hang, transformó a María en un ser implacable en todas las cuestiones relacionadas con la supervivencia y el bienestar. A partir de ese día, María se determinó a llevar una vida guiada por el interés en resolver la cotidianidad, por atender las urgencias más primarias, pero también las secundarias. Se convenció de que nada debería quedar al albur del destino, que había que proveer de antemano para esquivar la fatalidad y los contratiempos; que había que disponer el futuro para que el futuro no dispusiera a su antojo de su suerte y de la de sus allegados. Ya nunca más, se juró María, se expondría a los rigores de la indefensión y la vulnera-

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bilidad; no permitiría ya que las penurias más nimias asomaran en su existencia. Y, así, paradójicamente, de un modo inconsciente, a medida que se alejaba en el tiempo el recuerdo de su primera experiencia sexual, María se fue haciendo a la idea de que sexo y dinero deberían ir unidos; ese fue el legado venenoso que le hizo a María el miserable del señor Cuc: que para evitar tener que venderse un día había que venderse un poco todos los días. Así fue como María comenzó a fijarse en los hombres solventes y a querer descubrir en ellos atractivos que le permitieran aceptar el envite de la seducción; de este modo, se forzaba, en los comienzos, a revestir su interés prosaico de una serie de argumentos que habían de avalarla en su elección. Aunque, poquito a poco, fue dejando de lado la necesidad de justificarse, para aceptar de buen grado a quienes pudieran procurarle comodidades y, por ende, fue haciéndose a la idea de que bastaba con ofrecer dichas comodidades para poder ser acreedor de su cariño. Y así fue asumiendo María que nadie era tan desagradable, ni tan zafio, ni tan feo, ni tan ridículo, ni tan patán,… que siempre había algo estimulante y curioso en quien podía garantizar un tren de vida sin incertidumbres. Pero todo aquel proceso se operó en ella de una forma gradual, sin el menor envilecimiento, sin violentar su buenísima inclinación natural; en efecto, María se conducía en el ámbito de sus intereses con sutileza, sin caer en el arribismo, sin transformarse en una vulgar arrimada. Era tan hábil a la hora de gestionar su vida amorosa, que las razones que pudieran motivarla quedaban siempre ocultas, no trascendían nunca, de forma que nadie podía criticarla por un comportamiento ruin y mezquino. Y llegó Barnaby. Un chico del montón, con salero y donaire, despabilado y popular, pero del montón. Se ganó a María a fuer de asediarla, de invitarla impetuosamente a salir, de piropearla con denuedo… y de brindarle regalos costosos que la hicieron a ella saberse especial para aquel muchacho irlandés,

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algo arrogante, que, enamorado, se volvía complaciente. Era un líder nato, un personaje. Con liquidez y solvencia, pues conducía una limusina en Manhattan, parecía tener conocimientos del mundo, y era muy querido en los ambientes mafiosos italianos, lo cual no desagradó a María, que vio en esos tratos con Cosa Nostra un seguro de amparo si las cosas venían mal dadas. Barnaby la conquistó porque desde el primer día dejó claro que él había llegado para hacerse cargo de todo, de María, de la señora Hang, y de cuanto hiciera falta. Incluso tuvo la poca delicadeza de anunciarlo cuando se declaró a María en un restaurante irlandés de Queens, que, por cierto, a María no le gustó nada, ya que ella esperaba algo menos casero y más estiloso en una primera cita. A María no dejó de sorprenderle favorablemente que a aquel rosario de requiebros y zalamerías con las que se destapó Barnaby siguiera un firme compromiso de subvenir las necesidades, y también los antojos, de la familia. Le pareció chocante que alguien tocara de una forma tan directa y tan grosera las cuestiones crematísticas, pero, por otra parte, aquella forma tan desinhibida de referirse a cuanto la había intranquilizado hasta aquel momento le trajo un sosiego que ella supo agradecer accediendo al idilio que le reclamaba aquel atrevido muchacho. Porque hasta aquel momento ninguno de los pretendientes de María había dado muestras o indicios de querer a esta para la eternidad; y a María le pareció toda una revelación que Barnaby quisiera meterse en honduras tratando todo lo relativo al sustento, pues era un modo de apostar por la veracidad del amor el que él estuviera dispuesto a hablar del futuro de ese amor. A María le bastaban el bienestar y la seguridad que podían proporcionar los hombres porque los confundía con el cariño, y porque todavía ignoraba todo cuanto el amor puede dar de sí. Erróneamente, creía haber estado enamorada en varias ocasiones. En todas ellas, María había experimentado el entendimiento sexual con su pareja, lo que le llevó a creer que había

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compenetración anímica. Pero nunca sospechó que se pudiera enloquecer con la mirada de un hombre, ni que se pudiera gozar contemplándole dormido, ni que pudiera ocurrir que se le incendiara el estómago al estar junto a él, viendo la televisión o leyendo una revista. Hasta la noche en que apareció Fernando, María había tenido una azarosa y ajetreada vida sentimental, aunque intrascendente, puesto que todo estaba por llegar. Había tenido amoríos, y hasta amores, pero no ese amor que se recuerda siempre, porque no se puede olvidar aunque se quiera. Ese que da la medida de lo que puede llegar a ocurrir. Ese que hace comprender que uno ha nacido para alguien en exclusiva. Ese que no se marchitaría ni aun en mil años de convivencia... Y ella intuía que su vida, algo desarreglada sí andaba, porque todo le sabía a poco en cuestión de hombres, porque ninguno se le metía bajo la piel como un arador de la sarna para reconcomerla con solo pensar en él, porque ninguno se le instalaba en la mollera para ser causante de locuras y desvaríos, desatinos y pendejadas, porque, sin saber muy bien por qué, María aspiraba a colmar un vacío recóndito, desconocido y pesaroso que tenía alojado en alguna parte de su ser, pues, con todo lo regalada y atendida y ateclada que estaba, se sentía sola. Aquella noche, en la discoteca, María había reparado en Fernando. Notó que su mirada la escoltaba en todas sus evoluciones y paseos, que parecía interesado en ella, y que no conversaba con ninguna otra mujer. Todo eso lo percibió María sin que Barnaby pudiera acusar en ella el menor atisbo de distracción o de ausencia; al contrario, el muchacho comparecía radiante aquella noche. Exultante. A decir verdad, jactancioso. Barnaby creía haber cautivado a la novia del barrio con tesón y buena maña, y eso le hacía sentirse astuto y triunfador, por encima del resto del mundo. Por eso no estaba en condiciones de recelar de las reacciones de su chica ni de acechar las miradas que esta pudiera lanzar a la concurrencia. Pero María ya estaba al cabo de

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la calle. Sin fijarse en Fernando, pues no le hacía ninguna falta, intuyó que aquel desconocido iba a quedarse por los alrededores una temporada, pues afectaba tal aplomo y certidumbre sobre lo que quería en esta vida que no iba a arredrarse ante las dificultades y contratiempos que pudieran surgir; y a María le pareció bien tamaño desparpajo y tan singular determinación. Fernando se había anunciado y ella había tomado buena nota. Le gustaban los hombres resueltos. Como a cualquier mujer asiática, le chiflaban los hombres investidos de todos y cada uno de los atributos de la virilidad. Y María no perdonaba uno; con excepción de la fuerza bruta, porque vio sufrir a su madre con un hombre que, puesto que no la comprendía, le daba palizas: era su modo de salvar la barrera cultural, de imponer su criterio, de reafirmar sus opiniones. Por eso María no estaba dispuesta a pasar por el mismo calvario que torturó a su madre hasta que su padre las abandonó. No veía razones, como un día las tuviera su madre, para unirse a un cafre y soportar el tormento de los golpes asiduos, ni el desquiciamiento provocado por las riñas constantes. Su padre, Eddie, puertorriqueño, conoció a su madre, Hang, en Vietnam, durante la guerra, en el asedio a Saigón. Hang era la más bella de la aldea de My Tho, y tras follársela a punta de pistola, Eddie la obligó a casarse con él, o, de lo contrario, arrasaría con napalm la zona, con la excusa de hacer salir de los túneles subterráneos a los guerrilleros del Vietkong, amenazó él. Hang sabía que los guerrilleros ya no estaban por la región, pero no quiso que los campesinos perdieran sus cosechas de arroz y pasaran más hambre, así que se resignó a convivir con aquel hombre cruel que dirigía una unidad de topos y hacía temblar a los aldeanos con sus incursiones por la jungla. Hang salvó a muchos durante la guerra, pero a muchos más al acabar esta. Entonces fue ella la que, dando muestras de gran aplomo, le puso a Eddie la pistola en la sien, obligándole a embutir los helicópteros de vietnamitas que, de otro modo, hubieran sido

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abandonados a su suerte, después de haber colaborado con el gobierno pronorteamericano de Vietnam del Sur; aunque también ayudó a salir a otros que, sin haberse comprometido en la lucha, querían prosperar en tierra americana.

3 A la mañana siguiente, cuando Fernando abrió los ojos, no pensó en María; pensó en que tenía que acabar con Barnaby. Él mismo estaba sorprendido y perplejo por la determinación y el aplomo que respaldaban esta decisión, pues no era de natural pendenciero, ni había creído nunca que las diferencias pudieran resolverse de forma impositiva y terminante. Jamás tuvo Fernando la osadía de apoderarse de algo violentando la propiedad ajena, ni siquiera de niño, cuando otros muchachos se jactaban de robar en las tiendas, desafiando a tenderos y dependientes avisados; al contrario, Fernando se mostró siempre respetuoso en demasía con quienes hubieran llegado al disfrute de las cosas antes que él. En cuestiones de mujeres, siempre tuvo por bajeza la seducción de aquellas ya conquistadas, y había salido por piernas antes de complicar sus días con alguna que otra casadita obstinada en hacerlo suyo sin el menor escrúpulo. Empero, aquella mañana, y en abierta contradicción con su propia índole, Fernando no se hallaba incómodo, ni alterado, ni, mucho menos, apesadumbrado por el cometido que se había asignado la noche anterior. Al contrario, lo celebraba; estaba radiante ante la perspectiva de remover el único obstáculo que le imposibilitaba trasformarse en un hombre dichoso de por vida, si bien al precio de liquidar a un ser humano. Para ser honesto consigo mismo, Fernando reconocía, sin ambages, que no concebía

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aquel empeño como un dictado natural que le hubiera sido ordenado por una fuerza ignota, superior, a la que no fuera posible oponer resistencia; al contrario, en pleno ejercicio de todas sus facultades, Fernando comprendía que quería matar a Barnaby para quitarle a María, así de sencillo. Por otra parte, se dijo, antes de emplearse en una empresa tan trabajosa y peliaguda tenía que capturar la querencia de María, debía asegurarse su favor y sus pensamientos. Por supuesto que Fernando no tenía la menor intención de hacerla partícipe de sus intenciones criminales hacia su, a la sazón, novio; ni siquiera esperaba llegar al corazón de su amada desmejorando a Barnaby a los ojos de esta. Nada haría por deslucir al conductor de limusinas, ningún comentario saldría de su boca con intención de desacreditar al príncipe de la discoteca; por el contrario, dejaría a su suerte estrellada, a su fortuna inseparable, el eventual trabajo sucio conducente a la decepción y el desengaño de María. Confiaba, con cierta pachorra, en que el azar iría deteriorando el prestigio y buena imagen de Barnaby hasta hacerlos fosfatina; por tanto, nada de maniobras, ni añagazas, ni ruindades que quizá desbaratasen un trabajo que había de hacerse sin dirección ni estrategia. Y, en todo caso, igual daba. Pues, con fama o sin ella, Barnaby iba a palmar. Pero, claro está, antes tenía que encontrarse con ella e iniciar esa vida en común que a Fernando le parecía ya inevitable. Fernando se duchó, excepcionalmente se afeitó, pues no solía hacerlo los domingos, desayunó, se vistió y salió. Se propuso dar con María aquella misma mañana y empezar su campaña de asedio y cortejo sin demora. Al ser domingo, la búsqueda se hacía más ardua, pero Fernando juzgó probable que en el hotel del barrio chino en el que ella trabajaba pudieran darle referencias de su paradero; ahora bien, desconocía el nombre del hotel, y lo único que recordaba de las informaciones recabadas de sus interlocutores, tan ocasionales como

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desconocidos, de la noche anterior, era que se hallaba en los aledaños de Canal Street. Sin embargo, no se amilanó ante este contratiempo, ni tampoco le arredró el ignorar el apellido de María, pues no abundarían en el barrio muchachas de rasgos asiáticos con nombres de resonancias hispanas. Subió al autobús M-15, y se acomodó en un asiento junto a una mujer que parecía tener dificultades para leer un prospecto, pues lo acercaba a su nariz como si tuviera intención de engullirlo. Fernando mantuvo la mente en blanco a lo largo de todo el trayecto; y, cuando llegó a su destino, descendió del autobús y se informó acerca de los hoteles de la zona en los puestos de algas desecadas de un mercado de abastos emplazado en los alrededores de Canal Street. Tomó nota de los nombres y direcciones, y se encaminó al más cercano. Allí no pudieron darle referencias directas sobre una recepcionista de origen vietnamita, pero le proporcionaron algunas informaciones de utilidad que le permitieron perfilar su recorrido y concentrar las pesquisas. Fueron muchos los lugares que visitó Fernando con la esperanza de poder encontrar alguna pista sobre María. En vano. Nadie sabía dar cuenta de ella. O nadie quería hacerlo. Acaso todas aquellas personas abordadas por Fernando supieran algo, pero le tuvieran por un policía o, cuando menos, por un agente del orden establecido, por un comisionado de la autoridad para llevar a cabo un cometido que habría de complicar las cosas a la muchacha por la que se interesaba. Y, quizá por eso, el barrio chino reaccionara con la sempiterna desconfianza de Oriente, con la tan traída y llevada impenetrabilidad asiática, aliñadas con el recelo y la impermeabilidad propios de quienes se sienten amenazados y cohibidos en tierra extraña. Aunque aquellas calles dejaron de ser territorio norteamericano cien años atrás, pensaba Fernando, sus moradores jamás habían llegado a creerse su propia fuerza, a tomarse en serio la inapelable autosuficiencia que exhala Chinatown. Por tanto, reaccionaban como

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timoratos conejos al menor sobresalto, dispuestos a protegerse con el silencio, a guarecerse de las preguntas, a ofrecer lo imprescindible, a no dar más de lo necesario. Fernando conocía bien el barrio porque había trabajado en él durante algunos veranos de su adolescencia y juventud. Influido por los consejos de su padre, que se hacía lenguas del futuro del chino como idioma del siglo XXI, Fernando se aventuró a aprender cantonés, primero, y mandarín, después, trabajando como cajero de un supermercado, contable de un restaurante de comida china y rápida, traductor al inglés de los prospectos de una fábrica de fuegos artificiales que concentraba su producción de cara a las celebraciones del año lunar, y administrativo en una agencia de viajes especializada en viajes a Hong Kong y Taiwán. Sintió hambre y pensó en tomar un bocado en alguna pizzería del barrio italiano, situado unas calles por encima del lugar en el que se hallaba. Precisamente, conocía una tratoría regentada por una española, casada en tiempos con un italiano que, al abandonarla, le dejó el negocio a modo de compensación. Donde Ignacia, daban bien de comer, así que Fernando enderezó sus pasos hacia el local, con la esperanza de que la despabilada y animosa compatriota se encontrara allí, a pesar de ser día festivo, porque, cuando se lo pedía con tiempo, ella le ponía por delante unas patatas con chorizo que quitaban el sentido; a cambio de tan excepcional festín para los hábitos dietéticos de la ciudad, Fernando tenía que acomodarla en clase preferente en el próximo viaje a España que ella tuviera programado. A Fernando, Ignacia le divertía sobremanera, porque le contaba las cosas del barrio con tal naturalidad y malicia que parecía que se hubiera criado entre italianos toda su vida. Y nada más alejado de la realidad, pues, de Miranda de Ebro, Ignacia viajó directamente a Nueva York, sin detenerse en ninguna otra parte. Unos parientes que emigraron a la ciudad en tiempos de la República requirieron ayuda doméstica en el pueblo, e Ignacia

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no lo pensó un segundo: conocía Nueva York por las escenas del nodo proyectadas en el cine parroquial de Miranda, y aquella ciudad le fascinaba desde niña. Llegó un mes de julio y, no obstante, al transcurrir unos meses, decidió que se volvía a España: se sentía triste, agredida, desnortada, desambientada y sola. Hubo de pasar por un trance terrible el día en que, muerta de vergüenza, aprendió a exigir propinas, tragándose su orgullo celtíbero, para poder sacarse un sueldo medio regular como camarera en un tugurio de refrescos, pegado al muelle desde donde zarpaban los botes que conducían a los turistas a la Estatua de la Libertad. Un grupo de alemanes se había sentado en una de las mesas instaladas en el exterior del local y había consumido varias jarras de cerveza. Ignacia vivía angustiada, por aquellos días, porque estaba a la cuarta pregunta y no llegaba a fin de mes, pues no había sacado en propinas el sueldo con arreglo al cual había planificado sus finanzas. Ella sabía, porque fue lo primero que aprendió al llegar a los Estados Unidos, que su salario no estaba garantizado por el empleador, que tendría que ganarlo a fuerza de amabilidad, complacencia, y hasta servilismo. Pero sentía una congoja insuperable a la hora de arrastrarse por unos dólares que, en su fuero interno, entendía que, en justicia, le pertenecían. Aquel día, espoleada por las burlas de sus compañeras de trabajo, alusivas a sus aires de duquesa, Ignacia se plantó junto a la mesa de los alemanes en el momento en que estos hicieron gesto de pagar sus consumiciones; y, cuando le entregaron el importe exacto de estas, torció el gesto en una mueca decepcionada y se quedó clavada en el sitio, con la mano extendida torpemente. En su inglés rudimentario la camarera intentó explicar a los turistas que trabajaba por las propinas, pero, cuando estaba a media frase, aquellos sujetos le tiraron a la cara un billete de cinco dólares y se levantaron. Ignacia todavía enrojecía al rememorar lo sucedido. Y se preguntaba, todavía bajo los efectos del sofoco, por qué aguantó tanto

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en los comienzos, de dónde sacó los arrestos para continuar sirviendo cervezas, cómo no cayó fulminada por la desazón y el abatimiento cuando aquel billete de cinco dólares le rozó la cara. A Ignacia le contaron sus compañeras del bar, cuando volvió en sí, que aquel día le había dado un parraque, que se había quedado tiesa en el lugar durante una hora, sin habla, sin entendimiento, absorta en una meditación sobrecogedora, hasta que la retiraron de allí, casi en volandas, los enfermeros de la ambulancia solicitada por el encargado del negocio. Pero, poco a poco, Ignacia encontró su rincón; con el tiempo, hizo amistades; a la larga, se echó un novio con el que emparentó, y lo demás, lo que vino después, la hizo reconciliarse todavía más con la ciudad. Puesto que, como decía la propia Ignacia, guasona y feliz, le había tocado la lotería allí, ya que ella llevaba días rompiéndose la cabeza para dar con el modo menos traumático y doloroso de abandonar al marido italiano, cuando este se presentó en casa anunciando que se quitaba de en medio y, además, le regalaba el restaurante. Fernando llegó al restaurante de Ignacia y allí la encontró. Con su delantal impoluto y su melena rojiza, atolondrada por el barullo, absorbida por los encargos, si bien alerta en los pagos, no dejaba de mirar hacia la puerta cada vez que esta se abría; así pues, divisó a Fernando inmediatamente, y le lanzó una sonrisa. Pero, en su interior, Ignacia acusó incomodidad, inquietud y hasta disgusto con la presencia de Fernando; aquel tipo tranquilo la intranquilizaba. Aquel tipo le gustaba a ella, pero tenía quince años menos que ella. Quince años. Más que suficiente como para que un hombre descargue sobre una mujer toneladas de indiferencia y desinterés. Más que suficiente como para que una mujer reprima sus muestras de coquetería, contenga los reclamos de la seducción, embride afanes y disimule inclinaciones por temor al chasco. Suficiente como para desear a los hombres a hurtadillas, lamentando haber de-

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jado transcurrir los años de mocedad con remilgos y estrechez sexual; la vergüenza y la sensación de culpa retornadas, esta vez con la lacerante presencia del deseo avejentado, entonces con la torpe ignorancia del deseo mismo. Así pensaba ella. Ignacia maldecía, impotente, este último sarcasmo que le deparaba la vida: ahora que sabía follar, ahora que le gustaba, ahora que se empiltraba con un sujeto sin terrores, pues ahora no. Cuando jovencita, en Miranda, era pecado, luego no sabía, luego, cuando supo, era inmoral, o indecente, o no estaba bien visto, y luego, cuando le gustó de veras, fue tarde. Con estas cuitas y tribulación acogía Ignacia a Fernando, pues ella se daba cuenta de que la estimación que él le profesaba tenía mucho que ver con los cuidados maternales que ella prodigaba a su estómago, con la cálida cháchara burgalesa en que ella le embalsamaba, con el atrevido gesto con que ella se permitía acicalarle antes de que abandonara su local. Y ella lo que quería era que Fernando la viese con cuerpo de jota, que le sostuviera la mirada con descaro y chulería, que le rebañara el escote con los ojos, que le torease aquel culo bonito que tan orgullosa la tenía... Haciendo de tripas corazón, Ignacia fue al encuentro de Fernando y le anunció que una de las mesas dispuestas junto a la cristalera que daba a la calle estaba a punto de liberarse, y le sugirió que, mientras tanto, se tomara un vaso de un jumilla que le acababa de llegar de Murcia, con unos boquerones en vinagre que había aderezado la noche anterior. Accedió gustoso Fernando, que se sintió una vez más regalado, consentido y mimado por aquella mujer que parecía estar muy conforme con todo. Le tenían maravillado su arrojo, su determinación, su resolución, su iniciativa... en suma, la tenía por una mujer de carácter. Bien relacionada con los italianos, Ignacia se permitía no pagar su propia protección, pues confiaba en que nada podía ocurrirle a quien tenía encomendado el catering de dos de las Familias. Ignacia siempre decía que todos aquellos malhechores

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eran unos fulanos muy corteses y considerados, y que solo tenían atenciones y gestos para con ella y su negocio; así pues, no secundaba comentarios afrentosos, ni se hacía eco de murmuraciones, ni daba crédito a truculentas referencias que le llegaban inevitablemente. Lo que a Fernando le parecía bien, pues lo que a este le divertía eran las historias menores del barrio, en las que su amiga estaba realmente versada. Precisamente, aquel domingo Fernando pensaba en aprovechar los conocimientos y habilidades sociales de Ignacia para dar con María. Mas, cuando aquella oyó hablar de esta, sin haber sido siquiera informada de los motivos de la búsqueda, que los imaginó al instante, no quiso soltar prenda. Porque desde luego que conocía a María. Trabajaba por la zona, y alguna que otra vez se había dejado caer por su restaurante acompañada de algún hombre. Sí, había visto a María y no se le olvidaría jamás su cara, pues era bella y destacaba como pocas. Y era joven. Ignacia no iba a darle a aquel mastuerzo el menor indicio, el más insignificante detalle que le llevara hasta María. Le daba de comer como a un hijo, y así le pagaba el Fernandito. Tiene toda la ciudad para él, el condenado, pero tenía que venir a echarse una novia en la calle de al lado, con lo grande que es Nueva York, exclamaba Ignacia juntando las yemas de los dedos y sacudiendo las manos hacia el techo, a la usanza italiana, desde el interior de la cocina. Mientras iba y venía de aquí para allá, Ignacia se los figuró embaucados el uno por el otro, como si se hubieran administrado mutuamente un filtro de amor, ilusionados con los cuidados que habrían de depararse, derretidos después de hacer el amor, ahítos de dicha por la mutua compañía. Y se incendió por dentro como una tea, porque Ignacia era una mujer de buena pasta, pero con muy poco control sobre sus emociones; se tomaba las cosas del corazón muy a pecho, por la tremenda... lo mismo las penas que las alegrías. Así, obcecada por los celos, le espetó a Fernando la pregunta cuya

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respuesta bien pudiera clavársele como una aguja en su corazón de mujer atascada en sus devaneos. Le preguntó, mientras le servía los boquerones, que por qué buscaba a la china de marras, y se puso en jarras delante de Fernando, que se quedó de piedra. Este no comprendía lo que le había sucedido a la buena de Ignacia, y rebuscó en su memoria qué pudo salir de su boca y en qué inadecuada forma como para haber alterado de un modo tan evidente a su amiga. En ello estaba, cuando Ignacia le descerrajó una segunda pregunta, terrible y envenenada por el despecho: que si venía a reírse de ella, de Ignacia; a la que Fernando replicó con sencillez inocente que no. Y, llegada la cosa a este punto, Fernando comprendió. Entendió que tenía por delante un quehacer que tampoco le disgustaba. Así que le sonrió, se incorporó, acercó la boca al oído de Ignacia y le susurró algo que la hizo reír y reír.

4 María se preguntó, intrigada, durante los días posteriores al encuentro con Fernando, si volvería a verle o a saber de él. Le sorprendía que tardara tanto en reaparecer, pues estaba habituada a que los hombres la persiguieran, ya fuera haciéndose los encontradizos, ya requiriéndola con educación y comedimiento, galanteándola con mesurado atrevimiento, o acosándola abierta y ostensiblemente. Alguno llegó a importunarla más de lo tolerable y hubo que dar parte a la policía. Pero esta vez la ausencia de noticias la tenía perpleja y chasqueada. Aquel tipo parecía realmente colado, frito, y no tenía ni pies ni cabeza que no hiciera algo por volver a verla; en los últimos quince días no había vuelto por la discoteca, lo que daba la medida del despego e

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indiferencia del anónimo galán. O quizás le arredraron las dificultades y obstáculos del empeño, pensó ella. ¿Habría adivinado él lo muy difícil que podía ser ella a la hora de querer a un hombre? ¿Se habría amilanado ante la conquista de una mujer con novio? Si bien todo eso pudiera haber disuadido a Fernando de porfiar en la aproximación, de buscar el encuentro más o menos fortuito, María intuía que eran otras las motivaciones de esta ausencia de noticias. Algo había ocurrido, estaba segura. Algo que le había impedido a él hacer acto de presencia para reclamar lo que, desde la noche en que se conocieron, era de su exclusiva propiedad. Porque así le parecía a María que la había mirado aquella noche Fernando, como un objeto de su propiedad, sin pedir permiso, con soberana desfachatez de dueño. Y aquello no le había disgustado a ella, al contrario, en cierto modo la había colmado de satisfacción. También ella se procuró sus informaciones sobre Fernando, haciendo uso de amigas y confidentes más o menos próximas. Aunque se le hizo difícil proporcionar una descripción sobre la que trabajar, pues, como no quiso mostrarse receptiva ni darse por enterada en su primer encuentro de la conmoción de que daba señales Fernando, hablar de rasgos, pelos y señales del enamorado con las eventuales informadoras se hacía prácticamente imposible. No obstante, hubo algo que puso a María en el buen camino. Una muchacha de su entorno relacionó a Fernando con el español que había pasado aquella noche con una de las camareras de la discoteca, pues esta última había estado contando en los días sucesivos que se había ido a la cama con un torero. Y es que Fernando solía impresionar a sus víctimas americanas refiriéndoles de forma equívoca que se había puesto delante de un toro (cuando en realidad solo había acudido a una capea en Salamanca a torear una vaquilla durante unas vacaciones de Semana Santa), lo que llevaba a las incautas a concluir que era todo un afamado matador de toros. De modo que María dio con Fernan-

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do. Pero, una vez que supo de quién se trataba, se tranquilizó, se desinteresó, se sumió en una sensación próxima a la indiferencia; pues en aquellos momentos la curiosidad era el único sentimiento que le hacía pensar en él. María ignoraba entonces que tenía motivos para la inquietud y la zozobra. Hasta que le volvió a ver. Le vio sin que él se percatara de la presencia de ella. Fernando salía en ese momento de la tratoría de Ignacia. Y María sintió la curiosidad de seguirle, la urgencia de dejarse arrastrar tras sus pasos, presa del morbo que le producía el observar a quien se había hartado de observarla a ella. Así se inició el primer paseo romántico de aquella pareja de desconocidos que estaban destinados el uno al otro; y así pudo María verle bien el culo a Fernando. Y todo lo demás: las piernas largas, los brazos velludos y viriles, la espalda ancha y, en general, un cuerpo al que no se podía hacer ascos. En algún momento María se propuso verle de frente, y cruzó la calle y adelantó el paso por la otra acera para volver sobre sus pasos, fijándose detenidamente en aquellos rasgos de hombre del mediterráneo: pelo oscuro, nariz aguileña, mandíbula bien dibujada, con un mentón bonito, barba cerrada, ojos negros, rasgados y hundidos bajo el arco de las cejas... Y se quedó contenta y satisfecha con lo que vio; pues pensó María que aquel cuerpo pasaría la prueba del amor solitario con la que ella se regalaba cuando le atraía un hombre: se echaba sobre su cama, con poca ropa, después de bañarse al atardecer, y pensaba en el individuo en cuestión. Más bien fantaseaba. Le imaginaba entrando en su alcoba, y, nada más franquear la puerta, le ordenaba que se quedara quieto, de pie, junto a ella, observándola, mientras ella deslizaba sus largos dedos a lo largo de sus propios brazos, extendidos por encima de su cabeza. Rozaba sus axilas con tal delicadeza que sus yemas parecían pinceles en las manos del más experimentado y lascivo de los pintores; sus uñas, cuidadas y elegantes, barrían sus pechos, provocando una descarga de temblores sobre sus dos

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pezones tostados. Miraba a su testigo con los ojos entreabiertos en el momento en que pasaba la palma de su mano sobre uno de sus muslos, cerca del pubis, cubierto con una braga picantona, y, tras juguetear con la mirada y con la boquita, como si fuera una niña pequeña, se introducía una mano desvergonzada en la braga y empezaba a moverla con tino y precisión, sin la dulce parsimonia ni el extravío demorado de los instantes previos, intensificando el movimiento, empapándose los dedos con aquella humedad sobrevenida, resbalando por sus pliegues, olvidando su compostura, su estilo, su armonía y elegancia connaturales, para transformarse en un momento en la más sucia de las rameras, en la puta más viciosa, en la más arrastrada de las mujeres... En ese momento daba su venia a su amante imaginario para que se desvistiera en un pispás y sustituyera con su polla enarbolada los dos dedos que ella se había introducido minutos antes... La mirada del sujeto entraba en juego en ese momento; si con mirarla, simplemente con mirarla, podía hacer que María estallase por dentro, nada más follarla, entonces esta sabía que el tipo le gustaba de veras. Estaba convencida de que los polvos súbitos y fugaces le daban la medida de lo que sentía por alguien, porque, pensaba María, cuando no intervienen ni el tiempo, ni los cuidados mutuos, ni el conocimiento de los resortes de la lujuria, solo queda la atracción animal; y esta se da o no se da, resumía ella. Por tanto, María resolvió que se haría una paja, en breve, pensando en Fernando, aunque dio por sentado que este saldría bien parado en el lance. Fernando se metió en una boca de metro y tomó la línea ascendente, hacia el Upper East Side, que recorría la avenida Lexington, de vuelta a su oficina; y María decidió seguirle para no perder su rastro. Todavía no había transcurrido la hora de su almuerzo, y siempre podría decir en el hotel que había sufrido un contratiempo que le había retrasado en su reincorporación al trabajo, pues allí tenía buena entrada, valoraban su buen ha-

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cer y nadie la incordiaba con pejigueras. María se introdujo en el mismo vagón que Fernando, a una distancia suficiente como para que él no pudiera reparar en su presencia, y, para camuflarse, sacó del bolso una gorra de béisbol y unas gafas de sol, que se acopló inmediatamente después de hacerse un moño de emergencia. No era la primera vez que María seguía a un hombre; en cierto modo podría decirse que contaba con cierta experiencia en cuanto a ese particular. En tiempos, cuando andaba de la ceca a la meca con unos y con otros, trataba de averiguar enseguida las coordenadas sociales de su último acompañante con una visita furtiva al hogar del interfecto, única vía de comprobar de modo fehaciente, y sin sufrir las nefastas consecuencias de mentirijillas y trampas propias de los primeros días, que se trataba de un hombre de posibles, que tenía un lugar donde caerse muerto, vaya. En una ocasión el perseguido se percató de la persecución y, presa del pánico, le hizo una escena a María en el interior del transbordador de Staten Island, con el inevitable escándalo en presencia del pasaje. Un domingo por la tarde, en una discoteca del Village, Jim, que así se llamaba el mentiroso, había afirmado vivir en la 72 con Madison, donde tienen su morada los más ricos de Nueva York, mientras cogía de la cintura a María. A ella le había gustado el muchacho, y por eso le había consentido que le pasara la mano, con alguna fruición, por las nalgas. De forma que, cuando le descubrió subiendo a la embarcación que comunicaba Manhattan con aquel barrio de obreretes, María se llevó un disgusto. Y no solo porque la economía del tal Jim fuera menos boyante de lo proclamado, sino porque ella empezaba a barruntarse, por aquellas fechas, que no hay hombre que diga la verdad. Cuando Jim la descubrió, creyó que María le había seguido para chantajearle ante su mujer en el futuro, o para desestabilizar su plácida vida familiar con alguna astucia propia de mujer despechada, o para hacerle daño de algún modo todavía impreciso... así que contraata-

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có con la furia de una pantera, acusando a María en público de furcia y buscona a la caza del cotidiano sustento en pleno transbordador, exigiendo la comparecencia de la autoridad de la embarcación para denunciar la presencia de una profesional que importunaba a los honrados y pacíficos viajeros; pero María conservó la calma e hizo gala de temple y sangre fría, y, dirigiéndose al oficial, en voz audible para todos los pasajeros, reconoció ser una pelandusca y una guarra, como afirmaba el caballero, pero no estaba dispuesta a irse con los veinte dólares que le había entregado el denunciante después de poseerla en un cuarto ubicado en la popa del barco, cuando, en realidad, el putero había apalabrado con ella, con cierta liberalidad incluso, doscientos pavos. Y todo eso lo dijo María blandiendo un billete de veinte dólares para hacer más creíble la historia ante el jubiloso paisanaje que presenciaba el sucedido. Cuando María se cercioró de la dirección exacta donde trabajaba Fernando, desanduvo el camino y se dirigió hacia su hotel. Tuvo tiempo de pensar en Barnaby y en cómo iba a encajarle en su vida a partir de ese momento; y no supo cómo. Porque aunque no tuviera nada con Fernando, este ya estaba metido en su cabeza. En efecto, María experimentaba una vaga sensación de incomodidad, de culpa por su propia bajeza; se reconocía abrumada por un sentimiento de miseria moral que, al mismo tiempo, juzgaba infundado, al no haber llegado a consumar ni siquiera un beso con el bello español. Pero aquel hormiguillo idiota, aquella comezón sin fundamento y aquel runrún absurdo estaban ya allí para quedarse. Para desalojar a Barnaby. Este nunca había ocupado mucho espacio, eso era cierto, pero gozaba de algunos derechos preferentes en el corazón de María por haber llegado antes y por haberla socorrido en su necesidad en los momentos difíciles y en los malos tragos. A María le amargaba el ánimo la idea de conducirse de un modo injusto y desleal con un hombre que le compraba el mundo cuando a ella se le an-

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tojaba. ¿Cómo decepcionar a alguien que le ayudaba a pagar su alquiler todos los meses? ¿Cómo herir a un buen muchacho que había financiado el viaje de la señora Hang, la madre de María, a Vietnam, el pasado verano? Una visita a su antiguo país que la había colmado de dicha, de júbilo... y de nostalgia. ¿Cómo replicar ahora con una vileza a tanta devoción, a tanta bondad, a tanta entrega? Se encontraba sin respuestas, pero no renunciaría a Fernando, eso lo sabía ya María. Porque aquel desconocido navegaba ya por el interior de sus venas en una travesía pirata, por un mar que nadie le había autorizado a surcar... María intuía que no le iba a ser fácil domeñar a aquel extraño y devolverle a su lugar de origen. Porque, sencillamente, ella no quería reponerle en sus anteriores confines; no, por alguna razón Fernando hizo acto de presencia en la discoteca aquella noche y la miró como la miró. Y ella no estaba dispuesta a desmentir su destino, por inciertos y caóticos que pudieran ser presagios y oráculos. Aquel sujeto cañón iba a ser para ella. María no iba a dejarse escapar una pieza tan preciada porque sus escrúpulos estuvieran ahí; pensaría en cómo lidiar con ellos, pero Fernando tenía que terminar con ella. Luego ya se vería, se decía para sus adentros, si realmente había que afrontar a Barnaby; pues, bien pudiera ser que Fernando la decepcionase, o que ella se desengañase, o que la cosa se torciera, como tantas veces, y no hubiera que dar pasaporte a nadie. Así, María tomó la resolución de quedarse con ambos, con Fernando y con Barnaby, en la esperanza de que el tiempo vendría a darle consejo sabio en el momento adecuado.

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5 A Barnaby le gustaba frecuentar el restaurante de Ignacia. Allí podía hacerse el encontradizo con algunos hampones a los que no quería perder la pista, pues la proximidad a estos le deparaba ventajillas y oportunidades. La Mafia le había prestado dinero a muy bajo interés para comprar su propia limusina e instalarse por su cuenta; y también le había allanado el camino en los inicios del negocio, cuando surgieron incomprensiones y reparos al intrusismo de Barnaby por parte de las grandes compañías de alquiler de coches de lujo de Nueva York: las dudas y vacilaciones quedaron despejadas con un par de visitas de algunos matones a las oficinas centrales de las susodichas empresas. Mas las motivaciones del conductor para honrar tan acendrado sentido de la amistad no se agotaban en un prosaico y espurio interés. No; Barnaby realmente disfrutaba de la compañía de unos sujetos que observaban la vida desde una atalaya inaccesible a la mayoría de los hombres, cuyos parámetros y coordenadas diferían de los del resto de los mortales a la hora de enjuiciar situaciones y circunstancias, cuyos métodos expeditivos pulverizaban, en una décima de segundo, contratiempos y contrariedades que atribularían a personalidades corrientes. Aquellos rufianes podían hablar, entre plato y plato, de cómo le partirían las piernas esa misma tarde a un chino levantisco, propietario de una tintorería en el Bronx, que se había negado a asumir su responsabilidad al dejar brillos en el traje, comprado en Brioni, la exclusiva y carísima tienda de la Quinta avenida, de uno de los capos; o comentar, sin pestañear, los pormenores del interrogatorio sangriento al que habían sometido a un confidente de la policía, al que le habrían arrancado con unas tenazas, y a lo vivo, los dos incisivos superiores en un almacén del puerto; o lamentarse, entristecidos de veras, por la suerte de una marchosilla prostituta a la que no habían tenido más remedio que cargarse para que

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se supiera en el barrio que los beneficios proporcionados por el cuerpo no eran de exclusiva propiedad de la mujer, aunque estuviera enganchada a la heroína y tuviera necesidades perentorias de dinero... Y, sin embargo, Barnaby no percibía su ruindad ni su miseria moral cuando les escuchaba; al contrario, experimentaba una morbosa fascinación y un deslumbramiento mágico y sobrenatural por aquel modo de conducirse heterodoxo y simple, fácil, conciso y resumido. Le parecían hombres hechos de otra pasta, sin conciencia, sin escrúpulos, sin remordimientos; acomodados y cómodos en su particular jungla, al margen del mundo de los valores y principios admitidos por todos... Evadidos para siempre de la realidad del común, eran, esencialmente, los verídicos y genéricos extraterrestres; por eso el chófer se sentía tan atraído por su compañía. Cuando Barnaby entró en el restaurante, Ignacia, que, hasta aquel momento, le había tenido por uno de tantos amigos que se dejaban caer por la tratoría con relativa asiduidad, le asoció a María, súbita, instantánea e instintivamente. Recordó ahora que les había visto juntos en varias ocasiones. Últimamente, Ignacia tenía metida a María en la cabeza a todas horas, y eso explicaba la repentina ubicación de la pareja en su memoria. Sin saber muy bien el porqué, la burgalesa se puso tensa, en guardia, alerta... pero luego comprendió que estaba cagada por la posibilidad de que María y Barnaby se hubieran citado en su local. Porque si Fernando se pasaba por allí a la hora del almuerzo, habría dado finalmente con aquella a quien llevaba buscando desde hacía semanas. Ignacia intuía que la batida del amor continuaba, presentía que Fernando proseguía con sus averiguaciones, entontecido por la impresión que le habían producido la muchacha y el cuerpo que la acompañaba; tenía el pálpito de que ella, Ignacia, no había conseguido quitársela a él de la imaginación con sus guisos y sus polvos experimentados y saturados de entrega desesperada y tardía. Por consiguiente, a

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partir de la irrupción de Barnaby, la tabernera enamorada empezó a aturullarse en sus más cotidianos quehaceres, a desnortarse a la hora de preparar salsas que sabía confeccionar con los ojos cerrados, a servir vinos que no habían sido ordenados por los comensales, a volcar copas, afortunadamente todavía vacías, sobre los manteles; en fin, a no dar pie con bola. La carga de los años, la certeza de haberse marchitado, la percepción de que todo habría de acabar en cuanto María asomara por aquella puerta tenían a Ignacia muerta de miedo y de amargura. Y hasta se le empañaron los ojos de rabia por no poder detener todas las cosas allí mismo; y, detrás de la barra, arrodillada como si estuviera buscando algún utensilio con el que preparar el zabayone, Ignacia lloró de impotencia, lloró de vergüenza, por sentirse tan humillada y tan poca cosa, con todo lo que ella creía que tenía que dar a un hombre todavía...…lloró de pena. Barnaby se había acomodado en una mesa por su cuenta, y a Ignacia le dieron ganas de aproximarse a él y decirle que, sintiéndolo mucho, la mesa estaba reservada, así como todas aquellas que veía vacías. Pero enseguida recuperó la cordura y el sentido del negocio; además tendría que inventar una excusa que dar a sus camareros, que no entenderían un acto tan hostil hacia un cliente que jamás había dado el más mínimo motivo de queja. Así que Ignacia le recitó a Barnaby los platos que ese día tenía fuera de carta, haciéndole algunas recomendaciones interesadas, orientadas, mayormente, a deshacerse de aquellos platos que más tiempo llevaban aguardando en la nevera del establecimiento. Barnaby encargó queso de búfala con tomate en rodajas, regado con aceite de oliva, como primer plato, y unos penne a la arrabiata, que eran la especialidad de la casa, como segundo; y un vaso de un Valpolicella, además de agua del grifo, para beber. Aunque norteamericano por los cuatro costados, Barnaby había entendido la importancia otorgada a la comida por los pueblos mediterráneos a través del trato con aquellos

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canallas de Cosa Nostra, tan aficionados a la francachela, con los que confraternizaba siempre delante de un buen plato. De modo que apreciaba la buena mesa, y despreciaba la ordinariez de sus compatriotas en lo tocante al paladar. Ignacia apuntó en su libretilla el pedido y, antes de alejarse para trasladarlo a la cocina, no pudo reprimir su deseo de comentarle a Barnaby, con toda la intención del mundo, lo muy solo que le veía aquel día, con la finalidad de desatarle la lengua de algún modo. Pero Barnaby, que no entendió por dónde iba la patrona del local, musitó un sí y no entró al trapo. A instancias de María, los novios habían quedado citados aquel día para tomar café en la tratoría. La muchacha no acostumbraba a comer con la parsimonia y detenimiento con que lo hacía Barnaby, pues ahora este era un convencido de los horarios romanos, y se reservaba dos horas al mediodía para el disfrute del almuerzo. Así pues, María haría acto de presencia para la sobremesa, con la íntima y secreta esperanza de encontrarse con Fernando, que sabía frecuentaba la tratoría; pues ya había transcurrido casi una semana desde que lo persiguiera por la calle para saber más de él, y, desde entonces, nada había sabido. Por consiguiente, Barnaby estaba solo cuando se acercó a su mesa Tonino Sacco, con la aparente intención de conversar; pero Tonino no traía buena cara, no lucía el semblante amigable y bonachón que contribuía a hacerle un personaje querido y apreciado entre los pillos de la ciudad, aunque fuera uno de los gángsters más sañudos y despiadados a la hora de torturar con vistas a obtener cualquier información valiosa (fue él el que dejó sin comida durante dos días a un bebé frente a su madre, atada esta a una silla, hasta que los atormentados sollozos de la criatura le refrescaron la memoria a la mamá sobre el paradero de un cargamento de heroína distraído por la mafia polaca). Tonino Sacco se sentó junto a Barnaby y, sin mediar saludo, le espetó a este que alguien andaba haciendo preguntas sobre él y su novia,

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y le advirtió de que debía tomar precauciones y mantener bien abiertos los ojos. De momento, no podía decirle más: algunos colegas de la mafia china habían ofrecido esa información a cambio de unos favores de carácter menor. Pese a que ya no era un pardillo en todo lo tocante a la calle, Barnaby se vio sorprendido por la confidencia de Sacco, pues, por primera vez, sus andanzas complicaban a María. Hasta la fecha había logrado mantenerla a ella al margen de sus trapisondas y de sus cambalaches con el lumpen de la ciudad, pero si alguien les seguía la pista a ambos, eso había que tomarlo en serio, pues, muy probablemente, ese alguien estuviera jugando con la idea de dar un escarmiento a Barnaby sobre las costillas de su ser más querido. Esta reflexión llenó a este de ira y estupor al tiempo. ¿Cómo podía haber sobre la faz de la tierra alguien tan abyecto y ruin como para proponerse hacer daño a una criatura tan pacífica e inofensiva como su novia? ¿Cómo se atrevía alguien a perturbar la paz y el sosiego de aquella muchacha que solo procuraba el bien y la alegría del prójimo? ¿A cuento de qué se permitía alguno de aquellos desgraciados botarates con la conciencia encanallada desde el mismo día en que pisaron este mundo, desprovistos de vergüenza desde la cuna, el menor amago de hostilidad y malquerencia hacia la más cándida entre las cándidas?, se preguntaba Barnaby. El chófer se revolvía en su silla, presa de un hormiguillo desatado que le invadía el cuerpo, con ganas de morderle la nuez al condenado zascandil responsable del desasosiego que sentía en aquellos momentos. Por eso, Tonino se vio en la tesitura de pedirle calma y conminarle a una reposada revista mental sobre las personas a las que Barnaby hubiera podido ofender, advertida o inadvertidamente, en los últimos tiempos. Hurgando en los particulares anales de la miseria cotidiana, allí se recapitularon episodios controvertidos de la vida de Barnaby que pudieran haber dado pie a resquemor, cabreo o simple malestar. Así, el conductor le refirió a Tonino Sacco su rifirrafe con un empre-

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sario español que, sería poco antes de la anterior Navidad, en el trayecto hacia el Aeropuerto Kennedy, se empeñó en repartir polvorones en el interior de la limusina a sus acompañantes, unos importadores norteamericanos especializados en la venta de productos comestibles navideños a las distintas comunidades y grupos étnicos afincados en Nueva York. Barnaby, que conocía los perniciosos y funestos efectos de las caspicias de tan afamados productos de la repostería andaluza sobre las tapicerías de los automóviles, reconvino al empresario de forma educada en un primer momento; pero, cuando el de Estepa expresó manifiestamente su intención de ignorar la advertencia y continuar con la merienda, Barnaby detuvo el coche en el arcén y, apoderándose de los mantecados de un violento zarpazo, lanzó la caja al río, para estupefacción y alarma de los viajeros, que continuaron el viaje enmudecidos. No parecía que aquel incidente pudiera ser el motivo del misterioso seguimiento a que se veían sometidos el atrabiliario chófer y su novia, concluyeron Tonino y Barnaby. A continuación, este último rememoró la trifulca y alboroto que protagonizó la semana anterior cuando tuvo que apoyar su revólver calibre 38 en la sien de un negro recalcitrante que se obstinaba en escanciarle gasolina en el depósito de la limusina sin apagar el pitillo que sostenía entre los labios. El muchacho, siempre partidario de las formas educadas y consideradas, le había rogado inicialmente al del fumeque que no pusiera en riesgo a los transeúntes, ni la propiedad circundante, ni la vida misma del negligente brother; pero este, impasible, como el que oye llover, seguía dando sus caladas, cual dragón con la boca llena de fuego asesino. Barnaby se fue a la guantera y volvió con el Colt, abrió el tambor, comprobó que tenía munición en cada una de las recámaras, lo reinsertó en su lugar y le dijo al negro, mientras le ponía el arma en la cabeza y levantaba el percutor, que lamentaba recordarle que estaba en zona de no fumadores. También descartaron al brother. Evocó, por último, el bueno de

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Barnaby, una discusión de tráfico en la que se había visto envuelto haría cosa de tres meses y que podía tener algo que ver con lo que Tonino Sacco había venido a advertirle. El coche le transformaba en una fiera corrupia, el mismo Barnaby lo admitía; cuando se ponía frente al volante, afloraba lo peor de aquel muchacho compasivo y buena persona, ejemplo de civismo para sus convecinos en circunstancias normales. Cuando la limusina andaba por medio, el juicio se le nublaba, el entendimiento se le torcía y la buena educación cedía el paso a una compulsiva y atorrante chabacanería, a una insolencia sin límites. Pues bien, en una ocasión, espoleado por la prisa, Barnaby ignoró un semáforo en rojo y estuvo a punto de llevarse por delante a un anciano que cruzaba por el paso de peatones en una silla de ruedas motorizada. Al verse protagonizando un papel tan miserable, acosando a un pobre viejo desvalido, Barnaby sintió tanto asco de sí mismo, le avergonzó tanto su desairada posición, que, paradójicamente, la pagó con el pobre señor: le cubrió de ofensas e improperios, de insultos y humillaciones, de injurias atroces... para escándalo de los atónitos testigos que habían presenciado el sucedido, que se precipitaron sobre el coche, sacaron a Barnaby de su cubículo, le zarandearon exigiéndole que se identificase para denunciarle a la policía y no le dejaron ir hasta que pidió disculpas al anciano por su incalificable comportamiento. Bien pudiera ser que algún familiar del viejo quisiera ajustarle las cuentas a Barnaby ahora, estuvo de acuerdo Tonino. Pero ambos amigos tuvieron que despedirse apresuradamente porque María entraba en el restaurante en ese instante. Ignacia, que hasta ese momento había asumido, confortada, que la presencia de Barnaby en su establecimiento se justificaba por la cita concertada con Tonino Sacco, creyó desfallecer cuando vio a su rival traspasando el umbral de la puerta. Ahora solo faltaba que asomara la jeta el Fernandito, y todo se habría malogrado. Además, María estaba bellísima; había cuidado has-

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ta el menor detalle para comparecer ante Fernando (ya sabía que quería estar con él: hacía un par de noches que había tenido un orgasmo fabuloso al masturbarse pensando en el español). Así que se había vestido para impresionar a Fernando, o, por decirlo con mayor propiedad, para asustarle, porque los hombres, sostenía María, hacen cuanto una mujer se propone cuando tienen miedo: miedo a no conquistarla, miedo a no conservarla, miedo a perderla... Por eso María había resuelto intimidar a Fernando de entrada: una trenza que le caía derecha por la espalda, a modo de brida ofrecida al enamorado; poco maquillaje, para anunciar que era de aquellas pocas que pueden prescindir de él sin menoscabo alguno, en aquel rostro inspirador de ternura y erecciones; escote, brazos y piernas al descubierto, para que él pudiera apreciar la tez y textura de aquella piel de luz; tacones discretamente altos en unas sandalias que dejaban a la vista unos pies de merengue elegantísimos; una falda de lino, de un ocre poco común, que le acariciaba las caderas y caía por encima de las rodillas redondas y brillantes como espejos; una blusa de seda china de color marfil que se le paseaba sobre los pechos, creando unos pliegues que parecían bancales sobre su busto esculpido en roca; las manos, sin más adorno que unos largos dedos terminados en cuidadas uñas... Todo eso lo vio Ignacia en un segundo; su instinto de mujer le trajo el mensaje fulminante de que aquella muchacha no se había arreglado para su novio macarra, sino para algo grande, importante, señalado... Aunque no fuera vestida ni acicalada para una boda, o un evento social destacado, aunque nadie hubiera podido afirmar que María iba demasiado pendiente de agradar, Ignacia supo ver allí tanto y tanto... que se vino abajo sin darle más vueltas a la cuestión. Hasta ese momento había circunscrito sus sospechas a Fernando, convencida de que era él quien había reparado en María y andaba tras sus pasos; pero, desde que vio llegar a esta última al restaurante, comprendió que ella estaba también detrás de él.

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Por eso, cuando, a los diez minutos de haber hecho su entrada María, la puerta del restaurante se abrió para dar paso a Fernando, Ignacia no se inmutó, porque ya había tomado conciencia de la hecatombe inevitable que se cernía sobre su felicidad. Esta no quiso ver cómo se sostuvieron la mirada aquellos dos, ni quiso adivinar cómo se alegraron de encontrarse por fin, ni estuvo dispuesta a contemplar cómo María se revolvía en su silla al sentir la humedad de sus bragas, ni cedió ante la curiosidad de comprobar si Fernando se descomponía por dentro al constatar, con la claridad de la luz del día, que aquella mujer era todavía más que lo que había entrevisto la noche en que la conoció. Ignacia, decidida a ignorar la escena, se metió en la cocina sin buscar el saludo de Fernando. Tampoco quiso ver cómo los dos amantes en ciernes, obedeciendo una orden prodigiosa y singular, se encaminaron al cuarto de baño para darse un beso en la boca e intercambiarse los números de sus respectivos teléfonos, sin mediar palabra.

6 Si no se hablaron el día en que se reencontraron, mucho lo hicieron, no obstante, en los días que siguieron después. Por teléfono, al principio; Fernando tomó la iniciativa y, pese a que era un hombre experimentado en las distintas formas y vueltas que dar a la hora de abordar a una mujer, preparó una variedad de fórmulas adaptadas más o menos a los eventuales derroteros que pudiera tomar aquella primera conversación telefónica, tan trascendente para su porvenir, pensaba él. Si María se revelara distante y olvidadiza de aquel beso inaugural que se habían dado en el baño de la tratoría, él se haría el desenfada-

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do y pasaría por alto su despego; en ese caso, para embromarla, trataría de ensartar inmediatamente una tontuna en la plática seguramente entrecortada (podría decirle, por ejemplo, que su llamada se debía al afán de disculparse por su atrevida actitud en el día del encuentro, trasladando la responsabilidad de la calentura a las propiedades afrodisíacas de la pasta servida en aquel lugar). Y a ver por dónde salía ella tras esa ocurrencia. Si ella se mostrara correcta y en su sitio, sin querer proclamar a los cuatro vientos su interés por Fernando, lo más lógico y probable, pensaba él, atendiendo a la mesura que suelen exhibir las mujeres asiáticas, entonces él se aventuraría a hablarle de la gran impresión que María le había hecho la primera vez que la viera en la discoteca. Y ya se encargaría él de seguir con una de cal y otra de arena, para que tampoco se creyera que allí estaba él, como un pasmado, dispuesto a tragar carros y carretas. Pero, en el supuesto de que María se volcase, en la coyuntura improbable de que ella pronunciase un sí valiente y desprejuiciado, en la tesitura de una confesión de amor, y no solo de una simple inclinación, de una muestra de benevolencia o de una complaciente atracción, entonces Fernando le diría sin tapujos que no había que seguir buscando, que ya no había lugar para la duda, que todo había concluido felizmente para ambos, que insospechada y definitivamente, la dicha se había colado en sus vidas... Y la invitaría a follar. Fernando descolgó el teléfono, pertrechado de su estrategia, y, también amilanado por la incógnita, marcó los números que ya tenía grabados en la memoria y escuchó una voz, que, en un inglés infantil, le conminó a hablar. Preguntó por María y la voz le indicó que esperase, sin más. Al cabo de unos segundos, compareció María preguntando por la identidad de quien la reclamaba al aparato. Fernando sintió el estómago encogido, y la respiración desacompasada, y cierto temblor en el brazo con que sostenía el auricular, mientras oía cómo su propia

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voz hacía un patético y errático ejercicio de identificación de su persona; lo cierto era que no tenía nada preparado para responder aquella pregunta, por otra parte, previsible. Se aturulló y habló torpemente, sin tino, sin acertar a enhebrar un par de frases con coherencia para explicar quién era él. Iniciaba una oración y se echaba atrás antes de concluirla, al parecerle que no incorporaría información suficiente como para que María se enterase; pero, a continuación, se escuchaba soltando una farragosa perorata que, él mismo se daba cuenta, no podía más que confundir a su interlocutora ante tanta referencia innecesaria y superflua. El resultado de todo aquello fue que Fernando sembró el desconcierto y la irritación en aquel primer intercambio de palabras, y esto se hizo patente en el tono que empleó María cuando exigió a su interlocutor, de modo terminante, que aclarase, de una vez, quién era y con quién quería hablar. Fernando guardó silencio porque se le quedó la mente en blanco tras oír aquellas palabras que evidenciaban la contrariedad y el despiste en quien las había proferido; y, por más que buscó en su cabeza algo que le permitiera salir del paso, no halló nada conveniente ni oportuno que replicar. Puesto que ya se había roto el hechizo propio de un buen comienzo, Fernando no supo cómo restaurarse a sí mismo tras aquel desastre sin paliativos, y optó, como hubiera hecho un niño, por colgar. Todavía con la mano sobre el aparato, maldiciendo su impericia y estupidez, repasando mentalmente, muerto de vergüenza, los pasajes de aquel atropellado y fallido ensayo de conversación, Fernando se sobresaltó por el repiqueteo del timbre del teléfono. Levantó el auricular y se lo llevó a la oreja, con el aire entontecido de un autómata, y, nada más decir diga, pudo escuchar cómo la voz de María le preguntaba si era él quien acababa de llamarla; y, antes de poder responder nada, ella le espetó que no tenía por costumbre hablarle así a un hombre, y mucho menos si ese hombre le gustaba, pero que quería que se

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vieran para decirse, sin más demora, lo que tenían que decirse. Así fue como se citaron en Xunta, un bareto gallego de la Primera, a la altura de la calle 10, muy del gusto de Fernando por sus tapas y su ambiente desenfadado y bullicioso; y allí se dieron más besos, entre estudiantes norteamericanos amantes de España. Y allí se contaron ambos que sentían algo importante, desmedido y desordenado el uno hacia el otro. Que llevaban semanas sin conciliar un sueño tranquilo y reposado ni uno ni otro. Que cometían imperdonables faltas e incurrían en pertinaz negligencia en sus respectivos trabajos por pensar constantemente el uno en el otro. Que nadie había ocupado tanto espacio en sus vidas, hasta la fecha, como lo habían hecho el uno y el otro. Todo esto se confesaron entrelazando sus manos, cogiéndose por el talle, mirándose a los ojos, dedicándose sonrisas... Y, si bien Fernando tenía pensado, a continuación, llevar a María a cenar a cualquiera de los restaurantes de moda de la ciudad, ambos acordaron enseguida marcharse a hacer el amor al apartamento de Fernando, porque se habían arrebatado y estaban ya locamente enamorados. Sin esperar a cerrar la puerta del apartamento, casi a oscuras, con torpeza y desenfreno, Fernando y María se abrazaron y se tocaron de un modo obsceno, conscientes de que no había justificación para el comedimiento ni las restricciones, ni, mucho menos, para los remilgos, cayendo al suelo ambos, mientras se besaban en los labios con fruición y voracidad adolescente. Allí mismo, en el vestíbulo, Fernando sintió entonces una ternura inmensa en sus entrañas y se urgió a quitarle los pantalones a María, y, a continuación, las bragas, para posar su boca en el coño caliente de aquella mujer a la que tanto quería ya. Esta, tan mojada estaba, que ella misma podía oler los efluvios de sus humores más íntimos, y también escuchar los chasquidos provocados por la lengua de Fernando, como si se tratara de un caballo abrevando su sed; aquella mujer fina y delicada, de un estilazo

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poco común, levantaba la pelvis como una desvergonzada guarra para que aquel desconocido, aguardado durante toda la vida, pudiera pasear la lengua por sus labios elásticos y escurridizos. No le hizo falta mucho más para correrse en la boca de Fernando, que, por cierto, averiguó allí que, hasta aquel momento, nunca había tenido tan intensa sensación de la propia virilidad ante una mujer. Aquel calambrazo que descargó el vientre de María tenía que ver con el amor, pensó ella; porque nada parecido había experimentado nunca. Por eso, aunque en ese momento se le pasó por la cabeza la idea de lamérselo todo a Fernando, arrastrada por un ímpetu de hacerle feliz, María se rectificó inmediatamente y se dijo, en una décima de segundo, que cuando se quiere a alguien hay que buscar el propio orgasmo con denuedo, para reventar de dicha y de placer a un tiempo. De modo que, poniéndose a cuatro patas, María buscó a Fernando andando para atrás como un cangrejo, hasta que lo halló y le exigió que la penetrara y, al mismo tiempo, le metiera uno de los pulgares por el ano. Esto último se lo pidió con tanta dulzura y delicadeza que Fernando creyó que el mundo se habría de terminar después de aquel polvo, así que arremetió con fuerza, sin olvidar la recomendación de su dueña. Pero cuando llevaba lanzadas unas cuantas embestidas, Fernando experimentó la necesidad perentoria de verle la cara a María, de contemplar en detalle cómo gozaba aquel rostro angelical, de comprobar si se desfiguraba con la lujuria y la rijosidad, si se desencajaba con el placer y se tornaba desconocido en sus rasgos. Así, volviéndola hacia sí, enfrentó a María agarrándose el pene con las dos manos, y la ensartó hasta los riñones, notando cómo se le hinchaba hasta la última vena en su trayectoria invasiva. Fernando, de una forma extraña y sobrevenida, quiso que fuera su mirada lo que rindiera a aquella mujer superior de un modo inapelable, que sus ojos, los de Fernando, fueran más habilidosos y eficaces que sus genitales a la hora de gozarla de nue-

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vo; que sus ojos, los de ambos, establecieran una corriente de complicidad pornográfica que les saciara instantánea y definitivamente. Fernando entendió por arte de birlibirloque en aquel momento que también María exigía que la mirase, deseosa de lograr devanarse del todo. Y así, ambos comprendieron que tenían que detener el vaivén; para que nada pudiese interferir o distorsionar el frenético torrente de deseo y disipación que fluía a través de sus pestañas, para que ni el más imperceptible roce pudiera suplantar el magnetismo audaz de sus pupilas dispuestas a arrastrar a ambos, para que se hiciera el silencio que habría de atestiguar que el goce que allí había de tener lugar había llegado sin necesidad de recurrir a movimiento auxiliador alguno. Por eso, cuando lo hicieron, cuando se detuvieron, al cabo de unos segundos de sostenerse la mirada, María y Fernando se derrumbaron de gusto y jadearon... Y en aquella agitación ampulosa y desproporcionada, en aquellos carraspeos histriónicos, en aquella inflamación nasal, en aquellos rostros encarnados a los que insuflaban sangre unas venas exaltadas en sus cuellos, pudieron vislumbrarse, no el desatino de la pasión o el hervor de la calentura, que también, sino el cariño de los años, el compañerismo de los lustros y la compenetración de las décadas. En aquellos abrazos torpes, en aquellos besos depositados con ternura sobre las bocas entreabiertas para dejar pasar el aliento todavía irreprimible, en aquellas caricias desorientadas, encaminadas a prolongar sus orgasmos respectivos, se apreció, en toda su extensión, el cuidado de los que se cuidan. En ese instante comprendieron ambos por qué follar es una palabra que tiene un solo sentido, que no puede significar más que una cosa; entonces alcanzaron a desentrañar la magia de un vocablo que, erróneamente, muchos creen conocer. María y Fernando se reconocieron diestros en el amor después de aquel asalto de dulzura y lujuria que les había dado la medida de lo que se puede sentir en el alma y en

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la polla, en el coño y en el corazón a un tiempo. Se tomaron el uno al otro por eruditos discretos y cabales en el arte del querer, depositarios de conocimientos olvidados de la humanidad en lo tocante a la felicidad genital, maestros de ceremonias al corriente de remotos arcanos sobre una sexualidad mansa y exultante al mismo tiempo. Y cuando se levantaron del suelo y se dirigieron, exhaustos por el esfuerzo y la emoción desplegados, al dormitorio de Fernando, ambos experimentaron la convicción de que allí, aquella noche, había ocurrido algo importante.

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